Revista TRAIL n.99

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ASÍ SOY YO

500 DORSALES KILIAN JORNET

Oigo que la alarma del móvil suena justo cuando he conseguido dormirme. Con una mano torpe, apago el trueno que rompe el silencio nocturno y, acto seguido, busco el interruptor de la luz. Todavía no puedo abrir del todo los ojos, agredidos por la claridad repentina de la bombilla de esta habitación de hotel. Me levanto y cojo la rebanada de pan que me había sobrado de la cena. La presiono para comprobar que no se haya resecado demasiado y unto con el cuchillo una espesa capa de mermelada. Un bocado, cierro los ojos y percibo que el orden se ha restablecido. ¡Oh, qué placer cuando desaparece la sensación de tener un puñado de granitos de arena afincados bajo los párpados! Un segundo mordisco, y un tercero. El pan se me hace una bola en la garganta. No puedo comer tan temprano. Un último bocado y vuelvo a esconderme bajo las sábanas. Vuelvo a poner la alarma para que suene dentro de una hora. Cierro los ojos e intento dormir. Me esfuerzo por dejar la mente en blanco, pero no lo consigo: el perfil de la carrera, los avituallamientos y la estrategia se cuelan por todas las rendijas del sueño. El despertador vuelve a sonar. Las sábanas ya no se pegan, los párpados no pesan. Salto de la cama y empieza la rutina frenética: ir al servicio, beber un poco de agua, quitarme los calzoncillos de dormir y vestirme con la ropa de la carrera, cuidadosamente apila- da la noche anterior, con el dorsal bien engan-

chado en la camiseta. Vuelvo a beber y le hago otra visita al cuarto de baño. Me pongo una chaqueta por encima. Ahora sí, ya estoy listo. Apago la luz, cierro la puerta de la habitación y dejo las llaves bajo el felpudo. Voy trotando hasta la salida. Cuando has repetido esta secuencia cientos de veces, más de quinientas, pierde el encanto de una ceremonia especial, no es más que una manera mecánica y rutinaria de optimizar el tiempo. De tanto en cuando, muy esporádicamente, aparece alguna sensación similar a la excitación. Sí, ya acumulo más de quinientos dorsales. El primero me lo pusieron mis padres cuando todavía no andaba, para hacer la bajada de Fin de Año de La Molina. Tenía dos meses y Eduard, mi padre, me llevaba colgando de los brazos, con los esquís apenas rozando la nieve. Casi no había cumplido el año y medio que mi madre ya me colocó otro, para hacer una caminata popular de cinco horas, esta vez, ya llevando mi propio peso. Me recuerdo también a los tres años compitiendo por primera vez en la Marxa Pirineu de esquí de fondo, que enlaza los doce kilómetros que van del refugio del Cap del Rec, donde me crie, a la estación de fondo de Aransa. Conseguí completar la mitad del recorrido y terminé el tramo final encima de la moto de nieve que cerraba la carrera. A partir del año siguiente, ya la recorrí entera.

Fragmento extraído del libro Nada es imposible. Barcelona, Now Books-Ara Llibres, 2018

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