EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 71 ENERO 2022

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 7

NRO 71 — ENERO 2022 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE EL AMOR DE DESPUÉS CRISTINA CARDENAL 7 EL GUERRERO CHIITA FEDE MARONGIU 10 MIRABA SUS ZAPATOS GABRIELA MAYER 15 FUMADOR COMPULSIVO MARÍA PAZ SALAS 19 JEROME WHITEHEAD OSWALDO CASTRO ALFARO 23 LAS DOS CAMPANAS MARINA GÓMEZ ALAIS 27 EL REGALITO GUSTAVO VIGNERA 35 PERDER ADÁN ECHEVERRÍA 39 SENTIDO INVERSO CRISTINA OLEBY 47 CINCO PARA LA MEDIANOCHE LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 50 FLASH MOB -ACTUACIÓN RELÁMPAGO PATRICIA LINN 53 EL PLAN GRACIELA MATRAJT 57 GOLPE A GOLPE JOSÉ A.GARCÍA 62 DE GOLPE CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS 66 FAUCES DE LA NOCHE JOHN PUENTE DE LA VEGA 69 EL HIJO DEL REY MANUEL SERRANO 75 BROMA DE NAVIDAD J.R.SPINOZA 81 5


LAS RUINAS, LA NIEVE Y EL VIENTO JOSÉ LUIS VELARDE 84 RENACER SERGIO SANTA CRUZ 90 DIJO EL ECO CARLOS M.FEDERICI 94 UNA HISTORIA DEMASIADO CORTA FÉLIX ARMANDO QUIRÓS TEJEIRA 109 EL EDICTO DEL REY LIDIA J.LEZAMA 115 LA ANCIANA DEL REBOZO BLANCO ALEJANDRO ALÍ 120 CALOR HUMANO ALEJANDRO MUÑOZ 122 LA FORTUNA Y EL MILAGRO MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIA 124 EL ENEMIGO DEL PUEBLO TIRR JUAN MARTÍN PARIS 128 ¿Y QUÉ HACEMOS SI SE NOS MUERE EL CABALLO? CRISTIAN BERNACHEA 135 ÚLTIMA POSTAL DE AMOR FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO 139 SUPLEMENTO TRENES COMO SIEMPRE MARCELA GALLARDO 144 ÚLTIMO VIAJE CLARA GONOROWSKY 146

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unca pensé en las consecuencias del después. Los rayos del sol calentaban mi piel desnuda, y el ruido de los coches anunciaba la hora punta en París. Me levanté de aquella cama extraña como flotando, podría jurar que mis pies no tocaban

el suelo, y aun así dejé que los dedos de mis pies apretaran con fuerza la alfombra, como queriendo anclarme a esta nueva realidad. Una ráfaga de aire abrió del todo la ventana. Estaba en el cuarto piso del hotel, me asomé a la ventana y observé a los peatones por la calle. Hombres y mujeres que corriendo se zambullían en el metro o desaparecían en los comercios. Tan bonita y terrorífica era París, que en cualquier momento te acariciaba como al siguiente te masticaba y regurgitaba como comida en mal estado. Tomé consciencia de mi desnudez un minuto después, cuando las yemas de mis dedos acariciaron la cicatriz de la cesárea que recorría mi vientre de parte a parte. No era más que una línea paliducha, erosionada por el paso de los meses desde que di a luz. Un leve ronquido proveniente de la cama me recordó que no estaba sola. Dudé si girarme, mientras mirara hacia afuera, hacia el bullicio de la ciudad no tendría que centrarme en aquel que me retorcía las entrañas. Y aun así lo hice. Marc se había dormido enredado entre las sábanas. Su piel morena brillaba bajo el sol de la mañana. Se estaba dejando crecer la barba y el pelo normalmente engominado luchaba por extenderse en todas direcciones. Traté de no pensar en la noche anterior, en cómo había llamado a Jean para decirle que necesitaba pasar la noche en la oficina, en lo buena mentirosa que me había vuelto, en cómo después de una, dos o tres botellas de vino mis labios se perdieron en los de Marc y me volví obsesa de su lengua. Una ligera humedad se extendió por mi entrepierna. Casi recé a un dios en el que no creo para que me diera una señal, para que Marc se despertara en ese preciso momento o que me diera tiempo a vestirme y salir a hurtadillas. Fue la segunda. Serían apenas las nueve de la mañana cuando puse rumbo a casa. Me alisé 8


el enredado cabello mirando mi reflejo en el metro. Le había dejado una nota a Marc antes de irme, un simple “hablamos luego’’. Subí los dos pisos que me separaban de mi apartamento con una lentitud exacerbada. Busqué las llaves en el bolsillo de mi abrigo y extendí la mano para meter la llave en la ranura. Apenas había comenzado a dar la primera vuelta cuando vi que no llevaba mi alianza. Por un momento me congelé, pero luego recordé: la alianza con la que Jean me había propuesto matrimonio estaba bien guardada en mi joyero desde hacía meses, cuando con el embarazo se me habían hinchado tanto los dedos que la tuve que cortar con alicates. Cuando entré en la casa el aroma a café reptó hasta mi nariz. A Jean le gustaba el café solo y era capaz de beberse varias cafeteras al día. Su voz llegaba atenuada desde su oficina. Le odiaba por ello, odiaba que hubiera pasado página tan rápido. Aquel cuarto, su oficina, que había pasado horas decorando, dibujando animales en las paredes, montando una cuna que ni siquiera había tenido tiempo de estrenar. Me llevé la mano al vientre, como cada vez que pensaba en el niño dormido que una vez lo había habitado. Y odié a Jean una vez más, por no haber querido escuchar el nombre que silenciosamente le había dado a mi niño muerto. Por no dignarse a tocarme hasta que la cicatriz fue casi invisible. Suspiré, de tristeza y amargura y rabia. Porque ahora era el después, después de mi hijo, de mi marido, de mi amante. Nunca se me había dado bien estar sola y ahora, como una broma del universo y del dios en el que casi no creo, siento que mi corazón está apagado y enterrado al lado de Baptiste.

CRISTINA CARDENAL

España

Instagram: @cristina_cardenal

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a ovación lo recibe apenas entra en el estudio de televisión. El ring lo aguarda en el medio, equidistante de las cuatro tribunas repletas de niños y adolescentes acompañados por sus padres. Los más pequeños se le acercan mientras camina hacia las escaleras y lo

abrazan. Primero debe rodear todo el escenario donde tendrá lugar la pelea y agitar las sábanas con las que los vestuaristas le han confeccionado algo parecido a lo que usan los musulmanes, o a lo que ellos vieron en películas como Lawrence de Arabia. Es parte del espectáculo. Los verdaderos luchadores se deben a sus fanáticos y en esas recorridas delante del público pueden tener contacto directo con ellos. Son los que toman verdaderamente en serio lo que hacen, los que estudian hasta el último detalle su rutina. Aquellos que no dejan librado al azar ni un segundo de los siete u ocho minutos que duran las peleas. Con sus cincuenta años a cuestas, Reinaldo Funes, conocido desde hace años por el personaje principal que ha interpretado, el Guerrero Chiita, sabe todos los trucos habidos y por haber de la profesión. Es por eso que trata de gozar cada segundo y cada ovación que el público le dedica. Es consciente de que él no es el destinado a ser campeón mundial de catch, pero al menos se le ha permitido ser uno de los personajes principales. También ha interpretado otros luchadores de menor éxito, como el Yaguareté, el Hombre de Cromañón y Serpentor, que le han ayudado a mejorar sus ingresos. Pero el Guerrero Chiita es pasión de multitudes. Al llegar a la primera esquina del cuadrilátero, lo sorprende una lluvia de papel picado y espuma de carnaval. Uno de los papelitos se le mete por dentro de la máscara y le molesta en un ojo. Se lo frota con el puño izquierdo hasta que logra sacarlo. Maldice e insulta por lo bajo. En ese momento nota que está harto. Ya son muchos años de Guerrero Chiita, Yaguareté y toda esa mierda. De recibir migajas mientras otros, el gordo ese fofo que se hace llamar “campeón del mundo” principalmente, se llenan de guita. De a momentos la bronca lo supera. En la segunda esquina escucha a alguien que lo putea. Lo ignora y hace una pose para las cámaras mostrando su musculatura que ya no es la que era unos años antes. Sabe que, así como es el favorito de algunos, también tiene sus 11


detractores. Principalmente los fans del lechón campeón. Los niños saltan delante de él y algunos mandan saludos a sus familiares frente a las cámaras de televisión. Funes piensa que la estrella de ese show es él y, disimuladamente, los aparta con su cuerpo para obtener un buen plano. En la tercera esquina ve ingresar a su contrincante, el viejo mantecoso, campeón del mundo de pacotilla. Instantáneamente los niños lo sueltan y corren hacia él. Funes los insulta para sus adentros: Pendejos de mierda. Luego putea al viejo mientras hace gestos despectivos hacia las cámaras que lo enfocan. Son escasas porque ahora todas están centradas en el campeón. El Guerrero Chiita lo sabe y les arroja un tacho de basura que tiene a mano para llamar su atención. Funes piensa que tendrá que dejarse golpear por el gordo. Que luego, deberá arrojarse al suelo cuando el viejo campeón le aplique ese golpe que solo él sabe hacer. Que tendrá que simular estar desmayado por lo menos unos diez segundos. Sabe que es el perdedor. Llega a la cuarta esquina y sube los peldaños que lo llevan hasta la superficie del cuadrilátero. Mientras atraviesa las cuerdas alcanza a ver a su esposa en una de las tribunas cercanas. Una belleza entre la multitud. Ve a su lado al hombre sonriente, engominado, lascivo, que tiene un brazo alrededor de su cintura. No tarda en comprender. El Guerrero Chiita gana el centro del ring y levanta los brazos, algunos lo aplauden, otros los silban. A esta altura ya quiere descargar su furia con alguien. El árbitro llama a los púgiles al centro del ring. Comienza la lucha. El campeón del mundo cae ante el primer golpe que recibe del Guerrero Chiita. Se levanta, sorprendido, sin comprender por qué su compañero, su empleado, no hace la rutina que tienen tan ensayada. Siente sangre en la boca. Le llega un segundo impacto, esta vez en el vientre. El campeón se dobla en dos. Hay un silencio absoluto en la tribuna. El Guerrero Chiita arroja todo el peso de su cuerpo sobre las cuerdas y se impulsa como con una catapulta para aplicar un golpe en el rostro de su contrincante. Está harto de ser el perdedor. El campeón recibe el rodillazo devastador y se desmorona. Queda tendido sobre la lona. Le 12


