LOCA POR HEMINGWAY Yo estaba en París, sentada en Le Récamier tomando un café y leyendo un libro, alucinando con que Milan Kundera entrara, pensando en qué le diría si el destino me regalara cinco minutos de su vida. No llegó. Pero ahí, se me ocurrió la idea de darle el ultimátum a Braulio, hacerle realidad su sueño de ir a la casa de Hemingway y acorralarlo. Lo que quería era que él, finalmente, se saliera de la ecuación, obligarlo a decirme que no, y así centrarme en José, mi dulce José, tan paciente con mis dudas, con mis ya insostenibles aplazamientos. ¡Conocía tan bien a Braulio! Era tan predecible que pude escribir el guion perfecto; él repetiría su parte a la perfección, como en un reality show, mi pluma lo llevaría a tomar la decisión. Contacté a una agencia en Cuba, me dijeron que ellos no hacían ese tipo de trabajo, pero me dieron el nombre de otra persona que, a su vez, me dio el teléfono de Yosiel. Por supuesto, a Yosiel no le hablé de mis intenciones, le dije que era escritora y que rodaría un cortometraje; él se encargaría de conseguir la locación, de montar el atrezo y lo que hiciera falta. Yosiel captó la idea de inmediato, se entusiasmó con el proyecto, se involucró en la historia. Cuando se acercó el momento, viajé a Cuba para ultimar detalles. Recorrí con Yosiel las calles de la Habana Vieja y trepé en un viejo ascensor hasta el ático del edificio Bacardí, donde nuestra vista se perdió en el tiempo de una fotografía panorámica. Lo mejor fueron el paseo por el malecón y la puesta de sol, que culminó en un paladar donde la atmósfera me fue enredando, incitándome a desnudar mi alma. Afortunadamente, me di cuenta y me contuve. Me hacía tanta gracia su acento cubano; me sorprendió su desplante y esos gestos suyos tan alegres, tan llenos de música. Como pensaba que yo era quien estaba loca por Hemingway —lo que menos quería yo era involucrarlo en mi relación con Braulio o contarle lo de José— se sintió inmediatamente identificado, me contó anécdotas de cuando su abuelo le había alquilado la Finca Vigía al escritor y de cómo luego este se la había comprado. Hasta llegué a sentir que todo ese circo empezaba a provocarme una fascinación por el autor, por su vida y su obra. No me daba cuenta de que mi corazón latía con la música de Yosiel, de que cuando citaba a Hemingway no suspiraba ni siquiera reparaba en el contenido de sus palabras, sino que vibraba con su tono de voz. De eso no me di cuenta hasta que regresé con Braulio. Cuando mi guion empezó a rodarse y Braulio —tal como lo anticipé— repetía su parte como si la hubiera leído. ¡Conocía tan bien a Braulio! Todas mis predicciones se cumplían, estaba a punto de deshacerme de Braulio, cuando 25