transitoriamente la fuerza de trabajo del ayllu que representaban a disposición de otros kurakas –como refiere Rostworowski 666–. Ciertamente, en esa nueva relación había un intercambio entre kurakas, y, en mérito a ello, supuestamente había también “reciprocidad”. Esto fue suficiente para confundir –a los cronistas de ayer y a los historiadores de hoy–, para que se siguiera creyendo que se mantenía el principio de recíproco y equitativo beneficio. No había tal. Se trataba de una relación completa y radicalmente distinta. Por de pronto, ésta ya no era una relación bilateral: individuo–individuo, o ayllu–ayllu. Esta modalidad era, en realidad, una relación trilateral: kuraka1–ayllu–kuraka2. En ella, sin embargo, la voluntad de los integrantes del ayllu no contaba. Voluntariamente, quizá en algunos casos, o en contra de su voluntad, sin duda la mayoría de las veces, los miembros del ayllu eran obligados a trabajar en beneficio de un tercero. Los miembros del ayllu no actuaban pues como sujetos sino como objetos, cuyo valor equivalía a los beneficios que recibía el kuraka que los representaba. Y mientras que uno y otro kurakas obtenían beneficios –paga en el caso de uno, y realización material en el caso del otro–, el grupo humano que realizaba el trabajo no obtenía ninguno. ¿Cómo seguir sosteniendo que en ese caso había “reciprocidad”? Era, más bien, simple y llanamente, una relación comercial: un kuraka “alquilaba” la fuerza de trabajo del ayllu, pero no al ayllu mismo, sino al “dueño” del mismo. En esa relación, sin embargo, la mayor o menor importancia de los kurakas, o la mayor o menor urgencia de uno de ellos, determinaba no sólo el precio del servicio, sino, incluso, el tipo de relación que realmente se daba.
El precio que una de las partes tenía que pagar por la fuerza de trabajo de que disponía la otra, dependía fundamentalmente del factor “fuerza”. Ese monto o cantidad (tipo de mujeres, volumen de ropa, número y calidad de los objetos suntuarios, coca, etc.), dependía –según afirma Rostworowski 667–, de la fuerza de las partes. Mientras más débil era el que requería contar con la fuerza de trabajo, más alto era el precio que debía pagar. En el caso extremo inverso, por consiguiente, el precio era cero. Así –afirma nuestra historiadora 668–, “es muy posible que cuando los gobernantes del Tahuantinsuyu acrecentaron su poder, encontraron en el mecanismo de la reciprocidad un estorbo y una demora para sus planes...”. Al parecer, pues –decimos–, eliminaron el pago al kuraka, aún cuando siguieron haciendo uso de la fuerza de trabajo del ayllu. En tal caso, la relación Inka–kuraka ya no era pues, ni lejanamente, de reciprocidad, sino simple y llanamente de dominación.
La “reciprocidad” y la guerra imperial En el contexto de expansión imperial apareció una nueva deformación de la ancestral práctica de “reciprocidad”: el poder imperial “alquilaba” el servicio de tropas para conquistar otros pueblos. Esas tropas eran las que iban a la guerra a cambio de un estipendio al kuraka del pueblo o del ayllu correspondiente. En esos casos, la participación en la lucha por el triunfo del ejército imperial era compensada con la disponibibilidad de nuevas y mejores tierras 669, o retribuida con vajillas de oro, más yanaconas y/o mujeres 670.
TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte • Alfonso Klauer
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