cuentan hasta diez, pero no reacciona. El Guerrero Chiita mira a su alrededor. Por unos segundos parece que el mundo se ha detenido. Silencio absoluto. Luego comienzan los gritos. Algunos niños lloran en forma desgarradora. Funes se acerca al árbitro que no sabe qué hacer. El hombre está boquiabierto en medio del ring observando al campeón que gime sin poder levantarse. Aturdido, alza el brazo del Guerrero Chiita declarándolo ganador. Este se trepa a las cuerdas del ring y grita con toda la fuerza de sus pulmones, extendiendo los brazos como un ave fénix de pura violencia. Funes no espera, salta del escenario donde el ex campeón recién comienza a recuperar el conocimiento y corre hacia la tribuna como poseído. Dos sujetos de seguridad le cierran el paso y él los derriba empujándolos con su cuerpo. Trepando las gradas de dos en dos llega hasta el sujeto con el cabello engominado que ya no sonríe. La esposa de Funes quiere interponerse, pero el luchador la aparta de un empellón. La mujer pierde el equilibrio y cae por las gradas que paulatinamente van quedando vacías de espectadores espantados por el espectáculo. El Guerrero Chiita, totalmente desencadenado, aplica una seguidilla de golpes al torso del engominado. Lo levanta por encima de su cabeza y lo arroja contra las sillas de plástico más cercanas. El hombre, con el pelo ahora completamente revuelto, queda inmóvil mientras la sangre se desliza por su rostro. Los de seguridad regresan, esta vez acompañados por dos policías. El Guerrero Chiita sonríe mientras le llueven los golpes de los servidores públicos. Un bastonazo le parte un incisivo pero no logra borrarle la sonrisa. Todos se le arrojan encima simultáneamente. Le ponen esposas y lo empujan hacia la salida del estudio. Algunos niños que permanecen en el lugar todavía lo saludan con cariño. Las cámaras de televisión enfocan al hombre esposado. Los relatores que comentaban la pelea han callado. Funes sonríe para las cámaras, con los labios hinchados por los golpes y con sangre en las comisuras y la nariz. Por primera vez, en su fuero más íntimo, el Guerrero Chiita es feliz. Sabe que hoy él es el protagonista, que muchas cosas van a estar mejor, que es el nuevo campeón. Hoy, 13


Reinaldo Funes, el Guerrero Chiita, es el ganador.

FEDE MARONGIU Argentina / Italia

Twitter: @fedemarongiu666 Instagram: @marongiufederico

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o miraba sus zapatos. Durante cada una de las clases de quinto grado miraba sus zapatos. Tenía unos mocasines negros, creo que de gamuza. Esos con dos flequitos que cuelgan apenas y se cruzan. Sus pies eran bastante grandes, considerando que

teníamos diez años. Pero eso era lógico: Dante era alto. Alto y flaco. Cuando estábamos cerca, me parecía tan lindo que no me atrevía a mirarlo a los ojos. En el aula nos separaba apenas un pasillo que dividía las filas de nuestros pupitres. Siempre llegaba con los zapatos limpios a la mañana. Era el mayor de tres hermanos; todos iban a nuestro colegio. En el recreo me quedaba en el sector de las chicas, en el hall grande de piso de madera. Cuando nos dejaban. A veces, aunque hiciera frío, nos obligaban a salir al patio si el hall estaba ocupado con alguna actividad. Jugábamos al elástico, a la soga. O nos poníamos a charlar en grupitos. Los varones siempre se la pasaban pateando en la cancha en el fondo. Él volvía a clase con un poco de tierra adherida en los zapatos. *** Después, en sexto grado, miraba sus medias. Según el reglamento de la escuela, tenían que ser blancas. Y el blanco se gasta, se mancha con el desteñido de tintes rojizos o azulados. Pero las medias de Dante, no. Siempre llegaban blancas y relucientes. Usaba esas que tenían rayitas verticales, creo que de la marca Ciudadela. Mi mamá siempre decía que eran las mejores, aunque las más caras. También miraba sus pantalones. Era una tela de gabardina gris. Dante crecía rápido, tan rápido, que a veces la madre no llegaba a comprarle enseguida un pantalón de un talle más grande. En verano a veces se bajaba las medias y quedaban a la vista sus tobillos. Su piel era muy blanca, tenía apenas un poco de vello rubio. El pantalón era exactamente igual al de los demás alumnos, porque todos comprábamos el uniforme en las mismas casas de ropa. Pero a mí me parecía que el de Dante era el más lindo de todos. Algunas veces lo miraba pararse camino al 16


recreo, o cuando pedía permiso para ir al baño. La gabardina caía con elegancia sobre las piernas. Incluso cuando le quedaba corto. *** Después, en séptimo grado, miraba su camisa. Era blanca, el bolsillito con el escudo bordado. El cuello almidonado, prolijo. Nunca una marca de suciedad, ni siquiera después del recreo. Abrochados todos los botones, algunos tapados por la corbata azul. Solamente algún día de verano, cuando ya nos aproximábamos al fin de curso, noté algún mínimo rastro de transpiración en la tela blanca. Los últimos días de séptimo grado, al fin me animé a detener mi mirada en su cara angulosa. El pelo castaño y ondulado, un poco rebelde. Las cejas redondeadas, apenas tupidas. Los ojos grandes, verdes. Las pestañas largas y algo curvas. La nariz aguileña. Los labios perfectos, como dibujados. La barbilla fina, delicada. Para el acto de fin de curso, nos eligieron a mí como primera escolta y a él, como abanderado. Con ese porte tan lindo, era conmovedor verlo llevar la bandera de ceremonias. Salimos de la oficina de dirección. Solo se escuchaban nuestros pasos. Entramos al salón de actos, él delante, y yo pocos pasos detrás, junto a la segunda escolta. Nos aplaudieron. Creo que estaba mi familia y la suya también. Mucho nos aplaudieron. Cuando terminó el himno, él bajó la bandera, siguiendo las indicaciones de la directora. Desde mi metro de distancia, vi que algo no andaba bien; la tela celeste y blanca se bamboleaba de forma inesperada. La banda sobre el pecho de Dante se movía; con los nervios no lograba colocar el mástil de madera en el pequeño hueco. Nadie más se había dado cuenta. Ni la maestra a pocos pasos, ni la segunda escolta. Me acerqué. Nuestros dedos se chocaron por un momento, hasta que, juntos, logramos calzar la bandera en la banda. 17


Volví a mi lugar, sintiendo electricidad en todo el cuerpo. Después, mientras la señorita Alejandra hablaba de Sarmiento, mi vista recorrió su pelo ondulado, la espalda apenas ancha. Por última vez, miré el pantalón de gabardina. Sus medias blancas. Sus zapatos.

GABRIELA MAYER

Argentina

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l volcán se había despertado bostezando con ira hace una semana, enviando proyectiles y temblores que se hicieron constantes, como unas contracciones difíciles de ignorar. Clara no había podido despegarse de los cultivos, que a cien metros

lucían irreconocibles, cubiertos con cortinas. No recordaba un lunes sin trabajo. Escuchó a Pedro dejar las llaves sobre la entrada y le sonrió cuando apareció junto a ella en el jardín, sacudiéndose el pelo, haciendo volar la ceniza. Ella le preguntó cómo le había ido y él le dio un beso en la mejilla que casi ni sintió. Clara recordó cuando solía agarrarle la punta de la nariz con los dos dedos, mientras ella se quejaba y él se reía. —Mañana evacúan a la mayoría de las familias con niños. Vamos a cerrar el colegio. —Va a pasar, como siempre. La mirada de Pedro se perdió en los cultivos y luego subió al cielo. Una explosión hizo retumbar las ventanas. —Deberíamos irnos nosotros también —le dijo Pedro sin mirarla. —Nosotros no tenemos hijos. Pedro no dijo nada, soltó un suspiro entrecortado, como si necesitara botar aire. Clara reconoció en sus ojos un tinte acusatorio, como un rayo verde que llega y luego se desvanece. No le sostuvo la mirada. Comenzó caminar hacia los cultivos para hablarles. Está lejos, son 2.500 metros de altura, está lejos, no puede alcanzarnos. Quería decirles ese tipo de cosas. Para el miércoles las noches ya habían dejado de existir. El cielo se iluminaba siguiendo las luces del volcán, asesinando la oscuridad. El pueblo a sus faldas se despertaba de madrugada, con calambres. Pocos durmieron esa noche. Y por la mañana del jueves, Clara y Pedro tuvieron que ayudar a Víctor, el vecino que todos los días se sentaba en la entrada de la casa a mirar el cielo, como un espectáculo. A su lado, su perro interrumpía la siesta para ladrar, molesto. Víctor soltó una risa áspera que se convirtió en tos, las arrugas de su cara se expandieron.

