Asilo/Luna de miel Joyce Carol Oates, trad. de Pedro Flores
Julio 30, 2020
“Asilo”. Una vez que la palabra se pronuncia en voz alta hay un cambio sísmico. Lo sentirás. Como un hilo (muy corto) a través del ojo de una aguja, rápidamente entra y rápidamente sale. El aire mismo se vuelve delgado, acerado. En la periferia de tu visión, un oscurecimiento inmediato. La penumbra comienza a encogerse. En el tiempo, se convierte en un túnel. Siempre angostándose. Hasta que la luz remanente es lo bastante pequeña para caber en dos manos. Y después se extinguirá. Porque cuando se pronuncia “asilo”, al fin se reconoce el hecho: No hay esperanza. Sin esperanza. Estas palabras son obscenas, impronunciables. Estar sin esperanza es estar sin futuro. Aún peor, al reconocer que estás sin futuro, te has “rendido”. Y así, cuando la palabra “asilo” la pronuncia por primera vez—con cuidado con cautela, una doctora de cuidados paliativos—ninguno de los dos la escucha. O, si la oyes, no registras que las has escuchado.
Porque si ninguno de los dos la oye, tal vez no será (nunca) pronunciada. Pero de alguna manera ocurre: “asilo” se dice cada vez con más frecuencia a medida que pasan los días. Y de algún modo ocurre que tu marido, sorprendido él mismo, empieza a hablar de sus “últimos días”. Como “creo que estos pueden ser mis últimos días”. Como con timidez. Al teléfono muy temprano una mañana, cuando él llama, como ha estado llamando, inmediatamente después que el oncólogo que hace sus rondas en el hospital lo ha examinado. Al teléfono. Sin que pueda ver tu rostro. Y tú el suyo. Una nueva timidez como la primera, la timidez inicial. Encontrando una manera de decir te amo. Para algunos, una declaración imposible—te amo. Pero tu esposo logra manejarlo lo mismo que tú, de alguna manera: te amo. Y ahora, años después, se convierte en: “creo que estos pueden ser mis últimos días”. Estas palabras las escuchas por teléfono de manera clara, irrevocable, pero (dirías que) no las has escuchado. ¡No!
Un zumbido leve en los oídos, un timbre, como una alarma distante, una alarma en una habitación cerrada. Eso es todo.
Pero sí, sí las has oído. Debes haberlas oído. Porque las paredes de la habitación se tambalean vertiginosamente a tu alrededor, la sangre huye de tu cabeza dejándote lívida, cayendo de rodillas como una niña aterrorizada, tartamudeando, “¿qué?, ¿qué estás diciendo? Eso es ridículo. No digas esas cosas. Qué diablos quieres decir con ‘días finales’”
Porque si no la oyes, tal vez no ha sido pronunciada (aun).
Tu voz se eleva salvajemente. Quieres lanzar el celular lejos de ti.