Nudo Gordiano #13

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Julio/Agosto 2020 No. 13

Nudo Gordiano DIRECTORIO Consejo Editorial Julio César Calleros Rodríguez Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca

Dirección Enrique Ocampo Osorno dirección@revistanudogordiano.com

Jefa de Diseño Editorial Mary Carmen Menchaca Maciel

Jefa de Contenidos y Marketing Linette Daniela Sánchez

Editora en Jefe

Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2020. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral

Ana Lorena Martínez Peña

contacto@revistanudogordiano.com

Difusión

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Erasmo W. Neumann

Ilustrador Esteban Hernández


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Índice Cuentos la Espada Caleidoscopio

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Ximena Candia

Soliloquio de un desahuciado

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Felipe Ortiz Vanegas

Recetario para el fin del mundo

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Daniel F. Gómez

Los gatos lloran de noche

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Miguel Ángel Almanza

El sueño de la sirena

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Julián Penagos-Carreño

En un Mar de muertos

24

José Rodolfo Espinosa Silva

Poemas la Lanza 13 Poemas

28

E. Jesús D. Bracamonte

Blasfemia

32

Mireya Muñoz

Entonces

33

Esteban Ramos-Chong

Distracciones

34

Alejandro Mautino Guillén

Tres Poemas a duermevela

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Amadeo Tornasol

Ensayos El Buey La destrucción como manifestación poética Eduardo H. González

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Ximena Candia C. Y entonces, El Aleph sí se inspiró en un caleidoscopio. Ya me parecía, todos los ángulos de un mismo punto; en un punto todos los ángulos posibles. Toda la historia, y los futuros posibles concentrados en las células de todos, y cada uno. Debo tener por ahí un par de caleidoscopios. Fueron horas, y horas en la infancia, mirando las infinitas posibilidades de combinación de formas, colores, espejos y perspectivas que se estructuraban con cualquier movimiento, por minúsculo que fuera. Casi te envío un mensaje para contarte lo del Aleph y el caleidoscopio. No, no estuve ni cerca de hacerlo, ni con la conciencia alterada he estado cerca. Jamás me atrevería a perturbar tu calma y olvido. Sólo que una botella de vino vacía me recordó conversaciones e imágenes, y junté todo, un merlot y Bach. El Aleph y Beethoven. Bach es terapéutico, Beethoven lee el alma. Eso pensaba ayer. No había podido escuchar en mucho tiempo el concierto para dos violines de Bach, en especial el segundo movimiento. Ayer apareció por ahí, y logré llegar al final. Fui interrumpida por una sorpresiva invitación: —¡Vamos a Varadero! Creo que al ver mi cara de desconcierto comenzó a proponer otros destinos: Cancún, República Dominicana, Montañita. El sistema nervioso es cerrado, sí, somos universos individuales, pero ¿no se suponía acaso que por muchos años estuvimos coordinados? ¿no me escuchó decir que detesto los resort y ese concepto de all inclusive? ¿que no hay nada más lejos de lo que quisiera hacer, que estar tirada a la orilla de una playa con agua tibia?

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Debí haber respondido algo, seguro mi sempiterna amabilidad me salvó una vez más, y me libró de generar un conflicto. Horror de horrores, ¡un conflicto!, ¿moi? Imposible. Siempre hay una forma de respetar las diferencias, de aplacar la ira, de bajar la voz, de entender. Mi psicóloga me dijo hasta el cansancio que ese era mi problema, que transformaba la rabia en pena, que me las daba de comprensiva con todos, que en cierto modo me sentía omnipotente, y superior por tratar de buscar explicaciones al comportamiento de los otros, y entonces respondía desde la racionalidad, y jamás desde la emoción. Estaría orgullosa mi psicóloga del resumen de sus intervenciones conmigo. Siempre la llamé mi psicóloga, creo que a ella le gustaba eso. Lo malo fue cómo terminó todo. La última sesión me echó, estaba tan enrabiada conmigo, me dijo que no había visto nunca a nadie más porfiada. De pronto se exasperó, me gritó, me exigió que me enojara, que cómo era posible que no reaccionara frente a sus provocaciones. Me quedé mirándola, callada. Es que era tan evidente lo que estaba haciendo, buscaba hacerme sentir mal, hasta el grado de herirme. Por algunos instantes lo logró. Me dijo que me creía buena persona, pero que solo era una cobarde disfrazada de santurrona. 7


Aun así, no le respondí, empecé a pensar en la escuela teórica que fundamentaba esa estrategia. En cómo ella relataría esa sesión a su supervisor. Creo que suspiré y sólo dije: —No estoy peleando con usted. Se tomó la cabeza con las dos manos sacudiendo su pelo rubio lleno de rulos. —¡Ándate de aquí! ¡ya no te soporto!—.Se puso de pie, y se paró al lado de la puerta. Tomé mi bolso del suelo, le dije que gracias por la ayuda que me había dado en el trabajo previo, me interrumpió. —No vuelvas, te derivaré con Fabio Solari. —Muchas gracias. Debió pasarle algo, sus gritos se habían escuchado hasta en la sala de espera, cuando salí, me miraron esperando un comportamiento de loca, supongo. Me paré frente a la recepcionista, y me despedí de ella, agradeciendo todas las veces que me llamó para confirmar la hora, y otros detalles de su buen trabajo. Pasé a tomar un café con leche, y unas galletas a la cafetería que quedaba entre Málaga y Burgos. No entiendo bien por qué, pero en unos segundos tenía los ojos llenos de lágrimas, y ellas decidieron lanzarse sobre mi taza hasta desbordarla. Las galletas se mojaron, no pude comerlas. La cucharita comenzó a flotar en el plato, y hacía un ruidito molesto. De pronto empecé a escuchar todos los sonidos de la cocina, el agua corriendo, los servicios tirados en los cajones por el personal que se reía, y conversaban a gritos. El chorro de agua, y vapor de la máquina de café parecía el sonido de un tren, los pasos de la mesera sonaban como si anduviera con zapatos de bailaora de flamenco, su voz chillona parecía decir una, y otra vez lo mismo: —¿Qué desea servirse?—. Era insoportable. Resistí un par de minutos más, dejé un billete de cinco mil pesos en la mesa, y me fui sin que nadie lo notara. La mesera corrió a mi mesa por si había hecho perro muerto, se calmó al ver el billete rojizo. No volví a ver a Olga, mi ex psicóloga. Tampoco fui al que me recomendó, si la psicóloga en la que confié podía perder así el control con una de sus pacientes, no esperaba nada más de ese gremio. Así las cosas, la vida siguió su curso, llegué a la conclusión de que cada persona tiene derecho a un área fracasada o menos desarrollada, yo tengo varias, pero las disimulo bien. Mi madre dice que el arte de la simulación es parte de la buena educación. Ella es extrema, una vez se fracturó un brazo, y mi papá tenía invitados a comer. Se aguantó toda la cena, sólo yo noté que no movía el brazo izquierdo. 8


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Cuando se fue el último invitado, le dijo a mi padre que la llevara a la urgencia, que se había caído de la escalera desde el segundo piso. Mi padre le dijo que, si había aguantado tantas horas, bien podía aguantar otras más, y esperar que él durmiera. Su día había sido agotador. Pensé que iba a llorar o algo. Mi madre se limitó a recoger la mesa, y a dejar las cosas ordenadas, ni siquiera me pidió ayuda. Lo hice por solidaridad. Cuando me acerqué a abrazarla me hizo a un lado, y me mandó a la cama. En una casa silenciosa una aprende a observar todos los detalles, y a hacer como que todo está bien. A veces recuerdo las tardes de caleidoscopios y burbujas de jabón, las cosas estaban del todo bien. Las burbujas, y lo que se reflejaba en ellas era muy interesante. Los colores del arcoíris deslizándose sobre una superficie delicada y traslúcida, una ventana dibujada encima, las hojas del parrón o la cara del perro que trataba de alcanzarlas. Tanto en un instante. También podría aplicar esa frase a lo que me pasó contigo, pero lo encontrarías melodramático e inoportuno ¿patológico? No sé si utilizas esa categoría. No hay conflicto alguno, todo está de maravilla. Hice las maletas sin chistar. He de decir que no iba a significar un enorme problema. Y bueno, tal vez el calor no sea demasiado. Alguna vez pensé que tú y yo podríamos escaparnos a la playa un día de invierno o a la nieve, algún lugar solitario, sólo un rato y hablar de cualquier cosa o no hablar, ¡ah! y compartir audífonos, venden unos que sirven para que dos personas se conecten al mismo aparato, los vi en esas tiendas de cachureos coreanos o chinos. Tan ingeniosos que son. No se pudo no más. II La arena es suave, hace calor. Hay enormes mesas con cantidades increíbles de comida. Es tanta que no me dan ganas de comer. Hay tantos colores que casi me aturdo. Todos los días hay programas para pasar el día, paseos en barco, ski-acuático, salto en bungee, caminata por la selva, una selva aséptica, por supuesto. El color del agua es increíble. Ahora estamos tirados en unas sillas de bambú cubiertas de toallas, nos acaban de traer unos tragos, y unas brochetas con frutas tropicales. Waldo viene de zambullirse en el mar, bronceado, feliz. Yo miro el horizonte, y no se ve ninguna nube. Mientras mi conciencia se diluye en el mojito, sonrío sin parar.