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―Este sí que quiere evacuar ―–dijo revolviéndole las orejas. Clara barría la entrada con movimientos cada vez más pesados. Desde una escalera Pedro pasaba una escoba sobre el techo de zinc. Hacía pausas para toser. Se está complicando, don Víctor, dijo mientras bajaba. Pero el viejo hizo un movimiento con la mano, resoplando. Apuntó hacia el volcán con el dedo. ―Yo lo entiendo. Yo también fui un fumador compulsivo. Clara le puso una mano sobre el hombro, sacudiéndole el polvo y los tres se voltearon al escuchar el nombre de Pedro. El último de sus alumnos en dejar el pueblo corría con pasitos cortos y rápidos para darle un abrazo. Pedro se arrodilló para estar a su altura y lo sujetó, susurrándole, cerrando los ojos. Lo soltó y lo vio irse. Lo vio tomar la mano de su padre y luego miró a Clara. Ella se despeinó el flequillo, ocultando sus ojos. Van a volver, quiso decirle, pero no fue capaz. Él volvió a casa sin despedirse. ―Usted no se va a ir nunca, ¿verdad? ―le dijo Clara al viejo. ―Nunca. ―Me quedo con usted. ―Entre los tres nos apañamos ―dijo acariciándole el lomo al perro. La lluvia de cenizas se hacía cada vez más espesa, y cubría techos, autos, huertos y cabellos, como sábanas con tentáculos. Polvo grisáceo sobre la televisión, la radio, los libros. Alcanzaba todo y ya era domingo. ―Esto es como vivir en un cenicero ―dijo Pedro, hablando por primera vez ese día. Clara asintió con la cabeza. Cada movimiento dejaba un rastro blanco. ―Mañana evacuamos ―dijo antes de levantarse, sin esperar una respuesta. Esa madrugada Pedro se movía inquieto. Recolectaba cosas a su paso. Tomaba recuerdos, fotos, buscaba con la mirada para no olvidar. Clara lo seguía a ritmo lento, metiendo su ropa sin doblar en un bolso, deteniéndose para mirar los cultivos por la ventana, sintiendo que sus brazos eran hilos sin voluntad. Trató de

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moverse lo más que pudo, pero después de un rato no pudo más y se quedó ahí, inmóvil en el pasillo. Cuando Pedro abrió la puerta una arena grisácea se deslizó por la entrada y una ráfaga de cenizas le nubló la vista a Clara por unos segundos. Se puso la mochila sobre los hombros con manos temblorosas y la miró desesperado. A su espalda la gente huía y el volcán brillaba como una antorcha. Escupía lluvia blanca. Cubría la aldea con un manto. Pero estaba lejos, a 2.500 metros de altura. Lejos, no podías alcanzarnos. Vamos, decía Pedro. Clara sentía que la ceniza se posaba en sus pestañas como una mariposa. Volvió a fijar los ojos fuera de la casa, hacia el murmullo de un grupo que evacuaba, dándose instrucciones sin mirar atrás. Y entonces dejó caer el bolso. ―Por favor ―dijo Pedro. ―No puedo. ―Yo no me voy a quedar. Se hizo pequeña ante uno de tus estruendos, encogiendo los hombros, tapándose las orejas. El sonido hizo vibrar los vidrios. ―No quiero que te quedes –dijo en esa posición. Pedro abrió la boca un poco y cerró los ojos, por un segundo. Su piel cada vez más sucia. Los volvió a abrir y salió, protegiéndose con los brazos. Clara empujó la puerta y la golpeó dos veces para lograr cerrarla, luchando con la arena, la ceniza y el polvo. Se dejó caer y soltó el aire, dejando salir una ráfaga que en su mente imaginó como la de un fumador compulsivo que soltaba bocanadas de humo y alivio.

MARÍA PAZ SALAS

Chile

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ntes que Jerome Whitehead desapareciera de este mundo, corrió la voz que los vientos jamaiquinos lo rescataron, llevándoselo una madrugada hacia donde nadie sabía. Atribuyeron su muerte a la adicción a la hierba colombiana,

hongos alucinógenos y cocaína. Nadie sospechó que un par de sicarios lo achicharraron vivo en un ajuste de cuentas. Cuando el fiscal de turno ordenó el levantamiento de su cuerpo, recogieron pedazos de carne chamuscada y lo identificaron por el tatuaje de una isla en el tobillo derecho. Se habituó a armar encerronas en el cuarto miserable donde recogía sus huesos para dormir. Los interminables días de drogas, alcohol y sexo promiscuo con adictas que cambiaban la piel por momentos de alucinaciones le alteraron el juicio tropical y nunca imaginó que el brazo largo del narcotráfico limeño lo alcanzaría. Cuando cantaba las canciones de Bob Marley en su pueblo nativo, donde la costa de arenas blancas se moja con el mar cristalino del Caribe, alguien vio su potencial y lo convenció de abandonar las playas, el agua de coco y las morenas que morían por su apariencia. Engañado por un falso empresario llegó a Lima dispuesto a convertirse en el rey del reggae nocturno en Miraflores. Una noche disfruté su performance y al terminar se me acercó para ofrecerme una tarjeta de presentación y animarme a buscarle contratos. Fue el inicio de la amistad que terminó abruptamente cuando la magia negra del vicio le guiño el ojo. Siempre que podía, daba una vuelta por el local donde actuaba y lo esperaba para invitarle un sangúche de lechón con salsa de cebolla y un par de cervezas. Aprovechaba para disfrutar sus ocurrencias típicas. En su media lengua, mezcla de jerga peruana e inglés hablado entre dientes, nos reíamos abiertamente al contarme que era capaz de ver respirar a los cocoteros, visualizar las notas musicales en el horizonte y escuchar el sonido estereofónico de las olas. La seriedad a veces lo asaltaba y la melancolía lo golpeaba con rudeza. Me hablaba de la pica pica de los zancudos y de una hermosa jamaiquina llamada Georgette, a la que había dejado embarazada por confiar en Mr. Bermúdez, el empresario que le 24


pintó pajaritos en el aire y le fregó la vida. Jerome vendió lo poco que tenía para afrontar el capital inicial del proyecto. No bien pisó Lima descubrió el engaño y tuvo que recursearse con su guitarra y facha estrafalaria. Ingresó al mundo de los músicos callejeros, deambuló sin éxito hasta que las calles y plazas barranquinas notaron su talento. Casi sin uñas que comerse, un alma caritativa le ofreció el estelar de un pequeño local en Miraflores. Fue el salvavidas milagroso que evitó se ahogara, pero no le impidió entrar al mundo sin retorno de las drogas y malas compañías. Cuando anochecía en su Jamaica adorada, luego de fumar marihuana, Jerome Whitehead acostumbraba untarse el cuerpo desnudo con ron agrícola de la Martinica. Llevaba su mecedora a la orilla de la playa y esperaba que los primeros zancudos lo picaran. En ese instante sabía que estaba listo para ir a dormir. Se enjuagaba en las tibias aguas de su mar bendito, recogía la mecedora y se acostaba para caer en el sueño profundo donde sus ronquidos competían con la tormenta tropical para ver quién descuajeringaba las palmas de la cabaña. Al día siguiente estaba presto para romperle las caderas a su Georgette e iniciar la jornada de taxista en su carro viejo. ―Mr. Serrney, lo que te voy a contar casi nadie lo sabe ―me dijo una noche. Acostumbrado a sus exageraciones, poco me sorprendía lo que pudiera decirme. ―Bob Marley una vez me dio la mano y no la lavé en tres días. Así era Jerome Whitehead. No sé si fue un alienígena de carne y hueso o un ser puro, honesto y algo estrambótico. Su sencillez era tan grande como los enormes drets que le alcanzaban las rodillas y que más de una vez se enredaron en ellas. En una ocasión se le atascaron en la puerta del Ford y casi se desnucó al poner el motor en marcha. Jerome, con seguridad tienes merecido el fuego purificador que un par de desalmados te infringió, pero tus errores no le quitan al anochecer de tu vida la bohemia de tu destino, escrito en estas tierras. Mucho menos descuelga la hamaca 25


en que nos mecías rítmicamente en las noches de bares. Te inspirabas para cantarle a capella a tu Georgette y yo me veía obligado a quitarte la boina rastafari y exigir la franciscana propina bien merecida. Apuesto que en el cielo de los rastas haces dúo con tu maestro y entre nubes de hachís le cantas a la dama caribeña que nunca verá tu regreso… So, woman, no cry No, no, woman, woman, no cry Woman, little sister, don’t shed no tears No, woman, no cry El lamento de tu vibra ahumada por el incienso de tus amanecidas, buen Jerome, incomprendido y estafado, recala en el océano lejano, más allá de mis tierras, las tuyas, quisiera mías, perdidas en los caminos de los rones que nunca nos tomamos. En aquellas donde piratas, corsarios, filibusteros y bucaneros echaron raíces para fundar ese paraíso apellidado Bacardí. En donde quiera que estés, limón, hielo y Coca Cola. Ten paciencia y espérame. Demoraré bastante en llegar, pero lo haré. Por el momento, llora por Georgette mientras yo amo a mi mujer…

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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ay días en los que uno no debería levantarse de la cama. Dejarlos pasar como si esa hoja no figurara en el calendario, hacer de cuenta que la semana tiene seis días y el año, trescientos sesenta y cuatro. Si lográramos poner la vida en

perspectiva, veríamos con claridad que, lejos de perder demasiado, quién sabe, tal vez conseguiríamos sacarle ventaja al destino y hasta burlarnos de él, evitando de ese modo encontrarnos con la persona equivocada. Una simple decisión en la que detener nuestro tiempo individual y salir de escena por unas míseras veinticuatro horas, impediría poner en movimiento los engranajes de una concatenación de hechos funestos que desembocarán en males irreversibles. Sería tan fácil practicar este mecanismo si pudiéramos vaticinar el futuro o, cómo en el caso de Marta, si solo nos hubiera escuchado. Hay personas que no se cansan de pedir consejo para luego hacer, exactamente, lo contrario. Con Clara, le rogamos que lo pensara y que no se dejara llevar por sus impulsos ni por falsas ilusiones. Le advertimos que la vehemencia solía pagarse carísima. Le aconsejamos que no fuera. No sería exacto hablar de malos presentimientos, solo sentido común porque había una serie de indicios que conducían hacia una ruta de fracasos. Quizás, el aguijón de la duda quedó clavado, pero ella —como siempre— hizo caso omiso y allí fue, dispuesta a encontrarse con ese puñado de letras sin voz, sin rostro, sin nada que le otorgara cierto atisbo de garantía o un lejano soplo de confianza. Nosotros opinamos que las relaciones virtuales no deberían pasar a otro plano porque nacen viciadas de engaño y ocultamientos. Y después de los cuarenta, la ingenuidad no tiene perdón, pero Marta demostraba un sutil masoquismo o una obstinada vocación al suicido emocional en cada uno de sus actos, una marcada tendencia a no aprender y a repetir, indefinidamente, los mismos errores. Se encontraron a almorzar, tal como habían acordado para reconocerse: él, vestido de verde; ella, de rojo. 28


