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Comensalidad y resistencia, por Santiago Alba Rico

COMENSALIDAD Y RESISTENCIA

A Santiago Alba Rico A

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Un buen resumen de la «teoría del poder» de Michel Foucault es esta frase suya: «El poder procede de la guerra y está siempre haciendo o preparando la guerra». Cada vez que cuestiono esta hipótesis —pues no me gusta vincular orgánicamente la política a la violencia— intento reducirla al absurdo trasladándola al ámbito de la cocina: «La gastronomía procede del hambre y está siempre preparando o combatiendo el hambre». No cabe duda de que el hambre es la condición del paso de lo crudo a lo cocido, pero esta transición, matriz potentísima de humanización, altera por completo y para siempre nuestra relación con el hambre, y ello hasta el punto de que, allí donde hay cultura, la cocina elaborada, que sacia sin duda el apetito, no procede ya de esa necesidad. La prueba es que solo cuando la guerra o la catástrofe vuelven a ceñir nuestras vidas en el horizonte de la penuria la gastronomía desaparece en favor del trabajo animal, repetitivo e ininterrumpido de la supervivencia. La gastronomía no gestiona el hambre; se sitúa al lado o por encima de ella, en un espacio donde, al menos provisionalmente, la ingestión de alimentos queda fuera del circuito de la guerra.

La idea de la gastronomía, en efecto, es inseparable del intercambio y compartición de alimentos. Los griegos, nuestros antepasados mediterráneos, lo llamaban syssitia y syskenia, la comida en común, que entre los espartanos era obligatoria. Esa es la segunda fase civilizatoria, tras la cocción de la carne y la verdura, y la más decisiva, pues configura un contrato material entre individuos o familias que, sentadas a la misma mesa, declaran su intención de renunciar al canibalismo: aceptar comer los mismos alimentos, sí, es anunciar a nuestros comensales que no nos los vamos a comer a ellos. Esta renuncia al canibalismo —dieta recurrente en nuestros cuentos populares, testimonio de una época y una clase que pasaba hambre— es lo que los mediterráneos llamamos hospitalidad. «No nos vamos a comer al comensal», declara tácitamente el anfitrión mientras deposita aceite, olivas y pan sobre el tablero o sobre la hierba, de tal manera que el huésped, al ver las viandas, se sabe tan a salvo como dentro de una iglesia o de un refugio nuclear. La hospitalidad es el acto de deposición de las armas mediante el cual la boca misma —arma primera poblada de dientes— se desplaza de la lucha sin cuartel al placer común y a la conversación compartida. La tópica escena cinematográfica en la que el esbirro mafioso mata a sus rivales en un restaurante, durante una celebración o una comida festiva (¡y entre italianos que aprecian la buena cocina!), da toda la medida de la potencia simbólica de la gastronomía: no hay nada más fácil y traicionero que matar a alguien mientras come un plato de pasta; es decir, en ese momento en que se siente más seguro y más protegido por las condiciones mismas —y el

> HOSPITALIDAD

La hospitalidad es el acto de deposición de las armas mediante el cual la boca misma se desplaza de la lucha sin cuartel al placer común y a la conversación compartida.

> GENEROSIDAD

La cocina compartida implica un ejercicio de generosidad pacifista, pero también de reconocimiento del otro y de tolerancia material.

placer— de la comensalidad. La mafia —depositaria paradójica de esta tradición hospitalaria— la usa a su favor para hacer la guerra a sus enemigos.

