ALCALDESA MAYOR DE BOGOTÁ
Claudia López Hernández
SECRETARIA DE CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTE
Catalina Valencia Tobón
DIRECTOR INSTITUTO DISTRITAL DE PATRIMONIO CULTURAL
Patrick Morales Thomas
SUBDIRECTORA DE DIVULGACIÓN Y APROPIACIÓN DEL PATRIMONIO
Angélica María Medina Mendoza
AUTORA
Daniela Trujillo Hassan
APOYO EN LA SELECCIÓN DE IMÁGENES DE LA EXCAVACIÓN Y DATOS RELACIONADOS
Felipe Gaitán Ammann
Julie Wesp
ILUSTRACIONES PERSONAJES
Elizabeth Builes
ILUSTRACIONES
COORDINACIÓN
COLLAGE
Yessica Acosta Molina
EDITORIAL Y EDICIÓN
Ximena Bernal Castillo
DISEÑO GRÁFICO
Yessica Acosta Molina
CORRECCIÓN DE ESTILO
Bibiana Castro Ramírez
REFERENTES GRÁFICOS
Archivo Central e Histórico, Universidad Nacional de Colombia, Fondo Ernest Röthlisberger Biblioteca Nacional de Colombia: dibujos de Alberto Urdaneta y láminas de la Comisión Corográfica Colección Museo de Bogotá-IDPC Ilustraciones de América Pintoresca: descripción de viajes al nuevo continente por los más modernos exploradores Láminas de Ramón Torres Méndez Grabados del Papel Periódico Ilustrado
IMPRESIÓN
Buenos y Creativos S.A.S.
ISBN 978-628-95266-0-8
*Esta obra literaria interpreta y reconstruye parte del trabajo de bioarqueología desarrollado en 2017 por parte del equipo de Arqueología de rescate del templo de San Ignacio dentro de la iglesia madre de la Compañía de Jesús en Bogotá, durante las obras de restauración del inmueble.
BÚSQUEDA
Y GESTIÓN DE IMÁGENES DE ARCHIVO
Alfredo Barón Leal
Para la composición de las ilustraciones se emplearon detalles e imágenes que no necesariamente corresponden en todos los casos a la época o momento exacto que se narra en la historia. Su uso por tanto apunta a enriquecer el carácter estético de la narración, más no a ser una ilustración de orden histórico y realista.
www.idpc.gov.co Impreso en colombia, 2022
HISTORIA TRAS UNA MANDÍBULA sin nombre
Especulaciones sobre la vida de una mujer en la joven Bogotá republicana
DANIELA TRUJILLO HASSAN * AUTORA ELIZABETH BUILES * ILUSTRADORA YESSICA ACOSTA MOLINA * COLLAGE
Tejer la vida, poner un rostro, dar un nombre. Historias sobre el patrimonio arqueológico de Bogotá
La fascinación con la que los arqueólogos y arqueólogas interpretan el pasado a través de los estudios que realizan de los vestigios que encuentran como producto de las excavaciones resulta a veces difícil de ser transmitida. Y es que, desde la perspectiva de un observador desprevenido, un hueco profundo con marcaciones de niveles y uno que otro objeto a veces ininteligible no logran transmitir la proyección, interpretación y, sin miedo a decirlo, la imaginación que atraviesa el quehacer riguroso de estos profesionales para poder recrear la vida que habitó en otra época.
Esta publicación es precisamente una apuesta para mostrar esa emoción que está presente en los hallazgos de patrimonio arqueológico en Bogotá. Para esto, hemos iniciado desde el sello editorial del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural una serie de publicaciones que dan cuenta de las formas en que podemos interpretar el pasado a partir de los resultados rigurosos, técnicos y especializados de los informes de arqueología, pero mostrados de manera atractiva y de acceso para toda la ciudadanía, a través de un interesante uso de la ilustración y de la creación literaria.
Los dos títulos que dan inicio a esta serie son La trama de Kinzha. Un mundo tejido en las riberas del río Tunjuelito, escrito por Sandra Mendoza, e Historia tras una mandíbula sin nombre. Especulaciones sobre la vida de una mujer de clase en la joven Bogotá republicana, de Daniela Hassan. Si bien cada título se ocupa de un periodo de tiempo distinto el primero nos transporta al siglo VIII d. C. y el segundo se centra en la segunda mitad del siglo XIX, ambos comparten algunas características que queremos destacar: fueron realizados por mujeres arqueólogas que se aventuraron a explorar la narración literaria, para lograr transmitir lo que Sandra propone como el “laberinto del arqueólogo” y lo que Daniela describe como “especular sobre algo que jamás será conocido a través de la experiencia empírica o etnográfica”.
Alejadas del lenguaje que caracteriza su oficio, las dos narraciones se centran de forma íntima en la vida cotidiana de dos figuras femeninas. Por un lado, Kinzha, una niña que nos habla de una familia muisca, y de los oficios y formas de vida que comprenden la alfarería, el tejido, la caza, la comida, los tintes, los animales y las formas de interactuar en su entorno
y en su bohío. Kinzha da cuenta de lo que debió haber sido en aquel momento la rica vida en la cuenca del río Tunjuelo, hoy convertida en un lugar urbanizado en la capital, que ha dado la espalda al agua y que aparentemente olvidó a esos primeros habitantes. Por otro lado, el relato acerca de Juana Simona, hija natural de un español y una verdulera del mercado de la plaza de Bolívar, nos acerca a los hábitos y el capital simbólico y social que ella adquirió, pese a su condición humilde, a través de la apropiación de unos códigos y prácticas sociales aprobados por las políticas de higienización y buenas maneras de la época.
