Sueños de Valparaíso / muestra

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Sueños de Valparaíso

Jaume Benavente Sueños de Valparaíso

Traducción de Guillem Gómez Sesé

Somnis de Valparaiso, Jaume Benavente, 2021

Traducción de Guillem Gómez Sesé

Producción por Lucho Tapia

Diseño & maqueta por Ljuba Bustos

Ilustración de cubierta: Grabado, Valparaíso, Caserío, 1958, creado por Carlos Hermosilla. Colección Salvador Reyes, N° de inventario SR-0168, Biblioteca

Científica John Juger del Museo de Historia Natural de Valparaíso.ISBN: 978956-09587-5-4

Algunos Derechos Reservados. Este libro se puede copiar, prestar, leer en público o en privado, a viva voz y en susurros, transmitir por medio de cualquier aparato electrónico (o no) existente o todavia por inventar, y en realidad usar de cualquier manera siempre y cuando ese uso no sea comercial.

Este libro se publica gracias a una ayuda a la traducción del Instittut Ramon Llull.

P rimera Parte / Los Paseantes y Los vestigios 9 El Almendral 11 La decisión del padre 17 El incidente 21 Una llamada telefónica 28 La librería 35 El perro de Isaac 40 El doctor Álvaro Garmendia 47 El laberinto 55 Rasine 59 La espera 62 El grito 65 s egunda Parte / C ordi LL era 67 Las sirenas del Cordillera 69 Lobos marinos 73 Los comediantes 77 Isaac y Néstor 81 Jacob 84 Lluvia, azar 87 Néstor 92 Un periplo por Europa 97 Los nihilistas 113 El gimnasio Medina 118
Índice
ter C era P arte / Los aL emanes 125 Al Atardecer 127 Soliloquio 131 Ausencia 135 Menzer 139 Respiración 148 Cuarta P arte / renaC er 153 Urano 155 Lejos de Puerto Príncipe 159 Un traje 164 Una conversación inesperada 170 Las clases de Andrea 178 El paréntesis 181 La apuesta 184 Los días nerviosos 194 Epifanía en Vilna 201 Unas horas 209 Dentro de la noche 215 El día siguiente 221 Reencuentro 224 Quinta P arte / eP í L ogo 227 La mañana 229 La duda 233 El anochecer 237

Como una bandada de pájaros, el sueño se posa aquí y allá, despega y vuelve atrás, desapareCe y, tan pronto Como ha desapareCido, vuelve a osCureCer la luz del sol.

Elias Canetti. La provincia del hombre

Primera parte / Los paseantes y los vestigios

El Almendral

El quejumbroso aullido del viento se desliza sobre el tejado de la casa, hace rechinar una puerta del piso superior y se escurre por el hueco del tragaluz. Enrique Giralt se endereza en el sofá donde pasó la noche. Está espeso y de mal humor; apenas ha dormido. Desvelado, intentó distraerse primero viendo en televisión un reportaje sobre Chiloé, y luego una vieja película de Alfred Hitchcock, Cortina rasgada. Cuando finalmente consiguió dormirse, quedaban escasas horas para que se hiciera de día. Ahora, podía oír cómo el señor Jiang y los suyos trajinaban en el negocio familiar que tienen en el primer piso, debajo de su departamento. Los chinos y Enrique son los únicos vecinos del edificio; el tercer piso, encima del suyo, lleva años desocupado, al igual que muchos de los pisos superiores de las calles del Almendral. De día, el barrio es un hervidero, pero de noche se transforma en un paisaje espectral, con ventanas sin luz en muchos edificios y la mayoría de sus comercios cerrados, como el negocio de los Jiang. «Chile Oriental», así se llama el pequeño supermercado que regenta el señor Jiang, llegado de Asia con su familia hacía ya cinco años. Enrique Giralt lleva más tiempo viviendo en el departamento. Antes de los asiáticos hubo otros negocios debajo de su casa, pero ahora es como si Jiang y los suyos hubieran estado ahí desde siempre.

Mira el reloj y comprueba que todavía es temprano, apenas las siete de la mañana. A Jiang le llevará prácticamente una hora abrir su negocio. Es el tiempo del que dispone Enrique para ducharse,

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vestirse, desayunar algo y llegar al trabajo. El Almendral queda demasiado lejos de su trabajo en la Compañía Chilena Interoceánica de Navegación, en la plaza Justicia, en el Barrio Puerto, del otro extremo de la parte baja de Valparaíso. Cada mañana toma una micro y por las tardes a menudo vuelve a pie, haciendo casi siempre un alto en el Foto Café. Cuando retoma su camino de vuelta, curiosea en la cartelera del cine —aunque no suela encontrar películas de su agrado—, o se da una vuelta por el Museo de Historia Natural, donde años atrás trabajó su tío Matías, que ejercía de celador. Con el tiempo, se ha ido acostumbrando a esta zona de la ciudad: un paisaje de negocios astrosos, caóticos, junto a otros que evocan épocas mejores. Calles largas y rectilíneas y plazas amplias, con árboles y estatuas, que llevan el nombre de grandes personajes de la historia —O’Higgins, Bolívar, Aníbal Pinto, Salvador Allende—, la terminal de buses Rodoviario pero también el Congreso Nacional, la Universidad Católica o la Biblioteca Santiago Severín.

Fealdad, nostalgia y barullo impregnan el alma del barrio del Almendral, como de buena parte de la ciudad, y a eso me he ido acostumbrando, se dice Enrique mientras se ducha, para luego afeitarse con más parsimonia de la habitual. Una vez vestido y sentado a su mesa adosada a la ventana, toma un café con galletas de chocolate y vainilla que compró el día anterior en el supermercado del chino. Abre la ventana para ventilar un poco la casa y agradece la frescura del aire a esta hora de la mañana del verano austral, mezclada con el aire salobre de las aguas de la bahía. En seguida, sin embargo, el viento le resulta molesto y vuelve a cerrar la ventana.

Mientras desayuna, no puede dejar de pensar en Ugarte, su actual superior en el trabajo. En la empresa, los cambios de puesto no son muy habituales y, por otro lado, nadie se había quejado de Enrique jamás. Por eso, cuando hace un año y medio lo trasladaron del departamento de Rutas al de Contabilidad, hasta al propio Ugarte le pareció extraño. Tras discutirlo con gente de más arriba, este le aseguró que se trataba de un traslado provisional y que, transcurridos unos meses, podría volver a su puesto en Rutas. Lo mismo le dijeron a él. Sin embargo, ha pasado el tiempo y continúa

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en aquel semisótano que ocupa la sección de archivos de Contabilidad, con Engracia Fuentes por única compañía –cuando viene–: una mujer mayor y refunfuñona que a menudo está enferma. La conversación con Ugarte, poco a poco, se volvió discusión. En un momento impreciso, Enrique empezó a subir el tono de voz. Sus palabras eran más secas, de reproche. Lo habían mandado bajo tierra, con las ratas. A Ugarte no le gustó la actitud de su subordinado, aunque entendía que quisiera volver a su ocupación anterior, pendiente de las rutas de los barcos de la compañía, de sus cargas e incidencias, con su mesa en la quinta planta del edificio en la plaza Justicia, y una ventana desde donde se puede ver el puerto. «¡No me grite, Giralt!», le advirtió su superior. No le había gritado; si acaso, había elevado ligeramente el tono, mientras —se daba cuenta— su labio inferior temblaba. Enrique rehúye las discusiones, lo ponen nervioso, lo desequilibran. Prefiere callar y esquivar las peleas, incluso los enfrentamientos verbales menores; pero esta vez le cuesta esfuerzo mantener la calma y no deja de pensar en ello ahora, en su pequeño y destartalado departamento de la calle Chacabuco. Mientras tanto, el señor Jiang y lo suyos siguen con su actividad en el supermercado. ¿Qué sabe de ellos? Apenas nada: ha hablado muy poco con el propietario del supermercado y lo único que ha logrado averiguar es que los Jiang proceden de la provincia de Sichuan, donde eran funcionarios locales y aquello les otorgaba un cierto estatus dentro de su comunidad. Con semejante origen, ¿qué hacían regentando un pequeño negocio debajo de su casa? Deja de pensar en los chinos y vuelve a Ugarte, a su cara redondeada, con ese bigote negro y el cabello escaso peinado hacia atrás. No le había gritado, pero él no podía consentir que le echase en cara su situación, que lo contrariara. Querían un empleado dócil y, en cambio, Enrique había realizado un gesto de rebeldía, casi un desafío, al exigir que le devolvieran a su antiguo puesto de trabajo. ¿Quién se cree que es para hacer algo semejante? Si años atrás consiguió el trabajo de administrativo en la compañía fue gracias a su padre, Joan, que por aquel entonces tenía un taller de encuadernador en una calle adyacente a la plaza Echaurren. Uno de

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sus clientes, un cargo ya retirado de la compañía naviera, facilitó el trabajo a su hijo. Ugarte lo sabe y alguna vez se lo reprocha, aunque sutilmente. Si el catalán se quiere ir, ya sabe dónde está la puerta. Le llama así, «el catalán», con cierta desconfianza.

