Pueblear Sandra Hernández
Opinión
H
e sentido un extraño placer al descubrir que pueblear, una palabra tan familiar en nuestras expresiones cotidianas, no se encuentra en el Diccionario de la lengua española. Que todas las personas sepamos qué es y de qué se trata sin necesidad de que alguien o algo nos proporcione una definición es como un acto de involuntaria rebeldía. La simple idea de pueblear me remonta a la infancia, cuando mis padres anunciaban que saldríamos de viaje: «¿Adónde iremos?» era la pregunta obligada; «Vamos a pueblear», la respuesta. Y así comenzaban los periplos: con las maletas en el auto y la carretera sin destino fijo, pero, eso sí, con una consigna clara: si nos gustaba el poblado, nos quedábamos a pernoctar. La memoria más vívida de estas travesías es cuando puebleamos por Michoacán. Algunos pueblos de paso, para caminar y conocer un poco, comer algo local y buscar artesanías, y otros para permanecer unos Pueblear, una palabra tan familiar en nuestras dos o tres días y perdernos en sus calles a la más pura y tradicional usanza expresiones cotidianas, de nuestro verbo protagonista. Aquella no se encuentra en el vez, para la última parada, ya teníamos Diccionario de la lengua la cajuela del auto a reventar: que si la guitarra («Un pecado pasar por Paracho española. y no comparar una», dijeron los artesanos) y las vasijas de cobre martilladas a mano, que si las ollas de barro para el pozole, los auténticos dulces típicos para el antojo, los ponchos de lana para el invierno o los juguetes de madera para el hermanito menor. El punto es que no cabía un alfiler más
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