Las dos historias ocurren en en el actual territorio que ocupa Bogotá. En el pasado de la ciudad. Ambas describen el contexto social y espacial de ese momento, y nos permiten imaginar estas otras vidas que ocuparon los espacios en los que hoy vivimos. En ambos casos, las historias se reconstruyeron a partir del análisis y la documentación de los vestigios: en el de Kinzha, a través de los restos cerámicos, restos óseos, marcas halladas en el terreno, tintes, textiles y formas de enterramiento. Por su parte, los datos de Juana Simona se obtuvieron a partir de una mandíbula hallada en un relleno óseo alrededor de la escalera por
la cual se bajaba a la cripta de la iglesia de San Ignacio, en el centro histórico de Bogotá. La identificación bioarqueológica, de los cálculos dentales y las calzas, entre otros, arrojaron información de su forma de alimentación, enfermedades padecidas, edad y sexo.
Las ilustraciones de ambos títulos fueron realizadas por Elizabeth Builes, quien logró grácilmente ponerles rostro y color a los mundos de Kinzha y de Juana Simona. También, para esta última, se contó con el trabajo de técnica de collage realizado por Yessica Acosta.
Tejer la vida, poner un rostro, dar un nombre, son formas de relacionar la vida de estas dos mujeres de nuestro pasado con las herramientas de la disciplina para revelarnos su existencia a partir del análisis de los vestigios arqueológicos. El conocimiento de la vida de estos seres, hasta entonces anónimos, que nos antecedieron en este territorio nos permite ampliar las formas en que imaginamos, cuestionamos y comprendemos nuestro pasado.
Patrick Morales Thomas Director Instituto Distrital de Patrimonio Cultural
índice 8 HISTORIA TRAS UNA MANDÍBULA La pobreza de los granos de oro 18 El boom de la riqueza del trigo 28 El arte del pan, la higiene, la moral y la etiqueta 32 Un matrimonio y un motín 44 Vestigios para una especulación, la excavación arqueológica en el templo de San Ignacio 56 Agradecimientos 59 Referencias bibliográficas
HISTORIA TRAS UNA MANDÍBULA
La pobreza de los granos de oro
Cerca
del año 1845, en las inmediaciones del entonces llamado Distrito Parroquial de Usaquén, María Ignacia, partera de oficio, asistió a la humilde y soltera campesina Josefa Matilde en el alumbramiento de una pequeña niña. A pesar de haber vivido múltiples experiencias realizando su labor, la matrona jamás había presenciado un nacimiento en circunstancias más precarias. Las primeras impresiones que los claros ojos miel de la recién nacida Juana Simona percibieron fueron las abolladuras de la pared de adobe que débilmente separaban a su desnudo y blanco cuerpo del frío de la sabana.
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La criatura había sido abandonada por su padre, un viajero español llamado Francisco Augusto de Orbe, quien al regresar de su aventura en las regiones andinas a su país natal se había librado de unirse para siempre a Josefa Matilde. Ella era una mujer que durante su embarazo había padecido una de las tantas enfermedades infecciosas que acechaban a la sociedad de la emergente ciudad de Santafé, es decir, de la joven Bogotá republicana que floreció en la mitad del siglo XIX.
Tal vez la viruela, el cólera, la lepra o la tuberculosis pudieron haber destrozado, desde mucho antes de nacer, la vida de Juana. Sin embargo, el pecado bajo el cual fue concebida aquella
pequeña sin padre eclipsaría el milagro de su existencia y la expondría a otros sufrimientos durante su niñez. La desgracia de ser la hija de una madre que no había guardado su reputación y castidad hasta después del matrimonio la había condenado durante sus primeros años de vida a la deshonra y el rechazo público. Aún sin gozar de ningún lujo, en la primera etapa de su vida Juana siempre pudo degustar la exquisita sopa de arroz cocinada con arracacha, achiote, manteca de cerdo y cominos, así como los bollos y arepas que preparaba su madre cuando trabajaba como verdulera en la plaza Mayor de Bogotá. Allí Josefa vendía en una tienda con un horno de leña mazorcas, arepas de maíz y una bebida fermentada local llamada
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chicha, esa con la que solían emborracharse los mismos trabajadores de la plaza. A pesar de haberse saciado alguna vez con ese valioso cereal que, según cuentan algunas antiguas leyendas de la sabana, el dios Bochica regaló al joven Picara y su pueblo muisca tras convertir una bolsa con oro y esmeraldas en semillas de maíz, el hambre y la escasez llegaron a la vida de estas mujeres cuando Juana tenía aproximadamente diez años. Por efecto del Decreto 183 del 22 de diciembre de 1827, la Ley 13 de 1842 hizo a la policía veedora de la higiene, el ornato y las costumbres y le asignó la función de llevar a cabo campañas de educación orientadas hacia la corrección de los modos de vida “vagos”, que para algunos intelectuales como
Francisco José de Caldas eran predisposiciones naturalmente negativas que los negros e indígenas tenían. Estas campañas consistían en enseñarles a aquellos “desfavorecidos” a manejar los fluidos, alimentarse y comportarse de manera civilizada. Aquel proyecto, asociado con la búsqueda de hacer renacer una república homogénea, hizo que algunos negocios que vendían alimentos nativos perdieran su legitimidad, pues la normativa se basaba en la idea de que los productos provenientes de climas no europeos extremadamente cálidos o extremadamente fríos podían pervertir el cuerpo y la moral humana.
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Entre los negocios que cayeron en desgracia estuvieron aquellos que vendían chicha. La publicidad, los anuncios y las normas hicieron que poco a poco las ventas de estos productos se limitaran y restringieran a espacios clandestinos. Así fue como Juana y su madre padecieron por primera vez el hambre.
El temor y la inseguridad que enfrentaba Josefa ante esta situación la condujeron a escuchar muy atentamente lo que la fuerza pública establecía, para así poder apegarse a la ley. Por ello, aunque no supiera leer, entendía que los estudios científicos y botánicos de los grandes ilustrados no solo habían desprestigiado las propiedades de muchos alimentos tropicales, sino que también habían clasificado como buenos los alimentos que se cultivaban en la “pequeña Europa” de la República de la Nueva Granada: la sabana que rodeaba la ciudad de Santafé. Aunque muchas familias se resistieron a dejar sus negocios y a ocultar sus gustos por la comida “malsana” y “sucia”, Josefa contactó en la plaza Mayor a los amigos y conocidos que le pudiesen ayudar a trabajar con los
productos que estaban bien vistos por la élite de la antigua Bogotá.
