Mis 5 km de Caroline von Hartenstein

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Caroline von Hartenstein MIS 5Km

@de los textos y de la imágenes Caroline von Hartenstein fotografías de Sofía Cinto edición contar la propia historia

Buenos Aires 2023

carolinevonhartenstein@gmail.com

Caroline von Hartenstein MIS 5Km

A todos aquellos que encuentran refugio en la palabra escrita.

Agradezco a Dios la vida con sus curvas y contracurvas. A mi familia, a mis amigos y a todas aquellas personas que conocí a lo largo de estos cuarenta y tres kilómetros. De todos aprendí.

El sentido de la vida se revela cuando encontramos un propósito que trasciende nuestras necesidades individuales y nos conecta con algo más grande que nosotros mismos.

Cuando emprendas tu viaje a Ítaca pide que el caminos sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. No temas a los lestrigones ni a los cíclopes ni al colérico Poseidón, seres tales jamás hallarás en tu camino, si tu pensar es elevado, si selecta es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.

fragmento de Ítaca de Konstantino Kavafis

Prólogo

Hace un año empecé a correr. Una noche en casa, una amiga me dijo que su sueño era correr una carrea. Ella encontraba un cierto paralelismo entre no poder hacerlo y no avanzar con su vida en otros aspectos. Había quedado viuda muy joven, con tres hijos. Algo me impulsó esa noche, a decirle que ese año correríamos juntas. Y así fue. De hecho aquel año corrimos tres carreras y no una.

Compartimos la idea con nuestros amigos. El sueño de uno se convirtió en el de dos, después en el de ocho y ahora en el de nueve que conformamos un grupo maravilloso. Nos convertimos en una red que siempre está preparada para sostener e impulsar.

Todos estamos recorriendo un camino a nivel personal, superando barreras de toda índole.

A mí, correr afuera me impulsó a correr hacia mi interior, y así fue como a mis cuarenta y tres años correr no es lo único que estoy haciendo por primera vez. También por primera vez decidí escribir un libro.

¿Por qué ahora?

Esta pregunta giró en mi cabeza mucho tiempo hasta que descubrí la respuesta: hoy mi hija mayor tiene la misma edad que tenía yo cuando vine a vivir a Argentina.

Soy de acá y también de allá

Son las 8.10 am. Salgo de casa, y me dirijo a la plaza, a la misma de siempre. No soy muy original a la hora de buscar recorridos para entrenar.

En realidad corro para buscarme a mí misma, y el lugar por donde paso no importa mucho si logro encontrarme.

Es que soy de acá y también de allá. Corro. El lugar me da igual, acelero la velocidad, sobre todo al comienzo, atravieso capas de mi propio ser.

Corro a mis cuarenta y tres años buscándome, me busco en la niñez, me busco en la adolescencia, me busco en la adultez.

Me detengo en la niñez.

Es la que esta atrás de todas las capas, es difícil llegar, pero sé que vale la pena.

Estoy segura de que tiene muchas respuestas, o al menos es la versión más fiel de lo que alguna vez soñé que quería ser. Corro todos los días de la semana mis 5 km para encontrarla, y para recordar qué soñaba, qué amaba.

Hay días en los que me siento tan distante de mí que el viento se lleva algunas lágrimas. Respiro conscientemente, y sigo… la corrida introspectiva puede ser muy dolorosa.

Es en ese momento de soledad, en el que me desarmo y me apoyo en mi cuerpo, que sigue avanzando.

Necesito drenar emocionalmente.

El 3er. kilómetro se me hace siempre muy difícil. Me pongo más derecha y en una curva con bajada abro los brazos de par en par. Me entrego, me dispongo a disfrutarlo, con lo que soy y con lo que puedo. No importa qué piensan los demás, es mi carrera, es mi momento, es mi viaje. Es en ese instante, cuando abro los brazos, que esa sensación de soledad se esfuma y me siento por unos minutos parte de un todo. Miro el celeste del cielo y la perfección de los árboles.

Termina la bajada, se va el leve envión, tengo que seguir. Siento que me falta aire, me duele el pulmón, es en el lado izquierdo, abajo. El aire no termina de ingresar al cuerpo, como si pudiera llenar solo el 50% de mis pulmones. Hago fuerza para respirar. Apoyo la mano izquierda sobre mi pierna, y me empujo para ayudarme a inhalar más profundamente.

