Decir SÍ de Silvana Carella

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DECIR

SILVANA CARELLA

producción artística Agostina Yuri fotografías Daniela Campisi

@de los textos y de la imágenes, Silvana Carella edición contar la propia historia Bariloche/Buenos Aires 2023

DECIR

SILVANA CARELLA

A mi bisabuela Socorro y a todos mis ancestros. Especialmente a su hija, mi abuela Rosa.

Sueño con volver a Valderas y pisar tu suelo, donde empezó una parte de mi historia.

Volver y agradecer tu cuna. Volver a mis raíces. Porque sin raíces, no hay alas.

Seas quien seas, por muy sola que te sientas el mundo se ofrece a tu imaginación, y te llama, como los gansos salvajes, chillando con excitación anunciando una y otra vez tu lugar en la familia de las cosas.

MARY OLIVER

1994 DE LANÚS A BARILOCHE Vértigo

A los 26 años me fui de la casa de mi infancia en Lanús, Provincia de Buenos Aires. Recién casada, con una prometedora vida nueva, llegué un agosto a Bariloche, en la patagonia argentina. Mi esposo trabajaba allí y yo lo seguí, con nuestro bebé y mi valija. El deseo de armar una familia y estar los tres juntos, me daba una fuerza maravillosa.

Irme de Lanús me llenó de nostalgia, me fue bañando día a día de una sensación de vacío, similar a un agujero negro y punzante en mi panza, que se hacía cada día más grande.

(Vacíos de siempre)

Fue terrible llegar a un lugar desconocido. Al principio era una aventura, pero como las aventuras terminan, el cuento de hadas llegó a su fin. La realidad era muy cruel. Varias veces me descubría meciendo a mi bebé frente a la ventana del departamento donde vivía. No había cruzado palabra con nadie en todo el día y hacía horas que estaba allí, mirando la nada misma.

Mi pequeño guardarropa no encajaba. Había que cambiar hasta de forma de vestirse. Descarté mis polleras minifaldas, el viento me dejaba sin ropa a la vuelta de la esquina. Poca remera y mucho abrigo. ¿De cómodas zapatillas? Ni hablar. Siempre me picó la lana. Así, llegaron los gorros, las bufandas, los guantes, las medias térmicas, los sweaters de cuello alto y pantalones, pantalones, pantalones.

Mi esposo trabajaba de noche y dormía de día. Compartíamos la merienda y ese era el momento de mi reclamo, de mi angustia, de mi desahogo. Muchas veces vi la desesperación y la culpa en su mirada. Otras veces, un abrazo, intenso y profundo, me cruzaba como un puente, del lado de la esperanza, de la fuerza, del empuje.

—Pero yo te amo —decía en voz baja.

(Como cuesta sentirse amado. Duele.)

Y yo me encerraba en el baño a llorar.

Una vez por semana iba a la central telefónica para llamar a mi mamá. Escribía cartas y mandaba fotos a Buenos Aires.

Estaba negada a vivir allí. Esperaba el verano para ir de visita a mi casa en Lanús. Viajaba en micro, con mi hijo. Eran más de veinte horas pero el deseo de llegar era tan grande que no me importaba el tiempo de viaje. No soportaba la idea de que mi hijo se criara sin abuelas, porque para mí, mi abuela Rosa llenaba aún todos los espacios.

Durante los inviernos los días eran muy cortos. No había teatros, no había amigas, no había noche y hacía frío. A la tarde, todo el mundo adentro. Lluvia. Nieve. Seis meses incubando y engordando, comía para llenar mi vacío. Me calentaba con un buen café con leche, como cuando era pequeña, o con una rica sopa de verduras como solía hacerme mi abuela. ¡Cómo la extrañaba! Mi copita de licor antes de ir a la cama, me invitaba a brindar por esos buenos momentos. Es que tuve una hermosa infancia.

