miento hasta el último día del imperio. Pero más aún, hasta puede presumirse que, en un ambiente bélico casi continuo, fueron las únicas en permanecer en producción hasta el final.
Sino porque gran parte del futuro agrícola del Perú habrá de sustentarse nuevamente en la andenería. Ella, con las técnicas más modernas, será una importantísima despensa. Pero, por sobre todo, porque en sus distintos y privilegiados pisos ecológicos obtendrá frutos que sólo los Andes podrán ofrecer el mundo.
Poco a poco pues, y más acusadamente durante la prolongada guerra civil entre Huáscar y Atahualpa, habrían ido quedando abandonadas cada vez más áreas de andenes en los territorios de los pueblos conquistados: ya no alcanzaba la energía humana para trabajarlos y/o para mantenerlos.
La guerra civil imperial, patético final
Y a partir del siglo XVI, bajo la nefasta política de “reducciones” –o de concentración–hacinamiento cuasi urbano– que puso en práctica el virrey Toledo, lejos ya de sus ancestrales usuarios, quedaron absolutamente a expensas del tiempo. Si la cifra proporcionada por Valcárcel es correcta, las terrazas andinas han sido, sin duda, la más grande y monumental obra de inversión e ingeniería realizada por los pueblos cordilleranos en su larga historia. No sólo por la enorme extensión que habrían alcanzado en miles de años de historia. Sino porque su forja supuso un despliegue de tiempo y esfuerzo realmente extraordinario. Frente al costo y esfuerzo que demandó esa milenaria y tan gigantesca realización, empalidecen a nuestro juicio los méritos en la construcción de Machu Picchu, Ollantaytambo e incluso Sacsahuamán. E incluso antes, en la construcción del castillo de Chavín de Huántar, las líneas de Nazca o la imponente ciudad de Chan Chan. No obstante, la andenería no ha ocupado sino una fracción infinitesinal del tiempo y espacio que la historiografía tradicional le ha dedicado a huacos, tejidos e iconografía andina. Y pensar que fue por la producción alimentaria de aquélla que han podido concretarse éstos logros de la cultura andina. Y no al revés. Pero todavía estamos a tiempo de reparar el error. Los especialistas deben pues estimar, por ejemplo, cuánto tiempo, esfuerzo humano y recursos demanda construir una hectarea de andenes. No sólo para después, retrospectivamente, atribuir a cada pueblo y a cada cultura pre–inka lo que le corresponde.
En síntesis, en el contexto del proyecto imperial inka, la numéricamente pequeña élite alcanzó, transitoriamente, durante el siglo de su hegemonía, la mayor parte de sus objetivos. Pero a costa de forzar a los pueblos dominados a ir exactamente en la dirección opuesta a la que necesitaban tomar para alcanzar los suyos. Sin embargo, la traumática y paulatina destrucción de los pueblos dominados conducía, a la postre, e inexorablemente, a la liquidación del imperio. Ya sea porque desaparecería en el instante mismo en que, eventualmente, terminaran de caer exterminados los pueblos que lo sostenían. O, en su defecto, y más probablemente, porque con estrépito caería arrasado por éstos cuando no quedara otro camino. El proyecto imperial inka, el Tahuantinsuyo, no tenía pues ninguna posibilidad de mantenerse indefinidamente vigente. La élite inka había repetido todos y cada uno de los errores que antes, en el territorio andino, habían cometido las élites chavín y chanka –y, en otras latitudes, los imperios de Mesopotamia, Egipto y Roma, para citar sólo a los más recordados–. Y en todos los casos, sin excepción –y a despecho del silencio antihistórico y anticientífico de la historiografía tradicional–, el
TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte • Alfonso Klauer
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