Será siempre una incógnita para nosotros la primera impresión que se llevó de él en ese primer contacto. Jamás hizo ningún comentario acerca de su aspecto físico, salvo algo así como que parecía un “ridículo duende irlandés”, con lo cual supusimos que no hubo atracción —más bien, burla— ni nada destacable o digno de mención. Y si como dicen, tanto el amor como la comida entran primero por los ojos, en el caso de Marta existió un empecinamiento por aceptar todo lo que acompañara aquellas palabras escritas desde el anonimato, parapetados detrás del monitor de la computadora. En ese primer encuentro, ni siquiera se dijeron sus verdaderos nombres, persistieron en esos tontos seudónimos que usaban para chatear: el “corresponsal de guerra” y la “azafata”. Y suponemos que escondidos tras sus falsas identidades, intercambiaron tantas mentiras como sus imaginaciones pueriles se los permitieron. Marta fue escueta en su relato, se mostró evasiva y escatimó detalles, como si ya no confiara en nosotros. Tuvimos la lejana esperanza de que esa actitud significara desilusión, pero desgraciadamente, no fue así. A las semanas, nos encontramos con ella y ya no podía disimular su entusiasmo. La vimos tan exaltada que nos dio pena, pensamos que ya había perdido el poco criterio que tenía. Tal vez, nosotros —tan tradicionales— no alcanzamos a comprender que solo se trataba de mera diversión y que no había ninguna búsqueda de compromiso en este cruce casual. Es improbable que las relaciones humanas logren sostenerse en el tiempo sobre la base de la mentira. Sería aceptable si se planteara como un partido de truco, donde el juego consiste en pactar de antemano que todos harán trampa porque esa es la regla que lo rige, pero el problema tal vez, radicó en que el partido se prolongó más de lo debido y fue perdiendo, paulatinamente, el encanto. No supimos de Marta por un año. Hasta que una tarde —que no olvidaremos más—, irrumpió en nuestra casa, en medio del festejo de mi cumpleaños, sin saludo ni regalo, sin noción de la fecha, atrapada en el egoísmo característico de los que fueron absorbidos por un conflicto que solo les permite 29


ver su propio ombligo. Ni siquiera advirtió que la casa estuviera repleta de gente ni le importó que tuviéramos que interrumpir y abandonar la reunión para hablar con ella aparte, encerrados en la cocina. Había perdido ese ánimo jovial de adolescente alborotada por una estampida hormonal frente al desafío de un nuevo amor, para convertirse en un espectro de mirada opaca, aspecto de abandono y gesto hosco. Ni la sombra de aquella Marta que se despidió diciéndonos que sospechaba que estaba a punto de tocar el cielo con las manos. Desde esas alturas, era de suponer que un aterrizaje forzoso terminaría, inevitablemente, en tragedia. Vino en busca de ayuda, pero esta vez, no hubo confidencias ni consejos. Después de un año desaparecida, con descaro y sin ambages, nos pidió dinero prestado. Intentó dar alguna explicación absurda, pero al notar la complejidad estudiada de su discurso, la detuvimos para que se ahorrara la mentira. Entendimos, de inmediato, que todo estaba fuera de control y que el juego se había degenerado para transformarse en alguna clase de vínculo ominoso. Tanta vergüenza le provocaría revelarlo que no podía más que apelar a la invención de un modo enfermizo, para ocultar probablemente, verdades atroces. No estipuló una cantidad específica, “lo que pudiéramos darle” nos dijo mendigando desesperada y el agradecimiento fue tibio, como si todavía pretendiera más de nosotros y la cantidad recibida le hubiera provocado una profunda desilusión. No obstante, sabiendo que volvería a mentir, le preguntamos si estaba bien. Dijo que sí, pero bajó la vista. —¿Y el “corresponsal”?—le pregunté yo. —Bien, también. Cambió de trabajo. —contestó con ironía. —Supongo que vos tampoco serás más azafata. —Le dije con una sonrisa apagada. Se limitó a hacer una mueca de fastidio y a despedirse con un beso frío y en el aire. Más que un beso, fue un choque de pómulos que sellaba el adiós definitivo y salió sin mirarnos a los ojos. 30


Ambos observamos que un burdo maquillaje intentaba camuflar un moretón violáceo en la sien. La verdad trascendía su silencio. Quedaba en evidencia que era muy infeliz; que estaba en bancarrota; que su hombre la golpeaba y que se encontraba enmarañada en una red de angustia y sordidez, más allá de los límites de la dignidad. ¿Hubiéramos podido rescatarla? Quién puede saberlo, tampoco lo intentamos. Creímos que si había perdido el rumbo, no dejaba de ser su elección y, a pesar de todo, nuestro deber era respetarla y mantenernos discretos, a un costado, convencidos de que no hay posibilidad alguna de evitar que las cosas sucedan cuando los demás no se dejan ayudar. No existe modo de comprobar que los malos presentimientos tengan asidero y garanticen certezas así como las obviedades o los indicios negativos, diáfanos para algunos, puedan tener una lectura muy distinta y ser interpretados por el otro en un sentido, diametralmente, opuesto. Después de esta experiencia, aprendimos a ser más cautos, a callar, a no prodigarnos con los sordos. Cada quien es dueño de su vida o busca que un intruso se adueñe de ella. A Marta no la vimos más. Se transformó en un recuerdo difuso. Hasta llegamos a temer que hubiera muerto, aunque nunca tuvimos el coraje para confirmarlo. Preferimos pensar que andaría vagando por el mundo con su eterna inmadurez a cuestas, en busca de nuevas emociones, cometiendo los mismos errores y que, con suerte, algún día aprendería. *** En mi vida, no me arrepiento de nada. Soy de esas personas que creen que un solo minuto perdido puede privarme de cualquier experiencia nueva. Hay que devorar la vida antes de que ella nos devore a nosotros. Adoro lo impredecible, es excitante desconocer con qué o con quién uno puede encontrarse un paso más allá. Por eso, siempre me entrego a mis impulsos y confío en ellos como confía el ciego en el lazarillo que lo guía por caminos inexplorados. Diez años atrás, me incliné a escuchar los consejos de gente conservadora 31


y me hundí en la apatía y en el aburrimiento de los timoratos: la mejor manera de dejar que el tiempo se escurra sin sentido. Y de haber continuado adormilada oyendo a Clara y a Gonzalo, hoy quizás me encontraría sola, sin el apoyo de un marido extraordinario y sin mi hija, un milagro del que disfruto a cada instante, porque solo Dios sabe lo que nos costó que sobreviviera aquel infierno. Por ese entonces, mis días transcurrían en la más agobiante de las rutinas. Eso sí, sin sobresaltos, un día idéntico al otro: de mi casa a la oficina, siempre la misma gente, esas cuatro paredes color lavanda, mis ojos resecos de tanto mirar la vida a través de la pantalla de una computadora. Me imaginaba como un maniquí atrás de la vidriera, viendo pasar infinidad de transeúntes que iban y venían frente a mis narices, cada uno cargando con su historia personal, mientras yo observaba pasiva y anhelante desde mi refugio cómodo, pero colmada de sueños y locura y sed que no aplacaba con nada de lo conocido. Gozaba de seguridad económica, de un buen trabajo, de buenos amigos, pero no bastaba. Lo que ellos me habían sugerido con tanta insistencia: “Sentá cabeza, Marta. Dejá esas boludeces del teatro y la pinturita, busca un trabajo estable… baja los pies a la tierra.”. Recuerdo ese período como el más infeliz de toda mi existencia. No se puede ser otro a costa de asfixiar la esencia que nos caracteriza, la que nos hace diferentes, tan intolerablemente caóticos para la gente “normal”. Así fue como un día, dos renglones de palabras vibrantes me hicieron despertar. Había un soñador del otro lado, sentado en algún lugar de la ciudad, apretando teclas para enviar un mensaje de esperanza a cualquier desconocido que supiera comprenderlo. Al principio, me pareció patético este modo de relacionarme con otro ser humano, luego noté que amparada por el anonimato me liberaba de mi agobio sin reparos. Como en un ritual, cada mañana en el mismo horario, arrodillada frente al confesionario cibernético, escribía en susurros mis frustraciones y mis deseos, buscando la absolución redentora. De la misma manera, él confiaba en mí y así ambos aliviábamos con alegría el tedio que nos envolvía. Hasta que decidimos conocernos. En contra de toda previsión agorera 32


por parte de Clara y de Gonzalo, decidí reconciliarme con mis impulsos y me lancé a su encuentro toda vestida de rojo. Fue la cita más romántica que recuerde. Todavía guardo la imagen de Nacho con su sonrisa amplia, vestido de verde brillante como un simpático duende irlandés, esperándome detrás del arcoíris. Ni bien lo vi, casi como algo inevitable, supe que lo amaría porque era un ser luminoso, con un fulgor en la mirada que no podía más que despertar pasión. De hecho, a los nueve meses exactos de nuestro primer encuentro, nació Lucía. Así de vertiginoso fue nuestro romance. Nos aislamos del mundo circundante para vivirlo de un modo arrebatado. Después sobrevino el accidente horrible en el que casi perdemos a nuestra hija. Una pesadilla de la que nos costó resurgir, pero que vista a la distancia, nos fortificó enseñándonos a valorar mucho más nuestro vínculo y nos obligó a serenarnos. No nos pesaron las dificultades económicas ni todas las penurias por las que pasamos, al contrario, luchamos con entereza y más convencidos que nunca de nuestra mutua elección. Con las experiencias dolorosas, uno madura, crece, aprende a conocer mejor a las personas. Reconozco que yo me esfumé por un lapso prolongado, pero a quién recurrir en medio de una situación desesperada, si no es a los amigos. Recuerdo que esa tarde, en lo de Clara y Gonzalo, había una reunión. Mi aparición no fue demasiado oportuna. Yo no tenía buena cara, ya había perdido la cuenta de los días que llevaba sin dormir, sentada en una silla de la sala de espera de terapia intensiva, esperando que de un momento a otro me dieran la peor de las noticias. Vi en sus ojos una mirada de reproche contenido, pero trataron de disimular el desagrado que mi presencia les produjo. Me tomaron de un brazo y me llevaron a la cocina tan pronto como pudieron, cómo si yo fuera una ex convicta que los podría avergonzar frente a sus nuevas amistades. Para mí no era sencillo reaparecer de la nada para pedir ayuda y ellos no me facilitaron las cosas. Su actitud en todo momento fue arrogante, había un “yo te lo dije” flotando entre líneas. De un modo torpe y confuso, mezcla de nervios, embotamiento y angustia, intenté explicarles el motivo de mi aparición intempestiva. Quise contarles del accidente automovilístico, las intervenciones 33