En la puerta del edificio me esperaba medio metro de nieve que me separaba de la vereda… y de muchas cosas más. Mi calle era empinada. Cuando nevaba, estaba cortada al tráfico y la gente se tiraba en culi-patín para llegar abajo. Recuerdo el primer día que vi la escena. Estallé en llanto y me ahogué en un solo grito:

SOCORRO

1910

DE VALDERAS A BUENOS AIRES

Silencios

Socorro Carbajo, mi bisabuela materna.

No te conocí pero siempre pensé que tu nombre encerraba un mensaje. Pienso en tu historia. También tenías 26 años cuando llegaste al puerto de Buenos Aires, el 14 de mayo de 1910. El 13 de mayo había sido tu cumpleaños, seguramente lo habrás festejado arriba del barco, mirando el río. Una nueva orilla, que te acercaba a la esperanza de un nuevo mundo, de una vida distinta, prometedora de felicidad.

Te imagino paleando la nieve frente a tu casa en tu última noche en Valderas. Seguramente te detuviste a sentir tu pueblo. Iluminada por algún farol encendido aún y un profundo silencio, miraste por última vez sus calles, sus casitas, la luna y suspiraste profundo con aires de despedida.

Esa noche, anterior a tu partida, tu madre te colocó en el cuello, una medallita de la Virgen del Socorro. Una para vos, otras tres para Severiana, Epifanía y Cecilia.

Después cenaron en silencio una sopa de verduras que tu madre preparó, se escuchaban las cucharas rozando los platos de loza. Tu padre respiraba fuerte, agitado, y permanecía con la mirada baja y hasta perdida en el plato. Era difícil mirarse.

No había palabras, no hacían falta.

Lo no dicho. Por prohibido o por dolor. No mirar atrás era la única alternativa para no arrepentirte, para que el aire puro del río Cea no te detuviera. Para poder llevarte en tu valija y en tu alma la última mirada a la Altafría, a tanta hermosa naturaleza, al puro aire del campo, a la torre del castillo, a tus vecinos y amigos y a la mirada penetrante de tus padres, que nunca más volviste a ver.

Imagino tu cuerpo tembloroso, cuando la sirena del barco anunciaba la partida. La orilla y el paisaje se perdían. España se hacía pequeña y lejana ante tus ojos, pero más grande en tu alma.

Dejaste en primavera tu Valderas querida y Argentina te recibió en otoño.

Ese año, 1910, no tuviste verano. Tal vez, extrañaste igual que yo, el calor del sol.

(Dolores silenciados a cambio de verdades desbordantes)

1960

DE PALERMO A LANÚS

M i abuela Rosa, no tan rosa

En nombre del “progreso”, había que dejar la casa chorizo del barrio porteño de Palermo donde mi abuela vivía con mi abuelo Ricardo y sus tres hijos: Cacho, mi mamá y Mario. Lanús era prometedor, un barrio obrero y el sueño de la casa propia. Poco dinero y mucha incertidumbre. Así fue que, crédito de por medio, compraron la casa donde siete años más tarde, nací yo.

Mis padres y yo vivíamos en la casa de mi abuela materna. Después de su joven viudez, mi mamá no quiso dejarla sola.

Mis veranos en Lanús eran maravillosos. Tardes calurosas de siestas obligadas me conectaban con mi abuela. La acompañaba a mirar sus románticas novelas, mientras ella tejía a crochet guiada por “El arte de tejer”. Amaba comprar jazmines que perfumaban el largo living-comedor de la casa. Las tardes terminaban con la bajada del sol y la tertulia de vecinas. Era una cita obligada. La ronda de mate en la vereda propiciaba un momento de secretos y yo aprovechaba para andar de esquina a esquina con mi bicicleta amarilla metalizada. No me faltaba nada. Me sobraba felicidad por todas partes. Envuelta en perfume de eucaliptus, mis momentos con la abuela eran únicos. Cada tarde, antes de entrar, cortábamos rosas rosadas de su jardín.

