HABITANDO EL HOGAR de Gachi Moyano

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HABITANDO EL HOGAR

Gachi Moyano

@de los textos y de la imágenes Gachi Moyano

edición contar la propia historia

Buenos Aires 2023

HABITANDO EL HOGAR

Gachi Moyano

A la tierra, al agua, a sus hijos, a los nuestros.

El ramo

Tengo sobre la mesa del comedor un ramo de espigas y flores secas traídas de la isla por Carla, mi hija menor, en un viaje reciente. Ella sabe que sé dónde fueron cortadas. Hay pocos lugares accesibles donde crecen. Con ellas vinieron la fragancia a mar, la imagen de Navarino y Puerto Williams, frente a nuestro caserío de pescadores, Almanza. Los pequeños botes de colores sobre la costa arenosa y siempre golpeada por las aguas bravas del Canal de Beagle. Allí solíamos buscar el sector de piedras grandes y afiladas, yaciente, como pequeño acantilado. Nos daban refugio de la inclemencia del viento y ofrecían un lugar para la contemplación de la inmensa belleza.

Mientras tanto recogíamos guijarros multicolores, llenando los bolsillos de las camperas.

Para nuestra familia, aquellos paseos fueron mágicos. Allí, como en tantos otros lugares, prendimos fogones. Dibujamos jugando con lápices y acuarelas. Hicimos expediciones de recolección. Maderas, piedras, hojas, raíces, luego se convertirían en ciudades minúsculas sobre la arena.

Un manojo proveniente de aquella tierra querida está sobre la mesa del comedor. Es una vasija que modelé hace tiempo ya, simulando un canasto con asa de tronco, (tal vez de una rama de lenga pulida por el agua) y a la que di color con tierras recogidas también allí.

En los bosques de ñires y notofagus, hilos de agua se abren por doquier, se bifurcan y bañan laderas, surcan estepas y tundras. A su vera, se forman cada tanto charcos, cargados de lo que parece ser una sustancia aceitosa, acumulación de resinas y hojas en descomposición. Allí encuentro los pigmentos minerales, que transmutarán con la degradación orgánica.

Luego serán tonos rosas y ocres en el horno donde continuará la alquimia. Observo las flores en la quietud de la mesa. Cierro los ojos. Vienen ráfagas, sonidos, aromas. Aquellos parajes del gran archipiélago sureño, rodeados de aguas bravas, devienen hoy en nuevas emociones.

Esas tierras místicas, atraen visitantes desde bitácoras escritas hace mucho, por seres que las surcaron durante años. Aventureros que recorrieron sus confines han dejado huellas y restos a su paso. Esqueletos de embarcaciones forman parte de las vistas costeras. También, adentrándose en sus bosques, se oyen susurros, cantos en noches de brisas livianas. Los árboles, con su crujir y meneo de copas, traen de vuelta a los antiguos pobladores. Junto a ellos la imaginación vuela hacia cielos estrellados. Desde carpas desplegadas y fuego crepitando, los mitos se cuentan, se crean, entre llamas y vasos de vino tinto. Las historias pueblan las islas, tanto o más que quienes moran en ellas. Me han seguido, conviven conmigo de a ratos, en esta casa porteña. Sobre la encimera de la chimenea, lugar de convocatoria al ritual de la hoguera, piedras vibrantes de color lucen el brillo que les otorga el agua del jarrón en el que las puse. En las repisas se mezclan los libros y las cerámicas, chapas devenidas en un quijote o un hombrecito con el poncho barrido de viento. Semillas, frutos, cortezas de especies que me atrajeron alguna vez en una caminata.

Un ángel cuzqueño anida entre pinochas. Como en los follajes, se forjan tramas de elementos y recuerdos.

También llegó el día de dejarla.

Con la partida, esa tierra se fue entrelazando a otras nuevas. Las recorro, como entonces. Sus voces permanecen calladas para mí.

Acaricio las formas que me rodean, mientras escribo, manos, miradas.

Alzo, huelo, llevo, coloco, miro.

La casa muda constantemente, el alma se puebla en continuo.

Sin embargo, el tiempo vivido en la isla de cielos y sueños infinitos, se presenta como los navíos varados en la orilla, espejismo de lo que fue.

La sombra de su vida late. Recuerdos, compañías también.

El ambiente del hogar, cálido. Como aquellos refugios lo fueron para la intensa intemperie.