quirúrgicas sucesivas que le habían practicado a la bebé y el duro momento de transición laboral por el que estábamos pasando, pero no quisieron oírme. Gonzalo me interrumpió, dijo que no me preocupara por dar explicaciones incómodas porque, de todos modos, ellos estaban dispuestos a ayudarme. Supongo que tenían apuro porque me fuera lo antes posible. Me dieron unos pesos para quitarme de encima como quien da una limosna por la calle. Yo creo que ni siquiera entendieron que tenía una hija, nada de mí les interesaba ya. Los noté distantes, fríos, ofendidos. Su indiferencia me hirió profundamente. Estuve a punto de llorar, pero por orgullo me contuve. Sentí que, una vez más, reprobaban mi conducta y me juzgaban implacables. Frente a ellos me debilitaba, volvía a ser una chiquilina asustada e insegura. El colmo fue el breve interrogatorio irónico, cargado de burla y desprecio al que me sometió Gonzalo antes de irme. No sé qué historia retorcida habrían tejido en torno a Nacho y a mí, pero su actitud me bastó para entender que nos tenían catalogados como dos cabezas huecas o algo por el estilo. También me molestó que intercambiaran miradas suspicaces al notar mis magulladuras y que, acerca de eso, no preguntarán nada. De todas formas, no hubieran creído ni una palabra. Este último encuentro resultó penoso y me dejo un mal sabor por mucho tiempo. Sin embargo, les estaré eternamente agradecida porque ellos aportaron, sin saberlo, su granito de arena para que hoy Lucía siga estando a nuestro lado. No los quise ver más, tanto es así, que el dinero se los devolví — ni bien me fue posible— por transferencia bancaria y sin el mínimo contacto. De cuando en cuando, me invaden los recuerdos de los buenos viejos tiempos compartidos y surge en mí un impulso por llamarlos para contarles que soy feliz y que se habían equivocado con Nacho y con tantas otras cuestiones y quisiera que conocieran a mi hijita… pero en seguida me arrepiento. La gente como ellos no cambia de parecer, no pide perdón, no se mueve de sus prejuicios ni de sus estructuras rígidas, ni siquiera por amor.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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L

a camioneta estaba estacionada en la puerta. Yo la podía ver desde la ventana del baño. Los tipos se estaban llevando todo. El televisor, la videocasetera, una valija llena de ropa y una tonelada de cosas más. Parecía que nos estaban haciendo la mudanza sin

que los hubiésemos contratado. Me habían encerrado con llave. Al toque se habían dado cuenta de que me estaba poniendo nervioso y que iba hacer alguna locura en cualquier momento. María, la chica que limpia en casa, los sábados no viene. Silvia, mi novia, se había ido a la casa de la vieja la noche anterior, no andábamos bien. Para amigarme, esa mañana había ido a la joyería del shopping a comprarle unos aros que le encantaban. Los había dejado en la mesa de la cocina. Yo sabía que volvería, cada tanto le agarraba la loca y se rajaba. Es común en ella, a veces pienso que es una nena malcriada en un cuerpo de mujer fatal. Ya no me sorprenden sus arranques, los tomo como parte de nuestra simbiótica relación, es como que ella saca la cabeza del agua para respirar y al rato vuelve a sumergirse conmigo en ese líquido amoroso que nos mantiene juntos hace tantos años. Puse mi oreja sobre la puerta para escuchar por dónde andaban, eran tres, uno no llegaba a los quince, los otros tampoco eran mucho más grandes. A todos se los veía igual de peligrosos. A decir verdad, creo que no les hubiera costado una gota de remordimiento vaciarme el cargador en el medio de los ojos. El más alto llevaba la batuta, ese tenía el chumbo. Les daba órdenes y era el que pegaba los gritos para amedrentarme. Ese fue el que me dio el culatazo en el bocho cuando salí a la vereda a sacar la basura. Me fui al mazo de una y no me resistí en absoluto, es más… hasta colaboré diciéndole dónde estaba la guita que guardaba en casa. Eran los ahorros de muchos años con los que pensaba comprar unos pasajes a Disney e invitarla a Silvia una vez que se le pasara la calentura. Solo deseaba que ella siguiera disgustada conmigo, que no se le pasara tan rápido como otras veces y que no se le ocurriera volver a hacer las paces en ese mismo instante. Estaba convencido de que nada bueno iba a pasar si ella llegaba y se topaba con esos tres delincuentes. Me dolía el golpe, me sangraba un poco, me sentía horrible, tenía mucho miedo, pensaba que todo podía terminar mal. Abrí el 36


botiquín y me puse un poco de agua oxigenada. No me importaba lo que se estaban llevando, solo quería que terminaran rápido. Con el tiempo sin duda iba a recuperar las cosas materiales que tanto trabajo me habían costado conseguir, pero jamás me iba a recuperar si llegaba Silvia y esos maleantes le hacían daño. De pronto escuché que sonaba mi celular, ellos me lo habían quitado antes de encerrarme. Sonó cuatro veces, y se silenció. No sabía si alguno de los chorros lo había atendido, sin duda era Silvia que estaba llamando para encontrarnos y no pasar un sábado enemistados. ¿Quién carajo me iba a llamar a esa hora de la noche? Ojalá que fuese equivocado, o alguno de esos molestos telemarketers que quieren ofrecerte un nuevo beneficio sobre un servicio que nunca te dieron. No podía escuchar si habían atendido la llamada, solo escuchaba el crujir de cosas cayéndose al piso y algo así como un raspado que alguien hacía sobre el piso de alfombra. Recé para que Silvia no me perdonara y si fuera necesario que no me viera nunca más. De pronto, escucho el motor de la camioneta encenderse. Tres golpazos de puertas y el rechinar de las ruedas saliendo arando de la entrada de casa. Respiré y pensé que la había sacado barata. Ya la pesadilla había terminado. Salí por la ventana del baño y pude saltar con dificultad al jardín. La puerta de casa estaba abierta de par en par. Todo era un terrible quilombo, vidrios y platos rotos por todos lados, la heladera abierta, fiambre desparramado sobre la mesa de la cocina, habían abierto unas cervezas, la alfombra de mi habitación estaba levantada, mi cama toda revuelta, un verdadero desastre. Estaba todo muy sucio, me sentía violado en lo más íntimo. Quería salir corriendo de ese lugar devastado, pero tomé coraje y con paciencia, o quizás resignación, empecé a ordenar todo. Mientras acomodaba pensaba en ir a hacer la denuncia en la comisaría del barrio. Lo pensé bien y desistí. Deduje que iba a ser una pérdida de tiempo que solo me haría revivir ese desagradable momento. Mi celular no apareció, lo busqué por todas partes, quería llamar a Silvia, solo quería escuchar su voz, aunque siguiese enojada conmigo. Una vez que puse la casa en condiciones, me di una ducha, revisé que estuviesen bien cerradas todas las puertas y ventanas y me fui a dormir sin cenar. El domingo por la mañana el timbre me despertó. A los tumbos llegué a 37


la puerta y miré por la mirilla con miedo. Era Silvia que estaba ahí con un paquete de facturas para regalarme el mejor desayuno que podría imaginar. No quise contarle lo que me había pasado, solo quería disfrutar su presencia y disfrutar ese magnífico encuentro. Hicimos el amor después del café, después del almuerzo y después y después y solo quería sentir su cuerpo cerca del mío y valorar todo lo bueno que había traído Silvia a mi vida. Le prometí que en la semana iríamos al shopping ya que quería hacerle ese regalito que sin duda tanto le encantaba. Esa noche Silvia se quedó a dormir como de costumbre. El lunes temprano llegó la chica que hace los quehaceres y nos preparó ese desayuno tan deseado. Mientras escuchábamos la radio, la chica comenzó a limpiar los platos que habían quedado de la noche anterior. Ella se recogió el pelo. En forma instantánea Silvia, con la perspicacia que toda mujer tiene, le comenta: —¡Qué lindos aros tiene, María! Yo me sobresalté por el comentario, la miré fijo tratando de entender lo que pasaba. —Un regalito, señora, un regalito… —le contestó mirándome fijo, desafiante. Silvia me sonrió confundida. El resplandor de los pendientes fue como una fugaz amenaza para mí. Bajé la vista, tomé la taza de café, el terror había vuelto a invadir mi alma.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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C

uando Roberto Suárez atentó contra su vida, bebiéndose una botella de ácido muriático, no pensaba más que en los errores que había cometido, que lo cercaban a todas horas y parecían observarlo por los rincones con sus ojitos azules. Dejó de

disfrutar las fiestas como estaba acostumbrado. Los errores aleteaban en su mente. Intentaba resarcir uno y atrás brincaba otro que le caía encima, como un furioso gato. Sus amigos cercanos tuvieron que darse cuenta, pero pensaron: Sabe lo que hace, seguro sabe en qué se está metiendo. El que se atrevía con un discreto No lo hagas, recibía un regaño: No vengas a decirme qué está o no está bien, eres el primero en disfrutar lo que te doy. ¿Cómo crees que saco para pagarte la ropa que traes puesta? El truene con su novia, que dos meses después se casara con Martín Guzmán, amigo de ambos, tuvo que importarle a Roberto aunque dijera lo contrario. Algo se quebró en su interior, y no había forma de repararlo, ni de sumirlo en los desperdicios de su alma. Azucena era lo único incontaminable que le quedaba. La única que podía salvarlo de ese naufragio al que estaba corriendo con premura. ¿Para qué me engaño?, se sinceró de pie junto al estéreo de la sala de su casa, sosteniendo entre sus manos los papeles de la última auditoría. Esa tarde los había sacado de la oficina, a escondidas. El lunes comenzarán a preguntar por los resultados. No me presentaré. Tengo que buscar tiempo. ¿Dónde? Acostumbrado a vestir bien, a gastar dinero sin medida, había tomando el dinero de la empresa donde se desempeñaba como administrador, pensando en reponerlo luego, pero los enredos de un alcohólico no tienen salida. Más si se ocasionan invitando y pagándole la fiesta a todos esos parásitos que siempre rodean a un hombre necesitado de amistades, y temeroso de la soledad. Por el mismo problema de la bebida, Roberto Suárez perdió a la chica. Azucena lo amaba, o al menos así lo creía; sin embargo, después de cada fiesta Roberto prefería mandarla a casa y seguir la juerga. Martín Guzmán llegaba a visitarla cuando Roberto se regresaba a la fiesta. Las pláticas se hicieron continuas, 40


