Las mexicanas de la Scala Mauricio Elí*
J
oseph Nye conceptualizó el soft power hace menos de dos décadas. Considera (palabras más, palabras menos) que es la habilidad de seducir al diálogo internacional gracias a la exhibición orgánica de los valores culturales y distintivos de un país, lo que se podrá traducir, por ejemplo, en la atención del turismo académico y artístico. De tal suerte, que países como Francia (con el Louvre o la Torre Eiffel), Estados Unidos (con sus universidades o Disneyland®), o Italia (con la Torre de Pisa o el Coliseo Romano) han atraído miles de millones de dólares anuales gracias a la penetración de su poder suave. México, por su parte, ha mostrado sus culturas en cada oportunidad y, en esta ocasión, quiero enfocarme en el cruce de estos dos últimos países: La ópera y el teatro alla Scala de Milán, considerada la casa de ópera más importante del mundo. Puede sonar aventurado, pero una rápida revisión de los anales de la historia reciente nos muestra que nuestro país es una de las potencias más importantes del mundo en cuanto a talentos operísticos. En una entrevista, el director coral y profesor de canto de origen español, Carlos Aransay, me señalaba que “en ningún lugar del mundo he visto tantas voces tan buenas”, aclarando que es la mejor cantera vocal que él haya conocido. Hoy hay jóvenes promesas mexicanas formándose en las escuelas de más alto rendimiento en el mundo como el Palau de les Arts Reina Sofía. En el cruce que menciono más arriba hay un punto que no se puede perder de vista: 5 de las grandes divas que han pisado la Scala son mexicanas. El número puede no ser sorprendente a primera vista, pero en la medida que el texto progrese podrá usted ver que hablamos de figuras de enorme importancia. La lista empieza en 1862 con la icónica Ángela Peralta (1845-83), a
quien injustamente se tiene destinada al olvido a pesar de ser una de las más grandes glorias nacionales. Aquí aparecerán muchas réplicas, pero quien diga que no existe un olvido oficial omitirá sin duda que los poquísimos homenajes que hay a su nombre son superficiales y no pasan de una pequeñísima calle junto al Palacio de Bellas Artes (ahora peatonal y que casi nadie sabe que tiene nombre, entre las avenidas Juárez e Hidalgo que bien pudieron, cualquiera de las dos, llamarse como ella) o un par —literalmente— de teatros, que si acaso existen en el imaginario colectivo, resultan indignos de una figura de su talla. Angélica de voz y de nombre, como la llamarían en Italia, es considerada una de las belcantistas más relevantes de su época al grado de que, al regresar a México en 1865, fue aclamada por sus admiradores que se agolparon en el acto oficial que la recibió . Originaria de Mazatlán, Ángela Peralta fue bautizada como el ruiseñor mexicano por la prensa internacional y encantó con su voz a mandatarios como los emperadores Maximiliano I y Carlota I de México, quienes la nombraron Cantarina de Cámara del Imperio; tuvo su propia compañía de ópera con la que presentó giras dentro y fuera del país, con una orquesta encabezada nada menos que por Juventino Rosas con quien, por cierto, compartió la habilidad de la composición. Su influencia era tal que fue ella quien trajo a tierras aztecas el estreno de la ópera Aída y de la Misa de Réquiem de Giuseppe Verdi en el extinto Teatro Nacional, protagonizando ambas en 1877, apenas seis años después de encabezar el debut de Guatemotzin, ópera de Aniceto Ortega que solamente se interpretó dos veces (ambas por Peralta), y seis años antes de su muerte causada por la epidemia de fiebre amarilla.