Las ausencias se sienten a frío. Ese frío de escarcha mañanera, aferrada a cada ramita.

Los paisajes nuevos, aún despoblados, esperan.

Buscando el hogar

A finales de los años setenta, concluía estudios. Consideré por entonces, irme de la ciudad. No sabía hacia dónde. Surgió una oportunidad, estaba en la pizarra del hall de la facultad. Allí se informaba de una vacante para un terapista ocupacional en Cipolletti. Una ciudad patagónica que escuchaba nombrar por primera vez. Busqué en el mapa, la vi lindante a la ciudad de Neuquén. Se solicitaba cubrir un cargo en un centro de atención. Recuerdo haber ido a la casa de la provincia de Río Negro y allí ver las primeras imágenes de lo que sería en breve, mi nuevo lugar en el mundo. Vi ríos anchos, plantaciones de manzanas, hileras de álamos dorados y plateados. No precisé más que eso para entusiasmarme.

En poco más de dos meses estaba allí. La cooperadora del centro de salud, me había buscado un lugar donde vivir. Fue una habitación compartida en el seno de una familia. El lugar, poco atractivo para las expectativas independentistas que mi imaginario había gestado, me acogió, sin embargo. Tiempo después, me mudaría a un pequeño departamento compartido entre tres mujeres. Eran épocas de alquileres inexistentes.

Los días se sucedían, descubría paisajes en cada vuelta del camino, cada espacio un encanto único.

Las mañanas brumosas, eran creadas por cientos de tachos con brasas encendidas en medio de las plantaciones. Así evitaban que las heladas se posaran en los frutos, quemándolos.

El colectivo citadino de siempre, trocó aquí en bicicleta, que me llevaba al centro de salud y a los recorridos vespertinos. Caminos de tierra aromática, de mañanas frías, donde el silencio que precede al amanecer brindaba una felicidad amplia, serena.

Sentía el aire tan limpio, tan nuevo. Pedaleando siempre, conocí localidades cercanas. El Limay, río ancho, portentoso, atraviesa muchas de ellas. Detenerme a disfrutarlo era habitual.

Los primeros andares, pese a tanta maravilla, trajeron también una inusitada soledad, con su aire gélido de alma despoblada. Sentí a los valles en su extensión como rémora de vacío.

No logró la belleza entonces, retenerme por mucho tiempo. Fue solo un año, fue mucho también.

Volví a la ciudad, a un novio con quien tramábamos planes conjuntos.

Volví al refugio, tal vez así sentido, frente a la intensidad de los lugares que visité y que ya no dejaría.

Otra vez fue el apuro. Correr por algo, por todo. Hábito de lugares llenos de porqués y pocos para qué.

El recuerdo de la extensa llanura volvía con insistencia, me sobrecogía el sonido de los álamos, en el zarandeo de cualquier árbol. Plátanos, tipas o palos borrachos no pudieron competir con aquella imagen de sensación corpórea.

Partí de nuevo, esta vez junto a mi pareja.

En esta oportunidad había algo de certeza en la búsqueda. Empezaba a dibujarse, con más definición lo que queríamos encontrar: era el sur.

La estepa con el mar de un lado y la cordillera del otro, océano de tierra. Nos esperaba la Patagonia.

En esta ocasión, el lugar de llegada fue la Isla Grande de Tierra del Fuego.

Primero, la ciudad de Río Grande, al norte y sobre el Atlántico, azotada por el viento, por entonces con calles de tierra y polvareda constantes.

Ya con nosotros, Juan Pablo y Ariadna.

Conocí Ushuaia a través de una invitación casual. Fue, como suele decirse y aunque suene cursi, amor a primera vista. Algunos meses después nos instalamos en la “aldea fueguina”.

Oshovia, nombre dado por pobladores originarios, se vuelca sobre la ladera de la cordillera hundiéndose en las aguas de la bahía. Sobre el mar, que es canal en esa latitud. Pequeña ciudad, lindante a picos labrados por hielos milenarios, donde aún hoy hay glaciares. Bosques, la exuberante selva antártica, continuación de todas las que bordean los Andes.

Aquí, nació Carla, última integrante de la familia. Con ella, junto a ella creció la raíz maternal que nos cobija, nos habita y habitamos.

Volvió la arcilla a mis manos, mientras se construía la casa de madera y los chicos jugaban entre los árboles. Nos rodeaban, altos, bailantes, también arbustos pletóricos de frutos silvestres.

Se asentó la vida.