En el año 1955, tras desembarcar en la Argentina procedente de de Europa, y después de un largo viaje por carretera, Joan Giralt había llegado a Valparaíso, dejando atrás una oscura infancia barcelonesa que había vivido con la única compañía de una tía. El resto de la familia había muerto bajo las bombas de la aviación fascista italiana durante la Guerra Civil española. Tenía tan solo veintiún años. ¿Y por qué había acabado en Valparaíso y no en cualquier otro lugar? Según el padre, porque le gustaba el nombre y quería ver el Pacífico. Los primeros años en la ciudad no fueron fáciles. Sin dinero ni familia, en un país extranjero, vivió una juventud difícil y extraña. Dormía en sitios horribles y se conformaba con cualquier trabajo que le diera de comer, hasta que tuvo la suerte de conocer algunos de los refugiados catalanes que habían llegado en 1939 a bordo del Winnipeg. Uno de ellos lo inició en el oficio de encuadernador. Años más tarde, abrió su propio taller y se casó con una mujer de Cerro Alegre, Carmina Wilson.

Enrique, alto, delgado y tirando a pálido, contrasta con el aspecto de Ugarte, de altura media, constitución robusta y de piel morena. Ugarte se considera un porteño puro y siente aversión no solo hacia los descendientes de los inmigrantes británicos y alemanes que, según él, llevan más de un siglo colonizando su ciudad, sino también hacia el resto de inmigrantes que han seguido llegando. Italianos, franceses, asiáticos, árabes; y últimamente haitianos, pobres y sucios. Invaden su mundo. Alguna vez, Enrique ha intentado hacerle entender que precisamente a eso conduce el carácter portuario de la ciudad, a un constante ir y venir de extranjeros y que resulta difícil considerar a alguien más de Valparaíso que a otro, pero Ugarte no lo acepta. No es un tipo ignorante, sabe que los Ugarte, generaciones atrás, también vinieron de fuera, de algún lugar de la Península ibérica, pero eso ocurrió mucho antes de que unos cuantos alemanes y, sobre todo los patilargos britá-

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nicos abrieran negocios en el Plan y levantaran sus residencias en Cerro Concepción y Cerro Alegre. ¿De dónde procede ese oscuro resentimiento? ¿Es social, tal vez incluso racial? ¿Y qué debe de opinar acerca de los mapuches, anteriores a cualquier Ugarte del país? Enrique no tiene ganas de perder más tiempo pensando en semejante personaje. Al fin y al cabo, él también es porteño, aunque sea hijo de padre catalán y de una madre a quien de pequeña oía hablar inglés con sus abuelos, como si estuvieran todavía en el condado de Northumberland, en el norte de Inglaterra, de donde eran originarios.

Enrique se asoma a la ventana. La calle Chacabuco se empieza a animar. Abajo, los vendedores ambulantes están instalando sus puestos en la vereda de enfrente, no muy lejos de la puerta de la sastrería de su amigo, Isaac Lynch, que lleva días sin abrir el negocio. Tampoco se ha presentado a la última cena que organizan una vez al mes en el Foto Café, con Ramon Ortiz, ni ha contestado a sus llamadas nocturnas, tanto a casa como al celular. Ahora es demasiado temprano y no puede saber si hoy irá a la sastrería. Hace unas semanas que Claudio, su ayudante, se ha despedido, y si Isaac está enfermo, el negocio seguirá cerrado. Le choca que en la puerta de la sastrería no haya ningún cartel avisando de su cierre, justificándolo por enfermedad u otra razón. Mira su teléfono y duda. Finalmente, se decide y marca el número de su amigo. Es inútil. Tan solo escucha su voz en su contestador y le deja su mensaje. Volverá a llamarle más tarde. Enrique no tiene celular, así que lo hará del trabajo o de un locutorio o de alguno de los pocos teléfonos públicos que quedan. Es una de sus rarezas: no tener celular. Cuando eso le sorprende a alguien, él se justifica diciendo que no quiere estar siempre ubicable. Tiene otras rarezas, como no conducir y ni saber nadar. No es que los automóviles ni el mar le asusten, simplemente se siente mejor con los pies en el suelo. Sí camina, aunque se arrepiente de no hacerlo demasiado últimamente.

Levanta la vista y contempla la maraña de casas de los cerros más cercanos, Florida, Bellavista, Panteón, Yungay y San Juan

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de Dios. En esas colinas vive gente sencilla, en construcciones a menudo precarias, aunque también es posible encontrar alguna que conserva el esplendor de otros tiempos, vestigios de un mundo engullido por la forma anárquica de las casas construidas a toda prisa y sin dinero. Su amigo Isaac vive en Cerro Yungay, en uno de esos edificios que siguen resistiendo al embate del entorno, mientras que su madre vive en una casa mucho más modesta, en el Cerro Florida. Más hacia el este, no obstante, están Cerro Alegre y Cerro Concepción, con su impronta inglesa y alemana, las residencias con fachadas de colores, las calles limpias, con cafés y tiendas y pequeños hoteles que gustan a los visitantes extranjeros.

Años atrás, los Giralt habían vivido ahí arriba, en la calle Miramar, en el Cerro Alegre, hasta que las cosas se torcieron. Ahora, la antigua casa de la familia es un bed & breakfast que lleva su actual propietaria, una belga.

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La decisión del padre

Ocurrió hace casi treinta años, en 1990. Su padre fue a recogerle al trabajo, en la compañía naviera, quería que fueran a dar un paseo juntos. A su padre le gustaba vagar por la ciudad, a pesar de su aparente caos y las fuertes pendientes de algunas de sus colinas, de las calles retorcidas que dibujan un enorme laberinto. Valparaíso está hecha para los paseantes, aseguraba, sin que la dificultad de moverse por muchas partes le pareciera una contradicción a la idea del paseo. Enrique se había acostumbrado también. Pero esa vez era distinto, se daba cuenta. Era un día de primavera, transparente después de la lluvia. Hablaban en catalán, no sin cierta dificultad, como hacían siempre que no estaba su madre, que solo hablaba castellano e inglés. «¿Ocurre algo?», preguntó Enrique, por aquel entonces un joven de veinticinco años, parco en palabras y más inseguro que ahora. «Nada, solo quería que fuéramos a pasear juntos», mintió su padre, mientras cruzaban la plaza Justicia hacia el ascensor El Peral.

Recordando aquel paseo, mira el reloj, y decide que es hora de ir al trabajo. En la pequeña mochila que utiliza cuando va a trabajar, coloca la fiambrera con carne y la vianda que le ha sobrado de la cena del día anterior, un poco de pan, una botella pequeña de jugo de frutas y la cámara Leica que lleva casi siempre consigo. Luego, se pone la chaqueta y el sombrero y sale a la calle. Jiang y sus hijos están en la puerta del supermercado y lo saludan.

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En aquel inesperado y último paseo con su padre entraron en el Museo de Bellas Artes, en Cerro Alegre y, como en otras visitas, se detuvo ante el cuadro Paseo Atkinson, de Alfredo Helsby. Según su padre, esa pintura ilustra a la perfección el esplendor del antiguo Valparaíso. Formas delicadas, una arquitectura agradable, una luz solar, plena, en aquella calle de Cerro Concepción que se asoma a la parte baja de la ciudad y al océano Pacífico. Dejando atrás el mirador para ir a la calle Urriola, y a pesar de los casi cien años transcurridos, los grafitis, los cables del alumbrado que cruzan el aire, el sonido renqueante de algún automóvil y la presencia de una pareja de japoneses tomando fotografías, la atmósfera del día era similar a la que desprende el cuadro de Helsby. Un mundo británico. También ellos lo habían podido conocer, mientras vivieron en la calle Miramar. Ante la obra de Alfredo Helsby, su padre le dijo unas palabras enigmáticas que, años después, todavía no entiende.

—A veces, aún conscientes del dolor que producimos a quienes queremos, el mundo se precipita y debemos tomar decisiones que nos hacen parecer malos.

—¿Qué es lo que me quieres decir?

—Mamá y yo lo hemos hablado, estaré fuera un tiempo.

—¿Cuánto tiempo?… ¿Adónde vas?

—Unos meses, medio año, puede que un poco más, ahora no lo sé.

—¿Y adónde vas?

—De momento, a Barcelona.

—¿Por qué?

El padre no responde, sino que se limita a encoger los hombros.

—¿Por qué? —insiste Enrique. Y añade: «¿Te quieres reencontrar con el lugar donde naciste, es eso?».

—Tal vez, pero Barcelona es solo eso, el origen. Luego seguiré.

—¿Adónde?