aprovechaban para salir a caminar por las tardes, cenar por las noches. De muchas fiestas Azucena, aburrida de verlo beber, se quitaba con Martín Guzmán. Incluso Roberto hablaba por teléfono a Martín para ver si le hacía el favor de pasar por su novia y así zafarse de ella. Fiestas interminables, donde Roberto asumía los gastos. Le encantaba ser el centro de atracción, esa capacidad sin desenfado para soltar el dinero. Rodeado de amigos, de compañeros que disfrutaban con él. Necesitaba complementar una vida de miseria por la confusión de no poder identificarse con la doble moral de la sociedad a la que pertenecía, no podía hablar de sus preferencias. Odiaba tener conciencia y no era feliz con los recuerdos de hombres que lo poseían de la forma que su cuerpo necesitaba. Daba dinero para que lo quisieran, para que no lo abandonaran. Y cuando estaba a punto de decidir mostrarse tal cual era, vino la auditoría. No tenía otra salida más que huir o enfrentar la cárcel. ¿Huir, a dónde? No tenía un solo centavo. Se dio cuenta que la soledad era un monstruo enorme que se lo había tragado. Sentía estar habitando el estómago de algún dios enano, un dios fallado que no tenía más ganas que vomitarlo. Un dios disoluto y contrahecho que lo vomitaba para mirarlo y mofarse de él; le apretaba las piernas, le golpeaba la cabeza con un mazo pénico, le mordía la nuca: Así te gusta perrita, ¿verdad?, así te gusta que te tenga. Un dios deforme y contrahecho, jorobado, giboso, de piernas cortas y con el miembro enorme, lo perseguía al cerrar los ojos, y habitaba la casa, paseándose a gusto por las paredes. Déjame en paz, decía Roberto acostumbrado a su presencia. Aventando los papeles robados a la empresa, quemándolos en un bol de porcelana donde acostumbraba preparar las ensaladas que tanto disfrutaban los amigos que venían a cenar. Déjame en paz, gritaba, dejándose caer en el sofá. El dios contrahecho se trepaba en el brazo del mueble: Me das asco, niñita, todo lloroso y ridículo, nadie me quiere, nadie me quiere, me siento solo, me siento solo bu bu bu, me das asco. Nunca estás solo, imbécil, me perteneces desde hace mucho. Cállate. Roberto iba del sofá al mueble del estéreo, se asomaba por las 41


ventanas hacia la calle, corría hacia la recámara y de ahí a la cocina, para regresar al sofá. Cállate, maldito, cállate. En la mesa quedaban dos líneas de coca de la fiesta. Se inclinó y aspiró una. Echó para atrás la cabeza. El enano había desaparecido. Su voz aún flotaba sobre sus ojos. Me perteneces. Ja, reía Roberto. Que bien, ahora vendrán las pesadillas a controlarme. Está en que lo permita. Se levantó y acercándose al estéreo subió el volumen. La voz de Ana Torroja inundó el espacio expulsando el residuo del dios enano. Roberto levantó el bol de porcelana y vertió las cenizas en el lavadero. Buscaba tiempo. El lunes comenzarán a preguntar por el resultado de la auditoría. Llamarán de nuevo a los auditores. Van a buscarme. No tengo nada en las tarjetas. Necesito un prestamo. El banco no me dará crédito. Eres mío escuchó que cantaba una y otra vez Ana Torroja desde el estéreo. Y ahí estaba sentado en el sofá, el mismo Roberto frente a sí mismo. Se miró y dudó. Miró sus manos mientras enjuagaban el bol en el agua corriente. Tocaban a la puerta, y el bol se cayó de sus manos rompiéndose al chocar con el suelo. Roberto se detuvo. Siempre has sido mío, me perteneces, se descubrió diciendo. El otro Roberto estaba ahora mirando por las cortinas hacia la calle. Hey, tú, dijeron los dos. Roberto caminó hacia sí mismo y se miró frente al espejo del baño. Lloraba, y se mojaba el rostro en el lavabo. La cruda y la mala noche comenzaron a reventarle las neuronas, los ojos nublados de lágrimas, mirando el espejo y el reflejo burlándose de su condición, maldito contrahecho, maldito miserable, eres el que me está mirando, el que todo lo ve, eres tú, ¿Qué miras? Decía a cada rato. Tocaban a la puerta pero no sentía deseos de conectarse con la realidad. Era un pedazo humano. El timbre sonaba sin detenerse. Un zumbido se agigantaba, inundándolo todo. Irritado, el mecanismo eléctrico del anuncio de alguien en la puerta, le gritaba que abriera, Abre hijueputa. Roberto imaginó que era la policía, que pronto lo tendrían en un cuarto oscuro, con barrotes de hierro y que la luz no lo tocaría. Se miró vilipendiado por otros reos. Sabrían enseguida de su condición 42


de tipo frágil. Él, que tenía tan buenas maneras, acostumbrado a ropas de telas preciosas, a vestir siempre a la moda, las mejores marcas, a gastar dinero a mano suelta, miraría los tatuajes en el torso de hombres sudorosos, de aliento pestilente que intentarían tocarlo al considerarlo mariquita, al mirarlo débil. Soy frágil, un tipo frágil que no sabe cuidarse. Se sentó de nuevo junto al retrete y abrazó sus rodillas. Se descubría junto a su cama king size de sábanas de seda, color vino, en su habitación, con el aire acondicionado a tope. Lloraba irritado, enojado con él mismo. Las cárceles no se hicieron para mí, se dijo. Tantas equivocaciones. Dónde están los amigos. Venderé la casa. Qué sentido tiene. Quién putas toca a la puerta. ¿Será la muerte? Pensar en las horas perdidas, en las mismas torpezas, lo secuestraba a la realidad. Me van a doblegar, no podré con la cárcel, soy un tipo frágil, me destruirán. ¿Soy un tipo frágil? La culpa es de mi padre. Siempre exigiendo, gritando; noches enteras con la incertidumbre de si llega o no, para burlarse de mi, insultarme, para sacarme de la cama y subirme al carro rumbo al burdel, pagarle a ese espanto de mujer que se ríe de mi: no te haré daño, vamos a sentarnos un rato acá en la cama, llora si tienes ganas, le diré a tu papi que fuiste un tigre. ¿Quién estará llamando a la puerta? ¿Será la muerte? ¿Has venido por mí? Te esperaba. La muerte pasó y se entretuvo mirando las fotografías colgadas en las paredes. Roberto repasaba los números de la auditoría. La muerte llevaba un sombrero estilo panamá. Tenía los ojos grises y la piel más morena de lo que Roberto podía aceptar. ¿Tienes prisa? Está foto me encanta, dijo la muerte, en ella Roberto estaba con sus primas en un bar en la playa. Te me escapaste. Pero todo tiene su momento. Ahora es tiempo de pagar, y la muerte sacudía los brazos, burlona, caminaba dando aplausos y elevando las piernas bailando amaneradamente. Me reiré de ti al final, dijo Roberto de nuevo en el sofá. Apuró la última línea de coca que le quedaba. Puedes llevarme cuando quieras. Estoy tranquilo. Soy feliz y eso no te lo esperabas, ¿verdad, maldita puta? 43


La muerte caminó hacia donde estaba Roberto. Sus pantalones de lino blanco, y su filipina impecable brillaban con la luz que filtraba desde la calle. Esta madre te matará, ja, y reía golpeándose las rodillas, agitando los brazos y aplaudiendo. Qué cosa es la muerte sino perderse en sí mismo, le dijo mientras se revisaba las uñas de la mano derecha. Ven. Acá está mi pecho, jaló a Roberto, quien pudo darse cuenta que estaba hecho un ovillo a un lado del sofá. Son estos mis labios, para besarte, puta maldita. No le diremos a tu padre, ja, la risa rebotaba en las paredes. ¿Alguien intentaba abrir el portón de su casa? Ana Torroja había quedado muda. Roberto se acercó de nuevo al estéreo. Retrocedió algunas pistas. Los acordes de Mecano le hicieron despejarse un poco, y de nuevo Ana Torroja dijo las mismas palabras: Eres mío, siempre serás mío. Qué tal estuvo la noche, decía su padre. Chingón ¿verdad?, acá si saben atender a los clientes. Bueno, dime, la mujer me dijo que estuviste muy bien para tu edad. Roberto no quería mirarlo. El sueño y la vergüenza eran mayores. Nada de mariconadas, por favor, no soportaría tener un hijo puto. Un padre endemoniado por el alcohol, que no quiso brindarme amistad más que desprecio, (no todos los hombres pueden ser padres, no todas las mujeres deben ser madres). No quisiste prestarme el carro, y bien que la hice cuando, después de robarlo, quedó destruido en aquel accidente ¿recuerdas?, huí dejándolo con las llantas para arriba. ¿No me corriste de la casa? ¿No tienes la culpa?, claro que la tienes, eres culpable de que fuera tan débil; tanto cuerpo, para guardar tan pequeño espíritu, todo me fue robado desde niño. Me robaron la inocencia en esos burdeles a los que me arrastrabas. Por eso caminé decidido hasta la carne del maldito vecino, ese mecánico que me obligaba a mamársela cuando jugábamos busca-busca en la calle, ¿y quién me protegía? ¿tú, padre?, que nunca estabas por que tenías otra familia. ¿Quién me defendió cuando a los siete años el mecánico me violaba a su antojo? ¿O era yo entregándome ante el primer amor? ¿Qué puede saber de amor un niño? Al principio me resistí, intenté decir no, lancé golpes, pero al final dejó de forzarme, yo iba feliz a visitarlo. Aunque me golpeara si se me escapaba un grito 44