Hoy lo cuento, parece una estampa hermosa.

Entre fotos y tesoros recogidos, continúa conmigo.

Oshovia

Recibo al viento

Salí de casa hace un rato, con algunas piezas cerámicas para entregar en una hostería cercana. Manejo despacio, hay restos de escarcha en las calles aún.

Acordé días atrás, que llevaría algunos de mis trabajos. Los expondrían en la sala de recepción. El espacio, de amplios ventanales, tiene mucha luz, pero pocos muebles. Ninguna vitrina, pienso. Me inquieta imaginar dónde van a ser colocadas.

El paisaje distrae el monólogo.

Aparece de pronto, como si no hubiese estado allí. Nuevamente sucede este despertar, como llamo al deslumbrarme por todo, como si fuese la primera vez. Acontece cuando dejo al pueblo atrás.

Sonrío.

Respiro hondo.

Hace unos minutos se acabó el pavimento. Fue al cruzar el puente sobre el río Pipo. Lugar frecuentado por nuestra familia, en cortos picnics de entre semana. Hay tanta calidez en este recuerdo…

Pastos cortos y suaves, al lado del cauce torrentoso, a minutos de casa, del centro de una ciudad de casitas bajas y coloridas con calles que no conocen el apuro. Los chicos juegan, inventan espadas, trepan a las ramas convirtiéndolas en castillos o guaridas. A veces, pescan imaginarios peces con ramitas y un piolín atado a un extremo.

Crecemos en casas de puertas abiertas, juegan entre y con árboles gigantes, inventan mundos. Acampamos frente a lagos cercanos al pueblo. Los chicos cocinan en el viejo disco de arado, el que nos regaló un tío cordobés, revuelven condimentos, risas y serias discusiones culinarias. Juan hacha madera para arrimar al fuego. Sentados sobre troncos caídos, comemos abrigados siempre, con gorros siempre. La lluvia, las ventiscas repentinas no nos amedrentan. Coihues y lengas, con las hojas horizontales, mirando al cielo, ofician de paraguas. Nos abrigan. Solo una garúa fina nos alcanza. Vuelvo a mí.

La ruta se enangosta, las curvas se pronuncian más estrechas. Las casas se distancian entre sí, van quedando escondidas, fundidas al verde. El pulso, distinto al cotidiano, se acelera. Todo lo que observo parece amplificar las sensaciones. Siento intensidad, goce. Es difícil describir este sentir nacido del todo y de cada pequeñez. Los tonos infinitos, cambiantes, con movimiento permanente. La luz, teñida siempre de nubes. El sol saltando de tronco a tronco, el mecer de las espigas. Todo enmarcado en el azul, ese que solo se ve aquí. Un continuo de encender y apagarse se ve en las copas topando el cielo. Este, escasamente despejado.

Y toda esa maroma multicolor derramándose al mar. Hoy, las colinas refulgen. Esta en particular, donde me encuentro, se despliega cual lienzo, color oro, cargado de espigas.

El plomizo tormentoso de fondo amenaza, el viento sopla, las mueve, pintando de dorado el espacio.

El canal estaba calmo apenas hace un rato. Ahora se encrespa. Navarino queda envuelta en niebla azul oscura. Las montañas se desdibujan. Nubes como velos soplados se acercan rápido. Tengo que detenerme. Salgo del auto. Me agacho, recojo un manojo de flores, las que parecen de papel. El aroma es húmedo, fresco, exquisito. Cierro los ojos, me parece que fusiono con el escenario y la magnitud. La lomada, en este tramo es algo más alta, está radiante, exultantemente agitada. Comienzo a correr sobre el amarillo sacudido. Quiero llegar a la cima, estar allí. El agua ruge, siento el ímpetu atravesándome. El azul me envuelve. Abro los brazos, los extiendo. Llega una ráfaga, me recorre, fría, fuerte, sigue y yo vuelo con ella. Extasiada, abrazo al viento.

La lluvia

Con su sonido envolvente, me despertó la mañana. El agua fresca de este otoño naciente caía serena, armonizando al gris.

Disfruté de la quietud, desde la tibieza de la cama. Observé a las gotas derramarse en la ventana, patinar sobre el vidrio, fundirse, irse. Las mañanas de lluvia, en Ushuaia, son cotidianas. El agua se enrevesa con el viento y las hojas. Esa mañana fue inusual. Todo estaba quieto. No era común verla caer tan tranquila y vertical.

