Sobre Hermanos Por Gabriel I. Cortés Serra
Éramos sólo unos niños, para comenzar. Mi hermana, Adrianna, quien también era mi mejor amiga, tenía seis años; yo tenía nueve. Su color favorito era el violeta; el mío era rojo. A ella le gustaba cantar por un micrófono de juguete que nos regalaron en navidad; ella deseaba ser una cantante. Mientras que yo quería ser un policía. Supe de mi decisión porque me gustaba proteger a mi hermana. Ambos teníamos nuestra propia habitación – cada una pintada de nuestro color favorito – pero Adrianna le gustaba dormir en mi cama, junto a mí, porque tenía mucho miedo de la oscuridad. Una vez había entrado a la habitación de nuestros padres sin que ellos se hayan percatado y ellos estaban viendo una película de terror. Cuando Adrianna camina por la oscuridad, o cierra sus ojos, puede ver una persona descompuesta, comida por gusanos, caminando hacia ella. También, ella tenía miedo a los gritos. Nuestros padres gritaban mucho, se pasaban peleándose y mencionaban una palabra que ninguno de nosotros conocíamos: divorcio. Ninguno de los dos sabíamos que fea palabra era ésa. Hubieron días cuando nuestro padre no regresaba a casa. Al principio nos preocupaba, muchísimo más Adrianna, quien tenía un gran cariño por él. Padre era quien aplaudía todos los conciertos que hacia Adrianna con su micrófono de juguete. Un día, Adrianna se metió a mi habitación abruptamente, con un rostro de espanto. Había oído a madre tirar copas de ésas donde los adultos beben lo que los niños no. Ambos escuchamos a nuestros padres gritarse, mi madre soltaba palabras muy feas y hablaba de algo de dinero, y mi padre golpeaba una puerta y le pedía a mi madre que se callase. Adrianna se cubría los oídos con sus manos y trataba de llorar. Al rato, nuestro padre se entró a mi habitación y nos dijo: “Su madre salió a la calle. Ella no puede conducir sola. Iré a buscarla.” Y entonces, me miró y dijo: “Jaime, cuida de tu hermana. No salgan de la casa. Tú estás a cargo.” Cuando salió de la casa, mi hermana y yo estuvimos por muchas horas solos. Durante todo ése tiempo, no sabíamos de mucho qué hacer. Entonces, se me ocurrió una idea: buscar los regalos que nos tenían nuestros padres para navidad. Para esa edad, mi hermana y yo sabíamos que el gordo con barba de traje rojo no existía. Se sintió algo así como una aventura, algo prohibido, buscar los regalos. Ambos corrimos por toda la casa en búsqueda de algún nuevo juego, algún juguete, tal vez un caballo. Siempre he querido tener un caballo.
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