Grisura Sheila Heti, trad. de Pedro Flores
Julio 16, 2020
El mundo entero podía seguir siendo gris, como lo era en el pasado, en esas películas antiguas. Pero un día aparecieron los colores, en algún momento entre entonces y ahora. Creo que debieron ser las guerras. Después de las guerras la gente decía: Necesitamos una razón para estar menos molestos. Y alguien sugirió ¿colores? El mundo estuvo de acuerdo en que los colores eran necesarios para sacar a todos de la desesperación de la muerte y de todos esos huesos apilados. Y aparecieron los colores. Sencillamente llegaban en camiones y todos tomaban hasta llenarse. Era labor de cada persona en el planeta poner los colores donde debían estar. Algunas cosas se decidían de antemano, como hacer que la hierba fuera verde y te podían multar si hacías que la tuya fuera roja o azul. Pero en otras cosas se podía decidir, como el color de tu camisa. Había un pequeño comité de personas que tomaban las grandes decisiones; eran necesarias, como también lo era cada humilde individuo, haciendo su tarea. El mundo respiró aliviado: ¡todo era mucho más bello ahora! Y por varios días no hubo guerras, sólo gente disfrutando de los colores, pero los humanos se adaptan rápido a lo que es hermoso y agradable, y las guerras comenzaron de nuevo. Entonces el comité se disolvió. Hace mucho tiempo yo era parte de este comité—no el original, sino uno conmemorativo, formado por las hijas del comité. Nos reuníamos para tomar nota de lo que realmente ocurría en esas conversaciones, de modo que lo pudiéramos contarlo al mundo. Le preguntábamos a nuestros padres: ¿Cómo es pertenecer al comité? ¿Cómo transcurren las reuniones? Pero algunos habían perdido la memoria, y otros estaban enojados con los demás miembros del comité y no nos dirían por qué. Logramos reunir muy
poca información para compartir con el mundo, para la posteridad. Entonces también nosotros nos disolvimos. Nos dijimos: Simplemente gocemos los colores. ¿A quién le importa cómo llegaron aquí? Y eso hicimos. Nos convertimos en uno más como toda la gente, no en archivistas del pasado, sino en tipos comunes caminando entre los colores del presente, como si no supiéramos nada más. Entonces un día Amanda pensó que sólo deberíamos contarle a todo el mundo quiénes habían participado en dispersar los colores sobre la tierra, personas comunes, quienes en verdad lo hicieron. El resto de las hijas estaba cansado, pero yo quería hacerlo con ella porque me agradaba y porque sonaba divertido. Le pregunté si consideraba que podía llevar mi cámara de cine y respondió que sí, hasta podíamos hacer un documental. Fuimos a un pequeño poblado y sin más nos instalamos en la plaza y entrevistamos a la gente que pasaba en su domingo de compras y les preguntábamos cómo vivieron cuando empezó a haber colores y si habían participado en colorearlo todo. Sólo le preguntábamos a las personas mayores. La mayoría de ellos no quería hablar con nosotros, pero una mujer de edad accedió. Nos invitó a tomar té en su casa. Su apartamento estaba lleno de colores, igual que el resto del mundo, excepto por un rincón, que permanecía gris. Era su propio rincón secreto que no había sido coloreado—¡tal vez era el único lugar del mundo así! El mundo se habría convulsionado de saber que un rincón no había sido pintado; pero ella nos contó que en cincuenta, sesenta, setenta años, no había permitido que nadie entrara. Prefirió renunciar a tener esposo y amigos, de manera que así podría conservar un rincón del mundo sin colorear. Era claro que para ella era un descanso tenerlo así, tan descansado como tener de amigo un pequeño ratoncito gris. Oh, nos dijo, hablando a la cámara,