Uno de los grandes obstáculos que Josefa y otros campesinos y peones de los poblados de La Calera y Usaquén enfrentaron inicialmente fue la confusión con respecto a las opiniones que los criollos de clase tenían sobre los alimentos. Por ejemplo, dentro de los descubrimientos que se hicieron en esta joven nación independiente y libre se encontraba la controversial quina. Por una parte, para aquellos que clasificaban la naturaleza del país a la luz de la Expedición Botánica, este árbol amazónico podía ser nocivo para la salud pues provenía de un clima cálido y húmedo propio de las zonas tropicales o exóticas de la república. Por otra parte, estudios médicos señalaban que esta planta era un febrífugo, tónico
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y antiséptico eficiente para tratar diversos males del cuerpo.
Para fortuna de Juana y Josefa, este tipo de debates pasaron a segundo plano, pues la desesperada madre encontraría el producto que podría vender en la plaza. En las tierras frías se había empezado a cosechar y consumir trigo como en Europa. Aunque
este alimento, como otros miles de frutos, animales y semillas de origen asiático y europeo, se había introducido en América desde el descubrimiento del “nuevo mundo”, los recientes estudios ambientales habían estipulado que las condiciones de la región eran aptas para cultivar este “destacado y distinguido” alimento.
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El boom de la riqueza del trigo
Debido
a la apertura y amplia distribución del trigo, el delgado pasto empezó a ser cultivado por muchos campesinos aledaños a La Calera y Usaquén. Así, Josefa y Juana tuvieron la oportunidad y la suerte de llegar a trabajar en un puestecillo de la plaza Mayor donde vendían aquel cereal que ya se cultivaba en la sabana.
El ritual de la venta de un día de mercado comprendía armar la tienda y colgar sus productos, para que avanzada la mañana varias damas de la alta clase social, en compañía de una criada o de un indio, realizaran las compras de las provisiones de alimento para toda la semana.
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Este tipo de comensales hicieron que las ventas de trigo alcanzaran gran estabilidad. Fue tan próspero el negocio que Josefa y su hija, relegadas durante muchos años a la deshonra y el abandono, llegaron contadas veces a cubrir el placer y el costoso lujo de tomar chocolate, comer carne y pan de trigo, alimentos a los que podía acceder la clase alta bogotana.
Cuando Juana cumplió doce años, el negocio de su madre había crecido lo suficiente como para surtir a establecimientos de la ciudad cuyos productos importados eran populares entre grupos selectos de la sociedad santafereña. Desde hacía ya algunos meses la joven había estado llevando sacos de trigo a El Café del Comercio, famoso lugar situado en cercanías de la plaza Mayor y en donde en 1857 se ofrecían bebidas calientes y
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se vendían diversos bizcochos y artículos de pastelería francesa fabricados con harina de trigo.
Después de algunos meses, Juana había empezado a interactuar de forma tan activa con el dueño y los ayudantes del sitio que comprendía por qué el pan que consumían los ricos era considerado un alimento particularmente exquisito.
A pesar de que ella no dejara de sentir aquel deseo incontrolable de comer arepa o mazorca, alimentos que solía consumir desde niña, Juana estaba experimentando un choque entre sus costumbres y las nuevas formas de vida que estaba empezando a contemplar en su cotidianidad, pues lo exquisito que había en el pan era algo inigualable. El gusto y el refinamiento de aquellos que iban a comprar aquel manjar la hacían preguntarse acerca de la vida que
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llevaban, pero también acerca del arte que había en la preparación de aquella masa que, tras entrar en el horno, adquiría toda clase de formas y tamaños. El aroma, el color y el sabor de este alimento generaban en Juana un placer que pocos podían experimentar.
Había diferentes tipos de comensales que asistían a esa clase de negocios. Entre ellos se encontraban las congregaciones religiosas que encargaban el pan que se ofrecía en los funerales y rituales de mayor importancia. Otros eran los miembros de familias ilustres e intelectuales que con frecuencia se reunían en fiestas, conversaciones y comidas refinadas, que serían bien retratadas por el escritor, periodista e historiador José María Vergara y Vergara en su libro Las tres tazas.
Se trataba de escenarios a los que Juana no podía evitar desear acceder. De modo que, al cumplir quince años, le pidió al dueño de El Café del Comercio que le permitiera trabajar en la panadería, quizás con el objetivo de aproximarse a esas historias elegantes que se susurraban al oído los burgueses que hasta el momento nunca se había atrevido a conocer.
El dueño del café decidió darle la oportunidad de aprender su oficio, pues viendo que, aun siendo pobre y desaseada, la joven, además de tener una actitud inocente y trabajadora, parecía una blanca muñeca de porcelana con un porte estilizado, huella que ese ausente padre había dejado en su humilde identidad. Esto le concedía el aterrador privilegio de ser bien vista dentro de un grupo de
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comensales criollos con claros estándares de blancura. Al saber la noticia, como madre, Josefa sintió una calurosa emoción. Empezó a buscar entre todos sus amigos y conocidos los vestidos y accesorios que las mujeres de la clase alta usaban. Así, Juana no pudo evitar la vergonzosa obligación de usar toda clase de trajes baratos que trataban de imitar las tendencias de la moda a las que no podía acceder, y lucir los cortes de las vestiduras francesas, inglesas y norteamericanas hechas con telas burdas de la ciudad.
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Al llegar el primer día de su inducción, la joven sintió la fuerza de su inseguridad empujarla al interior de su casa. Su pomposo vestido amarillo con flecos blancos la hacían ser percibida por los pobres como vanidosa o petulante, y ser juzgada por los ricos como graciosa y pintoresca.
