Juan Angel Espinosa Netro El olor a comida me despertó. Estiré los músculos para desperezarme y caminé hacia el origen del exquisito aroma. Me detuve de golpe. Permanecí suspendido sin mover un músculo. Agudicé el oído, a la distancia escuché unos extraños sonidos. Ubiqué la dirección. Entonces la vi. Llegó en vacaciones de verano. Yo había concluido el primer grado de secundaria y me disponía a disfrutar del último mes de reposo. Algunos chicos nos divertíamos en la calle y fuimos testigos del prodigio: la variedad de gatos que la acompañaban. Eran multicolores, grandes, pequeños y de distintas razas. Marchaban atrás de ella, tranquilos y callados, como en procesión religiosa. Solo dos iban en jaula, los revoltosos, me dije. Imaginé problemas, soy dueño de un perro, enemigo jurado de los nuevos vecinos. Uno de nosotros comenzó a llamarle “la señora de los gatos”, en alusión al personaje de Los Simpson. Al parecer lo dijo muy alto, ella volteó con una mirada desafiante; sin embargo, apenas vernos, dibujó una sonrisa en su blanco y arrugado rostro. Levantó con torpeza la mano para saludarnos. Solo unos pocos respondimos el gesto. Los primeros días no se le vio por el barrio, quizá tardó en arreglar la mudanza, debió hacerlo ella sola, nunca vi entrar o salir a nadie del hogar. Eso sí, tenía bien entrenadas a las mascotas, no había ruido de peleas o desmanes en el interior. La mayoría del tiempo veía desde mi ventana correr a los felinos por el jardín. El único detalle eran los interminables maullidos por las noches. El sonido era lastimero y en varias ocasiones llegó a quebrarme el corazón. Era como si los animalitos sufrieran y, con su llanto, trataran de comunicarnos su dolor. El lunes siguiente a su llegada, entré a la vivienda, fue la primera vez. Acompañé a mamá a dejarle una canasta con fruta a modo de presentación, pero sobre todo, de disculpa. Uno de los cuadrúpedos inquilinos 14