—No lo sé —dice el padre, dubitativo— Necesito emprender este viaje. Puede que me quede ahí un tiempo, si encuentro trabajo.

—¿Y mamá? ¿Has conocido a otra mujer?

—No hay otra mujer. Lo hago por mí y también por tu madre.

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Al principio, Enrique se siente paralizado, incapaz de entender la manera tan críptica que tiene su padre de decirle adiós, porque intuye que no lo volverá a ver.

—¿Por ella? —inquiere Enrique— ¿Y tienes que irte tan lejos? Nunca habías hablado de ello. No lo entiendo.

—Es solo por unos meses.

—No sé si creerte —replica Enrique— ¿Y de qué vas a vivir ahí?

—Me las voy a arreglar, no necesito gran cosa. Encontraré trabajo.

—Tienes cincuenta y seis años, es un poco tarde para aventuras, ¿no te parece?

Joan no responde y Enrique insiste.

—Un encuadernador con pasaporte chileno, ¿en Europa?

—Todo va a ir bien y volveré —quiere tranquilizarlo el padre—. Es solo que necesito un poco de tiempo. No sé cómo explicártelo. Escuchando a su padre, la perplejidad de Enrique se mezcla con indignación.

—¿Y Max lo sabe? —pregunta débilmente Enrique.

—Hablé con él la semana pasada.

Su hermano mayor lleva días extraño. Ahora sabe el motivo. ¿Le habrá dicho algo más a Max?

—Lo he pensado muchas veces, créeme. No soy ningún monstruo, tengo mis razones.

—¿Tus razones… cuáles? Eres un egoísta— le acusa Enrique, sin que su padre se defienda.

—Mientras esté fuera, confío en que tú y Max van a ocuparse de su madre.

—Deberías hacerlo tú —replica Enrique, molesto—. No puedo creer que te vayas.

—Es mejor así.

—¿Mejor? ¿Por qué?… ¿Para quién?

Su padre no respondió. Era evidente su incomodidad, como lo era el enojo de Enrique. Abandonaron el museo para buscar Urriola y subir por Almirante Montt, hasta la plaza de San Luis, apenas sin hablar todo el camino. El silencio era espeso entre ambos. Se

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encontraban a la vez cerca y muy lejos. Su padre se le escapaba, pronto no estaría con él, creía Enrique. Más arriba, en la Avenida Alemania, se detuvieron para contemplar la bahía, Valparaíso y Viña del Mar. El padre hizo un comentario acerca del enorme hervidero humano que se esparcía caóticamente por los cerros, pero él no le hizo caso alguno. Se limitó a decirle adiós y volvió sobre sus pasos. El padre debía de haber estado observándole, pero no quería girarse para comprobarlo. ¿Qué le había querido decir y a qué no se había atrevido? ¿Solamente se iba porque las cosas no marchaban bien entre la madre y él o es que había algo más?

Aquella noche, Enrique se emborrachó en un tugurio infecto, discutió a gritos con un desconocido; y al salir del antro lo asaltaron, le dieron una paliza y le robaron. Hicieron falta un par de días para que se repusiera del todo, pasados los cuales consiguió volver de nuevo a trabajar.

Las semanas que precedieron a la partida de su padre fueron tensas, casi nadie hablaba en la casa de la calle Miramar. El fin del Régimen Militar parecía no contagiarlos de la euforia que reinaba en otras casas. Pinochet se marchaba y llegaba Aylwin, pero eran acontecimientos que tenían lugar en un mundo distante, ajeno a los Giralt. La madre estaba ausente y Max se mostraba irritable por cualquier cosa. Enrique intentó averiguar si su hermano sabía algo más pero resultó inútil. Sabía tanto como él. Tampoco consiguió sonsacarle nada a su madre. No había de qué preocuparse, le aseguró, a veces era mejor separarse un tiempo, pero Joan volvería, estaba convencida de ello. Días después, su padre los dejaba.

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El incidente

Nunca va a viajar a las islas del Pacífico, como a veces fantasea, y tal vez ni siquiera a Europa. ¿Es por miedo, por pereza? Cristina se lo reprochaba ya años atrás. Debería atreverse y no vivir paralizado, como si estuviera muerto. Pensaba en ella a menudo; le gustaba recordar los buenos momentos de cuando estaban juntos. Eran dos jóvenes con ilusiones —bueno, ella más. Cristina hacía cerámicas en un pequeño taller del Cerro Cordillera, iba a reuniones del Partido Comunista, miraba una y otra vez películas de cine negro. Eran recuerdos de una vida nerviosa y feliz que se desvanecía. ¿Qué le queda de ella? Le duele pensar que apenas sus acusaciones y su decepción. Tal vez tenga razón. Por mucho que hable y camine, está muerto.

Durante cincuenta y cuatro años ha vivido en Valparaíso y se siente tanto parte de él como prisionero. Su paisaje es una telaraña que lo atrapa y lo hipnotiza. Fuera de aquí, ¿dónde ha estado? Santiago de Chile, Buenos Aires y Nueva York son las únicas grandes ciudades dónde alguna vez viajó. Eso y algunos veranos pasados en la Región de los Lagos, en el sur del país. Piensa en su madre y en su tristeza sin saber exactamente qué piensa. Primero se fue el padre; más tarde Max, su hermano. Y ahora él no puede abandonarla. Mientras lo medita, llega la micro y encuentra sitio junto a la ventana, al lado del conductor. Lo conoce, un hombre de mediana edad, amable, robusto, no muy alto y de facciones que revelan su origen mapuche. Enrique y el conductor han

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intercambiado cuatro palabras en alguna ocasión, pero esta vez el hombre no parece tener ganas de hablar. Su atención se centra en el paisaje que sube y baja de la micro y, al mismo tiempo, en una pequeña radio que lleva consigo, a través de la que alguien comenta la noticia de la liberación de cientos de presos comunes de la cárcel de la ciudad. Ocurrió hace semanas y todavía se habla de ello. Una decisión de la justicia que mucha gente no comprende. Tampoco el conductor. «Es la ley —dice con resignación, y añade—. ¡Pues es una porquería! Más ladrones y violadores en las calles. ¿Sabe que la semana pasada saquearon un emporio en el cerro El Litre? ¡En qué mundo vivimos!».

El trayecto dura apenas unos veinte minutos, pero Enrique se fija en todo lo que hay afuera. La vida retoma su ritmo de día laborable. De vez en cuando, reconoce alguna cara entre la gente que se mueve arriba y abajo. Jamás llegará a hablar con esos peatones que se cruzan con él. Al llegar a la altura de la calle Esmeralda, dos paradas antes de la suya, decide bajar y andar un poco. Esa calle corta y animada es una de las arterias de Valparaíso. A pocos metros de la parada está el Foto Café, uno de sus lugares favoritos de la ciudad, un local histórico, amplio, de techos altos y un tanto desajustado, y con grandes ventanales sobre la calle, que antes de transformarse en café, cobijó un laboratorio fotográfico propiedad de unos alemanes: la antigua casa Valck. Fue ahí donde su padre le compró la Leica. También fue ahí donde años después le presentarían a Ramón Ortiz, en esa época un periodista que empezaba en el periódico conservador El Mercurio de Valparaíso. Enrique se siente a gusto en el Foto Café. Lo ve como un santuario dedicado a la fotografía, al buen café y a las conversaciones sin prisas y que, a diferencia de otros establecimientos de la ciudad, todavía no ha sido descubierto por los turistas. Podría haber entrado, pero no lo hace. Desde afuera, distingue algunas caras conocidas, pero no a su amigo periodista. Este suele ir más tarde, ocasionalmente con algún compañero de la redacción, aunque por lo general solo. En su casa, un piso grande y viejo en la calle Cumming, hay demasiado jaleo y en el periódico a veces también. Por eso el Foto