de dolor, iba a visitarlo para permitirle introducir su pene en mi boca. Tenía siete y él dieciséis. Se había dado cuenta de que era un chico frágil. Ahora es un estúpido pobretón y yo con harta lana. He pasado a verlo e invitarle alguna copa. Fingía no recordar lo que me hacía cuando niño, por eso le hice recordarlo, le toqué las nalgas, le toqué la polla sobre el pantalón, lo llevé a mi casa para mamársela, y el pendejo creyó que todo quedaría ahí, pero no. Él tal vez no lo recordara, no importó, yo si lo recuerdo, me daban ganas de matarlo, así que hice que el marrano me la mamara igual a mi, me daban ganas de destriparlo, pero sería yo el que caería a la cárcel. Me lo cogí al pendejo, pobre imbécil, alguna vez fue un joven atlético, ahora es un borracho sin pena ni gloria. La venganza es una zona recurrente. Ahora voy a prisión y cuántos estarán ahí descubriendo mi fragilidad, abusarán de mí. No pueden abusar de mí, nadie puede abusar de mí. Como tú, padre, con tus regaños, tu desamor. Padre es el que educa... Me fui huyendo de ti, del aprendiz de mecánico, de mi destino. Huí de tu malogrado cariño, del querer matarte como tantas veces soñé. Mis primas me dieron alojamiento, y Laura comprendió de inmediato quien era. Me mostró lo natural de querer a los de mi propio sexo. Ella es un hombre dentro del cuerpo de mujer; con ella y su hermana intenté ser el que siempre he querido. Del brazo de Ilka que sabía defenderme, de Laura, más femenina pero con igual capacidad de ligar chicas. Ellas lograron ser lo que querían. Yo nunca. Con ellas conocí a Enrique, el único hombre que ha sido tierno conmigo. Me hizo suyo, me acostumbró a su suavidad. Lo desprecié porque no me gustaba que me acariciara frente a nadie; Enrique fue sincero en la despedida: “No tienes el valor de dejarte amar”. Le grité que no quería ser un maricón como él. Acá si eres puto te crucifican, no puedes descubrirte en cualquier reunión social. Si eres maricón, tienes que ser ateo. Creo en Jesucristo, ¿y por qué me abandonas? Oh Dios, eres como todos, juzgas mis debilidades, mi falta de carácter. Solo el alcohol me permite creer de nuevo, ¿será acaso el verdadero 45


dios?, solo puedo tener estos momentos, esta alegría que me deforma el rostro ante el espejo. Quise amarte Azucena. Pero cómo amar lo que no se desea; me acostumbré a la violencia de la carne. Te sentías incómoda cuando te llevaba al hotel, tus diminutos llantos luego de hacer el amor. Confesabas con el estúpido curita aquel que te pedía que nos casáramos. ¿Cómo alguien como yo va a casarse?, ¿qué sigue, tener un hijo al que le digan ahí va el puto de tu papá?, que le digan, yo me lo cogí. Ahí va el Cristo trepado en su escoba, juzgándome siempre, con su carita de mártir crucificado. Que fácil es dejarse matar y decir: “morí por ustedes”; ¿donde esta ese estúpido Dios del que hablan? Si dios fuera puto otra vida sería la nuestra. El cobarde se esconde arrepentido de la pendejada que hizo creando al ser humano. Maldita virgen que dejaste morir a tu hijo. Cobarde puta, cómo te atreviste; eres como mi madre, mientras a tu hijo le daban latigazos, y lo coronaban con espinas, a mí me atrapaba el hirviente desprecio de mi padre y me investían la túnica del maricón. Por eso me dejarán morir en mis orines. El timbre de la puerta volvió a escucharse, los gritos sacudían los cimientos. Martín Guzmán brincó el muro y tumbó la puerta de entrada con un mazo. Vio a Roberto convulsionar sobre un charco malva y el negro de sus humores, con los ojos desorbitados. Una botella de ácido muriático estaba derramada a un costado. Arrastró a Roberto como pudo hasta el carro. Los vecinos salían a la calle por el ruido, y se miraban unos a otros: Acabaron las orgías, dijo uno, Mira a los dos putos, así tenían que terminar, decía otra mujer mientras movía la escoba, A ver si no se mueren; Sería lo mejor, No toques esa sangre podría tener sida.

ADÁN ECHEVERRÍA

México

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C

uando entra en la cocina, ella está dando manotazos en la encimera. La observa sin decir palabra, siguiendo con la mirada cada uno de sus movimientos. Ella aparta el frutero, la máquina de café, la aceitera. Coge un trapo y comienza a sacudirlo sobre

la pared del horno. —Ah, estás ahí. ¡Mira lo que ha pasado por tu culpa! —grita ella sin parar de agitar el trapo. —¡Está todo lleno de hormigas! Te he dicho mil veces que no dejes comida fuera. Pero nada, tú ni caso. Ahí estaba tu plato con los restos de la sopa. ¿Te costaba mucho meterlo en el lavavajillas? ¿Eh? ¡Contesta! ¡Pero no te quedes ahí como un pasmarote! ¡Ayúdame a matarlas! Él se dispone a ayudarla, pero se detiene mirándola con ojos de duda. —¡Coge otro trapo! Mira, ahí hay un montón, detrás de la tostadora. Él coge un trapo y comienza a imitarla sacudiéndolo también. —Tenemos que averiguar por dónde entran —dice ella. Una hilera de hormigas sube entre dos paredes de la cocina. Avanzan en orden, siguiendo a su líder. La mujer recorre la fila en sentido inverso hasta llegar a un agujero en una esquina. Se pone de rodillas sobre los azulejos del suelo. —Entran por aquí, las muy putas. ¡Vete a buscar el veneno! Él sale precipitadamente, atraviesa el jardín, se tropieza con una piedra y llega a la caseta de las herramientas. Dentro hay un cortacésped, una sopladora y varias cajas amontonadas por el suelo a medio recoger. Se abre camino entre las cajas y comienza a buscar en las estanterías apartando botes de fertilizante, guantes y tijeras de podar. Regresa a la cocina donde ella sigue de rodillas matando hormigas. —¿Qué pasa? —pregunta ella. —No me digas que no hay veneno. Él responde con silencio. —Claro, debí haberlo imaginado. Si es que no sirves para nada. ¡Inútil! ¡Que eres un inútil! —Dijiste que te ocupabas tú de comprarlo —acierta a decir él en un susurro. 48


—¿Ah, sí? ¿Eso dije? Pero no lo hice, ¿no? Así que te podías haber ocupado tú por una vez en tu vida. Él aparta la mirada. Una hormiga se ha desviado de su camino y se dirige hacia el pie de su mujer. Comienza a ascender por las medias y se pierde debajo de su falda. —Si es que eres un cero a la izquierda. Tres hormigas siguen a la anterior. —Nunca debí haberme casado contigo. Poco a poco, más hormigas cubren sus piernas mientras ella sigue de rodillas golpeando con el trapo. Se gira para hablar con él. Al abrir la boca una hormiga se cuela por la comisura de sus labios. —¿Por qué no te mueves? Él empieza a pisar el suelo con fuerza mientras echa vistazos rápidos a su mujer, que poco a poco se va cubriendo de hormigas. Una mancha se extiende sobre ella tapando sus extremidades, su falda, su jersey, su pelo. Él se detiene. La mancha comienza a introducirse por su boca, sus oídos y sus ojos. Ella, de rodillas, no para de hablar. Él, de pie, lo observa todo. Impasible.

CRISTINA OLEBY

Suecia - España

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N

o se bien cuando comenzó, pero desde que tengo memoria esta escena se repetía todas las noches. Cinco minutos antes de la medianoche sonaba el celular de mi madre. Ella atendía y, tras decir “Hola”, se quedaba escuchando por unos

segundos antes de cortar. A veces la llamada la alteraba, pero otras lo tomaba con tranquilidad. Cuando le preguntaba: “¿Quién era?”, ella solía responder: “Equivocado” antes de agregar algo como: “Ahora andate a dormir que mañana tenés que ir a la escuela”. Una vez me quedé cerca durante una de esas llamadas y me pareció escuchar la voz de una niña diciendo: “Mamá, ¿Cuándo vas a venir a buscarme?”. Siendo ya adolescente, una noche sonó el celular de mi madre mientras ella se encontraba en el baño. Faltaban cinco minutos para la medianoche, por lo que no cabía duda que se trataba de aquella misteriosa llamada. Contradiciendo la prohibición de atender su teléfono, me abalancé sobre él antes de que mi madre saliera del sanitario y tomé la llamada. Hubo unos segundos de tensión luego de que me presentara. Quién estuviera al otro lado de la línea se había sorprendido de que no fuera mi madre quién atendiera el teléfono. De repente, la voz de una niña dijo: “Patricia, decile a mamá que venga a buscarme”. El eco del sonido me hizo pensar que la llamada provenía de un lugar cerrado. ¿Todavía existían las cabinas telefónicas? Mi madre me reprendió duramente por atender su teléfono y me prohibió volver a mencionar el tema. Las llamadas nocturnas, por su parte, no cesaron de producirse. Cuando terminé el colegio me fui a la capital para continuar con mis estudios universitarios. Regresaba esporádicamente al pueblo y en los días que permanecía las curiosas llamadas seguían ocurriendo. Luego de que me gradué la frecuencia de mis viajes fueron disminuyendo. Una mañana, en mi trabajo, me avisaron que mi madre había tenido un accidente cerebral. Partí a la Terminal y tomé un colectivo, pero no llegué a tiempo. Mamá falleció de un aneurisma en el lóbulo temporal derecho, muy cerca 51


del oído. Tras el velorio, fui al que había sido mi hogar para ordenar las cosas y preparar la propiedad para ser vendida o alquilada. No tenía hermanas o hermanos que pudieran ayudarme con la tarea. Al menos eso creía. Revisando una carpeta de documentación que mi madre guardaba en el fondo del placard me topé con el consentimiento para una inseminación artificial con muestra de un donante anónimo, ecografías, actas de nacimiento y análisis médicos. Enorme fue mi sorpresa al enterarme que había tenido una hermana gemela que murió a las pocas horas de nacer. El acta de defunción decía que su fallecimiento se produjo en el hospital a las 23:55 horas. No era una noticia fácil de asimilar. Necesitaba un te o un trago de whisky. Lástima que mi madre no permitiera licores en la casa. Cuando había conseguido tranquilizarme un poco sentí sonar un celular. Pensé que sería alguno de mis amigos o compañeros de trabajo para preguntar como estaba, pero no era el mío el que sonaba. Era el celular de mi madre, ubicado en la mesa de luz junto a la cama. El radiodespertador indicaba que faltaban cinco minutos para la medianoche. Presa del terror, fui incapaz de tomar la llamada. A la mañana siguiente desarmé el celular de mi madre, rompí el chip y tiré todas las partes a la basura. Esa misma noche recibí un mensaje de voz a mi celular. Era de un número desconocido. La misma voz de la niña que escuché quince años atrás me decía: “Solo quería despedirme, mamá vino a buscarme”. Luego de escucharlo el mensaje se eliminó automáticamente, de una vez y para siempre. Faltaban cinco minutos para la medianoche.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA