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Felipe Ortiz Vanegas —Que le digo que ya vienen, están muy cerca mi señor,—dijo Ignacio mientras se dirigía a la puerta.—Estese acá mejor, no vaya a ser que le echen mano mientras está de huida. El picaporte emitió un chillido al girar, y de nuevo quedé solo en aquella habitación que me resultaba estrecha. Un aire cálido y sofocante llenaba el espacio. Yo, Gabriel José, que tengo las nalgas aplanadas de tanto cabalgar por el dilatado territorio americano, y el cuerpo hecho jirones de tan accidentado trasegar, me hallo ahora recluido al confinamiento en estas cuatro paredes, tan cercanas unas de otras, ahogándome. Los rumores de que Morillo, el canalla que tanta sangre vertió en Cartagena de 1815, había entrado en esta ciudad de Bogotá, nos hizo esconder como presas asustadizas ante su depredador. Algunos decidieron huir hacia el sur, a Popayán y los Pastos, sin saber o, tal vez sabiendo, pero tomando el riesgo, que en esas tierras pululan los bastiones realistas. Otros, como yo, se escondieron acá mismo en la ciudad con la esperanza de permanecer ocultos hasta que el ejército expedicionario se marchara. Ahora pienso que hubiese sido mejor huir en vez de padecer este terrible encierro. Ya es tarde, realmente es tarde. Están acá. Llegaron y nosotros… ¿qué nosotros? En estas tierras no ha habido jamás un nosotros, tan solo fragmentos, facciones. Si hubiésemos… ya para qué. Tuvimos la libertad en las manos, y no supimos qué hacer con ella. Pero ¿quién lo sabe? Poco sabían los franceses acerca de la libertad si junto a ella no pusieron lo volátil, lo efímero, la evanescencia. Y creer que todo empezó por ellos. El chaparrito francés, como solía llamar mi buen amigo Carbonell a Napoleón mientras señalaba con su mano derecha un poco más abajo de su hombro izquierdo, invadió España y sometió a Fernando VII, deseado entonces, indeseado ahora. Fue en ese momento cuando salieron a la luz las desigualdades, y se nos trató como españoles de segunda categoría. He de agradecer también a los franceses que nos mostraran que una cabeza real luce igual a cualquier otra cuando se clava en una estaca. ¿Quién mejor que yo para decirlo? He sido rebelde desde que tengo memoria, y si no hablé antes, y si no abjuré del rey, y de España, fue porque me sabía solo en medio de esta caterva de esclavos que aman sus cadenas. 10


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Nadie sabe cuánto sufrí con los viles asesinatos de José Gabriel Condorcanqui, José Antonio Galán, y de tantos otros hombres y mujeres, porque también las hubo, que murieron luchando por un ideal noble. ¿Habrán sentido este mismo miedo ante la cercanía de la exhalación final? Antes, en ensoñaciones, me veía enfrentando la muerte con denuedo y vigor, pero ahora, reconozco que siento miedo. Y este sudor en mi ropa, y esta tétrica habitación. Mi temor viene en forma líquida, pegajosa, se me adhiere y no me suelta. La muerte está a la vuelta de la esquina y me… ¡Alguien está afuera, intentan abrir la puerta! Mi cuerpo arremete impulsivamente hacia la esquina más oscura de la habitación. ¡Cuán infeliz y cobarde me siento! —Mi señor, soy yo. Vea a quién le traje.—Meneando la cola tan ágilmente como sus años se lo permiten se me acercó Panche. Aquel perro, tan mestizo como Ignacio y tan viejo y mustio como yo, me había acompañado durante los últimos años y, al parecer, lo haría hasta el final. —¿Cómo pinta la cosa afuera Ignacio?— Digo, mientras acarició la cabeza de Panche. —Ay mi señor, esa gente ta’ armada hasta los dientes y están hasta alzando la tierra buscando lo que quieren. Ya agarraron a Don Camilo Torres y al señor Caldas. —Prontamente a mí también Ignacio. Sé que voy a morir.—No dijo nada, tan solo agachó la cabeza. Siempre había sido malísimo para mentir, y sabía que la muerte era inminente esta vez. Como tratando de sacar esperanzas de donde no la había, dijo: — Puede que po’ aquí no vengan, ¿Por qué se arrimarían a esta casucha? 11


—No te esfuerces, bien sabes que sí lo harán.—Del bolsillo de mi chaleco tomo un puro y lo enciendo. Este será el último. —Me cuesta creer que esto sea todo. Tanta guerra, tanta tinta gastada, tantos muertos, ¿para qué, Ignacio? ¿Para que un monarca qué ni conoce estas tierras vuelva a mandar en ellas? —Pues señor, no soy entendido en esas materias, pero pa’ mí, hasta Panche podría ser el rey. Además, ¿qué ha mejorado? No soy malagradecido mi señor, porque a sumercé le debo muchas cosas, pero pa’ mí la vida siempre ha sido dura, con rey o sin, con emperador o sin. Guardo silencio, finalmente Ignacio tiene razón. Esa igualdad que en algún momento pedimos a los españoles ni siquiera fue posible entre los mismos americanos, siempre hubo quien estuviera mejor que otros, sostenido por la miseria de los muchos. Incluso yo fui un símbolo de la desigualdad. Me pregunto qué pasará con esos nombres que apenas comienzan a despuntar en América. San Martín, Bolívar, Sucre, Manuel Ascencio, Juana Azurduy… ¿Sus nombres serán borrados de la historia y sus vidas sacrificadas, como lo será la mía, al monarca español? El miedo se fue. La sensación de que todas mis luchas fueron en vano hizo que se disipara. —El destino de América fue, es y será oscuro. Esta tierra es fértil debido a la ingente sangre que se ha derramado sobre ella. Son ríos de sangre, Ignacio, los que se han vertido en este suelo, y en la posteridad serán mares y luego…—Calle la boca, no ve que hasta miedo me está dando. No es momento pa’ andar de ave de mal agüero.


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Además, sumercé qué sabe, no ve que…Golpes en la puerta. Silencio en la habitación. De nuevo golpes, más fuertes. Silencio más profundo. —¡Abran la puerta o la echamos abajo! —Abra Ignacio, el momento ha llegado.—Pálido, trémulo, lentamente se aproxima a la puerta, como creyendo que se cansarán de esperar.—Ah, Ignacio, y muchas gracias, por todo.— Enmudecido tan solo pudo asentir. Cuando me llevaban a la plazuela de San Francisco, después de haber sido juzgado por el Consejo de Guerra, la gente se agolpaba en las calles de la capital del Virreinato. ¿Qué pensará toda esta muchedumbre? ¿Acaso sentirán lástima? ¿Tal vez tristeza? ¿La rabia hervirá en sus pechos o se regocijarán ante el espectáculo de una muerte que había sido publicitada como un gran evento? Ahora era yo Tupac Amarú, José Antonio Galán. Esa figura que servía como símbolo de lo qué podía sucederle a quien osara oponerse ante lo establecido. Cuando llegamos ahí estaba Francisco José de Caldas con las manos atadas y las ropas harapientas. A pesar del lamentable estado en que se encontraba, puesto que hacía ya varios días que lo habían atrapado, aún resplandecía en su rostro aquel brillo juvenil, pero también sapiente que años atrás había percibido en él. Alcancé a escuchar cuando Morillo dijo: — España no necesita sabios. Me pusieron al lado de Caldas. Ordenaron que nos diéramos la vuelta. Me miró, y con una sonrisa amarga que apenas se advertía en sus labios dijo: —América no necesita monarcas. Comprendí, entonces, que la lucha continuaba, que nosotros tan solo éramos dos vidas entre las muchas que se habrían de perder para lograr la Independencia, primero de los españoles, y luego de los mismos americanos que quisieran meter en sus bolsillos esta tierra feraz. Las palomas volaron, azoradas por el estallido de la pólvora. 14/abril/2020

