La fiesta de tres días Paco Olvera
No recuerdo si ya lo he recordado. En este momento no se si lo que escribo, lo he escrito antes. Tal vez, a jirones, a pedacitos, como partes de otros relatos. O ya no me acuerdo de lo que escribo, o escribo de lo que ya no me acuerdo bien. Pero ¡que bonito es recordar cuando recordaba más rápidamente! En fin, recuerdo que uno de los acontecimientos más emocionantes durante mi infancia era el cumpleaños de mis papás. Eran varias las singularidades en torno a sus fechas de nacimiento. La primera es que eran muy cercanas, mi papá nació un 31 de julio y mi mamá un 2 de agosto. Por esta misma razón, compartían el mismo signo zodiacal, cosa que al ir creciendo me hizo ver que la ciencia de los designios estelares es arcana y en ocasiones no es precisa: tenían caracteres diametralmente opuestos, mi mamá era un polvorín y se enojaba mucho, mi papá era un epitome de la serenidad, eso sí ambos nos querían mucho. Pero la más significativa de las particularidades de sus cumpleaños para nosotros niños, es que eran en vacaciones y en plena feria, de hecho, el 2 de agosto es el “Día de la virgen de Los Angelitos”, santa patrona de Tulancingo. La feria era para nosotros un reino mágico, era lo diferente, lo exterior, el cambio a lo que era rutinario. Y lo que hacía que esta magia se potenciara, era que, durante esta fiesta de 3 días, los papás, muy animados por las bebidas alcohólicas, eran especialmente espléndidos con nosotros, y nos daban bastante más dinero del que nos daban en el resto del tiempo que duraba la feria. Estas pequeñas fortunas, al menos para nosotros lo eran, nos permitían ir a disfrutar de todas las maravillas que la feria representaba.
Había diversos tipos de maravilla, iniciaré por la comida. El pan “de feria” (o de fiesta, como también era conocido). Eran hogazas que estaban formadas por una larga tira cilíndrica, que era dispuesta siguiendo las formas de unas letras “S”. La cáscara del pan era de un color café obscuro, que decía mi abuelita que se debía a que los barnizaban con huevo. Tenía un adorno de ajonjolí, el cual estaba dispuesto en dos “caminos” a los lados. Cuando lo íbamos a comprar, siempre lo sacaban de unos huacales de carrizo, y estaban envueltos en trozos de manta y sumergidos en hojas de zapote. Estas hojas estaban frescas y despedían un aroma muy singular, muy agradable, mismo que se adhería al pan. El migajón era muy denso, y el sabor era inconfundible y delicioso, decían todas las tías y abuelitas que tenía que ser traído de Tlaxcala, pues una buena parte del sabor dependía de ser preparado con agua de “por allá”. Para rematar la exclusividad en el sabor, de entre todos los vendedores, el pan más sabroso de todos era el que traía “El viejito”. Este era un apelativo que podría describir a mucha gente, y cuando le decíamos a mi abuelita que si apoco sería el único viejito que vendía pan, se desesperaba y nos decía, “¡no repeles chamaco y ve a comprar el pan!”. La indicación adicional era que, “se ponía donde siempre, a lado de los fotógrafos frente a la puerta de la iglesia de Los Angelitos”. Lo increíble, es