Para evitar que esta clase de sucesos continuaran ocurriendo, el dueño de El Café del Comercio se propuso introducir a Juana en algunos aspectos básicos sobre el manejo de los alimentos; puso a su disposición las lecturas acerca de las actitudes en la mesa que le impedirían espantar a los hombres y mujeres respetables que visitaban la tienda. Tales principios estaban consignados en libros escritos entre 1851 y 1854 por personajes como Antonio del Rosario Carreño Muñoz y Pío Castillo.
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Para Juana, esos signos y figuras que eran las letras contenidas entre las páginas de los libros de etiqueta eran extraños; solo podía mirarlos de reojo y con desesperación.
Llegó a pensar que aquel oficio excedía sus habilidades. Conmovido por su empeño, el propietario del café se ofreció a enseñarle el exclusivo privilegio de leer. Pasados algunos meses, empezó un misterioso proceso
de transformación. Además de convertirse en una de las pocas mujeres de la ciudad que no era analfabeta, Juana había erguido como estandarte de su cotidianidad el Manual de Carreño. Este libro, a pesar de parecerle insípido, la había obligado a aprender a leer, por lo cual la había introducido a nuevos textos y conocimientos que le revelaban la existencia de mundos diversos que rebasaban las fronteras de su recién formada nación. Aun cuando empezaba a sentirse como una mujer diferente, Juana consideraba que, al haber nacido pobre, cada vestido, expresión o artículo refinado lucirían extraños en ella. Ante estas injustas aseveraciones, Josefa insistía en recordarle que, a pesar de que en su caminar, hablar y comer delatara que no era una mujer
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de clase, tenía en su sangre las predisposiciones naturales benignas que Francisco Augusto de Orbe había sembrado en su vientre. Este español había dejado en Juana una marca imborrable que, como una espiga de trigo, la hacían lucir esbelta, delgada y alta.
Para Josefa era claro que estas características físicas de su hija podían jugar a su favor en el momento de pensar en un matrimonio que garantizara un mejor futuro para sus siguientes generaciones. Especialmente porque, a pesar de las proclamas de independencia, la sociedad seguía mirando hacia Europa con tal admiración que las raíces y la fisonomía fruto de esta tierra eran vistas con desprecio e indiferencia. En un medio en el que era difícil vislumbrar otras opciones, Juana entendía lo que su madre le decía.
A excepción de aquellas que entraban a la vida monástica apelando estar enamoradas de Dios, conseguir un buen marido era una prioridad vital para el futuro de muchas mujeres de su edad. Cerca de la edad de veinte años, hacia 1865, la joven se sintió entonces preocupada al no poder identificar entre sus contiguos a un buen esposo y al no sentir la entonces valorada vocación de vivir bajo el cálido brazo de una congregación religiosa. Además de percibir la crisis que enfrentaban las comunidades eclesiásticas producto de los proyectos de desamortización que ocurrieron bajo el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera, lo único que apreciaba de la vida católica era la oportunidad de educarse. Mas en sus lecturas favoritas no se encontraban los textos religiosos.
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El arte del pan, la higiene, la moral y la etiqueta
Entre
los libros que ocupaban un lugar en sus preferencias se encontraban los ya explorados manuales de etiqueta. En ellos aprendía protocolos de limpieza que eran la forma particular mediante la cual la gente mostraba a los otros su salud, cuidado y clase. Sin ser realmente consciente de ello, Juana poco a poco empezó a lavar sus dientes cada vez que fuera pertinente
en la cama cada noche, tal y como lo formulaba el Manual de Carreño.
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y a asearse antes de entrar
Luciendo ya como una dama mientras continuaba trabajando en la pastelería francesa, Juana empezó a sentirse cada vez más cómoda. Además de su ánimo por aprender del arte del pan y la bizcochería, su belleza y los consejos de etiqueta que había aprendido con mucho esfuerzo contribuyeron a que poco a poco fuese percibida entre los comensales de la panadería como una joven inteligente y agradable.
que con ahínco investigaban los grandes taxónomos de la época, sino también a las características fisionómicas que la joven había heredado de su padre y que eran descritas por los científicos locales como una parte visible de la bondad e inteligencia humanas.
Acudiendo a lo que Pierre Bourdieu diría más de un siglo después, podría afirmarse que Juana, a pesar de no tener capital económico, contaba ya con otros tres capitales que eran importantes en el contexto social de la segunda mitad del siglo XIX en Bogotá. Uno eran sus predisposiciones naturales, que no solo se referían a las plantas y los animales
Otro evidente capital con el que recientemente contaba Juana era la higiene, que se evidenciaba en sus prácticas cotidianas asociadas a la limpieza, la pureza y la salud, derivada esta última del consumo de ciertos alimentos.
La capacidad de Juana para encontrar lo bello y cuidar lo creado por Dios, como se reflejaba en su gusto por los ambientes y alimentos refinados, la hacían ser vista como una mujer con otro capital crucial, la moral.
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Estos capitales la hacían susceptible de acceder a lujos que tenían las personas de la élite bogotana, a tal punto que empezó a ser pretendida por un hombre adinerado, viudo y ya maduro llamado José Manuel Prieto, cuya esposa había muerto tratando de dar a luz en su tercer embarazo fallido.
Como Juana sabía que estaba al límite de la edad para desposarse y formar una familia, la aparición de aquel hombre que se hacía llamar “de ciencia” despertó su interés, curiosidad y admiración, por lo que finalmente decidió aceptar su propuesta de matrimonio.
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Un matrimonio y un motín
Lafelicidad inundó los ojos de Josefa al saber que su hija se casaría con un hombre que ocupaba tan buena posición social. Al matrimonio asistieron otros personajes de la alta clase santafereña. Durante el evento se procuró música de hogar, bizcochuelos y, como expresaría José María Vergara y Vergara, horribles manjares franceses como el té. El hecho de que esta bebida le pareciera a Juana una sobremesa absolutamente desagradable era muestra de su lejanía con respecto a los hábitos comunes de esa burguesía a la que ella pretendía pertenecer. Pero, sin importar esto, la joven fingía, y bebía y bebía esas aguas de hierbas que se ofrecía con gusto a los comensales, solo para no desentonar.