Quiero traspasar esa herida en mi pulmón, que el aire baje y llegue a todo mi cuerpo. Necesito avanzar, seguir corriendo velos y capas. A los siete años estuve internada en carpa de oxígeno y a los veinte me diagnosticaron asma clínico, y una capacidad pulmonar reducida al 50%.

Viví cuarenta y dos años con miedo a correr, tenía una imagen mental donde me ahogaba si lo intentaba y un silbato interno que me recordaba frenar.

A los siete años, cuando estaba internada en el sanatorio, podía vislumbrar a través de la carpa de oxígeno la ventana del cuarto que daba al jardín. Era lindo ver la luz del sol y el verde del pasto.

Es temprano a la mañana, terminó el primer recreo, y me dispongo a entrar a mi clase. Me tocó sentarme cerca de la ventana, puedo mirar al exterior y sentir en mi piel el calor del sol, eso me hace sentir en casa.

Extraño el sol. Viajo con la mirada y trato de traspasar los muros grises del colegio, quiero estar en otro lado. Lo siento en el cuerpo y en el alma.

Me envuelve una nube de tiza blanca que vuela por el aire de la clase, me dan ganas de toser y no veo con claridad. Hay mucho ruido, las chicas corren y dibujan en el pizarrón, aprovechan los últimos minutos de libertad antes de que llegue la maestra.

La ventana es mi aliada, es mi conexión conmigo misma. Empieza la clase, entiendo el idioma, pero me doy cuenta de que me genera una cierta incomodidad escucharlo de corrido, y por tanto tiempo.

Me llama la atención la entonación y la melodía. Me concentro en esos detalles mientras veo como la nube de tiza poco a poco va bajando al suelo y comienzo a ver a la profesora con nitidez.

Me resulta rara su vestimenta, la forma de caminar, de gesticular y de llevar adelante la clase. Ella intenta escribir algo en el pizarrón, la tiza se rompe y la fricción genera un ruido ensordecedor.

Yo me limito simplemente a observar el aula. Miro al pizarrón, copio lo que escribió la profesora, y con mi corazón viajo nuevamente por la ventana.

La maestra barre con su mirada la clase. Yo solo quiero que el sol me abrace.

Mis 5 km

Son las 10 am.

Me preparo para salir a correr mis 5 km.

Pienso que ese podría ser el título de mi libro: mis 5 km. No es muy original a simple vista, como tampoco lo es el recorrido que vuelvo a elegir.

Es en el MIS que radican su riqueza y singularidad.

Todos tenemos una historia que contar, y creo que todas son especiales, porque esconden un propósito que se puede transformar en luz para otro.

A veces es claro, y otras implica recorrer más kilómetros para llegar a entender los primeros.

Por mi parte, comparto los míos por si a alguno le sirve, o le resuena. Disfruto del proceso y me da ilusión pensar que alguien pueda leerlo.

Creo en el compartir, me resulta mágico leer, escuchar y ver el corazón de un otro. Lo tomo siempre como un regalo que me ayuda a conectarme, a ampliar mi mirada y a ensanchar mi corazón.

Cuando corro siento que estamos todos conectados. Se difuminan las fronteras y los idiomas no existen.

Corro, levanto la mirada, y observo el cielo que hoy es gris. Se siente diferente correr junto con la inmensidad, donde no hay senderos marcados.

Hoy hay mucha humedad en Buenos Aires, el piso está mojado, y el verde del pasto quiere ser fosforescente, al igual que el rosado del palo borracho.

Mientras corro atravieso, como puedo, un grupo de turistas que acaparó el sendero.

La humedad hace que los pies no se agarren al suelo con firmeza, y en las curvas, la sensación se hace más notoria.

¿Cuántas veces a lo largo de mi vida sentí que no estaba agarrada al suelo, cuando venía un cambio…?

La primera vez fue cuando me mude de país, tenía nueve años, y fue una curva bastante pronunciada.

No solo por un tema idiomático y cultural, sino por la velocidad con la que tuve que transitarla. En menos de seis meses tuve que aprender dos idiomas nuevos y nivelarme con mis compañeros. Recuerdo mezclar en mi cabeza los dos idiomas que traía con los dos que tenía que adquirir rápidamente.

