Revista Ecología & Desarrollo N°3

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Sin ánimo de alarmar, estamos convencidos que nuestro querido planeta Tierra se encuentra tra en un estado de emergencia ecológica. Y ante situaciones de esta naturaleza creemos más que oportuno “desideologizar” nuestros pensamientos y acciones con el fin de trabajar unidos por un mundo más natural. Gracias al aporte de proyectos e informes de personalidades de la vida política argentina, organismos gubernamentales, independientes, etc., se abre este espacio en donde no se mencionará la extracción política de los participantes, sino que se bregará por el acceso hacia una forma de POLITICA PURA E INTEGRAL. Por razones de espacio y debido a la extensión de los trabajos recibidos se publicará parte de ellos, sin que por este motivo se pierda su contenido esencial.

Los espacios que nos quedan Por el Prof. Geógrafo Julio César Guarido Jefe del Departamento de Control de Gestión Ambiental AUDITORÍA GENERAL DE LA NACIÓN Dr. Adolfo Alsina 1254 5º piso - of 56 CABA - C 1088 AAH jguarido@agn.gov.ar Tel 54 11 4124 3913 / Móvil 54 11 4143 0637

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o casualmente uno de los primeros “problemas ambientales” que debió afrontar la Aldea de Santa María de los Buenos Aires, fue la vecindad de los saladeros dedicados a la faena de ganado y a la exportación de cueros. Esto estaba incentivado por el perfil económico que se había adoptado para el Río de la Plata, en los tiempos del virreinato. Entre 1650 y 1800 el desarrollo económico y el crecimiento poblacional de la Aldea fueron muy lentos, y a ello se sumaba una pobre “calidad de vida” donde eran frecuentes las epidemias, consecuencia a su vez de la ausencia de las mínimas condiciones de higiene para esta población. Para 1750 la población se estimaba en unos 20.000 habitantes. La mayoría de las viviendas, disponían de espacio libre en su entorno, sobre los cuales, eran eliminados los residuos sólidos y líquidos domiciliarios, con relativa facilidad.

Cuando la densidad poblacional y la ocupación del suelo urbano aumentaron, todo espacio libre fue utilizado para depositar y acumular desperdicios, en tanto que las aguas servidas corrieron como arroyos y verdaderas cloacas a cielo abierto, a lo largo de las calles y las zanjas laterales. El “Bando de Buen Gobierno” dictado por el Virrey Vértiz, en septiembre de 1770, disponía y definía el lugar donde los aguateros debían recoger el agua sobre el Río de la Plata evitando su contaminación: “deberán hacerlo desde Santa Catalina hacia arriba sin alterar el precio, fijando una pena de 100 azotes a quien contradiga lo dispuesto”. Los espacios de la Aldea se iban ocupando y a esto se sumaba la instalación y el desarrollo de los saladeros sobre el sur de la ciudad, y su relación con los focos de infección y contaminación ambiental que continuaban proliferando. Estos emprendimientos estaban instalados sobre la margen noroeste del Riachuelo, en lo que hoy

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sería el barrio de Barracas, y los residuos de su faena comprometían permanentemente la salud pública, impactando por su vecindad a la población de los barrios del sur y por su cercanía a toda la ciudad. La erradicación de estos establecimientos hacia parajes más alejados del centro, había sido la preocupación incesante de las autoridades y fundamentalmente de la población. Se veía en ellos, la causa permanente de las enfermedades infecciosas y la ocupación de los espacios suburbanos de la comarca. Pasaron unos cuantos años, pero las prevenciones de los vecinos y autoridades no eran en vano. En enero de 1871, comenzó la epidemia de fiebre amarilla, que en sus seis meses de duración dejó un saldo de 14.000 víctimas entre la población de la ciudad de Buenos Aires, estimada por entonces en aproximadamente, 190.000 habitantes. En ese contexto, la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires sancionó por ley del 6 de septiembre de 1871, la clausura de los saladeros del Riachuelo. Para finales del siglo XIX la Ciudad de Buenos Aires no superaba los 200.000 habitantes, pero los problemas ambientales estaban ya planteados. Se trataba de problemas propios de un desarrollo demográfico explosivo, que a su vez era función de un ostensible desarrollo económico, pero que dejaba fuera dos variables trascendentales: la planificación de su espacio y la infraestructura. Hoy, más de cien años después, todo Buenos Aires es parte de una mega metrópoli absolutamente colapsada en sus funciones, poco amigable para ser vecino y refractaria en sus componentes ambientales. En términos de “calidad de vida” ya no es posible sostener la ciudad si no pensamos en un cambio profundo y sustentable en el tiempo.


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