El otro dulce imperativo de la hospitalidad es el intercambio de alimentos. Uno ofrece su propia comida, pero prueba a cambio la comida del otro. Decía el poeta Lucrecio que el gusto es el sentido más adaptativo de todos, pues acaba encontrando placer en alimentos culturalmente distantes a fuerza de repetir su consumo. La hospitalidad obliga al anfitrión a acumular alimentos sobre la mesa y al huésped a probar sabores desconocidos. La cocina compartida implica un ejercicio de generosidad pacifista, pero también de reconocimiento del otro y de tolerancia material y por eso es asimismo la mejor triaca posible contra el racismo. Los niños mimados a los que solo les gusta la tortilla de mamá, y que se niegan a probar nuevos sabores, evitan el trato de los demás con arrogancia displicente; se vuelven insociables y maleducados. Las naciones mimadas, con sus impulsos imperialistas, imponen sus propias tradiciones culinarias, despreciando las de los colonizados como poco refinadas y populares, y se vuelven violentos y alófobos. La tensión entre alta y baja cocina, explica el antropólogo Jack Goody, solapa la que existe entre alta y baja cultura, y no jerarquiza tanto los productos culinarios como a los propios comensales. El «aislamiento alimenticio» va acompañado siempre de xenofobia y clasismo. Por el contrario, el que se ha sentado a muchas mesas diferentes en muchos países y ha acabado apreciando incluso la meloukhiya (ese plato verde y baboso, muy celebrado en Túnez y Egipto, hecho con yute recocido) no se dejará convencer fácilmente de la maldad ontológica de los desconocidos. La hospitalidad a gran escala se ha llamado también migración y comercio. La migración transporta mentes y vínculos. En cuanto al comercio, mejor o peor, no es sinónimo de capitalismo y, en la cuenca mediterránea, ha mezclado, como en un mortero, junto al intercambio de población, los ingredientes de un gran despegue culinario. En Roma, la colina Testaccio, vertedero imperial, oculta cincuenta y tres millones de ánforas que contuvieron aceite importado de España por el Imperio romano. La lucha y colaboración del aceite y la mantequilla es crucial en nuestra cultura gastronómica. También la del cerdo, la vaca y el cordero. No menos la de la pasta y el arroz. O la del atún y la sardina. ¿Y qué haríamos sin la huerta que nos cedió América —pimientos, tomates, patatas— y sin las hierbas que nos legaron los árabes —eneldo, albahaca, salvia, cilantro—? A un lado y otro del Mediterráneo, con los mismos átomos básicos, vegetales y animales, se ha elaborado un gigantesco inventario de variedades culinarias que contribuyen, como pocas otras cosas, a la paz mundial.

Contra la guerra y el hambre, todos los grandes avances civilizatorios del Mediterráneo tienen que ver con la hospitalidad; es decir, con la práctica de la comida en común, superación del canibalismo, y con el intercambio de sabores, suspensión de las diferencias corporales. Ahora bien, la hospitalidad no es el motor antropológico del género humano bajo el capitalismo, que ha multiplicado las cosechas y los restaurantes al mismo tiempo que ha erosionado los vínculos y las tradiciones, estableciendo la velocidad y el aislamiento como patrones del intercambio mercantil individual. La comensalidad es cada vez más difícil.

El trabajo precario, los horarios excesivos, el desplazamiento permanente, la tecnologización invasiva de los tiempos de ocio aseguran el triunfo del fast food y del «mensal» solitario que come de pie y con prisa entre dos turnos o absorto en la pantalla de su teléfono móvil. La centralidad espacial de la mesa va desapareciendo incluso en las celebraciones festivas y en las paellas del domingo, donde la presencia de la tableta y el móvil hacen cada vez más difícil la comprensión intergeneracional (y por lo tanto la transmisión de modelos culturales, incluido el de la propia hospitalidad).

La multiplicación de los cocineros y de la oferta de restauración, es sin duda una buena cosa, sobre todo en España, donde el franquismo había devastado —junto a la arquitectura y la academia— el patrimonio culinario secular del país. Pero su mercantilización es inseparable de la que rompe las relaciones de hospitalidad en los placeres cosmopolitas de los restaurantes multinacionales, que se han multiplicado con el número de migrantes y la extensión de las clases medias consumistas. El restaurante chino no es una ocasión para «acuerparse» con los chinos; ni el mexicano una oportunidad para suspender diferencias en la comensalidad mexicana. El capitalismo, que ha emancipado las imágenes de los cuerpos, también ha separado los sabores de sus productores, de tal manera que, desactivando la triaca antirracista, permite al cosmopolitismo consumista gozar de un kebab o de un tanduri y despreciar a los árabes y a los indios.

Así que la resistencia frente al capitalismo, pero también frente a la xenofobia y el nacionalismo identitario, implica comer juntos, bien y de todo un poco. El Mediterráneo en eso lleva ventaja al resto de Europa y no debe perderla. Es un modelo, un refugio, un asidero, un programa. Cada vez que comemos y bebemos juntos, decía Marx, adelantamos el marco solidario de la sociedad del futuro.

> DIVISIÓN

El capitalismo, que ha emancipado las imágenes de los cuerpos, también ha separado los sabores de sus productores.

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