Tuve la suerte de conocer a una maestra particular llamada Teresa, con un corazón enorme y una vocación de otro planeta. Ella me enseñó a leer y a escribir en castellano en tiempo record. Todavía me acuerdo de su mirada emocionada y de su entusiasmo cuando me escuchó leer de corrido un cuento por primera vez.

Puedo revivir la satisfacción que sentí ese día, y la sonrisa que se dibujó en mi cara, al notar que no había trastabillado en ninguna palabra.

Teresa confiaba en mi y yo en ella, y fue esa confianza la que me ayudó a aprender.

Estoy en cuarto grado, me divierto mucho con mis amigas jugando al elástico y a las payanas. Es lindo estar con chicos de mi edad. Rápidamente me integran y me invitan a sus casas, me siento muy bien. A ningún chico le importa demasiado si yo pronuncio correctamente o no las palabras.

Llego a casa, tomo el té rápido y parto a lo de Teresa.

Toco el timbre de su casa, y se acercan dos ovejeros alemanes a saludarme. Ya me conocen, voy a lo de Teresa seguido.

Ella sale a mi encuentro, tarda en llegar a la puerta, camina lento y arrastra un poco una pierna, es bastante corpulenta. Abre la reja y saluda a mamá que está en el auto, mientras yo la miro y espero su abrazo. Cierra la reja y me envueleve con sus enormes brazos. Entro a su casa, es un poco oscura y hay olor a humedad mezclado con el aroma de alguna torta. Me trae de la cocina unas galletitas, y nos sentamos en el comedor.

Ella se sienta a mi lado, revisa mi cuaderno, sonríe y me dice: “a ver… vamos a practicar un poco”.

Me da algunos ejercicios, y mira detenidamente cómo yo los hago.

Cuando los termino me apoya la mano pesada sobre la cabeza, la mueve ligeramente y me dice: “¡muy bien!”.

La miro y me encuentro con su mirada de cariño y su gran sonrisa.

Teresa no tiene hijos, pero de su casa entran y salen niños constantemente.

Llega otro alumno, yo le dejo mi lugar y me siento enfrente de Teresa con un librito y leo en voz alta nuevamente, siento que cada vez me sale mejor y me resulta llamativo escucharme leer en otro idioma y a la vez muy gratificante. Teresa se ilumina de felicidad. Suena la bocina del auto de mamá.

Teresa me acompaña a la puerta, me abraza y otra vez me dice que lo hice muy bien. Ella es mágica para mí.

Humedad

El aire está tan espeso que me cuesta respirar más de lo habitual. Siento como si tuviera una piedra en la mitad del pecho que obstaculiza el ingreso. Igualmente tengo ganas de correr más rápido, quiero romper mi propio límite de tiempo, como alguna vez lo hice en otros planos, aunque mis pies no se agarren al suelo y la curva sea intensa.

Me distraigo con la gente que corre. Veo a una mujer rubia con el pelo suelto, y largo hasta casi la cintura, junto con su golden retriever que mueve el pelaje dorado casi tanto como ella. Es esa compañía tan perfecta que incluso se mimetiza con su dueña.

Puedo entender de qué se trata porque alguna vez yo también la tuve.

Llega la hora de volver a casa, hay varios ómnibus escolares, espero subirme al correcto. Me sé el nombre de la calle donde vivo, pero no mucho más, hace poco más de un mes que nos mudamos de país, yo tengo nueve años.

Me subo al ómnibus, no usaba este medio para volver a casa en mi colegio en Brasil. Todo es nuevo para mí, por suerte me toca una ventana, miro el paisaje, las casas, la gente caminando, es todo tan distinto de donde yo vengo. Hasta los autos son diferentes.

Estoy cansada. Quiero llegar a casa para poder descansar los oídos. Cuando llego escucho del otro lado de la puerta los ladridos de mi perra, ese sonido sí me resulta muy familiar. Salta sobre mí y me recibe con una gran fiesta, me arrodillo para abrazarla. Ella es un cocker color marrón clarito. Viajó conmigo en avión hasta este país. Es mi gran compañera, con ella no hay barreras idiomáticas, nos entendemos muy bien.

Lady también se está acostumbrando a su nuevo hogar, le resulta todo nuevo, igual que a mí, y me espera todas las tardes para jugar y sentirse en casa.

