UNA FLOR EN EL CRÁTER | Dagmara Wyskiel El peregrinaje grupal que cada año realizamos al desierto persigue encontrar en la mirada de los afuerinos un nivel de asombro que usualmente los adultos ya no suelen experimentar. Y siempre lo logra, entre los vacíos interminables, la desnudez abrumadora del paisaje y ese existencialismo tangible, encarnado en roca. El desierto es eterno, las personas allí son solo lapsos. Llegar al pueblo sin la señora Felisa ya no era lo mismo. Tampoco se nos apareció la mascota del oasis, la burra Madonna. La fauna desértica se acercó esta vez en forma de alacranes, al parecer habitantes del nuevo hostal Sol de Quillagua, el fruto de la expansión del mismo dueño del inolvidable Quillagua Space. El grupo folclórico de la región vecina de Tarapacá bailó para los artistas, cambiándose el vestuario tres veces, acorde a la esquematizada división cultural de Chile – norte, centro y sur–, en el escenario con pilares gruesos del edificio colindante y probablemente uno de los más cósmicos del desierto, la piscina techada. A los paraderos fijos de este cíclico viaje: Chacabuco, geoglifos de Chug Chug, tranque Sloman y valle de los Meteoritos, se sumó la observación nocturna de las estrellas bajo el cielo más limpio del planeta, esta vez sin ningún especialista del área. Lo que al inicio parecía un intento colectivo por descifrar un poema en chino a través de las asociaciones provocadas por la forma de sus letras, terminó en silencio, con aceptación de la belleza sin necesidad de entenderla. El cráter grande recibió nuevamente a un grupo humano en su cálido y seguro interior. Insignificantes frente a su volumen, algunos se quedaban contemplando y registrando el atardecer arriba, mientras otros levantaban el polvo que resbalaba hacia el fondo. Kotoaki Asano, el mismo artista que trajo un poco de arena japonesa al desierto de Atacama, estaba preparando ahora su segunda ofrenda al minimalismo. Una forma orgánica que aludía a un nido, hecha de piedras y papel artesanal japonés, emergió por un instante en el lugar más árido del planeta. Gesto que se asemeja a la intervención de Rafael Silva en SACO4, quien con flores plásticas cinco años antes construyó un espacio poético de danza en el valle de los Meteoritos. En ambos casos el contraste entre lo que simboliza la vida –aunque representada de manera artificial– y el entorno que asfixia por su ausencia, abren espacio para imaginar otras naturalezas, existentes tal vez en otro lugar o en otra dimensión.
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