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Café ha terminado por convertirse en su verdadero despacho. Ahí puede leer y corregir los artículos a gusto —dice—, no le afecta el vaivén de los clientes y los garzones, que le conocen de sobras y le acostumbran a servir su café un poco aguado sin tener que pedirlo, a veces acompañado de algún pastel, en una mesa junto a los ventanales. Abandonar Esmeralda y sigue por Prat. Cada vez camina más despacio. El día es transparente, todavía fresco. El fragor de la calle le transmite una cadencia conocida y agradable: es consciente de que cuando llegue a la plaza Justicia tan solo unos metros lo separarán del enorme y gris edificio de la compañía naviera. ¿Vendrá hoy a trabajar Engracia Fuentes? Lo duda. Lo irrita aquella mujer, sus historias de enfermedades y su arsenal de quejas contra la empresa. Lleva cinco años enterrada en el semisótano del archivo de Contabilidad y quiere huir de ahí tanto como él. La mujer evoca a menudo tiempos mejores, cuando vivía en la capital con su marido, en un amplio y luminoso departamento de Lastarria. Su marido trabajaba en el Ministerio de Fomento, con un cargo importante. Ya han pasado muchos años: ahora ella es viuda y vive en Valparaíso, porque quiere estar cerca del mar. Los días en que la mujer viene por trabajo, él se pone de mal humor. Aunque el archivo sea como una celda para ambos, él no la quiere compartir. Odia aquella madriguera en el semisótano y agradecería estar solo mientras recupera su puesto en la sección de Rutas. Una vez en la plaza Justicia se detiene, todavía a cierta distancia del edificio del trabajo. Mira la entrada principal bajo el nombre de la empresa y la bandera nacional. Desde que lo desterraron al semisótano, hace un año y medio, no ha faltado ningún día, aunque muchas mañanas se levanta y se dice: «Hoy no voy». Tal vez hoy sea el día. Antes ha sentido la misma angustia, pero ahora está decidido. Se siente incapaz de cruzar el umbral, saludar a los de seguridad, fichar y bajar a su madriguera. De improviso, vuelve a caminar, de nuevo despacio, alejándose de la entrada de la compañía naviera y dando la vuelta a la plaza. ¿Hacia adónde va? Volver a casa seguro que no, eso lo sabe. Cruza la plaza y entra en la calle Cochrane, una vía nada amable por la que los vehículos

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circulan demasiado rápido, entre edificios de fachadas sucias y almacenes y comercios arruinados o cerrados, hasta llegar a la plaza Echaurren. Hay bastante bullicio alrededor del mercado y el olor a fruta, carnes y especias se mezcla en el aire. Repara en que junto a la estatua de Jorge «Negro» Farias hay un grupo de borrachos. Dos visten camisetas del Wanderers. Otro, de estatura media y visiblemente fornido, con una camiseta grasienta y una gorra de béisbol con la visera al revés, lo mira mientras le hace un gesto para que se acerque. Enrique hace caso omiso y prosigue su paseo dubitativo. ¿Adónde va, qué hará con ese día hasta que llegue el momento de reunirse con su madre? Se detiene y se fija en la silueta de la iglesia de la Matriz, muy próxima a la plaza. Unas mujeres se dirigen hacia el templo. Charlan entre ellas, se ríen.

¿Qué hace que la gente tenga fe en una religión o en un Dios? Soledad y debilidad, supone. Enrique recuerda cómo su padre lo llevaba, acompañado de su hermano dos años mayor, a misa. Era agradable: los cánticos del coro, el sermón del cura, las conversaciones de los feligreses a la salida del oficio, pero ni él ni Max llegaron jamás a creer. Se sentía bien entre esa gente, eso era todo. Dios no estaba en ninguna parte. Lo mismo pensaba el padre, que nunca había creído. ¿Cómo hacerlo tras vivir una guerra? Las bombas de Mussolini asesinaron a su familia. En cambio, la madre conserva todavía cierta fidelidad a su mundo católico: alguna que otra noche escucha las emisiones de Radio Stella Maris y los domingos, si se siente bien, acude a misa en la iglesia Las Carmelitas, a pocos minutos de su casa.

¿Ahora se pone a pensar en Dios y en la religión? Enrique se sorprende, mientras se dice a sí mismo que debería haber llamado por teléfono al trabajo y ofrecido alguna excusa. La más creíble tal vez sería decir que no se encuentra bien, pero ni lo hizo ni lo hará. Un día de ausentismo, sin explicaciones, desaparecido. Una pequeña revancha por su destierro en el semisótano. Se siente extraño al hacerlo, un tanto confuso, pero al mismo tiempo le resulta agradable. Dispondrá del día para él. Pensando en ello, se sienta en un banco y levanta la vista. Por encima del alboroto de

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la plaza, sigue las fachadas descantilladas, los carteles desbaratados de los negocios y el perfil de los tejados. Más arriba, está el Cerro Cordillera, con su población modesta, y más hacia el este, aupado sobre el muelle, el Cerro Artillería. Algunos domingos iban los cuatro, los padres, él y Max, a este último. Era agradable sentarse en el Paseo 21 de Mayo, contemplar el océano y tomar un refresco en el Café Postal, ante el Museo Naval. A veces, desde ahí descendían hasta Playa Ancha, a pasear entre los viejos caserones ingleses que en este barrio todavía están en pie, y para bañarse en Torpederas. Su hermano, a diferencia de él, sí se sentía a gusto en el agua y le daban igual las historias acerca de desaparecidos por las corrientes o de víctimas de los tiburones que alguien les había contado de chicos.

Enrique alza un poco más la vista y contempla un cielo azul casi rabioso, hiriente, sin nube alguna. El fuerte viento de la noche, quejumbroso y molesto, ha cesado de soplar, solo se escucha un leve oreo. Empieza a hacer calor y cree que ha sido buena idea llevar el sombrero, pero no la chaqueta que va a hacerle sudar, así que se la quita y se dobla las mangas de la camisa blanca. Mientras está sentado en el banco, llega un perro faldero, no muy grande, con una herida en una oreja, que se le acerca tímidamente, hasta quedar a un par de metros. Enrique le echa un trozo del pan que trae consigo y el animal lo recoge del suelo, sin dejar de vigilarlo. Tiene miedo, sin embargo, cuando se termina el pan el animal se le acerca un poquito más, moviendo ahora un poco la cola. Enrique saca otro trozo de pan pero esta vez no se lo tira sino que lo sostiene con la mano para que lo recoja de su mano. El perro tarda mucho en decidirse, pero lo hace y él sonríe, levantándose. «Ya no te daré más, amigo. Es tu comida», piensa, mientras empieza a abandonar la plaza. Entonces, vuelve a fijarse en la cuadrilla de borrachos.

—¿Tienes una luca? —le pregunta uno de los hombres, el mismo que un rato antes le había hecho un gesto para que se le acercara.

Él sigue caminando, sin responder.

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—Jefe, ¿está sordo? —le pregunta el mismo hombre, esbozando una mueca de desprecio— ¿Qué clase de persona es? ¿Das de comer a un perro y no tienes una luca para mí?

Se fija que en la camiseta lleva una imagen del Che Guevara muy desdibujada. El hombre se ha separado de la cuadrilla y ahora camina junto a él. El desconocido apesta a alcohol y a sudor. Tiene un rostro desagradable e insolente.

—¿La gente de la calle no te gustamos?— le pregunta el hombre, que no deja de caminar a su lado, añadiendo—¿Y ese sombrero tan elegante que llevas? Seguro que a mí me quedaría bien. Deja que me lo pruebe.

Enrique siente que crece la indignación en su interior por este acoso. Baraja la posibilidad de enfrentarse con el borracho. Finalmente, se limita a hacer un gesto con la mano para que le deje en paz y acelera un poco el paso, intentando que no parezca que tiene miedo. No soporta las peleas, pero no quiere que esta cuadrilla de colgados crea que es un cobarde. No lo es en absoluto, se dice, pero no quiere estropear la mañana con una discusión con esa chusma.

—Ya veo que eres un cagao culiao— le dice ahora el hombre de la camiseta del Che, con una sonrisa desafiante. De repente, Enrique se detiene. Ya ha tenido suficiente: pase lo que pase no se dejará intimidar ni humillar.

—¡El señorito se enojó! —exclama el granuja poniendo cara de miedo, de manera teatral— ¿Y qué me vai a hacer?

—Déjalo, Juan, ¡el oficinista está apurado! — grita alguien.

—Oficinista, largo de aquí —dice el hombre de la camiseta del Che, repitiendo el adjetivo «oficinista» como un insulto—: la próxima vez vamos a hablar.

Enfadado y extrañamente decidido, le aguanta la mirada. Un estúpido, un bárbaro. Cada vez hay más en la ciudad. El tal Juan le hace un gesto obsceno con la mano y se reúne con su cuadrilla. Mientras se aleja de la plaza, puede notar las miradas insolentes, llenas de desprecio, de los borrachos. Durante un rato, el perro al que había alimentado lo sigue a cierta distancia. Se detiene dos

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veces, haciéndole un gesto enérgico para obligarlo a retroceder. Cuando finalmente consigue que el animal se dé la vuelta, lo imagina volviendo a la plaza Echaurren. Tal vez alguno de los borrachos le dé algo. Tal vez el perro sea de alguno de ellos. Minutos más tarde, se encuentra de nuevo en la plaza Justicia y contempla desde la distancia el edificio de la Compañía Chilena Interoceánica de Navegación. Ugarte debe estar en su puesto, en la segunda planta. Su mesa está junto a una ventana pero no teme que lo vea. Ugarte jamás mira por la ventana, no tiene tiempo que perder, el trabajo lo es todo para él. Él, en cambio, desposeído de su trabajo en Rutas, no siente nada por la empresa. El lunes tal vez volverá a sepultarse en el semisótano, entre las carpetas de facturas y documentos semejantes. Pero ahora no. Es incapaz de cruzar el umbral de la compañía como ha hecho tantos días desde hace años. Mientras piensa en eso, se da cuenta que ha llegado hasta el pie del ascensor El Peral. Unos cincuenta metros en vertical separan dos mundos. No duda, tan solo unos segundos de ascensión y dejará atrás el Plan, la Compañía en la que trabaja, el hombre de la camiseta del Che que ha querido intimidarlo, el perro vagabundo, y llegará al mirador del Paseo Yugoslavo, donde está el Palacio Baburizza. Este había sido su mundo años atrás, cuando vivían en la calle Miramar. ¿Cuántas veces lo había llevado su padre para que viera los cuadros del Museo de Bellas Artes que ocupa el palacio?