Nos divertimos mucho juntas, me encanta peinarla y disfrazarla. A ella también le gusta el sol, y estar al aire libre.

Una tarde, al llegar a la puerta de casa, no escucho su recibimiento del otro lado. La busco por todos lados, pero no está. Se perdió… alguien dejó mal cerrada la puerta… y ella se escapó. Quizás corrió y corrió tras el sol, como hago yo con cada ventana, nunca lo sabré.

Tengo un agujero en el medio del pecho por mucho tiempo. Hago millones de carteles con su foto y su nombre y los pego por todas partes.

Ella nunca aparece, durante meses tengo la ilusión de que suene el teléfono avisándome que la encontraron.

Me consuela pensar que está siendo cuidada por alguna familia con hijos y que puede jugar con ellos por las tardes como lo hacía conmigo.

Nunca más quise tener un perro.

Paralelismo

En invierno siempre me cuesta más salir a buscar mis kilómetros, es como si quisiera invernar y quedarme acobijada.

Mientras corro pienso en los contrastes. La quietud, el silencio, el calor de mi casa versus el viento helado, movimiento y ruido de la calle.

A la vez puedo conectarme con esa sensación de paz, cobijo y calor, sabiendo que eso solo depende de mí.

Cuando termina mi entrenamiento siento ganas de pasar por una capilla y de sentarme ahí unos minutos. Es también para mí una manera de encontrarme.

Tengo 15 años, atiendo el teléfono en casa, parada frente a un espejo. Una voz dice que papá tuvo un accidente, que está internado. Pide hablar con mamá. Le paso el teléfono a mamá en cámara lenta, mientras le comunico como puedo lo que acabo de escuchar. Se me va la fuerza del cuerpo.

Nuestra imagen reflejada en el espejo queda estática. El tiempo se detiene. Agudizo la mirada para leer la expresión de mamá, veo y percibo más de lo que ella puede imaginar.

El humo de su cigarrillo se interpone entre nuestras miradas que se encuentran en el reflejo. Ella perfora el espejo con los ojos, sin pestañear. El aire del lugar no alcanza, es como si estuviéramos en una pecera mirando hacia afuera. La vida continúa pero nosotras estamos inmóviles, atrapadas en tiempo y espacio.

Atropellaron a Papá y está en coma 4. Las noches son largas, la cama es fría, me acurruco buscando calor. Lloro tanto que mojo la almohada.

Quiero detener el tiempo, pero la noche se escabulle sin que pueda dormir y entran los rayos del amanecer. Me invade el miedo de que llegue la peor noticia, quiero que la noche sea eterna. La incertidumbre es total.

Como si todo esto fuera poco hace tan solo cinco días me cambié de colegio y no conozco a nadie.

La idea del cambio surgió a raiz de una conversación que tuve con un compañero de mi colegio anterior. Él me contó todo lo que había aprendido sobre el sentido de la vida en un colegio al que había ido. Llegué a casa y le pedí a mamá cambiarme a ese colegio. Era tanta mi convicción que obtuve un sí como respuesta. Tenía mucha urgencia por hacer ese cambio. Le dije a mamá que quería formarme como persona y que si no lo hacía ahora no lo haría nunca más.

Tiempo después uní los puntos y entendí el porqué. El formarme como persona para mi significó el saberme sostenida, el poder darle la mano a Dios para caminar.

Si bien otra vez tengo que adaptarme rápidamente a un contexto nuevo, esta vez ya manejo el idioma castellano perfectamente. De todas maneras, esta curva es más cerrada y la doy, aunque sin aferrarme del todo al suelo.

Todas las mañanas, me acerco a la capilla del colegio buscando alguna respuesta. El padre Juan siempre está ahí para escucharme sin juzgar.

Para mí es como dejar allí una de las mochilas con las que llego. No comparto con nadie esta situación. Subo a la clase e intento amalgamarme y pasar desapercibida. El dolor es tan grande que a veces siento que me paraliza. Miro por la ventana, y pienso qué pasará al llegar a casa, y si habrá alguna novedad… me imagino a alguna profesora tocando la puerta de la clase para venir a buscarme. Estar sumergida en una clase con el corazón detenido en otro lugar, es como estar mirando una película de la que no sos parte.

Esta vez no hay una nube de tiza volando por el aire que no me deja ver con claridad. Hay una realidad detenida en el tiempo que me hace ver la vida en dos planos paralelos.

