REVISTA ACADEMUS XXII

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Turba de sonidos. Introducción

Sergio Mondragón

Turba de sonidos tiene mucho de autobiografía, explícita o entre líneas. ¿Qué libro de poesía no tiene esta característica, aun en aquellos casos en que se habla de otros, de un personaje histórico, de un país o un paisaje? El poeta se vuelca entero en sus poemas, con sus obsesiones, sus mitos y sus sueños, con su ritmo personal, y en las líneas de sus composiciones puede leerse el itinerario, completo o fragmentario, de su vida, al modo en que el experto vidente puede interpretar el destino en las palmas de las manos, o el maestro taoísta leer el contenido del momento en la disposición de los objetos que se hallan sobre la mesa, o en el artesonado del caparazón de una tortuga. La primera mitad del libro es una mirada adolorida y nostálgica sobre la infancia y la adolescencia del autor, sobre las cicatrices y los regueros de escombros existenciales entreverados con valles, patios y follajes, piletas de agua y cigarras que añaden su monótono canto a la turba de sonidos a que este libro nos convoca. “¿Quién fui entre vergeles anteriores a la tierra?”, se pregunta Venegas en el primer poema de El rumbo fugitivo. El libro completo es una extensión de esa misma pregunta y es también una respuesta de imágenes que se presentan en desbandada o en orden, impulsadas por el elemento aire, que aparece en esta obra con diferentes intensidades y funciones, diseminando los significados como semillas que aquí y allá van a reventar y germinar. En este sentido, Turba de sonidos se inscribe en la moderna tradición de la obra abierta, en este caso quizá sólo entreabierta, permaneciendo para este lector el enigma del porqué de la elección del elemento aire como metáfora de purificación, y no otro, como el agua, por ejemplo, que igual lava y borra los vestigios que se desea exorcizar. Aunque quizá sea el anhelo de rumbo a lo que este libro apunta. En un poema de la primera parte hallamos la afirmación asombrosa que remite más allá de la infancia, a aquel estadio prenatal sin tiempo, que ya se busca a sí mismo: “Escucho mis latidos en el vientre materno/…qué inocencia completa mi ceguera/ qué olvidaré para saber quién soy?” Esa búsqueda de identidad reaparece en otras páginas como proceso de autoconocimiento, testimonio de que la misma pregunta, quizá la única que verdaderamente vale la pena formularse, ha animado el pensamiento desde el principio, y quizá nunca termine de hacerse en el transcurso de las vidas humanas: “Vengo de hallarme en el espejo/ de preguntarme si soy más de lo que miro/ de ver los cuerpos de mi cuerpo supurando historias”.

Las historias en la vida del poeta están registradas en el libro, junto a las inquietudes y preguntas del niño, los acontecimientos que sin piedad se precipitan sobre él, la partida de los seres queridos, y las figuras borrosas y huidizas de quienes debieran ser las más claras y seguras imágenes de la protección y el amor, son recuerdos que años más tarde el poeta con la alquimia de las palabras puede transformar en poesía. Dice en el poema XIII de Turba de sonidos: “Eras mi padre joven/ con la vida encubierta en la chamarra./Te ibas/y no quedaba sombra de tu sombra,/luego esperar,/ ir por las carreteras con mi abuelo/ escribiendo la infancia en el asfalto./Vago contigo entre burdeles que al despertar desaparecen,/ me abrazabas callando historias del alcohol,/ qué ausencia te atrapó./ En el espejo de tu sangre/ calaba hondo la posesión de un dios”. Turba de sonidos es sobre todos los sonidos, el sonido de las palabras que labran esta autobiografía, el sonido de aquellas palabras que le sirven de tabla de salvación al autor, ¿y por qué no? al lector, si es que acepta la invitación y se decide a subirse a la tabla de salvación de la poesía, para compartir allí la belleza o la desazón del viaje que atravesó el poeta, por otro lado, viajero de sí mismo, antihéroe de la escritura de su obra, heredera en la forma fragmentaria de los trazos que la conforman, de una cierta vanguardia, y de aquella divagación que retrata el funcionamiento del pensamiento de la señora Bloom – en realidad, el de todos nosotros- en la célebre obra de Joyce. Alusión que se hace no porque le falte puntuación a la poesía de Venegas, sino por esa especie de sinalefa metafísica que une los múltiples sentidos y que le da así forma y contenido, al igual que a ésta, a muchas obras de arte contemporáneas. Dice el poema XXI del Rumbo fugitivo: “Asir palabras/ salvado apenas/ por un cordón de plata umbilical/ andar baldío/ con hilos de oquedad/ volver sin el tesoro/ hallar esa moneda/ que brilla en la mirada”. Palabras que se lleva ese viento que sopla conjurando sentidos, y que aparece obsesivamente en Turba de sonidos como resuello, vehículo, respiración, ausencia que quedará luego de que nosotros pasemos, como polvareda y rumor, arrastrando hojas de un periódico ya caduco, dejando testimonio en los 32 poemas de la primera parte del libro de los 32 rumbos en que la rosa de los vientos divide el horizonte. A pesar de que autor y lector sepan que en la saga del “Conócete a ti mismo” todos los caminos son el mismo y sólo nos llevan hacia nosotros mismos. Todos los sonidos son lenguaje y el poeta los entiende, ya se presenten como turba y muchedumbre o como solitario crujido, y aun en su contrapunto, el silencio, esa otra forma elocuente del habla. Lo mismo con el lenguaje del aire, que es también aliento, respiración, espíritu, espiritualidad… manifestado en su quietud o moviendo las hojas de las puertas como en este poema de Venegas que hace alusión al Cántico Espiritual y al viaje hacia adentro –hacia donde no se sabe y se queda no sabiendo, toda ciencia trascendiendo-

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