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Fingir no implicaba que Juana fuera finalmente aceptada dentro de aquel grupo de personas. Aunque ya podía acceder a alimentos diversos como la sopa de arracacha y arroz, las papas cocidas, los panes y bizcochos hechos con trigo, la carne asada, los huevos, el comino, el ajo y otra gran cantidad de comidas alguna vez descritas por Steuart, un viajero escocés que visitó la Nueva Granada entre 1836 y 1837, al pasar los meses empezó a sufrir de otro tipo de problemas nada parecidos al hambre que había padecido cuando rondaba los diez años de edad.
La joven se sentía sola. Ninguna de las mujeres se aproximaba a ella y nadie la invitaba a tomar café o té. Sin embargo, en su soledad seguía meticulosamente las líneas que escribían autores en cuyos libros se expresaba cómo lo alimentario e higiénico tenían una estrecha relación con lo medicinal.
Así, incorporaba a su cotidianidad recetas beneficiosas de todo tipo, como lo eran los dentífricos realizados con creosota pura aplicada con algodón. Además, Juana había incorporado a su diario vivir el uso de plantas medicinales recetadas y tenía una restringida dieta limitada a una pequeña variedad de frutos y vegetales, pues recordaba cómo los insumos provenientes de las tierras cálidas o húmedas habían sido mal vistos cuando ella, siendo niña, trabajaba en la plaza Mayor. Incluso intentaba comprar artículos importados que no eran cultivados en la sabana y venían de otras latitudes en donde las aguas o los aires eran “considerablemente mejores”. De modo que se regocijaba al comer las tortillas de patatas con vino que se servían en España.
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La exitosa incorporación de aquellas pautas y conocimientos prácticos hizo que Juana incluso participara en los trabajos que su esposo hacía y, poco a poco, empezó a ganar una reputación entre la comunidad científica. No obstante, era claro que los aportes que Juana hacía se sumaban a los trabajos publicados por su marido, pero en estos su nombre era siempre omitido.
La nueva vida de Juana ocupaba cada instante de su tiempo. Había dejado de frecuentar a su madre y se limitaba a mirar desde las ventanas de su ostentosa casa a quienes llegaban de afuera. A pesar de que las mujeres de otros hombres adinerados salieran ocasionalmente a la plaza a elegir los víveres que sus criados llevaban en la espalda, Juana se negaba a interactuar con aquellos con los que antes frecuentaba. Sabía que tenía una posición social bastante
discutida. Temía que en una visita ocasional a la ciudad pudiese encontrarse con algún viejo amigo y que hasta sus criados pudieran cuestionar el estatus que con tanto esfuerzo le costaba mantener.
Juana se negaba a cualquier posibilidad de retorno a su antigua vida. Por ello, hasta ese momento nada la había vuelto a llevar hacia las calles donde creció, hacia la parte que, para ella, era la más penosa de su existencia. Por ese motivo, cuando recordaba la figura de su madre, los olores de la plaza y el sabor ahumado de los bollos de maíz, pedía a la aguatera de confianza, quien desde hacía años llevaba a su hogar una tinaja llena del agua que brotaba de una de las quebradas cercanas, que además le narrara, describiera y recitara con detalle aquello que había observado en la ciudad.
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Cuando tenía 30 años, llegó a Juana un periódico en el cual se hablaba de un motín, el Motín del Pan. Las noticias relataban que el alza en el precio del “pan de a cuatro” ocurrida el lunes 18 de enero de 1875 había provocado que, en la noche del pago de jornal, el sábado 23 de enero, más de 1.500 personas se manifestaran en la plaza Mayor. Con un inmenso cartelón se alegaba contra los monopolios hidráulicos encargados de trillar el trigo, los cuales habían decidido a su antojo el precio de la maquila, lo que había aumentado el valor del pan.
En ese instante Juana recordó que, como su madre, había cientos de personas sin los suficientes recursos que vivían o se alimentaban de pan. El cálido recuerdo de Josefa provocó en ella una extraña sensación, una misteriosa y entrañable preocupación que la llevó a visitar nuevamente los barrios donde
acechaban los miasmas y las emanaciones fétidas y sucias más peligrosas y horripilantes de la nación. Aquel miedo terminó de fecundarse en la mente de Juana en el instante en el que vio a su madre, una mujer cuyo rostro expresaba los horrores de la enfermedad y la pobreza. Josefa había dejado de trabajar vendiendo trigo. Aquello no había sucedido precisamente debido a los extraños vómitos y fiebres que algunos de sus vecinos en sus mismas condiciones padecían y que les impedían moverse con vitalidad, sino por la subida del precio de la harina de trigo y la presencia de aquellos monopolios industriales que la habían hecho retornar a la desgracia.
La situación por la que pasaba Josefa movió las fibras dormidas que aún habitaban el corazón y la mente de Juana. La comodidad
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de su posición la había vuelto indolente y aquello la hacía sentir aún más miserable de lo que había sido en su pasado. Apropiándose de aquel sentimiento y de sus conocimientos, Juana empezó a buscar solución a cada uno de aquellos problemas.
llenas de algas y bacterias que finalmente provocaban la intoxicación o la deshidratación de cientos de personas. Al ver Juana que sus conocimientos no habían ayudado a mejorar la situación de Josefa, utilizó la fuerza social que ya tenía para sumarse al motín a su modo, luego de haber pasado más de diez años entre la élite bogotana. La mujer buscó entre sus conocidos a aquellos que podrían realizar verdaderos cambios políticos y promover regulaciones económicas. Hizo uso de su conocimiento sobre la forma en que funcionaba el mercado en la plaza y sobre el trigo en sí mismo para revelar entre las élites la gran catástrofe económica que podría provocar aquella sobreestimación de los precios, no solo entre las personas de las clases más bajas, sino entre las altas. Logró contribuir a la destrucción de aquellos carteles del trigo y permitir
En primera instancia trató los males de su madre con un brebaje para el cual extrajo las propiedades de pequeñas porciones de quina, ruibarbo y la corteza de una naranja agria con agua no hervida, ya que conocedores como Timoteo González presumían que, al ebullir esta, se perdía el aire que el agua contenía dentro. Sin embargo, aunque ella conociera bien las propiedades de aquellos insumos, no entendía por qué su madre no sanaba. Lo que Juana desconocía en ese momento era que aquellas aguas estancadas con las que realizaba sus remedios estaban 41
a las personas menos favorecidas acceder a un alimento cuyas propiedades ella conocía muy bien.