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Daniel F. Gómez He esperado el silencio durante mucho tiempo. Recorro lentamente el escritorio con mi mano palpitante y sudorosa, en busca del vaso de vino (porque no tengo ni copas), e intento darme un poco de satisfacción en el más pleno de los encierros. Me he creído, desde entonces, como encerrado en un cuento de Edgar Allan Poe. O en un escenario maligno, donde a mi primogénito se lo llevan las hormigas mientras un huracán derrumba el mundo. Frente a la pantalla centelleante, mi mano recorre rápidamente las teclas apenas alumbradas por la misma, para escribir lo que ahora les cuento, mis queridos amigos, y cada vez siento que mi meñique izquierdo se acerca más al vaso de barata cristalería de almacén, para derribarlo al suelo. Tal vez el último vaso con vida. Pienso, pues, en Monterroso, y su dinosaurio. Pienso en los microcuentos. ¿Y si llega alguien a tocar mi puerta ahora? Pensaba escribir un recetario, cuando la cosa se puso marrón oscuro, e intentar sobrevivir con mis escasos conocimientos en zoología. El hígado y las tripas se botan primero. Depende, también se queman. Los gallinazos, hambrientos, no reparan en la vida del ojo que engullen. El guisado de paloma se escuchó, en algún momento, bastante seductor al paladar. Ahora lo único que pienso, es en los gérmenes que me rodean. Y recuerdo la película de Brendan Fraser Blast From the Past, y ruego, a veces, que esto no sea más que un sueño paranoico. Que, en algún momento llegue esa deseada señal de radio donde diga: “Todo está bien, Jaider, sal de tu refugio. Las bombas ya pasaron.” Pero el cine postapocalíptico poco tuvo de real en esta situación. No hubo personas armadas hasta los dientes, ni zombies por doquier, ni grandes profetas. EUA no salvó al mundo. Sólo hubo un montón de niños asustados en los pasos de su propia muerte, mientras veían a los otros asustados, y sólo esperaban que ellos fueran la estadística escasa que salía del paradigma del 96%. Luego fue el 98%, y luego el 99%, y así. “Entonces, la paloma, recién capturada, debe ser desplumada sobre el agua hirviendo, como se hacía con las langostas, mientras intenta escapar. Es el miedo, el miedo, el miedo. El miedo es el nuevo sabor.” Yo me refugié en mi miedo, y eso me dio algo de ventaja. ¿Quién diría que los cobardes serían los sobrevivientes de la historia? Recuerdo cuando murió el primer presidente. Luego fue otro. Primero los más imbéciles. Luego, empezó esta vaina con los menos imbéciles, y luego con las figuras imponentes:La rei14


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na, el papa, los dictadores. ¡Mierda!, Si yo moría después de ellos ¿Quién era superior? Por obvias razones, no fui el único en pensarlo, y la masacre fue la bandera de quienes quedaban en los lugares más debilitados. Pensaba en mis clases de historia natural. El cambio de un periodo a otro, o de un eón a otro, o de una era a otra, se veía supremamente lejano. Perdido en un abismo de teorías que, lejos de estar sobre nosotros, se encontraría en nuestras mentes como una explicación a millones de años en el vacío. Mis estudiantes no lo entendían mucho, y se dignificaban a sí mismos en sus religiones, o en una simple estupidización de su existencia: estoy aquí, porque así debe ser. No nos imaginábamos que tuviesen razón. Empecé extrañando los viajes ya constantes en mi vida, luego la libertad más básica. Empezaron los controles, las multas, y la represión, que, poco a poco, fue tornando la atmósfera de un color rojizo apocalíptico, que bien se diferencia de lo que veo ahora en mi ventana: un negro profundo y estrellado en el cielo en medio de un silencio detestable, que daría todos los tesoros del Vaticano, por cambiar por la guaracha y el reggaetón de mi vecino. De mi exvecino. “La paloma, ya sofocada, debe hervir en el agua de hierbas durante unos veinte minutos. Luego, con pinzas quirúrgicas, se le retirarán las patas, que, entonces, deben tener un color rosado blanquecino, un poco más pálido que en un principio, cuando aún vivía.” Jamás, dada la estética, pensé en juntar las palabras “Vaticano” y “guaracha” en la misma oración. El ejemplo, entonces, se vuelve simple pero la carga es la misma vaina. Todo ha cambiado. Me pregunto si existen muchas personas en el otro lado del mundo. ¿Cómo no aprendimos a comunicarnos de otra forma cuando pudimos? Ahora, en Medellín, debemos ser unas tres personas. Sepultadas

entre el pánico y millones de cadáveres en descomposición, que están encerrados en un sepulcro doméstico de sus propias casas. La putrefacción es lo de menos ahora. Entonces recuerdo la escena de la madre, abrazando los niños pequeños mientras se hundía el Titanic. Sólo que, en este caso, las clases bajas o altas fueron indiferentes en la hora de morir. Las trompetas de Gabriel fueron indiscriminadas a la hora de llevarse a todos. “Algunas hierbas, como el trébol común o el saúco pueden dar sabores exóticos y agradables a las carnes de la paloma. Estas carnes, a diferencia de las gallináceas, son de más difícil penetración, y por lo tanto se debe recurrir a la ayuda de un cuchillo para posibilitar estrías que permitan el ingreso del sabor de las especias en la carne.” Pienso en los animales. Me encantaría salir por las calles, e ir derrumbando todas las puertas a mi paso para dar libertad a perros y gatos. Esto no es una idea reciente. Luego, el hambre se apoderaría de mí, pero no podría asesinar a un perro para alimentarme. Así, prefiero comer mierda. Entonces tendría una manada de perros y gatos hambrientos andando tras de mí. Pero, como en cualquier otro momento de la historia natural, yo simplemente desaparecería en un par de años (a escala geológica, apenas un par de micras de segundo), y los otros, los que no “reinaban”, se tomarían todo este mierdero. Ya se veían las noticias, cuando los animales salvajes empezaron a salir a las calles a reclamar lo suyo en pleno aislamiento. Fue simple, así, sin contar que los humanos jamás regresarían. “En busca de reemplazar los viejos caldos de sustancia, se recomienda al cocinero sumergir alguna prenda usada. Las palomas, ya bien preparadas, mejorarán su sabor con cáscaras de naranja y hojas de limoncillo. Se advierte evitar el manzanillo, que, aunque tentador, dará altas fiebres a quién lo consuma.” 15


He escuchado rumores. O bueno, los he leído más bien, en esos pocos blogs que aún se pegan de la red ya escurridiza, que va por el mundo. Dicen que el mundo va retornando a la normalidad. Que los leones ya no están en peligro, que las vacas corren libres por un mundo que nos las depreda, y que un nuevo reinado de los insectos es ahora posible. Dicen muchas cosas, las doscientas o trescientas personas que se ven por ahí. La mayoría, al igual que yo, prefieren quedarse en casa, donde todo es seguro. Quedan zonas, claro, donde cada uno es dueño de lo que atrapa, y aún de lo que queda en las tiendas. Algunos, sobre todo los asiáticos, se han dedicado a la agricultura. Nosotros, veinticinco en total, en América somos más perezosos. ¡Que nos coja la muerte como sea! ¿Qué sentido tiene, pues, seguir viviendo si ya no queda nadie más? ¿Qué no es en los demás, que encontramos el sentido de las cosas? ¿La moral? ¿La ética? ¿La filosofía? Ah, pero mi querido lector, el miedo es demasiado poderoso. Yo, Jaider, llevo tres años sin salir de mi hogar. De un sitio de 64 metros cuadrados, donde, al intentar tener acceso al primer piso, me encontré con los cadáveres de los dueños de la casa, reposando en un abrazo eterno, como si hubieran llorado hasta su muerte. En el solar les di la sepultura junto a mis padres, y luego cultivé tomillo y perejil sobre sus tumbas. Un formidable sistema de cacería de palomas, con lo que he sobrevivido de manera mayoritaria, es lo que he intentado comunicar por medio de la frecuencia 4625 Hz. Ya especularán, si es que queda quien especule. Aquí, igual, ya no hay quien sobreviva. “La textura de la paloma será más agradable si se deja unos veinte minutos al sol vivo. Después se podrá disfrutar con jugo de limón en agua, o, si tiene la fortuna, con un buen vino seco que haya sobrevivido a la extinción masiva.”