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Una llamada telefónica

El empleado que controla el ascensor lo saluda mientras le cobra el billete. Le conoce desde que era niño. Estaba ahí el día en que su padre y él subieron al ascensor por última vez. Recuerda que el empleado y su padre hablaron brevemente, sobre el encarecimiento de la vida, o mejor dicho, el padre escuchaba al empleado a quien, mientras esperaban el ascensor, le dio tiempo para refunfuñar sobre los políticos de la capital. ¿Qué les importa los salarios de la gente humilde a ese hatajo de corruptos? Ahora, mientras se pone en marcha el ascensor para superar el desnivel entre la plaza Justicia y el paseo Yugoslavo, en Cerro Alegre, él recuerda aquella conversación del empleado con su padre porque estaba ligada al último paseo que hicieron juntos. Jamás va a olvidar los nervios de su padre, ya en el ascensor, antes de que se pusiera en marcha, mientras el empleado revisaba uno de los mecanismos en la cabina de mando. Solo estaban ellos: el padre hablaba y hablaba, intentando parecer simpático. Tenía aquel olor tan agradable, mezcla de agua de colonia Barzelatto y del papel, el cuero y las tintas que utilizaba en su negocio de encuadernador. Recuerda sus manos, tan delicadas. Finalmente, el ascensor empezó a elevarse. Entretanto, su padre le había propuesto almorzar juntos, pero él no podía. Jamás podrá perdonárselo. Si hubiese dicho que sí, si hubiera pasado más horas con su padre a solas, ¿habría podido hacerle cambiar de idea? No lo sabe, la duda lo corroe.

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Una vez en el mirador del paseo Yugoslavo, sale del ascensor y descubre una pequeña fila de visitantes al museo, en el edificio del Palacio Baburizza. La calle Miramar está ahí mismo, engarza con el paseo Yugoslavo, pero no quiere pasar por ahí. No quiere ver la casa de los Giralt convertida ahora en un bed & breakfast. La última vez que pasó por delante tuvo la tentación de entrar, pero finalmente no se decidió. A veces fantasea con arrendar una habitación ahí. Sería una locura. Ceder a la nostalgia no le iba a acarrear nada bueno. Tampoco a su madre, que aún habla en ocasiones sobre la casa de la calle Miramar. Aquel lugar encarna los años felices con Joan y sus hijos. Da igual que su marido la dejara cuando vivían ahí. Elige los recuerdos y destierra los malos. La casa de Miramar es un pequeño paraíso del que fue expulsada. Se le amontonan los recuerdos en la cabeza mientras deja el museo atrás y camina por la calle Urriola, que remonta la colina para unirse a la calle Almirante Montt. De niños, su hermano y él, aprovechaban aquella cuesta para bajar con un rudimentario carrito de madera que les había construido su padre. También pasaron tardes enteras entretenidos con el juego de los espías, inventando historias sobre algunos vecinos. Juntos, dejaban correr las fantasías más extravagantes, como cuando creían haber descubierto a un agente de los servicios secretos soviéticos en la figura de un comerciante ruso o cuando atribuyeron a una vecina poderes paranormales, como leer los pensamientos de la gente. También participaron en alguna travesura, como juntarse con otros niños e ir a buscar bulla por calles cercanas. Ingleses contra alemanes, lo llamaban. La infancia y adolescencia de los hermanos Giralt transcurrió ahí arriba, resguardados de la vida que se agitaba en el Plan, que por aquel entonces les parecía un mundo peligroso, incluso salvaje, si había que creer en los relatos sobre peleas entre marineros de la flota norteamericana y jóvenes del barrio Puerto, por culpa del alcohol y la existencia de prostíbulos. Aún así, bajaban también al Plan para ir al cine, para jugar en el parque Italia o pasar el rato en alguna exposición en el Museo de Historia Natural, en la calle Condell, donde el tío Matías, que

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trabajaba ahí, les dejaba entrar sin pagar y les regalaba refrescos. Recuerda que ahí vio por primera vez esqueletos de ballena, de elefantes, y de todo tipo de mamíferos disecados; y también composiciones museográficas del entorno natural. Y ahí vio también el documental y las fotografías de la Primera Expedición Antártica Chilena, de 1947. Su tío se sentía orgulloso de trabajar en un lugar como aquel y, siendo el humilde conserje que era, se comportaba con sus sobrinos como si fuera un investigador o historiador que narraba sus descubrimientos. Fue en aquella época cuando le regaló una colección de cromos de animales de todos los continentes. Todavía hoy encuentra fascinantes las reproducciones del armadillo, el jaguar, el lémur, la iguana o el rinoceronte. Le recuerdan a su tío; también a su fin. Tras perder el trabajo en el museo, se fue a vivir fuera de la ciudad, a un departamento en Quillota. Durante un tiempo, cuando volvía a Valparaíso, se acercaba al museo pero no entraba. La añoranza, sospecha Enrique. ¿Por qué perdió su trabajo? El tipo jamás lo dijo claramente, pero era evidente que eso lo había afectado, que había perturbado su vida. En cualquier caso, se fue apagando muy deprisa hasta su muerte en una residencia para mayores de Quillota. Enrique camina despacio, con la chaqueta todavía colgando del brazo. Durante el trayecto, encuentra una cabina telefónica y decide que la mañana está ya suficientemente avanzada como para llamar. Primero llama a Carmina, su madre. Está a punto de cumplir setenta y ocho años, pero su ánimo parece más joven. A pesar del abandono de su marido, la partida de su otro hijo, Max, y la pérdida de la casa de Miramar, ella decidió hacer de tripas corazón y seguir viviendo, recluida en su modesto domicilio del Cerro Florida, con sus problemas de salud y sus recuerdos. Tan pronto como empieza a hablar, deduce que su madre tiene la ventana abierta: oye ladridos de perros al otro lado del teléfono. Puede que hayan descubierto restos de comida en la basura que se amontonan en la calle y que se los estén disputando. Con el paso de los años, la mujer se ha acostumbrado a su nuevo barrio, a pesar de la pobreza, la porquería y algunos vecinos poco recomendables. Ha aprendido, incluso, a ignorar la peste del montón de basura sin

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recoger que hay por todas partes. La calle Héctor Calvo, donde vive, también adolece de este abandono, pero ella le ha dicho en más de una ocasión que conoce a algunos vecinos y comerciantes que la tratan con amabilidad y que ahí se siente a gusto.

Enrique no le cree, sin embargo. Ve a su madre en esa casa minúscula de paredes pintadas de verde con el tejado a dos aguas, a la que se llevó lo poco que pudo conservar de la casa de Miramar, porque muchos muebles no cabían, ni las cortinas, ni la mayoría de cuadros ni, por supuesto, el piano que Joan compró con la esperanza de que alguno de sus hijos llegara a tocarlo. Lo que no se pudo llevar a la discreta casa de Héctor Calvo ni tampoco vender, quedó en la casa de Miramar, y ahora deben ser detalles de decoración del bed & breakfast. Debe dolerle a su madre pensar en ello. Echa de menos a Joan, a Max, la vida que llevaban los cuatro. A veces, ella vuelve a mirar las fotografías de aquellos años. Merienda en los cafés del centro, los baños en la playa de las Torpederas o la caleta del Membrillo, ir a los cines del Plan, las partidas de damas con su marido y el viaje a Buenos Aires que hicieron cuando sus hijos todavía eran niños. Son sus recuerdos y no los quiere perder.

—¿Te encuentras bien?— pregunta la madre, que lo escucha respirar e intuye su nerviosismo.

—Sí, claro, ¿por qué lo preguntas?

—Tu voz suena extraña.

—Estoy muy bien, no tienes de qué preocuparte —miente Enrique—. Tal vez sea el aire de esta ciudad: a veces es tan denso que cuesta respirar.

Se está saliendo por la tangente, ella lo sabe.

—¿En serio te encuentras bien?

—Eso te lo tengo que preguntar yo a ti —replica él, recordando que en los últimos meses su madre ha tenido diferentes problemas de salud, en especial del corazón.

—¿Estás durmiendo lo suficiente? Me imagino que no.

—Duermo bien, no te preocupes. ¿Vas a dejar de pensar en eso? Además ya soy mayor, ¿no crees? —dice él y se arrepiente en seguida porque su tono ha sonado un poco áspero.

