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Rumbo a Marte Eduardo Omar Honey Escandón
E
n mi encierro de meses sigo imaginando que voy en una nave espacial rumbo a un incierto destino. Mi niñez me preparó para el mundo de hoy, el mundo del aislamiento, de los días eternidad, donde la ruleta del fin del ciclo te puede tocar. Crecí cuando la carrera espacial había sido “ganada” por los EUA. Sólo quedaban los coletazos de la Guerra Fría rumbo al espacio: algunas misiones más a la Luna, una operación conjunta con la extinta URSS, pretensiones de estaciones espaciales y dejar sin fondos la carrera espacial. Supe de los Mariner, los Viking y la odisea en la que aún continúan los Voyager. Atesoraba ese libro de Editorial Diana con un dibujo en la portada que mostraba lo que podría ser una estación espacial, su interior recubierto de lagos, afluentes, campos; el exterior protegido por rocas y una larga ventana. Leía y releía el libro. Examinaba cada dibujo a detalle y asumía como verdad absoluta los argumentos expuestos. De adulto me veía allí, soñaba con ir al espacio. Cada vez que visitábamos el Museo de la Comisión Federal de Electricidad, buscaba ese modelo, puro metal, del que sería el primer cohete mexicano. Mis padres nunca limitaron mi sueño y me proporcionaban más lecturas. No importaba si era Contactos Extraterrestres de Editorial Posada, Ciencia y Desarrollo del joven Conacyt, todos los libros de ciencia ficción de Editorial Bruguera o su contraparte soviética. Animado, investigué lo que implicaría un viaje más allá de la Luna y las estaciones espaciales en Lagrange 5. Aprendí que el objetivo para una misión siguiente, real, sería Marte. Me imaginaba estar en ella, que duraría meses, quizás dos años, para llegar a ese destino. Que quizás implicaría no volver. Así que practicaba estar “aislado” como lo puede estar un niño haciendo de
HISPANIC CULTURE REVIEW