Miguel Ángel Almanza Hernández Los gatos lloran más cuando hay luna llena. A veces suenan como niños abandonados, parecen agoreros del mal. Esta noche se siente rara, es templada pero demasiado quieta, escucho mis pestañas raspar la sábana cuando me cubro la cara. Me destapo, por la ventana pasa la sombra de una mujer llorando. Serán las tres de la madrugada, la sombra se ve en las cortinas, nítida y suave. Casi ni se siente, se oye a través de la pared hasta la esquina, donde dobla para tocar a la puerta de los vecinos. Ha de ser la hija de doña Chelo que ya llegó, le habrán avisado que falleció la señora. Las calles del pueblo son esculpidas por la luz de luna, hasta donde la negrura quiere dar forma. Nada se mueve, se escucha el silencio que zumba hasta reventar los oídos, sólo los más pendejos no lo sienten. Otros seguramente están con el ojo pelón, haciéndose los dormidos y mirando las tejas, escuchando los mosquitos, y los perros que ladran de pronto, como viendo un extraño que calla y azuza. El silencio se rompe, allá, el niño de Jesús, sobrino de Angelita, chilla y chilla, tiene como quince días de enfermo. Dicen que está muy malito, que a lo mejor se les vaya a morir. Las vacas en el corral se echan a correr, como arreadas por el viento. Los perros nerviosos chillan de frío en su lugar. Cae el sereno sobre la madrugada. —Tápate mejor.—me dice Monserrat. Yo hago como que no la oigo y sigo mirando el techo, con sus tejas rotas que dejan pasar dagas de luna hasta mi cama. —¿Qué tienes?—me dice. 18