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Ella no responde. Es evidente que no quiere discutir con su hijo.

Enrique no duerme bien desde hace semanas. Pero no se lo quiere decir. Solo la haría sufrir, igual que si le dijera que ya lleva meses sin tomar con regularidad la medicación para la epilepsia.

—¿Desde dónde me llamas? No estás en el trabajo, ¿verdad?

—pregunta la madre que escucha pasar un automóvil al fondo.

—Hoy no fui —reconoce él—. Tenía algunos encargos por hacer y pedí el día libre. Ahora estoy en Cerro Alegre.

—¿Y qué estás haciendo ahí?

—Quería pasear un poco —responde él, indeciso. Su madre nunca va al antiguo barrio.

—Tú nunca te pides el día libre.

—Hoy me hacía falta, de verdad.

—¿Encargos en Cerro Alegre?

Enrique no responde. Durante un rato permanecen en silencio, hasta que se ponen a hablar un poco de Max. Lleva tiempo sin llamar.

—Si llama, es por la tarde —dice la mujer.

—Hace tal vez un año que Max y yo no hablamos —revela él.

—No le hagas caso. Tu hermano es así, pero seguro que piensa en nosotros. Cuando hablamos, siempre me pregunta por ti.

—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él?

—Hace un tiempo, ya te lo dije.

—¿Cuánto?… ¿Unos días? ¿Una semana? ¿Dos?

—No me acuerdo bien, tal vez un par de semanas —dice ella, dudando—. Tiene mucho trabajo, muchas cosas en la cabeza.

—Preocupaciones tenemos todos —dice él, con cierta brusquedad. Hablar sobre su hermano le enfada.

Max se ha convertido en una figura lejana. Vive en Brooklyn, con su mujer, Alice, una bibliotecaria norteamericana. Carmina y Enrique fueron a su boda en los Estados Unidos. Unos días extraños en una ciudad enorme como Nueva York para una chilena como ella que, exceptuando un viaje a la capital argentina, jamás había salido del país. Tres años después, Max y su mujer fueron padres de un niño, William, y viajaron a Chile para presentarle el nieto

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a la abuela. Carmina se sentía orgullosa de Max, que era profesor de Filosofía en el Brooklyn College, y de su mujer bibliotecaria. Le gustaba escucharles hablar de pensadores, escritores y libros que ella desconocía del todo. Enrique tampoco sabía siempre a quienes se referían. Tras aquella visita, durante unos años había habido algunas llamadas telefónicas, algunos vídeos de cosas que hacía William y poco más, hasta que Max, Alice y William vinieron a Valparaíso por Navidades. El niño tenía siete u ocho años.

Enrique recuerda esa Nochevieja. Subieron hasta la avenida Alemania con otros vecinos del barrio. Desde ahí arriba, las luces de las colinas y el Plan eran una especie de atrayente mosaico. En el horizonte, la oscuridad del cielo era atravesada por las estelas luminosas de los cohetes y el ruido que se mezclaba con diversas músicas que provenían de casas de la avenida. William tenía a su madre tomada de la mano. Max y Enrique fumaban y charlaban con otros hombres y mujeres jóvenes. Esa misma noche, sin embargo, mientras daban un paseo antes de volver a casa, Alice y Max discutieron por algo que Enrique no entendió. Al día siguiente, el almuerzo de Año Nuevo fue un poco tenso. Enrique hizo unos cuantos comentarios simpáticos, para alegrar el ambiente, pero no lo consiguió.

Días después, cuando Max, Alice y William estaban a punto de volver a los Estados Unidos, Carmina preguntó a Max, sin que su mujer los oyese, si iba todo bien. Él contestó que sí, sonriendo, pero Carmina sospechaba que no le decía la verdad. Aquella fue la última vez que vieron a Max, a su mujer y a William en persona. Los años siguientes fueron llegando videos. Max, a su modo, también los había abandonado, igual que años atrás lo había hecho su padre. ¿Qué le queda a Camina de su familia, sin contar los recuerdos de los años en la calle Miramar? Las visitas de Enrique. Justamente pensando en ello, pregunta si irá a verla.

—Sí, supongo que sí. ¿Quieres que prepare la cena?

—¿Crees que no la puedo hacer yo sola? —protesta Carmina con ironía.

—No es eso, solo quería ser amable.

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—Quiero que vengas y charlemos un rato, no necesito más.

—Lo intentaré.

La conversación termina, cree él. Está a punto de despedirse cuando su madre vuelve a hablar.

—Me preocupas. Un hombre solo tanto tiempo.

Enrique piensa que ella también está sola, y puede que también su padre, esté donde esté, pero calla.

—Deberías conocer una mujer —le aconseja Carmina—. Yo preferiría que te casaras, ya lo sabes, pero si no quieres, no. La que llevas no es una buena vida.

—Estoy bien así —dice él, pero su madre parece no haberlo escuchado.

—Me gustaba Cristina.

—De eso hace muchos años.

—Las otras no, no eran para ti.

Carmina le había conocido dos mujeres más, después de Cristina. Dos relaciones que terminaron en seguida. Enrique se sentía incómodo, se daba cuenta que estaba con ellas por cierta convención social de que se debe estar con alguien, pero solamente duró unos meses con cada una de ellas. Después, había conocido a alguna chica, relaciones esporádicas de las que su madre no sabía nada, hasta que decidió estar solo. Su madre jamás entendería aquella decisión, ni siquiera trataba de explicársela.

—Nos vemos esta noche —se despide. Oye ladridos de perros al otro lado del teléfono, como al inicio de la llamada. La madre dice «adiós» pero sabe que esperará a que cuelgue él para hacerlo ella. Y le toma unos segundos. Luego le llega el ruido de un camión de reparto que sube por la empinada calle Almirante Montt. Piensa en Cristina, en las otras mujeres. No tiene necesidad de afecto, ni siquiera de compañía, últimamente casi no siente ni deseo.

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La librería

La llamada siguiente es a Isaac, primero al teléfono de su casa y luego al celular, pero no contesta a ninguno de los dos. Tras esperar unos momentos lo vuelve a llamar, con el mismo resultado. Empieza a preocuparse por su amigo. Vive solo, como él, y tal vez le pasó algo. Piensa en la posibilidad de ir a buscarlo a su casa en la parte alta de la calle Guillermo Rivera, en el Cerro Yungay, pero desiste. Unos minutos después, toma la calle Lautaro Rosas, con sus casas de colores vivos y pequeños jardines. En una de ellas está la librería Metales Pesados, donde Enrique suele comprar libros, como también Isaac y Ramón. Los tres son muy diferentes. Isaac, judío no creyente, sastre de profesión y escritor por vocación, de carácter reservado, delgado y de altura media, ha tenido alguna que otra novia, pero ha vivido siempre solo. En cambio, Ramón es católico y practicante, periodista en el Mercurio de Valparaíso , de complexión obesa, está casado y tiene cuatro hijos. Ramón es algunos años mayor que Isaac y Enrique y, a veces, le gusta acentuar ese factor, como si fuera una distancia que los separase de manera infranqueable. Los tres coinciden de vez en cuando en la librería, y un lunes por mes quedan para almorzar en el Foto Café. Habitualmente almuerzan solo los tres, pero alguna vez Ramón se trae a algún compañero de la redacción.

Al entrar en Metales Pesados, agradece el frescor del lugar, las paredes y estanterías blancas, el olor a papel impreso y las ventanas que dan a un pequeño jardín del edificio victoriano de la librería,

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reconstruido tras un incendio. Aunque quizás no quiera comprar ningún libro, de vez en cuando va a echar un vistazo, solo para curiosear y sentirse bien un rato. También ha asistido a alguna charla de Ramón. En algún rincón de su casa todavía guarda una invitación a un acto presidido por su amigo sobre la poesía traducida de Paul Claudel. Ramón, siempre que puede, escribe sobre este tipo de autores en la sección de cultura de El Mercurio. Enrique asistió y a duras penas habría media docena de asistentes, Isaac y él mismo incluidos. Había sido un fracaso, a Ramón le resultaba evidente. ¿Cómo podía ser que a nadie le interesara la obra del poeta francés en aquella ciudad?

Valparaíso se hunde entre basura, rayados y música vulgar, se queja Ramón. Y, como en el resto del país, cada día hay más tensión, más violencia, latente o expresa, más pobreza, corrupción y falta de esperanza. Algún día todo va a estallar y todo será arrasado, vaticina el periodista. Isaac piensa lo mismo. Se encuentran a las puertas de un desastre. ¿A quién pueden interesar los poemas de Paul Claudel o, peor incluso, lo que él mismo escribe? Hace años que Isaac es dramaturgo. Ha escrito algunas obras acerca de la transformación de la ciudad y, algunos años atrás, logró representar una de ellas. El ascensor. Poco público y una ausencia casi absoluta de eco en la prensa, a excepción de una nota, elogiosa, eso sí, en El Mercurio, de Ramón Ortiz. Según Enrique, su amigo ha cedido al desaliento y escribe poco o nada, aunque pronto se representará de nuevo su obra. Vive concentrado en su sastrería, leyendo y escuchando jazz en casa o en algún local de Playa Ancha y haciendo running al atardecer por la Avenida Alemania.