La capilla del colegio funciona para mí como otra ventana, que me da la esperanza de mirar más allá, sentirme abrazada y sostenida.

Hermanos

Es un día soleado, antes de correr quiero caminar un poco, entrar en contexto para luego sumergirme de lleno en la experiencia.

Me siento feliz por estar acá, por el día de hoy, por ver la belleza del mundo que me rodea. Por la libertad que siento en mi interior, que me lleva a mirar el cielo y a sentirme sostenida y profundamente amada.

Me invade una gran sensación de paz, agradezco mi vida y lo transitado.

Me dispongo a correr.

Me gusta cómo se siente cerrar por momentos breves los ojos, la sensación de avanzar sin ver, que sentí otras veces en la vida.

Al cruzar la calle escucho un bocinazo. Veo el auto de mi hermano, él baja el vidrio y me grita palabras de aliento para que siga corriendo.

Papá no está en casa y la relación con mis hermanos se hace cada día más fuerte. Nos cuidamos y nos protegemos mucho. Nos tornamos inseparables.

A mi hermano mayor le surge una oportunidad laboral en Londres, y decide irse. Esto es para mí un quiebre interno, de cinco que éramos ahora quedamos tres.

El día que viaja lloro mucho y falto al colegio.

Una amiga cae de sorpresa a casa, en horario escolar. Ella sabe lo que significa para mí esta partida. Ese gesto quedará como un recuerdo imborrable para siempre.

Mi hermano me invita a ir a Londres en las vacaciones de invierno. Pasamos unos días increíbles, es verano en Inglaterra y el sol nos acompaña siempre. Hacemos picnics, vemos obras de teatro improvisadas en los parques y vamos al recital de U2 en Wimbledon.

Haber crecido juntos, la mudanza de país y el accidente de papá, hacen que nuestro vínculo fraterno se vuelva muy fuerte.

Somos tres hermanos, yo soy la del medio y nos llevamos siete años cada uno. El más grande es el que hace honor a su título de hermano mayor. Nos cuida y nos protege. El menor es el que trae la liviandad a la casa, él tiene tan solo ocho años cuando papá tiene el accidente.

Por mi parte, acompaño a mamá para que no se sienta sola, le escribo cartas a papá y las envío por fax, con la ilusión de que pueda leerlas en algún momento.

Las piezas del rompecabezas, aunque falte una, se van acomodando. La fuerza y la unión de las piezas que quedan es tan fuerte que genera otro rompecabezas con más matices y con la capacidad de encastrarse de más de una manera para contar juntos otra historia. Creo que en algún punto todos nos volvemos menos rígidos con nosotros mismos y con los demás. Palpar lo efímero de la existencia y lo cambiante de lo que creemos permanente, nos modifica.

El viaje a Inglaterra queda grabado en mi memoria como una muestra de una inmensa generosidad por el tiempo compartido, porque el tiempo no vuelve nunca más, y nadie sabe qué pasará mañana.

Aprendo que los lindos recuerdos son los salvavidas para las tormentas.

El día que vuelvo a Argentina, mi hermano me acompaña a tomar el subte para ir al aeropuerto. Estamos parados en el andén. Cuando llega el subte me abraza y me subo, él se queda parado ahí afuera. Las puertas se cierran con un golpe y el subte arranca de un tirón que me hace explotar en llanto. Estoy agradecida por todos los lindos momentos vividos y por saber que pase lo que pase los hermanos siempre vamos a estar juntos, pero sé que estoy volviendo a casa y que va a faltar otra pieza más del rompecabezas.

Corrida azul y blanco

Es mayo en Buenos Aires, el mes de la patria, los balcones se visten de azul y blanco, incluso el mío. Mis hijas disfrutan de colgar la bandera en el balcón. Celebro ese sentir. Salgo a correr y voy descubriendo banderas celestes y blancas en mi recorrido. Me inunda ese sentimiento que transmiten.

Estoy en cuarto grado. Las clases arrancaron hace dos meses, y yo estoy en el país hace cinco. Es mayo, y la profesora anuncia que todos juraremos la bandera.

¡Defenderemos la patria! ¡Viva la patria!

Surgen preguntas de mis compañeros : ¿Qué pasa si hay una guerra?

La profesora responde enfáticamente:

¡Defenderemos la bandera! ¡Lucharemos contra nuestros adversarios!

