Lee+ 149 Moda: la dictadura perfecta

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Brenda Ríos

Perder la fortuna, el estilo, jamás

PARÍS y el exceso desbordado

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ué viene a nuestra mente cuando decimos París? ¿El Louvre? ¿Los cafés al aire libre? ¿Las francesas que presumen de no engordar nunca sin hacer régimen? ¿La moda? ¿Las novelas de adulterio jugosas? Le debemos más que eso. Le debemos los libros coffee table, los peluqueros, los diseñadores, los panaderos, la fascinación por la realeza, que se transforma en fascinación por las celebridades: alguien a quién mirar y copiar, si se puede y el bolsillo lo permite. Le debemos los centros comerciales, las vitrinas, la idea de ir de compras, las guías de viajero, la alta cocina, los altos y complicados peinados, el modo de usar los cubiertos, la cristalería, el vino, la comida, los sombreros, la poesía, los jardines, las ideas de refinamiento y elegancia, las fiestas, el adulterio, los peluqueros, los oficios dedicados a mejorar la apariencia que cobraron vida en Versailles. La vida del palacio se extendía al mundo en una muestra de esplendor, lujo y fastuosidad, sin llegar a lo grotesco o a lo extremo. Contención y elegancia, sutileza. Eso era París. Para los alemanes, el suicidio; para los franceses, el romance. Para unos, el orden; para otros, el placer, ¿y sí? ¿Es sólo el placer la posibilidad del encantamiento en la posmodernidad? París es sinónimo de refinamiento, delicadeza y lujo. Pero no siempre fue así. Dice Joan DeJean, en su libro The Essence of Style: How the French Invented High Fashion, Fine Food, Chic Cafés, Style, Sophistication and Glamour, que la historia de cómo París se convierte en lo que pensamos cuando alguien dice París es la historia de hombres y mujeres que pudieron reinventar la rueda en distintos campos, gracias a que entendieron la importancia de dos conceptos: mantener el alto nivel de calidad y olvidarse de lo barato. Nunca subestimar la importancia de la decoración y el ambiente. Los franceses, dice ella, entendieron muy bien el concepto de marketing; fue ahí donde empezó la moda, la industria de la moda, y desde entonces no suelta el monopolio de una imagen que perdura, esplendorosa y actual. Ella, la parisóloga (ha escrito once libros sobre París, entre literatura francesa, historia, arquitectura y demás), en otro de sus libros más vendidos, How Paris became Paris, The Invention of the Modern City, cuenta cómo las ciudades modernas le deben tanto al diseño urbano, a la planeación metódica, a los espacios abiertos de una ciudad que se abría al mundo en un periodo entre guerras. París eliminó las fortalezas y abrió los cafés y las calles, las vitrinas: las mujeres caminan en la ciudad, a diferencia de cualquier otra ciudad europea. Nada de esto sucedió en el xix, sino dos siglos antes. Ahí radica la verdadera modernidad y, seguramente, el éxito posterior. París fue, por mucho, la ciudad mejor planeada de Europa desde el siglo xvii, no por nada también fue la primera en tener guías turísticas para recorrerla.

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“Para los franceses, el buen gusto es el más fructífero de los negocios”, afirma Jacques Necker —citado por la genial Joan DeJean—, un banquero genovés y uno de los últimos ministros de finanzas del gobierno francés antes de la Revolución de 1789. ¿Pero qué es el buen gusto? Si se trata de algo que se gasta tanto y se reinventa, entonces podemos alcanzarlo, no resulta imposible. París es una marca propia, un sello de garantía. Una idea de que lo mejor y lo más refinado que hubo en el mundo estaba ahí antes, en un solo lugar con demarcación geográfica. La París sucia, con una política dura respecto de los migrantes, no nos interesa tanto; está demasiado cercana, es real. ¿Las pelucas son de buen gusto? Representan el antecedente de las extensiones, quizá. Ya existían en la Antigüedad clásica, pero no fue hasta la París del siglo xvii que se hicieron populares y extremas. Sin embargo, existe el rumor de que se comenzaron a usar, así como los sombreros grandes, en el instante en que los reyes y los hombres de la nobleza comenzaron a perder cabello. Parece que la sífilis tuvo que ver con ello; atacó a militares, duques, papas y artistas de toda índole. Como muestra, están ahí los maravillosos retratos que servían también como escaparate privado de moda cortesana. Como nota al pie, cabe recordar que el sombrero pequeño que usan las mujeres de clase trabajadora en Bolivia surgió porque, a inicios del siglo xx, un vendedor inglés que tenía un excedente de producción logró convencerlas (al inicio eran las mujeres de clase alta y, luego, como sucede con el tiempo, la moda “baja” y se queda, transformada y adoptada, en la clase obrera) de que ese sombrero pequeño era “la última moda en París”. Esa expresión permearía toda América en los dos últimos siglos en distintos niveles: en la alta y en la baja cultura; en la alta y en la baja costura, como lugar común, como pretexto, como justificación. Importa París y no Francia en sí. Fue Walter Benjamin quien definió al flâneur, justo porque, además de todo, en París se camina. Por las mismas calles donde décadas antes Baudelaire escribió los Pequeños poemas en prosa, que son viñetas de una París urbana y moderna: con luz eléctrica; con gente en la calle, bebiendo a altas horas, haciendo la vida: una combinación del mundo industrial, un rechazo al modelo burgués, a lo convencional, al puritanismo del viejo mundo. Y la imagen que perdura no es ésa, sino la otra: la de París del exceso y el esplendor. París es un producto de importación tan especial que el informe anual Top 100 City Destinations 2019, realizado por Euromonitor Internacional, la anuncia como la sexta ciudad más visitada en el mundo. Es decir, cinco siglos después del trabajo de mejora y embellecimiento a cabalidad por los jardineros, arquitectos, decoradores,

Brenda Ríos. Escritora. Vive en Ciudad de México (intentó escapar, pero no lo logró) y no tiene mascotas. Tampoco es vegetariana. Ha escrito unos diez libros de ensayo y poesía. Algunos de ellos pueden ser descargados de manera libre (porque es buena y generosa) en <poesiamexa.wordpress.com> y en <laflecharoja.com.mx>.


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