Tras saludar al librero, Enrique curiosea entre los anaqueles y a continuación pasa a la galería que comparte edificio con la librería. Hay una exposición de fotografías de Valparaíso en blanco y negro de la artista norteamericana Louise Millar. Son imágenes de los cerros pero también del Plan. Hay figuras humanas —niños, jóvenes, gente mayor—, pero destaca sobre todo la arquitectura y el paisaje urbano: los ascensores, los troles, las micros, algún barco. Le llama la atención la fotografía de un jardín descuidado,

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con un pequeño estanque, algunos árboles, vegetación salvaje y flores. Al fondo de la imagen se distingue un muro de piedra y, en un ángulo, unas escaleras que conducen a una casa de la que solo se ve una puerta y una ventana. Intenta deducir qué barrio es. Tal vez Playa Ancha, donde quedan algunas casuchas con jardín en la avenida Gran Bretaña y los extranjeros parecen no haber llegado. O tal vez en Cerro Alegre o Cerro Concepción, antes de que los nuevos comercios y hotelitos para turistas engulleran el mundo bucólico y luminoso de sus antiguos habitantes. Lee su título: Jardín de media tarde. Calle Templeman.

Su amigo Ramón le había hablado unos días antes de Louise Millar, sobre quien preparaba un artículo. Enrique lee el folleto informativo que acompaña la exposición. Además de fotógrafa, también es pintora y grabadora. Vive en Amsterdam, pero ha viajado de manera dispersa haciendo fotografías y este último año ha recorrido Chile. Valparaíso la inspira especialmente. Según la crítica que recoge el folleto informativo, más allá de la plasticidad de las imágenes de la vida cotidiana y de la arquitectura de la ciudad, su arte gira sobre todo alrededor de la impronta de la luz sobre los objetos, los cuerpos, el paisaje. «Louise Millar recoge en su obra la luz de Valparaíso, pero no de modo efectista sino con una contención misteriosa, casi hermética, que la hace más densa y espiritual, utilizando todas las gradaciones del blanco al negro». Tal vez sí, piensa Enrique mirando con atención aquellas fotografías. Volviendo a Jardín de media tarde. Calle Templeman , se fija en un leve haz de luz que se derrite en la oscuridad del muro.

En el folleto había una foto de la artista, sonriendo. De facciones fuertes, pero con un ademán agradable y para nada distante. ¿Qué pensaría de sus fotografías hechas con la Leica? Ramón tiene dudas cuando se trata de etiquetar las imágenes de Enrique. ¿Fotografía social, de denuncia, o decadentista? Puestos de vendedores por las calles, cielos llenos de cables eléctricos, perros sin dueño, carteles de publicidad con lemas y figuras chocantes, fachadas craqueladas, sucias de rayados, cafés de luz amarillenta y cubiertos de grasa. Su

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Valparaíso, carnal y vulgar, feo, es la misma ciudad que retrata la artista norteamericana? No lo parece.

Vuelve a la librería para salir a la calle y entonces el librero le pregunta si tiene que ver a su amigo. Ante su gesto de incomprensión, el librero precisa:

—Lynch.

—No lo sé, hace días que no lo veo. ¿Por qué?

—El lunes por la tarde vino a preguntar por un encargo que todavía no me había llegado. Cuando se fue, apareció el transportista con el libro que me había pedido. Lo llamé más de una vez, pero no contesta.

Enrique recuerda que el lunes por la mañana se fijó en que la sastrería Lynch estaba abierta, pero ya no por la tarde. La semana anterior había coincidido con su amigo en una fuente de soda de la calle Condell, en el centro. Le pareció nervioso y fue muy reacio a explicar qué le preocupaba. Finalmente, le reveló que alguien había escrito un insulto en la muralla de su casa: «Lynch judío asqueroso».

—¿Qué libro es?— pregunta, curioso.

—Este —señala el librero, después de tomar un libro guardado en una pila con otros encargos.

Enrique lee el título, La otra Venecia, de un autor que apenas conoce, Predag Matjejevic. Se ofrece a dárselo a su amigo. Al librero le parece bien. Sale entonces de la librería. Son casi las once, tiene hambre. Aunque no sea la hora de almuerzo, decide que comerá parte de lo que lleva en la fiambrera en el jardín del edificio. Al librero no le va a importar. Mientras tanto, hojea el libro. Parece lleno de detalles, ilustrado con grabados y planos antiguos, estructurado en capítulos cortos y escrito en un lenguaje claro. No es un relato de viajes sino una especie de descripción evocadora.

En la solapa del libro pone que el autor se fija en lo que los demás han descartado, los hierbajos que crecen entre las piedras de las fachadas, los postes donde se amarran las embarcaciones, los pozos de las plazuelas, los planos reales o imaginarios de la ciudad, los canales más secundarios, los anocheceres, la pátina de óxido. Las lecturas de mi amigo son bien curiosas, piensa mientras cierra

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el libro y enciende un cigarrillo, el primero del día. Le llevará el libro a casa y así sabrá por qué no abre la sastrería desde el lunes ni tampoco responde al teléfono.

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El perro de Isaac

En pocos minutos llega a casa de Isaac en el Cerro Yungay. Es un antiguo edificio pintado de azul. En esta acera de la calle Guillermo Rivera, casi en frente del Liceo Santa Teresa, las casas son bonitas y están todas pintadas de colores discretos y limpios. Este pequeño tramo de calle no tiene nada que ver con el estruendo que reina más abajo, repleto de restaurantes y cafés de dudoso gusto, ni con las casas más sencillas que siguen remontando hacia la avenida Alemania. Del centro escolar llega el alboroto de los alumnos que pasan el rato jugando y charlando antes de volver a clase.

En el pequeño patio que hace las veces de entrada a la casa de su amigo está su perro, Chico, un animal mediano, mestizo, blanco y marrón, que recogió cuando era un cachorro, cuatro años atrás. El perro yace atado junto a su caseta. Cuando repara en la presencia de Enrique, el animal se levanta contento tirando de la cuerda que lo amarra.

Enrique llama al timbre de la puerta del jardín, pero su amigo no aparece, y el perro empieza a gemir nervioso. Está rodeado de excrementos. Piensa que tal dejadez es inusual en Isaac, mientras insiste inútilmente con el timbre. Entonces, se fija que la puerta del jardín no está cerrada sino tan solo entornada. No duda y entra. Se acerca a Chico y lo acaricia, y descubre que tiene una herida con sangre reseca en una pata trasera y que está algo sucio. ¿Cuánto lleva Isaac sin ocuparse de su perro? Tras comprobar que Chico no tiene comida pero sí, por lo menos, un poco de agua en un

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cuenco al lado de la caseta, se dirige a la puerta de la casa y usa el picaporte. Mientras espera, observa que se ha repintado una parte de la fachada. Imagina que es por el insulto antisemita al que días atrás se había referido quejumbroso su amigo y que habrá ocultado bajo una capa de pintura.

Repara en que alguien lo está espiando tras la ventana de una de las casas. Supone que su presencia llama la atención de los vecinos. Nadie se debe acordar, pero él estuvo más de una vez en esa casa. La primera, cuando eran adolescentes y coincidieron durante un curso en el liceo, a mediados de los años setenta, poco después del golpe. Aún recuerda la aparición de Isaac en su clase, recién llegado de otro liceo. Alguien no tardó en referirse a él como «chico judío». En aquellos años, Enrique apenas sabía algo de esa gente. De hecho, solo había visto judíos en alguna película de la televisión y en las noticias sobre el conflicto entre palestinos e israelíes. Por eso, cuando entró por vez primera en casa de los Lynch, lo hizo muy intrigado, e incluso con un poco de miedo. Era una casa de clase media como cualquier otra, sin el menor rastro de la religión de sus habitantes, a excepción de una Menorah que había en el salón —claro que entonces él no sabía qué representaba aquel extraño candelabro. Tanto los padres como los hermanos mayores de su amigo —Miriam y Jacob— le resultaron muy simpáticos. El padre era hijo de inmigrantes irlandeses, su familia había regentado una sastrería en Galway —negocio que había continuado en Valparaíso—, y le gustaba contar historias de Irlanda y animar a Isaac a decir algunas frases en gaélico. Su madre, descendiente de una familia judía de Oporto, era una mujer hermosa, un tanto seria, y más callada que su marido.