Siento que el aire se congela, mi corazón late con un ritmo intenso, puedo escucharlo, mi caja torácica se vuelve transparente.

No puedo hacer eso, no quiero traicionar al país en el que nací. Tengo nueve años, no sé si va a haber o no una guerra, pero en el caso de que así fuera, tendría que luchar y defender una bandera que no conozco y entonar un himno que escuché tan solo un par de veces.

Algo está mal, es un límite que no quiero cruzar.

Termina la clase, todos salen al recreo. Quedamos en el salón solo la profesora y yo.

Ella está en su escritorio con la mirada puesta en sus carpetas, soy invisible para ella. Me paro enfrente y le digo que yo no puedo jurar la bandera, porque nací en otro país.

Me mira absorta, siento que el aire no alcanza. Ella no está de acuerdo, dice que hablará con los directivos.

Cuando llega el día del juramento, me hace formar en una fila junto a mis compañeros. Todos debemos contestar al unísono “¡Sí juro!”

Ese día juré por las dos banderas. Dije juro por Argentina y también por el país en el que nací.

Hoy después de treinta y cuatro años ese juramento cobra sentido. Argentina es un país al que amo profundamente, porque no sólo me dio a mis padres, sino que también me dio a mi familia, amigos, educación y me acogió con cariño desde el primer momento.

Abuelos

Avanzo, aunque me duele la rodilla. Me siento pesada, me cuesta moverme. De hecho, no tenía muchas ganas de salir. Hablé con una amiga, nos dimos ánimo y salimos. Ambas estábamos un poco tristes y me llevó a pensar en todas las veces a lo largo de la vida en las que seguí sin detenerme y cuánto vale ese empujón de un alma que se detiene y mira más allá.

Llego a los 5 km del día de hoy y miro a mi amiga agradecida, hoy fue sin duda un logro compartido.

Comienza a llover. Volviendo a casa, veo pasar un matrimonio de abuelos muy abrazados caminando bajo un mismo paraguas. Me detengo a mirarlos un momento, la lluvia no me moja, el tiempo se detiene, y yo con mi mirada camino una cuadra con ellos.

Mi abuela me decía siempre que cuando viajara, registrara en un cuaderno lo vivido cada día, por más simple que pareciera, porque así podría viajar a ese destino todas las veces que quisiera.

Me encantaba ir a la casa de mis abuelos y ver cómo ellos buscaban sus cuadernos de viaje y a sus noventa años volvían a viajar recordando cada momento.

Mi abuelo, Papino, le preguntaba a mi abuela Mamina:

“¿Hoy adónde te gustaría ir? ¿A Italia? ¿A Alemania?” Y ella, cerrando los ojos por unos instantes, contestaba con una sonrisa desde su silla de ruedas. Papino volvía con el tomo indicado con hojas que recobraban vida. Sus risas llenaban el comedor y el alma de quien estuviera presente escuchando.

Tuve el privilegio de viajar a muchos países junto a ellos, desde el living de su casa.

Ellos fueron un bastión muy importante para mí, admiraba el matrimonio que tenían y soñaba con formar uno parecido.

En la época del accidente de papá, ellos le leían las cartas que yo le mandaba por fax y siempre me alentaban a seguir escribiendo y como todo abuelo elogiaban mis escritos.

Mi abuela pasó los últimos años en una silla de ruedas, con una pierna más corta que la otra. Como era muy coqueta no quería usar zapatos ortopédicos, decía que no le combinaban con su ropa. Entonces, mi abuelo se convirtió en un zapatero experto. Diseñaba para ella diferentes suelas para compensar los centímetros que faltaban y se las pegaba en sus múltiples zapatos de colores. A los primeros zapatos les colocaba una madera y la pintaba color suela. Como los zapatos le resultaban pesados a su única clienta, les hacía agujeros para alivianarlos con una maquina especial que se había comprado para dicho fin. Con los años fue cambiando de materiales y se volvió el zapatero más entrañable del mundo entero. Yo tenía la suerte de que fuera mi abuelo. Ver ese amor entre ellos y ver cómo enfrentaban sus adversidades siempre fue para mí una caricia al alma.

El amor estaba en lo simple, en la lectura de un libro de viaje, en una suela de zapato, en compartir tiempo con los nietos, en ir a tomar un helado.