Rosa era su nombre, pero debo confesar que mi abuela era una gran mentirosa. Su mamá Socorro había decidido llamarla Gumersinda. A ella nunca le gustó el nombre y cuando se mudó de Palermo a Lanús, se lo cambió por Rosa. Mi abuela era Doña Rosa. Cada 30 de agosto, día de la celebración de la virgen de Santa Rosa de Lima, recibía regalos y como yo sabía que no era su verdadero nombre, buscaba mi complicidad con un guiño de ojos. Y yo se lo devolvía, asintiendo.

Era un secreto entre ella y yo.

(Las abuelas aman en forma incondicional y eso no tiene precio. Y cuando se van dejan un enorme vacío)

1998 - 2000 BARILOCHE Golondrinas

Entonces, busqué sogas que me rescataran del pozo. Empecé a trabajar. Volví a reconectar con el aula, un nido de amor para mí. Conocí colegas que aún son grandes amigas. Me alivió darme cuenta de que Bariloche era un pueblo de golondrinas. Veníamos de distintos lugares del país y a veces de otros países. Algunos venían por un tiempo y después se iban. Otros, como mi familia y yo, decidían quedarse.

Era una combinación de provincias, de tonadas, de músicas, de culturas, de costumbres. Nuestra familia creció. Nació nuestro segundo hijo y ya éramos cuatro. Nos mudamos a una casa grande, con jardín y aunque no hubo comunidad vecinal como en Lanús, se armó un grupo de niños del barrio. Disfrutaba verlos jugar. Fútbol, bicis, patinetas y culi-patín…. Aproveché a armar la mesa grande, como en la casa de mi abuela, y la merienda con leche caliente, tortas y buñuelos, me conectaban con mi niña.

2023 DE BARILOCHE A LANÚS Liturgia del desapego

Hace unos meses volví a Lanús a cerrar la casa de mi madre.

La ansiedad de mamá en esos días previos, atormentándome por teléfono, me llevó al enojo. No entendía su apuro.

—Yo, acá no quiero vivir más, —repetía, —¡esta casa, por favor, esta casa!

(Es que a veces las casas pesan)

Llegué a Buenos Aires un día muy caluroso y por supuesto, cargado de humedad. Llevaba lo justo y necesario para manejarme en esa semana y además, una valija grande, vacía, pensando en cosas que quisiera traerme.

Cerrar la casa. Vaciarla. ¡Cómo se puede vaciar el lugar que guarda los más maravillosos momentos de la vida! La recorro como nunca. Aparecen recuerdos de los patines tejidos y hasta el olor a cera de parquet. La luz de la calle se filtra por la antigua persiana de madera. Recuerdo mi esfuerzo por no dormirme, creyendo que por allí vendrían los Reyes Magos. Voces que se entremezclan. Fiestas, reuniones, tangos, asados, pastas, vermú.

En la vieja mesita de luz encontré: siete rosarios de distintos colores y tamaños, catorce cadenitas con medallas de vírgenes del Socorro, una gomita alrededor de un mazo de setenta y cinco estampitas de todos los Santos y un crucifijo de madera. ¡Familia devota la mía! Miré sorprendida a mamá y nos reímos. Me había dado su permiso y aún así, con culpa y algún pensamiento de “Dios te castigará”, trascendí ese momento tan espiritual y armé una caja especial con todo, que le regalé a una vieja vecina.

Infaltable el cajón de las fotos. Fotos de ayer, de antes de ayer, de más allá de antes de ayer… y algunas de hoy.

En el fondo del placard, en un rincón estaba el viejo alhajero de cuero marrón, ovalado, con el cierre oxidado. Hacía muchos años que no lo veía. Mi abuela Rosa solía guardar allí sus joyas. Cuando lo abrí me encontré con un collar de perlas blancas que se ponía para salir de paseo a la capital. Algunos aros de perlas muy antiguos, sin su par y en el fondo mi viejo reloj Orient marroncito que mi papá me regaló cuando tomé mi primera comunión. ¡Mi papá! De una u otra manera también estaba allí, conmigo.