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Miguel Ángel Almanza Hernández Los gatos lloran más cuando hay luna llena. A veces suenan como niños abandonados, parecen agoreros del mal. Esta noche se siente rara, es templada pero demasiado quieta, escucho mis pestañas raspar la sábana cuando me cubro la cara. Me destapo, por la ventana pasa la sombra de una mujer llorando. Serán las tres de la madrugada, la sombra se ve en las cortinas, nítida y suave. Casi ni se siente, se oye a través de la pared hasta la esquina, donde dobla para tocar a la puerta de los vecinos. Ha de ser la hija de doña Chelo que ya llegó, le habrán avisado que falleció la señora. Las calles del pueblo son esculpidas por la luz de luna, hasta donde la negrura quiere dar forma. Nada se mueve, se escucha el silencio que zumba hasta reventar los oídos, sólo los más pendejos no lo sienten. Otros seguramente están con el ojo pelón, haciéndose los dormidos y mirando las tejas, escuchando los mosquitos, y los perros que ladran de pronto, como viendo un extraño que calla y azuza. El silencio se rompe, allá, el niño de Jesús, sobrino de Angelita, chilla y chilla, tiene como quince días de enfermo. Dicen que está muy malito, que a lo mejor se les vaya a morir. Las vacas en el corral se echan a correr, como arreadas por el viento. Los perros nerviosos chillan de frío en su lugar. Cae el sereno sobre la madrugada. —Tápate mejor.—me dice Monserrat. Yo hago como que no la oigo y sigo mirando el techo, con sus tejas rotas que dejan pasar dagas de luna hasta mi cama. —¿Qué tienes?—me dice. 18


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—¿No oyes? —le digo—Un niño. En la calle se oye que está llorando un niño. —Es el niño de Geno, ya duérmete. —Pobrecito, llora con mucho dolor.— ella se durmió sin responderme. El llanto se detuvo. Me desvanecía en el zumbido de un mosquito, cuando escuché de nuevo al niño, pero esta vez más cerca. Traté de mantenerme quieto, sin abrir los ojos, sentí mi angustiosa concentración en el sonido, se acercaba más. Desperté a Monserrat. —Oye.—le dije—ya está bien cerca. Ella se sentó en la cama, dormida todavía, como cuando va al baño. Se despabiló un poco y enfocó su atención. —Ha de ser Geno, está redesesperada por su niño. Me voy asomar. Nuestra casa era de sólo dos cuartos, la cocina y la sala-dormitorio que era separada por unas cortinas. La puerta se veía desde la cama. Monserrat se agachó para buscar sus sandalias. Más se tardó en parar, cuando el llanto del chamaco desapareció. Y nada, ni grillos, ni perros, o mosquitos. El aire se llenó del vacío de lo insensible. Como coordinar varios movimientos de jalón, suave y de golpe, una horrible sensación que no entiendo, pero que me cayó atronador en el corazón como la muerte. Escuchamos luego, pasos de un gato en las tejas. Y cómo bajaban hasta nuestra puerta. Monserrat se levantó hipnotizada, caminó deslizándose, y abrió la puerta. Recordé que mi madre me contó: “No abras si escuchas llorando de noche a un niño, es la Cegadora que quiere pasar”. Entonces corrí para cerrar la puerta, una mancha gigante quería entrar a la casa. El espectro era pardo y negro, tenía una cara informe cubierta por una sombra, abría sus fauces lanzando un quejido felino con dolor insoportable: lloraba como gato y niño. Su lamento era una tortura que nunca se consume, como la soledad y la verdad, nadie le puede mentir a la infinita tristeza de la muerte. Monserrat ni se acuerda que me ayudó a cerrar la puerta. Dice que lo he de haber soñado. A lo mejor y sí. Pero desde entonces, la verdad, ya no me gustan los gatos.

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Julián Penagos-Carreño —¿Cómo es?—le pregunto. No me responde. —Me gustan las sirenas.—dice. Sigo tomando mi cerveza esperando el almuerzo. —¿Qué pedí?—me pregunta. Tengo que hacer un esfuerzo enorme para recordarlo. Pretender que nunca olvido. Por esa razón Laura confía en mí. Sólo yo lo sé, no soy de fiar. Cuando la mesera que nos atendió pasa por nuestro lado con un plato de pasta a la boloñesa para otra mesa, le digo: —Eso. Ella, como si hubiera recordado, asiente. —De seguro eso fue lo que pedí.—afirma. En sus ojos puedo ver la duda. Esa duda enquistada por años. Engendrada en los momentos en que no recuerda nada, y otra persona le confirma su pasado. Pero ella lo presiente: no puede estar segura de nada. Ahí están los tics, esos brincos nerviosos que la hacen palidecer, avisándole que viene una de sus crisis. Quién sabe hace cuánto no toma la medicina, Tegretol 400mg, si mal no recuerdo. Debo decirlo, la noticia no me fulminó, en realidad lo esperaba. Laura puede decidir lo que considere mejor para sí misma. Por eso, hace un rato, cuando me lo dijo, no previne mi sonrisa. Seguí tranquilo tomando mi cerveza. Ahora, observo la forma en que termina su café. Veo un entorno luminoso y tranquilo, un “algo” indescriptible lleno de paz que la rodea. Ni siquiera el alboroto acostumbrado del restaurante a esta hora, puede interrumpir tal imagen de intenso sosiego. —¿Qué pedí?—pregunta de nuevo. Contesto rápido. —Perdón.—dice—Ya no recuerdo ni lo que hice hace cinco minutos. Pedí mi plato preferido. —Sí, tu plato preferido. Nos quedamos en silencio, inmersos en nuestros pensamientos. Ella quizá, imaginando su futuro próximo y líquido. Yo reflexionando sobre aquellas últimas palabras. Sobre el olvido. 20


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Intento entender su realidad oculta. A mí me gustaría mucho olvidar algunos actos que han dañado mi alma. Laura, ¿eres afortunada? La mesera al fin trae los platos. Exacto. Pasta a la boloñesa para ella; una lasaña, para mí. Pido otra cerveza. Laura pide un jugo de mango. No hablamos. Ella sigue dando brincos mientras come. Los demás clientes del restaurante no pueden resistir mirarla con cierto malestar. Sin embargo, yo, que según Laura lo recuerdo todo, ya estoy implicado en evocar escenas del pasado… Sí, Laura, quizás la memoria que te quitaron a ti, la tengo yo. Es una maldición. Tengo en la mente una imagen de Laura cuando era bebé. Está en brazos de mi madre. Balbucea sílabas sin sentido. Mi padre la besa. Yo como un helado de vainilla. Todo es borroso. De repente, convulsiona. Su cuerpo se ensancha como si luchara contra una criatura dentro de sí misma. Mi madre grita. Mi padre ayuda a sostenerla. La pequeña Laura se contorsiona como si estuviera poseída. De repente llega a mí otra imagen de esa infancia convulsiva. Veo los trazos del rostro ofuscado y triste de mi madre cuando mi padre le dice: «Laura tiene epilepsia». Por aquel entonces yo era un niño y no sabía qué significaba eso. Ahora, recuerdo un conjunto de rostros, todos de Laura al sufrir de esos episodios que los médicos llamaron crisis. A mí siempre me pareció que su alma abandona su cuerpo. Sus ojos se tornan blanquecinos. Su piel se trans-

forma en una coraza dura y fría. Es como si muriera por un instante. Una pequeña muerte, distinta a le petit mort. No es un orgasmo el que la causa, es una enfermedad. Pero sus efectos son iguales. Desconexión de los sentidos. Desvanecimiento. Pérdida del halo vital en un suspiro eléctrico que deja vacío su recipiente de carne. Después de las crisis, su retorno siempre ha sido algo difícil. Melancólico. Trascendental. Parece nacer de nuevo. Como si resistiera dejar la regresión, como si allá en esa nada, donde permanece por unos segundos, todo fuera más tranquilo. Más sencillo. Una y otra vez abre y cierra los ojos tratando de diferenciar sus realidades. «Estoy aquí o estoy allá. Mierda, estoy aquí», de seguro, es lo que debe pensar. Es entonces, cuando comienza su retorno a este mundo. Lo hace por medio del lenguaje, balbucea algunas sílabas incomprensibles, hasta que por fin sus cuerdas articulan la palabra: eculpto, eucliptoa, ecliptoa, eucaltop, eucalipot, eucalipto, eucalipto. ¡Eucalipto! ¡Eucalipto! Sí, ya está de nuevo en nuestra realidad. —Me gustan las sirenas.—repite. Mientras me dice cosas como que las sirenas verdaderas eran mujeres ave y algo sobre las náyades, yo simplemente estoy ido recordando el momento, hace un año, en que Laura está en una cama de hospital sin parte del hipocampo. Ahora que lo pienso, me parece una coincidencia cruel el asunto del parecido de las formas y las especies: hipocampo, caballitos de mar y las sirenas que le gustan a Laura. El médico había dicho que con esa operación Laura sanaría. Mintió. A los pocos meses las crisis volvieron. Las dosis de Tegretol lograban mantenerla por periodos cada vez más cortos en esta realidad. Laura, ¿hace cuánto no te tomas la medicina?, pienso. 21