Por motivos que jamás conocería, el curso siguiente los padres cambiaron de liceo a Isaac, y él y Enrique se distanciaron. Ocasionalmente, se habían visto por la calle a lo largo de esos años, pero Isaac no volvió a invitarlo a su casa. Más adelante, alguien le contó que los Lynch habían dejado la ciudad, y no fue hasta la década de los noventa que alguien le dijo que su amigo había vuelto y que vivía solo en la casa de Yungay. Enrique fue

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a visitarlo, y al entrar de nuevo en aquella casa vio que faltaban muebles y, sin estar sucia, mostraba cierto caos y abandono. Se fijó en algunas ropas y útiles de sastrería —reglas, tijeras, patrones, cintas—, así como un par de máquinas de coser. Observando las fotografías que decoraban las paredes, le pareció que había algo raro, aunque no supo qué. Le llamaron la atención también la gran biblioteca y la colección de discos de jazz, sobre todo norteamericano, que tenía su amigo. Miles Davis, Chet Baker, Oscar Peterson, músicos en estado puro, afirmaba su amigo. A él, en cambio, no acababa de convencerle aquel género que le parecía demasiado intelectual.

Mientras insiste con el picaporte, recuerda aquella visita, tiempo atrás. Su amigo le explicó que habían vivido algunos años en el extranjero, en Portugal, primero en Oporto y más tarde en una isla atlántica, Pico. Su padre y su madre habían muerto, y su hermana seguía viviendo en la isla portuguesa. ¿Y Jacob?, le preguntó Enrique. También había muerto, dijo su amigo, sin dar más detalle. No quería hablar de ello. Solo meses más tarde, en una visita a la sastrería que había abierto en su calle, le revelaría que en realidad lo único que sabían es que había desaparecido. Fue en 1983. Unos supuestos agentes del CNI lo metieron en un auto, en plena calle. Durante dos años, mientras todavía vivían en el país, lo habían buscado, preguntando en despachos oficiales, comisarías y centros de internamiento. Nadie sabía nada. A veces, los atendían con frialdad; a veces, de forma irónica o con hostilidad. En el momento de su desaparición, Jacob tenía veinticuatro años. Con el fin de la dictadura, cuando aún vivían en Portugal, apenas consiguieron desvelar algo, solamente que la CNI debía estar detrás, y que era muy probable que Jacob hubiera muerto. Podía estar enterrado en alguna fosa o tal vez lo hubiesen tirado al mar, tal como habían hecho durante los primeros años del golpe militar, con los vuelos de la muerte de los helicópteros Puma de la Fuerza Aérea. Si así lo habían hecho, deseaba que su hermano ya estuviera muerto o dopado, que no estuviera consciente en el momento de morir de un modo tan horroroso.

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Isaac no está, piensa decepcionado. Insiste un poco más golpeando a la puerta, mientras lo llama por su nombre, en vano. Entonces saca un papel de la mochila y le escribe una nota para decirle que está preocupado por él, porque hace días que no abre la sastrería. También le cuenta que ha recogido el libro que había encargado en Metales Pesados y que se lo pone en el buzón.

Tras dejarle la nota y el libro, Enrique vuelve con el perro y le limpia la herida con un pañuelo que humedece en el cuenco del agua. Desata al animal y le da lo que queda de su almuerzo en la fiambrera. Entonces ve como lo engulle con ansiedad, ¿cuánto lleva sin comer?

Ayudándose de un pedazo de cartón que encuentra, arrincona los excrementos lejos de la caseta. Está a punto de irse ya cuando oye el teléfono sonar en el interior de la casa. La llamada se repite dos veces más, hasta que quien llama se convence de que es inútil insistir. Enrique intenta imaginar quién puede ser. ¿Un cliente, una amistad, tal vez un familiar? No le conoce muchos amigos, salvo Ramón Ortiz, él mismo y una pareja de hermanos del Cordillera de quienes ha hablado alguna vez, Néstor y Edna Valdés —a la mujer la ha visto en el Foto Café y a su hermano, en la sastrería. En cuanto a los miembros de la sinagoga que visitaban la sastrería, puede que para convencerle de volver, ya han desistido. Hace años que Isaac dejó de relacionarse con la comunidad hebrea. No es creyente, se excusa. Lo han hablado más de una vez en el Foto Café, con Ramón Ortiz. Resultaba divertido ver las discusiones que se podían establecer entre un judío agnóstico y un católico practicante. ¿Tal vez fuera un pariente, entonces? No sabe si le queda familia en la ciudad.

Finalmente, Enrique sale a la calle dispuesto a retomar su paseo, pero con mala conciencia por dejar solo al perro. ¿Debería haberle dejado más comida? Mientras lo medita, repara en que un hombre con uniforme de operario lo está observando desde el otro lado de la calle. El instinto lleva a Enrique a cruzar para hablarle. El hombre, delgado, con pelo negro y reluciente, debe tener su edad, o puede que sea un poco mayor. Cuando lo tiene cerca, descubre que viste el uniforme de empleado de la municipalidad.

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—Soy amigo de Isaac Lynch —dice, señalando de dónde viene—. ¿Usted lo conoce?

—Lynch, el sastre judío —dice el hombre—. Sí, claro, vivo unas casas más arriba.

A Enrique le choca escuchar a alguien referirse a su amigo como judío. Le incomoda, del mismo modo que si hubiera dicho cristiano.

—Yo trabajo en el Cementerio de los Disidentes. Ahora vuelvo de ahí, voy a casa a comer —explica el hombre, cuando se da cuenta de que Enrique se fija en su uniforme.

Cuando era pequeño, Enrique había acompañado a su madre alguna vez a ese cementerio para depositar flores en la tumba del tío Matías. Carmina le había contado historias sobre algunos de los muertos famosos que había ahí, como el almirante Robert Simpson, el doctor David Trumbull o Peter Mackay, pero también sobre gente más anónima, como los marineros de la fragata norteamericana Essex, fallecidos en el combate con dos fragatas británicas en el puerto de Valparaíso a principios del siglo XIX.

—En este cementerio hay un tío mío enterrado.

—¿Cómo se llamaba?

—Matías Wilson —responde Enrique, suponiendo que el nombre no dirá nada.

—Hay más de ochocientas tumbas, y mentiría si le dijera que recuerdo todos los nombres, aunque sí muchos —dice el hombre, con cierto orgullo por su memoria—. Matías Wilson, ese es uno de ellos. ¿Su familia era protestante?

—Solo una parte. Mi tío lo era —responde él, sorprendido de que se haya fijado en la tumba de su familiar, discreta y apartada, y a la vez perplejo por su atrevimiento al preguntarle por las creencias de su pariente.

—No tengo nada contra los protestantes. Los muertos son muertos. Todos iguales —prosigue el hombre, conciliador.

Enrique se incomoda ante esta observación, que le parece un intento de incitarle a hablar sobre religiones. No tiene ganas de

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charlar con el operario del cementerio, solo quiere encontrar a Isaac, aunque ahora no tiene idea de donde puede estar.

—¿Ha visto estos días a Isaac? No ha abierto el negocio y no responde al teléfono.

El hombre duda un poco antes de responder, como si no estuviera seguro de confiar en Enrique. ¿Por qué?

—Sí, vi a Lynch, a su amigo, hace tres días —dice el vecino.

—¿Hace tres días?

—Sí, por la noche, bastante tarde. Yo no podía dormir y estaba mirando por la ventana, por eso vi que abría la puerta y que unas personas entraban en su casa.

—¿Entraban? —se sorprende Enrique.

El hombre lo mira con suspicacia.

—Amigos, supongo. Un hombre y una joven.

—¿Les había visto antes? —quiere saber Enrique—. ¿Cómo eran?

—Pregunta usted muchas cosas, ¡parece un detective! —protesta el vecino, burlándose un poco—. No, nunca les había visto. Y estaba oscuro. Solo puedo decirle que eran un hombre y una joven.

¿Quiénes podían ser los visitantes de Isaac? Tendrían que ser de confianza para ir a su casa de noche. Mientras piensa en ello, también le extraña que Isaac no haya cuidado de Chico, que no le haya limpiado la herida ni recogido sus excrementos. Supone que, aparte de llenarle de agua el cuenco, le habrá dado de comer, aunque no haya ni rastro de comida.

—¿Y desde entonces no lo ha vuelto a ver?

—Exacto.

—Pues hoy parece que no está.

—Puede que esté durmiendo, o enfermo —insinúa el vecino.

—Puede que sea eso —concede Enrique, intranquilo—. Si le ve, ¿le dirá que vine? Soy Enrique Giralt.

—Descuide, jefe —dice el vecino.

Poco más tarde, Enrique vuelve al centro y piensa en su amigo, pero también en el perro. Es cruel tenerlo así, atado y herido, lo hace por Isaac. Si no va a cuidar de él, el animal estaría mejor, como

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muchos de su especie, vagando por la calle. Se siente satisfecho de haberlo desatado y haberle dado la comida que le quedaba. En un montón de basura que ve en el suelo, tira el pañuelo.

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