rrollo de éste a despecho de la periferia; el uso casi exclusivo de los excedentes en gasto, a despecho de las necesidades de inversión; el control absoluto del poder político por una élite excluyente; el progresivo deterioro moral de ésta, en coincidencia con la parálisis de crecimiento del territorio imperial; el enorme crecimiento del sector social medio con pobladores de las naciones dominadas; la cada vez mayor dependencia militar y alimenticia de la élite respecto de las naciones dominadas; etc. Y en relación con la gestación de ambos imperios, sin ser un hecho desconocido, no ha sido suficiente y enfáticamente acreditado que las dos naciones hegemónicas, romana e inka, se catapultaron sobre el desarrollo cultural y técnico de sus predecesores hegemónicos que, no por simple casualidad, eran además sus vecinos inmediatos: los griegos, en un caso, y los kollas y chankas, en el otro. En uno y otro imperio, sin embargo, aún es una clamorosa incógnita el rol complementario y decisivo que un “actor” importantísimo, la “naturaleza”, jugó en la gestación de las condiciones pro–expansivas de las naciones hegemónicas. A este respecto, nuestra hipótesis es que, coyunturalmente, la naturaleza habría sido particularmente benigna con ellas y, eventual aunque no necesariamente, dañina para los pueblos del contorno, aquellos que, en tales circunstancias, fácilmente habrían de ser sus primeras víctimas 510. ¿No ha reparado aún la historiografía tradicional que su versión sobre la historia moderna delata la gran orfandad de consistencia de su hipótesis sobre el papel de los “grandes hombres”? ¿A qué Augusto, por ejemplo, le atribuye el mérito del extraordinario desarrollo de Estados Unidos de Norteamérica? No nos lo dicen. ¿Y cuál es el Carlos V que explica el igualmente notable desarrollo de la Alemania moderna? Tampoco nos lo informan. ¿Y quién el Carlomagno del Japón de hoy? También lo obvian. ¿Por qué tales silencios y vacíos? ¿Acaso por mezquindad? ¿Quizá por un lamentable y sospechoso olvido? No, simple y llanamente porque no ha logrado identificar a los correspondientes e ilustres personajes, a los Alejandros de esas “epopeyas”. ¿Y cómo es que no ha podido identificarlos, siendo que hoy lo más abundante es precisamente la información escrita? Porque aunque existiendo ésta a raudales, aquéllos en cambio no han existido. Obvia y lógicamente, entonces, los espectaculares desarrollos de Estados Unidos, Alemania y Japón no pueden ser endosados a “individuos extraordinarios” que no existieron.
Sí han existido en cambio, en todos los grandes fenómenos históricos, antiguos y modernos, “élites” a las que, sólo en última instancia, es posible descubrir su único común denominador: concentrar una enorme riqueza inicial y el correspondiente poder político que les permite mantenerla y acrecentarla. Ellas son las verdaderas protagonistas. La inmensa mayoría de los integrantes de esas élites nos son personajes anónimos y desconocidos. Sólo se conoce, y para el caso de las experiencias más antiguas, sólo se recuerda, los nombres de aquellos personajes a los que la historiografía tradicional, arbitraria y anticientíficamente, ha endosado tanto los “méritos” conocidos de las élites a las que pertenecieron cuanto los “méritos” desconocidos y los “méritos” no reconocidos del resto de los actores.
Pues bien, como venimos sosteniendo, en el caso del Imperio Inka otros de los actores fundamentales fueron pues el sector intermedio de funcionarios y especialistas y los hatunrunas y los yanaconas. Así, la pirámide de estratificación social es una buena síntesis de los grandes actores en el proyecto imperial inka, a cada uno de los que por cierto le correspondió un papel diferente y, sin duda, una responsabilidad distinta.
Responsabilidades jerárquicas
La pirámide de estratificación social guarda estrechísima relación con la del aparato estatal imperial; y la organización de éste con lo que hoy se conoce como “organigrama empresarial”. Nadie puede decir que es a los estamentos inferiores a quienes corresponde tomar decisiones. Menos aún, pues, puede decirse que corresponde a éstos apropiarse, si los hay, de los éxitos de la gestión directriz. Pero, coherentemente entonces, tampoco nadie
TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte • Alfonso Klauer
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