Suele desplomarse en diagonales, mostrar su carácter impetuoso. Intensa o suave, caía casi constante sobre los techos de chapa de la ciudad de madera.

Caía continuamente sobre los bosques verdes, pardos, ocres, rojos, violáceos, grises.

No pierde su encanto, como tanto, que por reiterado abandona la emoción de la belleza.

No me sorprende seguir contando con ella, ahora tan distante.

Fueron remansos, espacios únicos de contemplación. Acallando ruidos, emparejando al ambiente hacia una calma mansa, liberando lo sutil.

La lluvia entregaba una tranquila sensación de limpieza, retocando colores que lucirían luego, al detenerse, espléndidos.

A veces se tornaba agresiva, en temporal de ventoleras. Los árboles azotados, crujían con llantos lastimosos. Las casas, escondidas tras la cortina de agua y ésta en su continuo de horas, días, sosteniendo el vigor.

El gris, el plateado por momentos, transmutaban en manchas de luz blanca en el horizonte. Uno o dos arcoíris aparecían, fugaces, para adentrase, nuevamente, en la dimensión acuosa.

La ventana ahora es otra, otros los colores.

El cielo parece estar más alto.

Cuando llueve aquí, sin embargo, la poesía de aquellos momentos vuelve, se reanuda el diálogo con los crepitares y silencios interiores.

La lluvia es a mi interioridad, lo que el agua de manantial, a su entorno. Baño de frescura y renovación.

La nieve

La nieve es un capítulo especial.

Es la blancura inmaculada, los copos livianos y espesos a la vez. Los que mojan y ensucian.

Es el cielo bajo, de volumen oscuro, parejo y pesado, que se acerca como un navío desde lo alto.

Es el cambio de sonidos hacia tonos bajos, sordos.

Es silencio.

Es paleada de escaleras, patinadas, resbalones.

Es el juego de los niños, ventanas abiertas para que salten desde ellas hacia las inmensas y altas parvas acumuladas.

Es trineo, colores de gorros. Familias jugando una guerra de bolas apelmazadas.

Borceguíes, espolones en las botas. Nunca olvidarse, nunca, de los guantes.

Muñecos de nieve, esculturas, tallado de hielo.

Escarcha, estalagmitas que se convierten en chupetines.

Dibujar en los vidrios, prender motores mucho antes de salir.

Ríos congelados, cascadas congeladas, caños congelados.

Es el esquí en el bosque, haciendo huellas rectas como rieles o triangulares como las de los pájaros.

Escuchar el sonido como lija suave, al avanzar, o el crujir de los charcos congelados al pisarlos.

Es patín en las lagunas. Es risa, es melancolía.

Es la taza humeante, el plato humeante.

La nieve es un estado de convite, de diversión, de encuentros amuchados con la cola sobre estufas y salamandras .

La isla encendida en mil fuegos, en antorchas de montaña y en los hogares de las casas.

La nieve es un cálido recuerdo, de aquellos días, en las tierras australes.

Ritmo de ciudad

Vivo aquí, ahora, en lo que llaman cono urbano, a unos cuantos kilómetros de la capital porteña.

Me rodean árboles añosos, casas con jardines frondosos. Hay arroyos cerca, tristemente sucios de industria y despojos. No cantan, no tienen sonido.

Las calles son de tierra por el barrio, no sé por cuanto tiempo más. Los vecinos protestan, quieren pavimento.

Por acá el viento es escaso, una rareza y hay mucho más sol que lluvia. Los días se perciben cortos.

Me cuentan algunas personas, que hace relativamente pocos años, el lugar era un pueblo con granjas en las casas, muchos montaban a caballo para lo doméstico.

Me cuentan que un día se inició el trazado de la autopista, para que la ciudad mejorara sus multitudinarios ingresos y egresos. Entonces, según dicen, se inició lo irreversible.

Las casas se amuraron, se rodearon de alambres de púa, alarmas. Vino a vivir mucha gente y en poco tiempo se crearon nuevos barrios, trazando calles, tumbando verdes. Las costumbres cambiaron de prisa. Llegaron los comercios con vidrieras y luces y el saludo entre pueblerinos se fue yendo.

La gran ciudad está relativamente cerca de casa. Pero lleva mucho tiempo llegar a ella, surcando el río de autos, en desenfrenada carrera.