Cerca del año 1880, Juana murió cuando tenía aproximadamente 35 años y fue inhumada en los columbarios de la iglesia de San Ignacio, un privilegio que jamás habría imaginado. Algunos de los restos de aquellos que en su niñez crecieron con ella en los pueblos aledaños a Santafé eran entonces enterrados en Cementerio Central, fundado en 1836. Pero ella, esa niña de ojos miel cuyos sentidos experimentaron la pobreza al nacer, y a pesar de que existiera la prohibición de enterrar cuerpos en las iglesias, tuvo el lujo de ser inhumada dentro de uno de esos limitados espacios sagrados que pocos podían alcanzar.
Así, a largo plazo, Juana descansó junto a esos vecinos barones, intelectuales, libertadores, y criollos célebres y prestigiosos que vivían en las casonas contiguas a la de su cónyuge. Más allá de ser una dama con el dinero necesario para costear un buen lugar o dotada con la belleza caucásica que se quería fomentar, los miembros de su propia clase identificaron en ella a un agente trasformador de la estructura social. Alguien que representaba los valores de la nación a través de una coherencia a veces imposible incluso para los más elegantes.
A través de la pulcritud, asepsia, elegancia, educación e inteligencia que con tanta naturalidad ostentaba, esta mujer pudo reflejar entonces los capitales que en los Estados Unidos de Colombia darían a luz a una, aún incipiente, modernidad.
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VESTIGIOS PARA UNA ESPECULACIÓN, LA EXCAVACIÓN ARQUEOLÓGICA EN EL TEMPLO DE SAN IGNACIO1
1 Nota de edición: los padres de la primera expedición de la Compañía de Jesús al Nuevo Reino comenzaron la construcción de esta iglesia el 1.º de noviembre de 1610 (año de la beatificación del fundador de la Compañía, Ignacio de Loyola) y fue concluida en 1643. Su diseño estuvo a cargo del padre Juan Bautista Coluccini.
La iglesia está compuesta por una amplia nave central y dos laterales, un crucero, una cúpula, y un balcón corrido a la altura de los ventanales y la capilla anexa de San José. Dado que los jesuitas fueron expulsados dos veces del país, en 1767 y en 1850, pasó a conocerse también como iglesia de San Carlos, hasta cuando les fue devuelta en 1891 y retomó su antiguo nombre.
La iglesia se ubica en la actual calle 10.ª entre carreras 6.ª y 7.ª, en una manzana que casi en su totalidad fue propiedad de los jesuitas.
La valiosa pinacoteca de la iglesia está conformada por óleos y murales de artistas como Gregorio Vásquez de Arce, Antonio Acero de la Cruz, Baltasar de Vargas Figueroa, Feliciana Vásquez, Epifanio Garay, Ricardo Acevedo Bernal y Santiago Páramo. Uno de los espacios más bellos de la iglesia es la capilla de San José, ubicada en la parte posterior de la iglesia y que hasta el siglo XVIII fue la sacristía. Entre 1896 y 1900 el padre jesuita Santiago Páramo la decoró con una serie de pinturas al temple que la convirtieron en una de las obras de arte más imponentes de la ciudad y llegó a conocerse como la “Sixtina bogotana”.
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EnColombia existe la expresión “de dientes para afuera” para referirse a la manera en que se habla de forma conveniente ante los demás de sí mismo. Lo que querría decir que aquello que ocurre “de dientes para adentro” hace parte de la vida privada que no se muestra ante los otros. Este juego de palabras puede llegar a describir el oficio de los arqueólogos, puesto que con su trabajo se aproximan tanto a esos archivos donde los individuos del pasado pudieron haber declarado aquello que querían que supieran los demás sobre sí mismos (lo que había de dientes para afuera) como a los vestigios de aquello que hizo parte de las prácticas privadas que tuvieron esas vidas humanas ya expiradas (de dientes para adentro).
Así, más allá de recuperar artefactos del pasado, el trabajo de los arqueólogos históricos trata de leer entre líneas, interpretar aquello que no está dicho y, en algunas ocasiones, usar la imaginación sobre los datos recolectados de excavaciones y lecturas de fuentes primarias y secundarias, con el objetivo de reconstruir las identidades privadas y públicas de seres humanos del pasado reciente; es decir, especular sobre algo que jamás será conocido a través de la experiencia empírica o etnográfica.
La historia de Juana Simona es entonces una especulación sobre lo que una mujer de la antigua Bogotá hizo “de dientes
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para adentro”, un relato que nace de una investigación bioarqueológica que tuvo lugar en el año 2017, justo después de que la compañía de Jesús llevara a cabo un proceso de restauración dentro del templo y de que, como producto de las normativas acerca de arqueología de rescate, los investigadores Felipe Gaitán Ammann, Julie Wesp, Jimena Lobo Arenas y Elena Uprimny Herman descubrieran que bajo el subsuelo del templo de San Ignacio había enterramientos humanos, restos arqueobotánicos y zooarqueológicos, y artefactos textiles, cerámicos, vítreos y metálicos asociados a la Colonia y a la República.