La observo y la imagino como ninfa acuática: siempre sirena, titubeando entre dos mundos; vagando en uno, queriendo estar en el otro. Laura sigue hablando de su fantasía, a la vez que come desaforadamente de su plato, manchándose como una niña pequeña, como si fuera la última vez que va a comer. Me pregunto, mientras devoro mi lasaña, si Laura no tendrá algún recuerdo de sus estancias en ese otro mundo donde se sumerge cuando tiene las crisis. Algo debe evocar su maltrecho cerebro, y por eso este deseo…, su último deseo. —¿Vas a extrañar algo de aquí? Laura me mira con cara de no querer decir lo que está pensando. Soy un tonto, cómo va a extrañar este lugar si ya casi no lo recuerda. Laura me dice: —Del otro lado solo tengo sensaciones. Para ella, eso es suficiente. —Una comodidad, una felicidad infinita, una libertad líquida—asegura, como si tuviera alguna imagen de aquello.—Por eso mi gusto por las sirenas —agrega.—Antes de la operación recordaba más, un enorme océano y un hermoso canto femenino. No me sorprendo. Sólo dejo que siga hablando, mientras intercalo sorbos de cerveza con bocados de lasaña. —Odio esa operación.—me dice. Deja de comer por un momento. —Te entiendo.—le digo yo. En realidad, no la entiendo, qué voy a entender si yo, según Laura, lo recuerdo todo. Ella me dice lo mucho que le gusta dormir. Cuando lo hace, sueña. Su subconsciente la transporta a ese mundo acuático color zafiro, donde parece perderse en las dunas sonoras de los cantos de las sirenas. Sin embargo, al despertar lo olvida todo. —Así que quiero soñar para siempre.—afirma. ¡Oh! En realidad, no sé nada de su sufrimiento. La observo alternar los bocados de la pasta junto con los brincos, los tics, y sus ojos pensando en sirenas. Terminamos de comer, yo pido otra cerveza. Laura se levanta. —Adiós, hermano. Me mira como esperando una reacción de parte mía. No hago nada. No puedo hacerlo. La veo salir por la puerta del restaurante con la sensación de ser la última vez que la voy a ver. Después me tomo otras tres cervezas. No me da vergüenza hacerlo solo. Luego, cuando la tarde decae y comienzan a cerrar el local, decido ir a mi apartamento. Allí abro una botella de vino, brindo por ella. Es hora de admitirlo. Tengo envidia. También a mí me gustaría sumergirme en otra realidad donde todo sea mejor. Nadar en esa libertad líquida y azul. Pero sólo ella nació con esa facilidad. Sólo ella. 22


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Me acabo la botella. Abro otra. Sin la medicina sólo es cuestión de tiempo. Alguna crisis…y todo se acabará, o en realidad, para ella, todo empezará. Depende del punto de vista. El vino empieza a influir en mi voluntad. Quiero llamar a algunos amigos para embriagarnos. Amanecer olfateando alguna desconocida axila femenina. No sé si Laura tuvo novios; si los tuvo, los ocultó muy bien. Todo era parte de esa personalidad de ser mitológico. No quiero saber qué hacía cuando estaba con ellos. Me la imagino danzando desnuda tratando de ser sirena buscando el sexo mundano. El amor para Laura hacía rato que había muerto. Estoy ebrio. Siento que bajo al infierno mientras Laura va al cielo. Yo seguiré aprisionado, ella será libre al fin. No quiero quedarme en este mundo. No entiendo mi comportamiento, siempre he resistido bastantes botellas llenas de esta agua venida del Estigia. Seguramente, la noticia del acto futuro de Laura ha golpeado mis sentidos. No me siento con ganas de seguir. ¿Quién será el barquero que conduzca a Laura hacía el otro lado? Me quedo allí contemplando mi ser etílico y mi espíritu se nubla. No veo. No concibo nada. Mis sentidos se pierden. De repente, una llamada. El teléfono. Ese sonido tan molesto de repiqueteo me anuncia que algo aún me ata a este mundo. Contesto. Es mi madre. Respiro hondo e intento que las palabras me salgan de la manera más ordenada posible. No lo logro. Pero sé y entiendo lo que ella me dice. Laura tuvo una crisis muy fuerte. No volvió a despertar. Está en coma. Sólo digo: —Bien, entonces por fin ha cumplido su sueño.—Cuelgo. ¿Cómo será?, me pregunto, pero Laura ya no está para responderme. Mientras me duermo, escucho una dulce voz femenina que canta mi nombre.

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José Rodolfo Espinosa Silva La inscripción está grabada con letras doradas, justo en la placa debajo de un cuadro en particular. Uno que muestra a un hombre parado junto a un faro mirando abajo hacia el océano, donde centenas de esqueletos arrastran a otro sujeto idéntico a él a las profundidades marinas. Dicha pintura se ubica al centro del salón de juegos de Il casinò della vita. La contemplo por unos momentos, como esperando hallar alguna respuesta o que provoque una epifanía que me ayude a salir de este embrollo. Mi padre decía que un hombre con fe, vale más que uno con suerte. Lo cierto es que tengo pocas probabilidades. Es la penúltima ronda, y sobre la mesa están dos reinas (de diamante y de corazones), un ocho de picas, y un as de tréboles. La chica a mi derecha se levanta, puedo ver el terror en sus ojos. Escucho cómo sus uñas rasgan la orilla de la mesa. Su blusa amarilla está empapada de sudor. Entonces corre. Un estruendo. Cae abatida por la bala. El crupier guarda el arma bajo la mesa. —Su turno.—me dice. No le atiendo. Observo el humo rojo que emana del cuerpo de la chica y flota por el salón hasta el trono de Mammón, quien abre la boca, y lo aspira. Toma un pañuelo verde de su solapa y se limpia los labios. Viste un traje color gris oscuro, y usa mocasines negros. Su apariencia es la de un hombre rondando los cuarenta. De hecho, cuando entré, temí que se exagerase la fama del lugar. No fue hasta que vi morir a los primeros; hasta que vi como el demonio se alimentaba de sus almas y, por supuesto, hasta que vi ganar al primer jugador, que lo creí. Escuché que lleva siglos consumiendo almas, incluso se corre el rumor que le ganó el alma inmortal a un antiguo dios del mar. En Il casinò della vita las reglas son sencillas. Se apuesta todo: “Omnia aut nihil”. Sólo hay un ganador por mesa. Seis jugadores. El premio, cualquier cosa que desees. Cien millones de dólares, la mujer de tus sueños, la cura para alguna enfermedad. El demonio lo consigue para ti. Los otros cinco participantes, en cambio… Bueno, ¿quién juega esperando perder? —Su turno.—escucho el corte de cartucho, y vuelvo a la realidad; a mi par de ochos rojos.—Voy.—respondo. Es lo único que puedo decir, es lo que dice también el anciano a mi izquierda, y la mujer que sigue de él. Porque la otra opción, la de rendirse y… nos ha quedado claro que tampoco podemos correr. Un par sujetos en traje recogen el cuerpo de la chica. Si son demonios o humanos al servicio de Mammón, lo ignoro. ¿A dónde llevarán los cuerpos? 24


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Los he visto retirar más de veinte cadáveres en el tiempo que llevo jugando, algunos de esos tipos regresan con el calzado y la parte inferior del pantalón mojada, será qué… —Última ronda.—anuncia el crupier. Toma una carta, el tiempo se hace lento, pesado. Si la carta es mayor a nueve estoy perdido, lo mismo si es de color rojo. La única carta que me podría ayudar sería… ¡SÍ! Un ocho de tréboles. Casi se me sale un “Gracias a Dios”. El hombre a la izquierda del crupier —un treintañero con gafas oscuras, quien había mostrado mucha seguridad durante toda la partida—, ahora muestra un rostro desencajado. —Voy.—se le corta la voz. —Voy.—dice el gordo a su izquierda. Su camisa azul rey está empapada de sudor. Usa una toallita a juego para limpiarse la frente. Seguiría la chica de amarillo. Ver su lugar vacío me hace perder la poca confianza que gané. —Voy.—digo, quizá sean mis últimas palabras. Los siguientes jugadores van también. —Jugador número 1, descubra sus cartas. El hombre se quita las gafas. Puedo ver que le falta un ojo. Respira hondo antes de descubrir sus cartas. Un as de picas y un nueve de tréboles. Par de ases. Respiro aliviado. El gordo destapa sus cartas con una sonrisa tamborileándole el rostro. Reina de picas y dos de corazones. Otro estruendo. El hombre tuerto yace en el suelo, el crupier le ha disparado en la cabeza. Descubro mis cartas rápido. Al ver mi póker de ochos, el gordo mira al crupier como suplicando misericordia. Recibe un disparo por la espalda. Uno de los hombres de traje acaba con su vida. El anciano da vuelta a sus cartas con una lentitud que me hace temer por mi vida.

