Ailm • E. C. Ferdinand
Ailm E. C. Ferdinand
Tambores. Por el pabellón de la muerte todo se vislumbra obscuro, frio, lúgubre… Caminamos en fila, nadie habla, encadenados, el metal helado rozando contra la piel desnuda, lacerando cada paso con sus bordes oxidados. Descalzos sobre el fango, nuestro andar es lento, sabemos que si uno resbala todos caeremos, los látigos y los golpes abundarán, por eso, a pesar de los azotes por acelerar el paso, hemos preferido soportar los golpes a las consecuencias de cometer un error. Ojos vacíos, cuerpos manchados de sangre y suciedad, laceraciones y moretones, a los costados seres malignos, aquellos seres con cabeza y pecho plateado, jinetes en la neblina como demonios, portando su pilum. Los caballos relinchan, se escuchan gritos incomprensibles, llovizna… Aquel beso acogedor de nuestra tierra, entre la densidad del bosque que nos vio crecer y ahora nos verá perecer, como prisioneros, como esclavos, como bestias. Recuerdos vienen a mí, de mi hogar, de mis días, de mis noches y, con ellos, vienen también velados, los cánticos que mi madre me cantase al perecer la luz y se alzase la obscuridad. Recuerdo aún la letra. «El cuervo vuela en una rueda en el cielo en el bosque, el viejo sabio vive Algir! Las pistas desaparecen, la lengua habla Algir» Mis hermanos empiezan a cantar a mi sonar, los caballos se estremecen, relinchan, rampantes, a su vez la neblina espesa de nuestras tierras estrecha el camino, el nerviosismo se aprecia en aquellas figuras que en un momento nos atormentaban, ahora nuestro hogar les devuelve el sentir. ••• 13