Entre estos materiales había un grupo de restos humanos que constituían un relleno óseo en forma de L, que había sido localizado alrededor de la escalera por la cual se bajaba a la cripta de la iglesia y que, gracias a una botella de medicina fabricada en Cuba durante la década de 1880, se asoció al periodo republicano. Para ese entonces Juana Simona era una frágil mandíbula que, en su momento, se perdía entre los restos óseos mezclados de 37 individuos adultos y 17 individuos subadultos, o niños, que estaban desarticulados, que yacían sin nombre, sin rostro o sin cuerpo.
No obstante, en la búsqueda por conocer parte de la identidad de estas personas que habitaron la antigua Bogotá, el equipo de arqueólogos que hicimos parte del proyecto de San Ignacio
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aplicamos dos metodologías particulares. En primer lugar, realizamos una exhaustiva búsqueda de archivos de fuentes primarias y encontramos que se trataba de un grupo de personas que posiblemente interactuó activamente con la clase alta de la ciudad puesto que, para tener el derecho de ser inhumados en este espacio sagrado y exclusivo, quienes fueron enterrados bajo esos elegantes pisos tuvieron que haber realizado importantes donaciones a la iglesia. A pesar de esto, para el año 1893, cuando ocurrió la devolución de la iglesia de San Ignacio a los jesuitas, los restos de estos hombres y mujeres de la alta clase social fueron removidos de sus pequeños cajones para posiblemente ser dispersados en la fosa común de donde finalmente fueron rescatados siglos después.
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En segundo lugar, con la ayuda de Julie Wesp se realizó la identificación bioarqueológica de los restos óseos con el objetivo de conocer la edad, el patrón racial, el sexo y las patologías que algunos de estos individuos tuvieron. Esto permitió reconocer el sorprendente potencial de esta muestra arqueológica para responder a nuevas preguntas acerca de las vidas cotidianas y los hábitos de una clase social criolla que, según se leía en los archivos del siglo XIX, buscó incorporar nuevos hábitos y prácticas de alimentación e higiene.
Así, con la intención de conocer la dieta de aquellos que yacían en este relleno óseo de la cripta, con la ayuda de Angélica Triana empecé a estudiar los residuos que permanecieron en los cálculos dentales de nueve individuos masculinos y dos individuos femeninos entre los cuales estuvo una grácil mandíbula de un adulto joven cuyo código era el número 8. Las causas de muerte formales aún no las podemos conocer, pero luego de revisar archivos sobre defunciones y al reconocer algunas de las algas que estaban en sus dientes, podría sugerirse que quizá se intoxicaron o deshidrataron a causa de la ingesta de aguas estancadas de las fuentes que abastecían del líquido las amplias casas de la ciudad.
Después de realizar la estadística de la muestra, pude notar cómo las características de ese maxilar inferior del individuo 8 se alejaban no solo de todo lo que tenían en común los demás
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individuos del relleno óseo, sino de todo lo que parecían estar realizando los miembros de esa clase social de dientes para adentro. Las patologías y prácticas sanitarias de ese exclusivo individuo 8 eran, en términos generales, muy particulares.
Tenía calzas dentales, había sufrido una malformación dental debido a que su madre pudo padecer infecciones durante la etapa de embarazo; tenía falta de nutrientes en el útero, evidente por la ausencia de los dientes 46 y 36, y estuvo mal alimentada entre los diez y doce años de vida, pues tenía hipoplasia de esmalte en uno de sus dientes frontales.
No siendo esto suficientemente extraño, los resultados obtenidos de este trabajo evidenciaron que el individuo 8 era realmente especial puesto que, a diferencia de lo que se encontró para el caso de los demás restos humanos, fue quien menos variedad de clases vegetales consumió y se caracterizó por ser una activa consumidora de seda, algodón mercerizado, carbón y plantas gramíneas (entre las cuales se encuentran el trigo y la cebada).
A la luz de un análisis documental posterior de fuentes primarias y secundarias enfocado en recolectar información sobre la comida, la dieta y la alimentación en la Bogotá republicana, se pudo reconocer que las prácticas que esta mujer llevó a cabo fueron muy probablemente bien vistas por la sociedad intelectual, ya que se trataba de insumos
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higienizadores mencionados por autores aburguesados como José María Vergara y Vergara, Manuel Antonio Carreño o Timoteo González (quién, por ejemplo, invitaba a sus lectores a limpiarse los dientes con polvos dentífricos que contenían carbón y a curarse las heridas bucales con copos de algodón bañados en medicamentos). Asimismo, los discuros modernizadores como el del criollo Francisco José de Caldas o el del español José Celestino Mutis, parecieron calar en lo que el individuo 8 ingirió en los últimos días de su vida, de modo que evitó consumir la gran variedad de frutos o vegetales que los viajeros reportaron de la plaza Mayor para limitarse a consumir alimentos importados de Europa o cultivados en la fría sabana donde hoy se localiza Bogotá.
El descubrimiento de que el individuo 8 fue quien mejor reveló la apropiación de los hábitos de consumo cotidiano, de acuerdo con los efectos del discurso moderno establecido durante la época, resulta interesante bajo la perspectiva analítica que propone Pierre Bourdieu, según la cual las clases sociales se caracterizan por estar formadas por personas con disposiciones y prácticas similares. En el caso del individuo 8, es posible que haya existido un esfuerzo arduo por incorporar los valores generados por la clase alta de la época y una sorprendente voluntad de no ingerir los alimentos de la plaza que, para los campesinos, peones, verduleras o ella misma, podían resultar deliciosos. Lo anterior, especialmente porque
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en términos estadísticos puede señalarse una carencia de recursos en la niñez (evidente en variables como la hipoplasia de esmalte). Ninguno de los demás individuos padeció tales patologías, que permitían asociarla a un caso exitoso de enclasamiento o de ascenso social relacionado con la capacidad para acceder posteriormente a los recursos alimenticios y sanitarios.
