ESCUCHAR EN LICKANANTAY | Dagmara Wyskiel El silencio del desierto hubiese sido infinito si no fuera por el viento. El silencio es la quietud y el viento el movimiento. Complementarios como el ser y el no ser. Sus golpes son repetitivos. Su violencia es transformadora. Esqueletos de colchones de un basural clandestino. Lo primero que captan los ojos al adaptarse a la luz del interior. Los espirales de alambre oxidado esconden restos de género, pequeños vestigios de intimidad atrapados en el metal. Un sistema gestado originalmente para sostener el cuerpo dormido, se convierte en dibujo tridimensional erigido impositivamente en este pequeño y sutil espacio, que pareciera asustado de este huésped. Da la impresión que el viento del desierto, con su impactante fuerza, lo levantó y enredó así. Ahora es un parlante y transmite sonidos de objetos activados con el mantra del aire, en su natural y eterno movimiento. Según el mismo artista, esta pieza es anecdótica y a la vez nos introduce al recorrido. Varias capturas de cámara fija puestas en loop registran el baile y canto de objetos sorprendidos y documentados en la soledad de la intemperie. Un pájaro rojo de latón anclado a un poste, por ejemplo, pega con su ala en el micrófono tratando de alarmar con el sonido de tambor de hojalata, a su entorno. Muchas rejas, vestigios de un gran esfuerzo humano por dividir y apropiarse del espacio, convertidas en instrumentos de percusión, tiemblan al ritmo del viento. El triciclo infantil con una rueda levantada señalando hacia las montañas, cual vehículo destruido en un accidente, logra dar dramatismo a la escena. Un pequeño zine con palabras de los lugareños cierra el tríptico de la exposición. Relatos de los que saben sobre el viento y el silencio. Puede ser un casual acierto que la sala permita el ingreso de solo dos personas a la vez.
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