Es coherente entonces que, con muchísimos menos recursos de propagación masiva, al idioma castellano le costara mucho más tiempo alcanzar esos mismos pobres resultados. Porque en efecto, tras casi 300 años de Colonia, también apenas el 10 % de la población peruana hablaba castellano. ¿Cuán más lenta y difícil no habrá resultado entonces la difusión del quechua o runa simi de los inkas durante el Tahuantinsuyo? ¿No resulta obvio, pues, que para que el quechua alcanzara a ser el idioma más hablado de los Andes, tuvo que ser el resultado de un larguísimo proceso de muchos y muchos siglos, e incluso de milenios? ¿Y que si se sabe que el Imperio Inka apenas llegó a tener menos de un siglo de vida, tuvieron necesariamente que ser pues otros quienes lo “impusieron”? En sentido contrario, si con todos sus recursos el castellano tardó casi 500 años en hacer desaparecer el idioma muchik –porque los últimos que lo hablaron murieron en la década del 70 del siglo que acaba de concluir–, ¿cuánto más no habría tardado el quechua es desplazar cualquier idioma? Simple y llanamente no tuvo tiempo de erradicar ninguno. Ni siquiera en aquellos pueblos en los que las terribles represalias inkas representaron el genocidio de toda la población masculina adulta, porque bien se sabe que las principales propagadoras del idioma son las madres, que es por eso que se habla de “idioma materno”.
Los idiomas imperiales
En todos los pueblos, en la historia de la humanidad, ha sido desde los centros de po-
der desde donde se han expandido los idiomas. Allí donde los centros de poder no tuvieron sino alcance local, el idioma correspondiente no abarcó pues sino un ámbito muy restringido. En correspondencia, qué duda puede caber, los poderes imperiales deben contarse entre los centros de irradiación idiomática más notables. Su poder, en muchísimos órdenes de cosas, alcanzó a muchos pueblos con muchos idiomas. Muy extrañamente, sin embargo, aun cuando concretaron generalmente sus expectativas de enriquecimiento, casi ningún imperio en la Tierra ha logrado concretar sus expectativas de expansión lingüística. En efecto, a pesar de la enormidad de sus conquistas militares, el iraquí mesopotamio no es hoy sino un idioma nacional, y el persa de los iraníes otro tanto. Casi lo mismo debe decirse del idioma egipcio: no es el idioma de todos los pueblos que fueron conquistados por los faraones. Y a ese respecto, ¿no son acaso equivalentes las frustraciones de los griegos y de los propios emperadores romanos? ¿No es cierto acaso que en menos de un tercio de los territorios que conquistaron éstos últimos se habla lenguas de origen latino, aun cuando hegemonizaron durante largos 500 años? Bien puede decirse, pues, que el caso de la América castellana es excepcional. Y ello no es sino el resultado de que los procesos históricos aquí no fueron iguales a los que se dieron en Europa, el norte de África y el Medio Oriente. Ciertamente, si la revolución de la independencia del siglo XIX hubiera sido liderada y consolidada por nativos –como ocurrió en todos aquellos otros espacios, en distintos momentos–, téngase la absoluta seguridad
TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte • Alfonso Klauer
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