Esto es de destacar, pues, siguiendo con los aportes de Bourdieu que se reflejaban en este contexto particular, los gustos por los alimentos se asocian a lo inherente al ser humano, a lo natural y esencial, por lo que resultan casi imposibles de modificar ya que son primordiales, cotidianos y habituales de prácticas de la infancia, que en este contexto se vinculan con la a veces romántica y con frecuencia fangosa ciudad de Bogotá en el siglo XIX.
Esta era una ciudad diversa, con ansias de refinamiento, que bajo la mirada de viajeros como Élisée Reclús, Auguste
Le Moyne, John Steuart, Rosa Carnegie-Williams, Gaspard Théodore Mollien, Isaac Farewell Holton y Ernst Röthlisberger se cubría de una nube ambigua en cuyos rincones domésticos se experimentaba el constante hedor de los residuos sin rumbo y en cuyos espacios públicos, como las escalinatas de la
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suntuosa catedral, se contemplaban los aromas de las frutas más extrañas que se hubiesen descrito hasta ese día.
Esto último permitió pensar en las habilidades sociales y de entendimiento de clase que esta mujer pudo tener. Por ello, aún sin saber su nombre, quién era su madre, qué enfermedad pudo ella padecer, si vivió con su padre, si vendió mazorca o trigo, si era realmente blanca, cuál fue su fecha real de nacimiento o muerte, si le gustaron o no los vestidos que usó, si sabía cocinar, si se casó, si participó activamente en el Motín del Pan, si conoció a Timoteo González o a José María Vergara y Vergara, si había vendido pan en El Café del Comercio para funerales o fiestas refinadas, si sabía sobre medicamentos, si investigó sobre el trigo y sus efectos o dónde estaba el resto de su cabeza, los datos que arrojó su mandíbula dieron la inspiración suficiente para recrear la historia de Juana, una mujer de esas tantas cuyo nombre jamás sabremos, cuyo rostro nadie recordará, pero cuyos vestigios estudiados a la luz del pasado de nuestra ciudad nos permiten interpretar la historia, contextualizar los elementos hallados y recrear las formas de vida de otro tiempo. Todo a partir de una mandíbula sin nombre, hallada en las excavaciones de la iglesia de San Ignacio en Bogotá.
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Agradecimientos
Cuando era estudiante, solía escuchar a Felipe Gaitán Ammann decir que aquellos que nos dedicamos a la arqueología no encontramos los objetos que tienen lugar en las excavaciones, puesto que son los objetos los que nos escogen, los que llegan a nosotros. Una perspectiva mágica que solo se comparte con las guacas, en cuanto a la virtud de ser elegido por un tesoro que si es buscado no se encuentra.
Mientras anduve en las aulas de clase, nutriéndome por la serie de teorías y metodologías científicas de la antropología, no tuve la oportunidad de entender con precisión lo que esto significaba. Pero, tras iniciar mis primeras interacciones con la cultura material, pude comprender ese extraño y cálido sentimiento de haber sido reunida con un pasado que, como obra del destino, me esperaba.
Dicho aspecto me hacía sentir día a día identificada con las increíbles historias de los encuentros fortuitos de los investigadores, arqueólogos y paleontólogos que conocieron por primera vez Troya (escenario de una guerra que inicialmente se pensó era únicamente mítica), a Lucy (la primera Australopithecus afarensis) o a Naya (quién cayó en un hoyo de la actual península de Yucatán hace unos 12.000 años).
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El proyecto arqueológico de la iglesia de San Ignacio fue, para un grupo de estudiantes y profesores de la Universidad de los Andes, la Universidad Nacional de Colombia, la Pontificia Universidad Javeriana y la Universidad Estatal de Carolina del Norte, una de estas experiencias místicas e incomprensibles que he enunciado: una guaca excavada de manera rigurosa y sistemática. En ese entonces éramos un grupo de personas desconocidas entre nosotros que por motivos diversos nos reunimos para rescatar de entre los suelos olvidados y entender, bajo el tragaluz del hermoso Laboratorio de Arqueología de la Universidad de los Andes, quiénes eran aquellos que alguna vez fueron inhumados en los espacios sagrados del templo desde el siglo XVI hasta el siglo XIX.
Sin haberlo buscado, personas como Melissa Isabel Acosta, Tania Cristina León, Diego Alejandro Ruiz, Sthefany Vélez y yo fuimos encontrados por los individuos, textiles, cerámicas, metales y sedimentos del sitio arqueológico. Mediante estos vestigios no solo conoceríamos a seres humanos generosos que nos regalarían amablemente sus conocimientos para convertirse en nuestros mentores para siempre, sino también a esas personas que habitaron los esqueletos o vestidos que alguna vez se enterraron en San Ignacio.
Entre ellas el individuo 8, quien durante el desarrollo de mi tesis de pregrado generosamente me brindó los datos más sorprendentes a través solamente de una pequeña y grácil
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mandíbula femenina. Como si quisiera que su historia fuera narrada por mí, ella compartió conmigo las variables más emocionantes que pude haber imaginado. Por ello, cumpliendo con esa misteriosa ley de reciprocidad, escribí la historia de Juana Simona tratando de traducir con mi imaginación lo que el lenguaje de la bioantropología y arqueobotánica me permitió saber. Un ejercicio literario que no hubiese podido llegar a nuevos escenarios y lectores de no haber sido por el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural y de Ximena Bernal, quienes le dieron la oportunidad a esta historia de hacer parte de las publicaciones que anualmente se realizan por parte de esta importante institución pública.
Con esto espero agradecer no solo a todos aquellos que han hecho posible dar a conocer este relato, sino también a la dueña de estos restos humanos por haberme brindado la oportunidad de convertirme en arqueóloga y darme el perfecto pretexto para que personas sabias, fuertes y sensibles como Felipe Gaitán Ammann, Julie Wesp, Angélica Triana, Catalina Hernández y Jimena Lobo me regalaran la virtud de comunicarme con el pasado a través de los objetos y me brindaran un tesoro enterrado que cambiaría mi futuro, la valiosa guaca de su amistad.
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