SINAPSIS 8

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Hamlet, Villa Marista y yo K at he rine Bisque t . Julio 5 , 2 0 2 1 .

Me había prefigurado nuestro encuentro. Él llegaría en un carro y yo tendría vigilancia. En ese momento, le podría decir al agente de la Seguridad, clavado junto a dos Marianas y una patrulla en la puerta de mi edificio, «haga el favor y cuide esta maleta». Entonces subiríamos las escaleras, y al cabo de 40 horas, cuando ya se nos pasara el nerviosismo ridículo, porque los dos padecemos de la misma ridiculez y del mismo nerviosismo, nos besaríamos. Seguro nos chocaríamos los dientes; eso Camila me lo metió en la cabeza desde la noche anterior. Después de casi dos años entre España, Polonia y Alemania, Hamlet regresaba a Cuba. En un inicio para no perder su residencia cubana, previendo que no lo dejaran entrar como ya le había pasado una vez. Luego estaba la consumación de nuestro noviazgo y los planes de vida y el futuro. Ya cerca del final, durante los últimos meses en Berlín, esto era quizás lo único que lo impulsaba a regresar. La idea de nuestro encuentro avivaba el pulso de una existencia en el tedio: yo en asedio constante dentro de una doble prisión, policial y pandémica; él en la compulsión del trabajo y en la soledad.

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Hamlet quería regresar a Cuba, no por falta de opciones, sino porque en este destino era donde único encontraba un propósito que lo haría feliz, un propósito para el que se necesita voluntad y se necesita valentía. El propósito de amar. Una vez, hace unos tres años, me dijo que amar era un lujo. Yo pensaba que, en efecto, era un lujo. En ese mismo tiempo le dije que se fuera, que él no pertenecía a este país, que este país no lo merecía. Tal vez era esa la forma de expulsarlo de mí, pero lo cierto es que hay personas que simplemente no encajan dentro de cierta tesitura porque los afea, los degrada, los desafina. Y no me refiero a los resistentes, los sobrevivientes, los inadaptados, los incomprendidos. Me refiero a los equivocados, los malnacidos. Hamlet es un ser de otra tierra, un alma rusa. Entonces llegó el día 26. Yo estaba sitiada por la Seguridad del Estado y pensé: bueno, al menos mi sueño se hará realidad. Como si esa realidad que vivo todos los días no fuese casi salida de una ensoñación. Pero nada de eso sucedió. A las nueve y media de la mañana de ese día Hamlet me llamó para avisarme de la presencia de un agente de la Seguridad en el centro de aislamiento donde se encontraba hacía seis días, desde su llegada de Berlín. Ese era su último día, y esa era la hora en que le tocaba salir de aquel edificio de prefabricados Girón. De pronto él entró en la habitación. Le dijeron de igual manera cómo comportarse y le dijeron que se sentara en un butacón que quedaba a mi derecha. Estábamos a una distancia de un metro. Sin poder tocarnos. Lo que me pasó dentro del cuerpo apenas lo puedo describir, era una mezcla de ardor con tristeza. Algo me halaba desde adentro como una úlcera viva. No sé si era el ayuno, que siempre me provoca ansiedad, pero yo apenas podía mirarlo. ¿Qué podía decirle? Pasamos toda la tarde a la espera de una segunda llamada. Camila no habría estado en la casa de no ser por el cerco policial, porque ella había decidido semanas antes salir por la misma puerta que entrase Hamlet. Esa mañana yo me burlaba de su pobre destino. Había quedado atrapada y pronto estaría bajo su mayor tormento: escuchar a Hamlet durante horas. Pensábamos que no iba a pasar de un simple interrogatorio, de una lectura de cartilla, de la habitual intimidación, de un pase de revista. Pero pasaban las horas y no teníamos noticias.


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