El amor que se respiraba en su casa convertía lo simple en extraordinario. La suela de zapato dejaba de ser solo una suela, desde el momento en que mi abuela se olvidaba de los centímetros que faltaban y sonreía al ver cómo su vestido combinaba con su zapato. Los tomos de viaje, no eran libros, eran los tickets de vuelo al lugar elegido. Ellos también habían vivido en los mismos dos países que viví yo y también habían armado más de una vez diferentes rompecabezas con las mismas piezas.

Sonho meu

En mis auriculares suena la canción “Sonho meu” , y parece mentira pero aparecen cotorras en el trayecto que por su color verde me recuerdan a los loros. Estoy corriendo y tengo tantas ganas de bailar que no puedo contenerme, se me escapa algún movimiento con los brazos que acompañan el ritmo. Me concentro en la letra de la canción, “Sonho meu, sonho meu

vai buscar quem mora longe, sonho meu, vai mostrar esta saudade , sonho meu,”

“Sueño mío, sueño mío, anda a buscar quien vive lejos”. Estoy corriendo descalza por la playa, disfrutando del mar y juntando caracoles. Esto también es parte de mí.

Poder integrarlo con una canción me produce alegría.

Vamos a navegar, como todos los fines de semana. Nunca olvido llevar mi osito preferido. Llegamos a la marina, mamá compra las últimas cosas que hacen falta, y caminamos todos juntos por el muelle.

El último en subir desata el cabo y salta a cubierta.

Nos vamos lejos, hasta llegar adonde la tierra se ve pequeña y recién ahí, desplegar la vela, la spinnaker.

Yo tengo una preferida, que tiene muchos colores, y pido que naveguemos con esa.

Escucho el ruido del mar y las olas que pegan contra el casco. Me gusta sentarme en la proa, y ver la inmensidad del océano. A veces se suma algún delfin o incluso un tiburón que nos acompaña en el recorrido buscando sombra.

Cuando escora me cambio de lugar y me voy a la popa, allí nos encontramos todos. Papá nos da indicaciones desde atrás del timón, tenemos buen viento, disfrutamos de la navegada y de estar todos juntos.

El mar y su majestuosidad, hace que entre nosotros surjan silencios de contemplación. En muy poco tiempo el viento empieza a cambiar, el sol pierde fuerza y se ven a lo lejos los primeros relámpagos. Se escuchan los primeros truenos. Papá avisa en cuánto tiempo nos alcanzará la tormenta.

Caen las primeras gotas gordas y pesadas que parecen tibias al tocar la piel. Estamos en alta mar, nuestras miradas se chocan unas con otras. No tengo miedo, mi mundo es mi familia, y está ahí.

Bajo la mirada y sigo pintando con trazos de colores que se escapan del papel.

Epílogo

Hoy corro y escribo por primera vez un libro.

Tengo cuarenta y tres años. Siento que esta es una bisagra en mi vida, tal vez la mitad de mi camino.

Soy consciente de que soy el recorrido, la carrera, y no tan solo la meta de llegada. Soy ese abrazo que me animé a dar, ese te quiero que dije, ese mensaje que envié preguntando cómo estabas. Soy el perdón que tuve a mano. Soy quien al no encontrar la palabra justa pensó en un gesto de amor para poder decirlo. Soy la que se animó a hablar. Soy todo eso y también soy la que no se animó a dar ese abrazo, a decir ese te quiero, a enviar ese mensaje y la que usó la palabra incorrecta. La que se refugió en el silencio por miedo o por vergüenza.

Soy también la que no se animó a correr durante cuarenta y dos años y ahora lo hace todos los días.

La que intenta a veces con aciertos y otras no, ser mejor cada día, con los pies en la tierra y la mirada en el cielo.

Mi vida es el camino. Es cómo recorrí estos primeros cuarenta y tres kilómetros, y cómo recorreré los próximos.

Agradezco lo vivido, y celebro a las personas que fui conociendo a lo largo de esta carrera, de todas aprendí.

Acá estoy escribiendo un libro por primera vez, aprendiendo a compartir una vez más. Desafiándome a decir lo que siento y sentí alguna vez, porque quizás a alguien le resuenen mis palabras.

No es la meta de llegada, es el trayecto consciente. No es el libro, es el proceso de escribirlo.

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