La ciudad no es nueva para mí, aunque así me lo parece. No recuerdo el frenesí que veo hoy. Empuja, apura enloquecida, constante. Desde hace mucho, trato de encontrar su color. Hallo en los lugares que visito tonalidades varias, entre tierra y fachadas. Rosados, blancos, ocres, grises enmarcan los parajes. Sin embargo aquí veo manchas sin definición cromática, ni contorno. Se mezclan bajo luces de neón, semáforos, cables, carteles, en ecuación caótica.

Percibo el sonido, repleto de agudos, sin armonía. Privilegiado en contrastes.

Recuerdo que me gustaba caminar las veredas de barrios bajos, ir a buscarlos paseándome en colectivos primero, para detenerme y recorrerlos luego. Épocas de andar con libros, tiempos en bares con la mesa arrinconada junto a la ventana. Observación, frases suspendidas en reflexión, palabras sueltas en servilletas.

Siempre me pareció triste la ciudad, no sé si era ella o yo. Eso fue antes de los chicos, fue con Enrique y las tomas en blanco y negro de la vieja cámara, las que luego había que revelar.

Días gratos, llenos de búsqueda y preguntas. Confusos también en sus constantes contradicciones.

A Enrique lo conocí en otro país. La profesión de nuestros padres nos llevó a ese encuentro.

Entre nosotros hubo música, filosofía él, poesía yo. Las mejores caminatas nocturnas de cine debatido.

Ambos coincidíamos en la idea de irnos de aquí. Imaginábamos posibles escenarios.

Buscamos cientos de lugares, leyendo, preguntando y especulando sobre ellos. Llegó el día en que nos fuimos.

Pasó un tiempo largo, ahora parece corto, es ayer, y curiosamente hoy también.

Habitamos casas entre mudanza y mudanza. La vida se brindó así, jugando, tomando, armando y desarmando. Con dicha, con llanto. Tuvo también enfermedad y muerte.

Estoy sola en estos días citadinos. Subo la corriente acelerada, sin saber porqué.

Siento choque, evitación, indiferencia. Hay tanto en la ría humana. La adrenalina no fluye, se acumula el cansancio. Se cortan calles, se tapan arterias, pero nada se detiene. Atropello sin sentido.

Yo, como en espera, pero no creo buscar nada.

Me aparto de la marea, camino esquivando. Allí está la confitería y su gran puerta.

Entro.

Me siento en el rincón, hacia la derecha, junto al vidrio.

El corazón late con prisa. Un té, por favor, le pido al mozo que se acerca.

Miro el andar exterior, desde dentro, desde mí, la compulsión al apuro me apabulla.

Creo ver cierta rigurosidad, casi un patrón en ese ir y venir a algún lado.

Yo, detenida en el vértigo, aquieto, respiro más tranquila.

Curioseo mi imagen, como en un reflejo borroso.

Deambulo el presente añorando.

Ando vaciada de paisaje.

En la plaza, una mujer alimenta a las palomas. Camino lento ya. Voy hacia el auto, lo dejé a unas cuadras. Cruzo en diagonal la explanada. Un hombre lee en el banco verde debajo del ombú. Toda una rareza, pienso. En otro banco otro hombre expele el humo del cigarrillo, parece estar allí solo para mirar a los que como yo pasamos delante de él. Una pareja viene de frente tomados de la mano. Sonrío.

Ya cerca del garaje donde dejé el coche, veo una verdulería. Aprovecho a comprar algunas frutas. Mientras me convidan uvas, intercambiamos comentarios. La verdulera me cuenta que vive lejos, que su viaje es diario, que sin embargo le va muy bien en este barrio, y… qué se le va a hacer. Otra persona me saluda detrás de una ventana, al sentirse observada con el tejido entre las manos.

Una leve brisa de ternura me roza, me aferro a ella. La calle parece algo menos ruidosa.

Ya frente al volante, decido no prender la radio como suelo hacer. Doblo en la segunda bocacalle, me dirijo hacia el norte. Es allí donde vivo.

Antes de llegar al entramado de rutas de acceso a la autovía, tengo una idea. En una maniobra repentina, cambio el rumbo. Busco una calle, cualquiera. Entro en ella, la transito. Cruzo avenidas empedradas, elijo nuevas calles. El regreso se lentificó. Prendo la radio y moviendo el dial comienzo a tararear.

Ya cerca de casa, encuentro las calles de tierra, me alegran los perros, el vecino cortando el pasto.

Y entro.
A todas mis casas.

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