Crónicas de la Escritura

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Memorias de mis múltiples rostros

Aparecí de la nada, los humanos me dieron forma, significado, y me dotaron de un poder superior. Para ellos fui todo y a la vez nada, y aunque ahora me conocen con un nombre, hace unos 38.000 años a.C. no lo tenía. Para entender quién soy, creo necesario devolverme a aquel tiempo donde las piedras y la oscuridad y frialdad de las cuevas fueron las únicas testigos de mi existencia. Mis recuerdos más remotos me sitúan en un lugar frío y desierto, tal vez rodeado de hielo, llevaba así desde hace más de 40.000 años antes de mí. El mundo experimentaba el último período glacial (que había iniciado hace aproximadamente 110.000 años) protagonizado por enormes capas de hielo y un lento pero seguro descongelamiento. En la Cueva de Blombos, ubicada al sur del continente africano, un hombrecillo que deambulaba por ahí raspaba el hielo de algunas rocas de la zona. Accidentalmente rayó una de las piedras con la roca que tenía en su mano, lo que dejó

un trazo disparejo en esta. Esa fue la forma física más primitiva que adquirí: una línea. Entonces pude verlo, a mi creador, un ser pequeño y peludo, el vello invadía su pecho y brazos. Su frente era pequeña y sus cejas sobresalían. Sus ojos negros guardaban una mirada penetrante y llena de curiosidad que me observaban con detenimiento. Su nariz y su boca eran anchas y estaban rodeadas de una abundante barba y un cabello desordenado. Me miraba expectante, como si se preguntara qué había hecho, y con un movimiento inseguro pero curioso, volvió a rayar. Me hizo nuevamente, me dibujó tres, cuatro veces más, y hasta entender qué pasaba, se acercó y dibujó más seguro sobre una piedra de ocre un patrón de líneas que semejaban rombos. Debo admitir que no estoy seguro de que ese fuera el momento exacto de mi creación debido a que fue hace mucho tiempo, pero lo que sí puedo afirmar es que los registros gráficos hallados a lo largo de la historia dan prueba de mi omnipresencia. Memorias de mis múltiples rostros

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