Pero, una vez reveladas, el miedo es remplazado por lastima. Él nos contó, antes de empezar, que su hija tenía cáncer, nos suplicó que le dejásemos ganar. Aparté la mirada, justo como ahora. Quizá eso sintió mi padre al perder hace veinte años. No lo sé. Pero si esa chica tiene un hermano, él sentirá lo mismo que yo cuando Matilde murió, y papá no regresó. Sólo quedamos dos. La mujer de negro y yo. Será algún augurio que anuncie mi funeral. Descubre sus cartas. Sonríe. Reina de tréboles, y de picas. —Póker de reinas.—anuncia. El crupier levanta el arma. Yo trago saliva. Dispara. La mujer cae al suelo. —Tenemos un ganador.—anuncia el crupier— preséntate ante nuestro señor Mammón para hacer tu petición. Mientras camino hacia el trono del demonio, comprendo lo que sucedió. Sonrío. —¿Puedo pedir lo que quiera? El demonio asiente con la cabeza. —¡Que cierres este maldito lugar!, ¡que se hunda en el olvido!, ¡que jamás vuelva a existir un sitio como este! Siento todas las miradas en mí. Los jugadores de todas las mesas se han detenido. Esperando, tal vez, que sea un chiste, o que el demonio se niegue. Pero Mammón luce molesto. Lanza un rugido que me ensordece por unos momentos. Me llevo la mano a la oreja, y descubro que sangran. Ambas. Mis ojos se cierran. Al despertar una ola enorme viene hacia mí. Me golpea. Estoy bajo el mar. Arriba hay una luz. Nado hacia ella pero justo cuando voy a salir por aire algo me detiene. Es mi padre. Me sujeta de la pierna. Debajo de él un hombre gordo, un tuerto, el maldito anciano, la chica de amarillo, un mar de cadáveres. 25


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E. Jesús D. Bracamonte. I

Es una granada completa, es una fruta roja, abierta, sonora se queja, y es un oído subterráneo completo en su uniformidad y es todo uno. Desnuda con agua de serpiente estás sola, así, desnuda, arriba, abajo, con el hombre en ascuas, con el otro hombre en la cabeza, con otro hombre entre el pecho, con su ambigüedad amarga te fastidia y te lo sacas de un golpe abierto como suplicando de rodillas, una luz roja para tu menstruo. Pero yo no sufrí con esto, encantado me inflé de hinojo, con su sépalo inflexible el pomo duro y rojo, la granada dura y roja, la flor dura y roja. Era un oído blanco subterráneo clavado de tierra, una flor compuesta de otras flores, granada completa, edificio completo, pierna completa. Conteniendo encima con las nubes una gigante cadena, y tu cadera de absceso. II

Tienes los pies fríos. Tu cabeza está dormida, y no me oyes. Así mis ojos taladran tu camisa, y tú no sabes que estoy vivo. Estás callada. Estoy también callado, como ballena. 28

El corazón te sube por las piernas, y tus nalgas están frías como leche. Tú sabes que en mi cama estás dormida, y tus ojos no se abren al mirarme aunque estés despierta. Tú estás dormida, pero este cuarto es una granada. Tú estás dormida, pero las paredes llenas de metralla. Tú estás caliente y fría algunas veces, pero yo estoy siempre solo.

III

¿Qué dirán en el registro sibil (sic)? Hay que dejarlos ir, y firmar unos papeles. Sí hay quien venda su dedo con unos sellos azules del gobierno. Estás detrás del hombre, cuando les entreguen la hojita amarilla, ni adiós dice. Se levanta de su silla, segunda vez del día, molesto.


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Culpa de la hojita, de las cuerdas, de los fabricantes de cuchillos. Una cola larga cuando entró aquella hojita amarillenta, en las piernas de una operaria. Habrá quien por mí llore, pero qué dirán en la oficina estática del registro sibil (sic).

IV

Esta noche tengo un bigote largo de tristeza. Está lloviendo y paran a decir nada los torditos de la plaza. Y se van de aquí fugaces a la placita que tengo aquí a mi lado. Pasan en fila tres perros por la calle. Mi ombligo tiene un largo pelo cano de amargura.

Se levanta ya de aquí, apaga todas las luces, apaga algunas velas que dejó encendidas no a descuido por la madre, mi madre, y mide con la balanza de sus pelos el peso de esta noche, acuéstase a dormir. V

Madre, no llores, en el mundo hay muchos Ecuadores. Acuérdate de mí, del día que me fui, y del color de mi camisa

Pero esta noche, mi corazón peludo se amilana en esta silla del recuerdo, a esperar que la lluvia se almojabane con la noche. La calle está silenciosa. No los techos que duelen cada gota bajo el yugo de lo eterno. Entonces a mi corazón le nacen ya tres pelos. Piensa, esto ha de ser Dios, que tras una borrachera nos lanza una meada. Aquí, donde se sienta mi barbado órgano, mi músculo harpado, se levanta ya de aquí, de la silla almidonada y española. Y la deja ya a merced de la lluvia, y los soleados peregrinos de la calle, y de la plaza. 29


donde tú sigues esperando, flor del aire, donde te dejé. Hay, madre, muchos Ecuadores. Pero yo llevo mis dientes puestos, hasta donde puesta te quedabas con tu acerico. Habrá, madre, para mí, en otro lado, amores lejos del dolor que no te digo. Quédate, guárdate, mírate en el espejo en que me quiebro. Hay, madre, para ti, dolores. ¡Ay, madre, hay por todas partes muchos Ecuadores! VI

Aquí falta un gallo. Hoy es un día en que yo no habría nacido. Estoy enfermo. En la esquina muge, mu... la mazamorra, y se espantan los girasoles. Crece y crece el lulo, la guayaba, la pancreática y sorbida espuma de la extranjera, y voladora allí en la esquina. Dulce y amarilla, llega tarde, allí donde nadie entra. Eso espero. Pero, sonríeme en tu carriel quizás, en tu marrón, sucia y triste ruana. ¿Esa masa, está quieta? Qué moderno el algoritmo deste invierno. 30

Un número que da pedal a las hierbitas. Ay, mórbida mañana, caracola, espuma, del nevado, y la humareda. Ciento cuarenta musarañas. Más. ASCUAS De calor a frío, estás avisando (sic). De calor a frío, en combustión en la esquina, en la izquierda, un señor con cara va tarde. De calor a frío pasa corriendo una culebra. De calor a frío, es más, un líquido bullente. De frío a calor, pasan conteniéndose los cánceres. Del frío al calor se está secando el humedal. Juan, estás tostado entre lo frío del frío, y el calor, estás cociente. Juan, las raíces marginales, en aserio, al clima, y ortogonal al pare de la esquina. Del calor al frío, del frío a la calor, dos pájaras se revientan en la ojera.


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pie de mis calcáreas uñas, sudando un poquito de hambre para mañana.