Después de acumular otras nueve bolsas de consorcio, encontré de casualidad un muñequito de plástico, jugador de fútbol del club de mis amores River Plate, un vestigio de mis épocas de coleccionista.

Cuando escuché la bocina del remise que avisaba que había llegado, sentí un temblor en el cuerpo. Esa bocina marcaba el final o el principio de lo nuevo.

Tomé mi pequeña valija y la otra, la grande y me di cuenta de que solo llevaba un alhajero con un collar de perlas, un viejo reloj pulsera y un mini muñeco de River Plate.

Demasiada valija. No me hacía falta nada más, el resto, estaba en mi corazón.

¡Esta casa, por favor, esta casa!

Toqué por última vez la pared de mi cuarto, como abrazándola. Agradecí y me limpié las lágrimas para que mamá no las viera.

Mama tiene 81 años y vive cerca de mí. Mi único hermano, menor que yo, también decidió vivir en Bariloche.

HOY BARILOCHE Habitar me

Tantos inviernos, tantos veranos. Mi casa en Bariloche está rodeada de naturaleza. Nieva mucho y de vez en cuando me descubro sacando nieve de la entrada de mi casa, como Socorro en Valderas, o preparando sopa caliente con aroma a verduras. Disfruto de hermosos veranos, sentándome a la orilla del lago, recibiendo la frescura del aire. Leo muchos libros. Me encantan las novelas históricas llenas de aventuras de aquí y de allá. Amo tomar el sol de la mañana. El mate es un gran compañero de mis soledades y anfitrión en la ronda de amigas. No tengo muchas, pero son muy valiosas. De vez en cuando, compro jazmines para perfumar mi cocina. Admiro la frescura de las rosas, me detengo frente a ellas y te recuerdo, abuela.

Mi esposo ama las grandes reuniones. Fiestas, música, asados, pastas, vermú.

También volvieron a Bariloche nuestros hijos. Dos hombres admirables, trabajadores y honestos. Son mis más grandes maestros de la vida. Los inviernos llegan y los aprovecho para estar adentro de mi casa, para habitar mi soledad y sentir cuánto crecí. Camino el barrio, y amo ese profundo silencio que trae la nieve, donde no hay nada más, no existe nadie más que mis pasos y yo.

Disfruto también las grandes ciudades, las luces, la vida en movimiento, con mucha gente, viajar. Me gusta estar en un aeropuerto, con esa adrenalina que solo me da el irme hacia otro lado, emigrando como las golondrinas. También me gusta volver a mi casa y reencontrarme con los que amo. Perderme y encontrarme. De vez en cuando tengo sensaciones de agujeros negros en la panza, me recuerdan que están y que es con ellos que la vida toma fuerza.

(La vida está llena de agujeros de todos los tamaños que no se cierran del todo. Están ahí para recordarnos cuánto crecimos).

21 de abril 2023

21:26 horas

Noche brillante, eclipsada, perfecta, otoñal.

Santina me da el título de abuela

BARILOCHE

A mis padres, Orlando y Marta, gracias por la vida. Así, como haya sido estuvo perfecta para mí.

Gracias mamá, por enseñarme que se puede gritar rebeldía, desafiar normas, revolucionar creencias.

A mi hermano Sebastián, mi Ave fénix.

A Diego, gracias por nuestros maravillosos hijos, por tu paciencia, tu sostén, tu cariño, tus 30 años conmigo, que no son poca cosa.

Gracias Franco y Tomas, son mis maestros de vida.

A mi sobrina Paloma, que baila increíble y mantiene la llama viva del arte.

A mi nieta Santina, el amor en estado más puro.

Gracias a todos los que se fueron cruzando en mi vida.

Gracias España, Palermo, Lanús y Bariloche, todo valió la dicha.

Emigrar

Irse es como vivir por un tiempo, en una madeja enmarañada, mezclada de distintas lanas de colores. Irse también es rodar para adelante y para atrás y marearse y llorar, muchísimo, para luego encontrar la punta del ovillo.

¿Es que existe un lugar donde habitar para siempre? Sí.

En nosotros mismos.

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