INTRODUCCIÓN
El año 1861 la Municipalidad de Lima acordó reformar la nomenclatura de las calles o cuadras de la ciudad, suprimiendo para ello los antiguos y particulares nombres que tenían y reemplazándolos por otros cuya expresión genérica se extendiera a lo largo de cada serie continuada de arterias urbanas. Esas nuevas designaciones serían las pertenecientes a los departamentos y provincias del Perú, las que se colocarían en el plano de la población en orden semejante al que tales circunscripciones políticas y administrativas tenían en el territorio nacional. La flamante nomenclatura oficial, puesta en vigencia el año siguiente, 1862, solo llegó a tener sanción popular tras largo decurso de tiempo. El vecindario, por fuerza de hábito –y ahora podríamos decir que por un feliz instinto conservador– prosiguió utilizando las viejas nominaciones de las calles de su ciudad; y aún en las direcciones comerciales se cuidaba, al precisar los nuevos nombres adoptados, de señalar entre paréntesis el apelativo propio e individual de la cuadra que se quería aludir, para su más fácil localización. Recién entrado el siglo XX comenzó a generalizarse el empleo de la nomenclatura oficial, por lo que son ya muy contadas las calles que por arraigadas particularidades siguen siendo conocidas por sus nombres tradicionales. Dos fueron los motivos que inspiraron y determinaron el cambio de la nomenclatura urbana de la capital: uno, de objetivo práctico, y otro, de índole especulativo. El primero se fundamentaba en la necesidad, cada vez más imperiosa, de simplificar el antiguo sistema de dar un nombre propio a cada calle, ya que la ciudad abría nuevas vías urbanas en su acelerado proceso de crecimiento y, aún a corto e ineludible plazo, tendría que traspasar el cerco que le formaban sus murallas coloniales. Se arguyó, con razón valedera, – 21 –