EPIGRAMA Hay mortificaciones debido al porvenir, y de ellas algunas son malas pépticamente, y en unos días ellas tiemplan su aguijón, y los dejan que unos días el veneno mate, pero al final lo sacan y queda un socavón que ya no cierra, ¿Y ya qué? Si ya no hay dolor ni para sentirlo, ni hombre queda para el dolor sentido. IX

Estoy esperando. Las hojas muertas se parecen más y más a mí. Las gotas caen, y el corazón no termina de secarse, con el último beso que te di. Vino la lluvia, con tu pelo y en tus ojos la llamaste. cuando me viste, y no te vi. Llegamos, ya nos fuimos. Esta ya es la última vez, mi bien, mi vida, el dolor con que me acuesto… ¡Ya tuvo fin! XI

¡David, no me hagas esto! Está, quedó ahí en tu cama, en tu ropa, hay sangre rota en todo el suelo, y no será tuya. Da, la casa, levántate, ¡duerme y guarda respiración para mañana! David, pon esas transaminasas en tu espalda, termina de cargarlas, que yo me estoy durmiendo al desayuno, al

A LA LINDA DAMA, QUE HUELE A FORMOL Cuídate mucho, estáis todas muertas por la noche, y tú eres lo más lindo que hay aquí. Están bien puestos los adoquines, y está muy tarde ya que andes sola. Estás sucia de todas estas sangres, sangres mundiales estás enferma tal lo estoy yo. No estás más parada que David que Ernesto. Cuídate mucho, hay muchas muertas por aquí. Esta aguja que me trajiste en la mañana sigue viva, y se descose con el descuento de salud. XIII

Destílese este alcohol en vino. Bueno. Convídeseme yo a mi cena, luego, tarde. No llegó la invitación. Pero, sentárseme, por favor, por donde vienen dando con llegarme. Duermo a penas, y no deja mi café para la casa. Pasad las papas, con su cuchara de corrillo, y sus cuchillitos en camilla. Me miran mal todos a la mesa, con violencia de pajarilla, con este silencio rezumando en sus pestañas. Estamos bien. Ríen todos a mi mesa, sin despedirse en la puerta. Estamos bien todos, y no ha sobrado para el pobre. Díganle a padre que estuvimos todos bien.

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Mireya Sáenz Muñoz Un hilo extenso se desprende desde la punta de algún hueso, y en intervalos de agonía vacilante, desfallece la esperanza. El germen de una historia ha palidecido, sucumbió ante la latente oscuridad de su futuro. El estómago se convirtió en un nido de criaturas salvajes e impiadosas, que no saben dar tregua. ¿Por cuál extremo de mi cuerpo se agota la vida? ¡Se han roto mis venas! Hay una fuga de sangre que no veo, y no quiero curar. Se ha hecho una laguna a mis pies. Algo ahí llora sin llanto, y gime sin dolor. Una parte de mí que nunca imploró vida, ni tampoco muerte. Una parte de la historia que blasfema al amor.  ALÉJATE Yo soy abismo que canta, que llora, que gime bajo las sombras, que lleva en su mirada, la luz de los ocasos agonizantes. Que arrastra en sus pasos el trémulo resplandor de la desesperanza. Apágate en mis dedos, y en el fervor de mi sangre. Porque, aunque fueras agua, no comprenderías mi sed. Y aunque fueras noche, te asustaría mi oscuridad. 32


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Esteban Ramos-Chong Frota contra mí toda tu piel. Deja que fluya el ardor, como si fuera yesca con un pedernal, y que el aire avive la flama. Entonces… sólo entonces habremos iniciado el fuego.

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ALEJANDRO MAUTINO GUILLÉN Para acercarme a ti he creado una distancia donde apenas sepa hablar con tu memoria (De Breve anatomía de la sombra, 2012)

LOS FUEGOS SECRETOS EN EL FUEGO dos fuegos se elevan se miran no se tocan se consumen bailan resisten al viento flamean sus cuerpos se entregan a un mismo eje en el fuego dos fuegos no se equivocan se devoran en secreto (De Diálogo de los silencios, 2013)

LOS SILENCIOS REGALAN UN DIÁLOGO SECRETO EL CIELO el viento golpea canta vuelve retorna al silencio los árboles la sombra al grito regresa el silencio al ruido el viento abre la puerta golpea a la ventana regresa al silencio baila tiembla el ruido estropea la tarde 34

gira camina arde y la muerte es un milagro en las paredes su boca es de agua y sus manos me adivinan las horas (De Diálogo de los silencios, 2013)

PÁJARO SIETE PAPELES AMARILLOS Y LAPICERO NEGRO…

PARA HUIR de esa mujer o de su sombra hago un amague de poeta saco papeles azules y dibujo un pájaro blanco escojo palabras negras y les soplo vida en medio de la calle al costado de la calle o al centro me resbalo contigo sin ti en la página una piedra tú o yo la ausencia avanzo o me detengo o toco en el cielo la página si meto mis manos a mis flacos bolsillos y no encuentro su final acaso oigo la voz si respiro o me afeito o bailo solo en la plaga si soy yo la página si eres tú o tú eres yo la lluvia


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quien mira la página o miro de repente nada respiras siquiera te ahogas no estoy aquí ahora la página mirando estás ya no afuera en la ventana conmigo contigo estabas sin ti de repente la página yo o tú un pájaro dentro de mí los fantasmas huyen el amor huye hace pájaros aparecen en la página de pronto sin invitación ausente el alma se anochece de ti de mi los gatos encierran a la luna la luna entonces un perro en la página el silencio en la página al ruido silba la muerte el eco a su carne al amor su boca y si pienso y estoy en la página solo y contigo si cierro los ojos para buscarnos en la creación en medio de los muertos y te encuentro te encuentro ahorcado como una lágrima que cuelga de esta página página inútil acaso

(De Para ahorcar pájaros con tu cabello, 2015)

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Amadeo Tornasol

Suspensión «entreveo, como en mágica fuente el tiempo remoto en que aún yo era rey» -Stefan George Despertado del sueño, de pie, desnudo, frágil, en el jardín sin nombre de la noche, inmóvil, confundido, yo contemplo la muerte. En secreto, el viento va arrastrando su marasmo frío, su enfermedad, sus ligeras turbaciones, hasta ocuparlo todo y trastornarlo todo, y diluirlo todo en náusea y pesadilla. La mano de la muerte de mi lento verdugo silencioso, ha tomado mi brazo con poder, acaso desde antes, pero ahora lo noto. No puedo separarme, aunque quisiera. No puedo decir nada. Yo contemplo la muerte, su mano firme, su brazo severo, su rigidez, su cuerpo como estatua, su cuerpo inmoble que ha hecho de la noche su ropaje. No puedo ver su rostro porque un manto raído lo ha cubierto, porque esconde sus secretos arcanos, sus mil ojos, su terror imposible. Oh, ángel de la muerte. Oh, mensajero.

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Mis pies están helados, ya no sienten la yerba que pisaban. El viento, su marasmo, ha entumecido mi cuerpo, lo ha negado, y ahora flota. Hay flores, tal vez, sugeridas, hojas que se sacuden, símbolos que no puedo distinguir, deseos de llorar que no se cumplen, deseos de mirarme en el espejo, de saber quién soy yo, memorias proyectadas al vacío infinito de esta oscuridad. Sólo un instante porque ya vuelvo al sueño por mirar a los ojos a la muerte, ojos que se han abierto como fauces por entre el manto ajado, ojos que me deslumbran con sus ciclos perpetuos. Sólo un instante, porque ya vuelvo al sueño, al delirio narcótico, a la risa al olvidar la sensación del tiempo, a sus dulces licores babilónicos, a su alegre ilusión, a esta podredumbre disfrazada de dicha, a este desconsuelo miserable, a estas adicciones de falsa recompensa, a esta decadencia, cada vez más profunda,


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a esta soledad, vuelvo a este ensueño. Aquí se quedan mis ojos idos, mi boca llena de babas blancas, mi impotencia. La muerte no es el cese de la vida, La muerte es este ángel, es este hipnotismo, esta suspensión, este tiempo perpetuo. Este tiempo marchito que corroe mi mente frágil. Despertado del sueño de la muerte yo contemplé la vida. Tormenta Irregular cae la lluvia sobre el techo de zinc. Retumba por las cuatro paredes de mi cuarto, vuelve a caer, y vuelve a derramarse. La oscuridad apenas se interrumpe cuando caen relámpagos. Entonces puedo ver cómo se estrechan las paredes, cómo quiere asfixiarme esta serpiente. Cierro los ojos. Siento cómo las gotas me perforan. Digo a la lluvia: lávame la piel, quítame el barro, el miasma y la enfermedad. Y a la serpiente: ven. Ata mi cuerpo. Ven a estrangularme hasta que salga todo este miedo. Premonición Ahora que ya se han ido de mí todos los buitres, ya no me cuesta pronunciar mi nombre, ya no desgarra adentro. He recordado, al fin, mi rostro verdadero. Cuán pronto, el sueño ha terminado. Afuera brilla el sol. 37


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EDUARDO H. GONZÁLEZ El amor, el erotismo, la soledad, la muerte, el papel del poeta en historia de las sociedades antiguas y modernas, la inutilidad materialista de la poesía, son como muchos otros, temas recurrentes en la obra del vate. Tópicos que trascienden no sólo en la consciencia del creador, sino que manifiestan igual importancia en individuos a quienes se les considera como lectores ulteriores. Sin embargo, existe también una temática distinta y enigmática a la que se recurre como puente de reflexión, y que, vista desde perspectivas heterogéneas, manifiesta el desenfreno permanente en que transita el hombre: La destrucción. Tema que implica entender distintas percepciones, no sólo desde una concepción caliginosa de discrepancias devastadoras y perceptibles a todas luces, sino como una manera de manifestar enmiendas y tribulaciones que aluden a distintas alternativas axiomáticas. El poeta es un cantor que, al paso de la historia común, ha intentado soliviantar la actitud del ser humano para protestar por las injusticias y el desorden social. Si la convivencia es devastada no quedará relación posible. El poeta instiga al otro, alude al juicio que pueda disipar la incordia que sujeta a los hombres. El poeta expone, a manera de diatriba, sus versos: Yo me quedo más solo que tu olvido en la imagen creciente de tus ruinas. En los versos de Carlos Pellicer se aclara la señal: la soledad adquiere matices extraordinarios porque supera al olvido. Pero ambos se sumen ante la decadencia del hombre. Y, en la medida que caen al pozo de la irracionalidad, la devastación engrandece. La catástrofe puede ser vista desde perspectivas tan disímiles que, como consecuencia acertada, puede entenderse el porqué la poesía adopta una postura tan enriquecedora. Ya que a través de un lenguaje selecto se entiende la denuncia desde una perspectiva literaria. Y es también agradable concebir cómo la creación literaria no permanece ajena a dicho argumento. 40


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Por el contrario, se alude a la hecatombe como un talante de enorme interés para numerosos literatos. Por ello, admitir en nuestra conciencia que el ser que se dice “racional” es el artífice de su propia anulación, es un desencuentro donde no existen justificaciones. En todo caso debemos entender, como lo hace Gibrán Khalil Gibrán que: «Los seres humanos sólo se reúnen para destruir los templos del alma». Esta coexistencia es el contubernio oscuro; la planeación aludiendo a la discordia. La armonía —entre la malsana connivencia— es una simulación, un fingimiento maquinando la desgracia personal, social y universal, no sólo en cuestiones materialistas, sino que, para infortunio de la humanidad, del espíritu. Entonces, ya no es posible la gracia por la que se comparte la estancia en esta vida y sí, por el contrario, se impulsa el horror de transformar a individuos comunes en seres endiosados y aviesos. La devastación interna abruma —y el corazón manifestándose por medio del amor hace su aparición estruendosa, doliéndose—, el sentimiento por sentirse agredido provoca un caos emocional. El desorden gobierna el espacio mutuo con entresijos contradictorios, promueve el dolor. El cuerpo y la contemplación son un crisol grisáceo soportando la desgracia: Y pone ante mis ojos, llenos de confusiones, heridas entreabiertas, espantosas visiones… 41


La destrucción preside este corazón mío. Baudelaire lo percibió de tal forma que situó el sufrimiento de la mirada y el derrumbe que acontecía, en sus pulsaciones superpuestos a la esencia misma del ser humano: el corazón. Núcleo y adarga ante la confrontación. Y también el centro del escarnio. El poeta no es ajeno al enamoramiento y, por ende, al sometimiento fervoroso provocado por los sentimientos y las contrariedades. Mas aún, promueve el gozo de la agonía permanente. Porque el poeta ama de manera extraña, confusa, y en la mayoría de las ocasiones, ama en la lejanía y el retraimiento. Sin embargo, la interrogante subsiste, ¿Por qué amar para sufrir? ¿El verdadero amor debe estar ligado a la confusión? Este cúmulo de galimatías anuncia la provocación, el ser humano está condicionado, amar es una privativa emocional, aunque tal acto sea la manifestación de su propia catástrofe. Aun así, no lo evade y, por el contrario, determina el reencuentro con el amparo. El afecto concurre como riada de versos en la voz de José Gorostiza . Así, la problemática de la “otra” es confidencia devastadora: Tu destrucción se gesta en la codicia de esta sed, todo tacto, asoladora, que deshecha, no viva, te atesora en el nimio caudal de la noticia. El desgajamiento de las emociones provoca el último aliento en la mujer que se sensibiliza ante el amor prodigado por el poeta. Así, el amor trastorna las sensaciones, provoca angustia, sufrimiento y, en un nivel postrero, la muerte. Nietzsche asevera que «la creación no se da sin destrucción, para crear hay que destruir». Así, el amor se erige para destruir, y en esta mutilación ambos seres encarnan el abatimiento (suerte de gracia donde no existen los complejos). Este fervor no es el ordinario y pacato sentimiento experimentado por las masas. Es un sentimiento que engrandece delirante y rebasa cualquier prudencia. El amor destruye todo apocamiento, censura, diálogo falaz. Por ello, la obstinación por destruir es recíproca. Se destruye el oscurantismo para dar luz a dos nuevos seres: condescienden ambos en un plano de fecunda exploración, designada para seres impolutos y disímiles a la muchedumbre. 42


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Pero existe una peculiaridad desde la cual se puede entender que la destrucción determinará un justo castigo. La naturaleza se encuentra vulnerada por individuos superficiales y protervos que, envanecidos por un poder aniquilante, están arruinando nuestro entorno natural. El aire será en algún momento privilegio de unos cuantos. Lo mismo que el agua, la vegetación y el reino animal. Tal conjunto de relaciones supone la protesta y la enunciación altísima del universo vital que está siendo destruido. El poeta percibe la sumisión del hombre ante el falso tributo que se rinde a sí mismo, e inculpa. El tributo es el endiosamiento que hará del hábitat, oscura caverna. El poema se convierte en imputación contra los excesos del inicuo espécimen llamado “hombre”, el todopoderoso del detrimento que fustiga la devastación del medio ambiente: Yo te beso Frente a la destrucción y el aire sucio te beso. El poder devastador del hombre infausto circunda al poeta Efraín Bartolomé . Quien, ante el desmoronamiento del hábitat, promueve el beso como un paliativo ante la angustia por sentirse envuelto entre la suciedad del ambiente. El beso prospera lo mismo que la flor entre el arenal. El afecto intenta ejercer su condición libertaria y sanadora ante los embates del “otro poder”, el que esgrime el empequeñecimiento ante la pródiga naturaleza. La que sin ínfulas nos otorga la savia de la vida, el fruto y la tierra de donde emana el alimento. Sin embargo, el hombre accede a la locura de engrandecerse de forma maquiavélica, no entiende que, al devastar el hábitat, está forjando el viacrucis para las generaciones contemporáneas y venideras. Es decir, se está ante el holocausto ordinario lo mismo que futuro, que ahora es tan incierto, como real es lo que se observa: «Atento al tronar de sus voces ante el fragor de la destrucción». El poeta Whitman anuncia, en quemantes contemplaciones, el fulminante acto que lo está maniatando. Sus palabras son reflejo de lo que sobreviene. Reitera el dolor de mirar cómo se destruye la presencia del humano mismo, aunado a su queja por ver los espacios naturales hechos cenizas. Sin duda, la destrucción como materia a discernir a través de la 43


poesía, resulta una manera precisa de conmoverse ante lo que será en un futuro próximo, la finitud individual, colectiva y universal. Vista ella desde planos discordantes lo mismo que aterradores y, en no pocos casos, sugiriendo la destrucción afectiva. La que permite, como ha sido su historia, una paradójica posibilidad de amparo. Sin embargo, es importante entender que, quien nos socava, es el hombre que camina soterrado y permanente a nuestro lado; es quien desciende al abismo y acepta su oscura misión; quien hablándose a sí mismo y mirándose sin pudor parece decirse: Cuya entrada sombría está en ti mismo . El hombre se ha convertido en una entelequia bestial y ofensiva al ostentar un proceder vil y aniquilante. Por eso acepta la diatriba contra sí mismo. Será deber enhiesto del poeta —todo él ejemplo de probidad — alumbrar el camino, darnos mil y un regocijos para nuestros días nublados ; será acaso su responsabilidad ética seguir el sendero de la contemplación y la creación para penetrarlas con aquel íntimo conocimiento que es el amor intelectual . Y si bien entendemos el desasosiego para crear a través de un tema que podría resultar contrario por antonomasia, le otorgamos potestad de salvación a través del acto escritural.

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