Argentina

Blog: https://elrefugiadodelaspalabras.blogspot.com/

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E

l escenario estaba pronto. Era una tarde de verano perfecta. Había gente por todos lados. Gente subiendo de la playa calzando romanitas, cargando sombrillas, reposeras, bolsos, algunos con niños caminando lentamente atrás, que también

cargaban artefactos de playa como palas y baldes llenos de arena. Otros, caminando en sentido contrario, estaban bajando, igualmente equipados, pero con más energía. También estaba la gente que bajaba de los ómnibus, que volvía de trabajar, y los que cruzaban la calle yendo o volviendo de las tiendas con bolsas de compras. En una esquina estaba don Pedro con su perro. Hablaba con otra vecina. A pocos metros, la familia de la casa con rejas estaba reunida en el jardín del frente. Alguien que pasaba por allí se acercó para decirles algo, enseguida se sumó otro, y se formó un corrillo de gente de un lado y otro de la reja comentando quien sabe qué. En el edificio de la otra esquina había gente en los balcones y otros con las ventanas abiertas sacaban medio cuerpo para fuera. El almacén y la farmacia, a dos casas del edificio, tenían movimiento de clientes entrando y saliendo. No los conozco a todos, pero desde que salí de mi casa y caminé media cuadra hasta la esquina y después doblé para ir al almacén, disfruté de mi gente, mi barrio. Cuando entré al almacén, tomé las cosas que necesitaba y mientras esperaba que me cobraran vi a un muchacho extraño. “No es de aquí” me dije, quizás fue por su mirada intensa o porque lo vi y dejé de verlo, como que se escurría entre la gente, se movía en otro plano, a otra velocidad. Mi alerta se prendió, pero se apagó rápidamente. El escenario estaba pronto, sí. Como en un flashmob o actuación relámpago en un centro comercial, o en una plaza transitada. Entre la gente que a diario circula por el lugar hay actores que pasan desapercibidos hasta que les toca actuar. En ese momento toman el rol protagónico, cantan el Aleluya, o bailan la Cumparsita, y la gente se detiene, mira, escucha y antes de que se dé cuenta, ya terminó la obra, los actores vuelven a perderse entre el público y este comenta la 54


sorpresa y pronto vuelve a su ruta. Sí, todos los extras y los actores estaban en sus lugares. Pero no todos sabían el rol que les tocaba jugar. Quizás los productores deseaban una respuesta espontánea del público, por eso a muchos no se les había informado el argumento de la obra. Los actores en cambio tenían experiencia con escenarios de este tipo. Sabían por dónde moverse sin molestar, sin que se los percibiera. Después de pagar mis compras salí nuevamente a la calle. Estaba disfrutando la temperatura cálida sobre mi cara y mis brazos y la escena amigable del vecindario cuando me encontré con Marcia, mi vecina de puerta. Nos detuvimos a saludarnos y a ponernos al tanto de las novedades del barrio. Paradas la una frente a la otra hablamos sobre el tema seguridad; el cuidador nocturno que se estacionaba en la puerta de la farmacia había renunciado a su trabajo y se estaba organizando otro tipo de sistema de alerta entre vecinos. Concentrada en nuestra conversación, no vi que uno de los actores, el que noté en el almacén, se me acercó demasiado. Más que eso, se deslizó y se detuvo durante un décimo de segundo entre Marcia y yo. Parado frente a mí, antes de que yo me diera cuenta, tomó con sus manos la carterita que colgaba de mi cuello y con un tirón seco hacia abajo, rompió los cordones. Con mi carterita en su poder se fue corriendo a subirse a la moto que el otro actor, su compañero, tenía encendida y estacionada contramano muy cerca de nosotras. Enseguida se alejaron perdiéndose en el tránsito. El tirón me hizo entrar en sintonía con el acto, el leve dolor en mi cuello, la ruptura de mi escenario pacífico, y grité. Todas las miradas se volvieron hacia mí y hacia el actor, que escapaba en la moto de su socio. —¿Qué pasó? —dijo don Pedro, y su perro empezó a ladrar. —¡Qué terrible! —comentó una persona desde su ventana. —Yo vi la moto, me llamó la atención que estuviera contramano. —Yo vi cuando se les acercó, iba a decir algo cuando ya estaba subido en la moto. —¡No puede ser! ¿Y nadie lo corrió? 55


—¿Te pasó algo? ¿Estás bien? —me preguntaba Marcia— ¿y cómo fue? No me di cuenta de nada, de pronto pasó ese muchacho entre nosotras y enseguida te oí gritar. Creo que a mí, como protagonista de la obra, podrían haberme adelantado el argumento, o debí de haberlo imaginado. Por no estar prevenida perdí dinero, las llaves de mi casa, el teléfono, y la ilusoria alegría de estar entre amigos.

PATRICIA LINN

Uruguay

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La mejor venganza toca a la puerta (proverbio popular)

L

“Cuando se llega a esto, incluso violentamos nuestras más puras convicciones. La persona pone en venta su libertad, su tranquilidad, su conciencia”. F. Dostoievski, Crimen y castigo.

o odiaba. Sabía que no había forma de perdonarlo. O de olvidarlo. Que lo único que me daría tranquilidad sería que desapareciera del mapa. ¿Pero cómo? Desearlo con todas mis fuerzas no lo haría realidad. Tenía que idear un plan; de lo contrario, él seguiría

envenenando mi existencia y la de otros estudiantes y colegas. Llevaba mucho tiempo dañando la vida de todo aquel que trabajara en su laboratorio. Por eso, los tres años que pasé allí fueron una tortura psicológica. Estaba rodeada de compañeros de trabajo intoxicados por la ponzoña de un jefe arrogante, misógino y corrosivo. Colegas que buscaban un cierto alivio a su amargura saboteando mi propio trabajo de investigación. Él era un hombre bajo y grueso; su gordura se notaba sobre todo en la panza. Siempre tenía frío; llevaba un traje de esquí sobre sus ropas incluso en verano. Pero su característica principal era su olor: fuerte y ácido, parecía el de un queso camembert que ha pasado varios días fuera del refrigerador. Tenía el pelo grasoso, descuidado y lleno de caspa; sus ropas sucias, desarregladas y roídas, desprendían una pestilencia insoportable. Los dientes, amarillentos, emanaban un aliento nauseabundo. Todo en este hombre era repugnante. Su voz, su presencia, su andar. Y su escaso vocabulario era grotesco, sin clase y vulgar. Su ignorancia lo hacía inseguro y lo empujaba a enojarse y escupir insultos si alguien usaba una palabra que él desconocía o no entendía. Su insolencia se extendía más allá de nuestro laboratorio. No conocía límites. Y sentir vergüenza o pedir disculpas no estaban en su repertorio. Acosar, ofender, hacer comentarios discriminatorios se sumaban a su maltrato de los demás, como si fueran esclavos o el mundo le debiera algo. Tal era su soberbia. Su renombre como científico de ideas creativas e investigaciones originales fue lo que 58


me atrajo a su grupo. Y lo que me hizo soportar hasta el final, hasta mi graduación. Tampoco tenía noción de familia o de pareja. Divorciado y con dos hijos que lo detestaban al punto de haberse cambiado el apellido, su complejo por estar solo era tan grande que cada vez que podía contaba algo sobre sus aventuras con extranjeras. De origen francés, decía que ellas habían sucumbido al encanto de su acento de French lover. En francés, bon débarras es una expresión que no tiene traducción literal en español, pero equivale a “nos lo quitamos de encima”. Así, quitarse de encima un mal año, una pandemia que por fin termina, una deuda… acompaña la exclamación bon débarras. Y yo soñaba con deshacerme de él, poder usar esa expresión y voltear la página de ese sombrío capítulo de mi vida. El odio que se fue gestando en mí durante todo ese tiempo crecía de manera exponencial y me llevó a concebir un plan para borrarlo de mi existencia. Mis pensamientos eran tan negativos y oscuros que empecé a idear una forma de matarlo sin dejar marcas o evidencias. Mi plan tenía que ser perfecto, porque no quería pudrirme en la cárcel. Primero se me ocurrió usar algún tipo de ácido, ya que tiene efectos instantáneos, produce un ataque cardíaco en segundos y no deja rastro. Por lo general él llegaba muy temprano a su oficina. Planeé esperarlo escondida allí y rociarlo con ácido fluorhídrico cuando él entrara. Pero cuando ensayé mi ataque me di cuenta de que, si yo me salpicaba con el ácido, me arriesgaba a morir también y a pasar juntos a otra dimensión. La sola idea de seguir viendo a este individuo en el más allá me produjo náuseas y decidí cambiar de plan. Él tomaba mucho alcohol y tenía debilidad por las mujeres rubias. Conseguí una bella peluca con la cual disfrazarme para ir a su casa a seducirlo. Una vez allí, le pondría el ácido en su bebida. Pero cuando entré a su edificio me crucé con un vecino. Al darme cuenta de que ese encuentro, sumado a las múltiples huellas de ADN que yo dejaría en su departamento al tocar la copa, el

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sofá o la mesa, sería evidencia irrefutable, di media vuelta y desistí también de ese plan. Él volvía del laboratorio a su casa todas las noches en el último tren, el de las 11:45 pm. A esa hora el andén de la pequeña estación del campus universitario solía estar vacío. Se me ocurrió empujarlo a las vías cuando el tren llegara. Parecería un suicidio y no habría investigación. Así que una noche lo seguí discretamente. Estaba oscuro y no se veía un alma. Yo, a propósito, vestía toda de negro para pasar más desapercibida. Cuando el tren se aproximaba y comencé a caminar hacia él, advertí una cámara al otro lado de la vía. Parecía arcaica y no sabía si funcionaba, pero decidí no arriesgarme y, al igual que él, simplemente abordé el tren y me fui a casa. Le gustaba mucho comer y le atraía la gastronomía de otras culturas. Ideé entonces llevarle algo de cenar de mi país que él no conociera. Le agregaría a la comida alguno de esos venenos de roedor que actúan en minutos. Encontré uno muy potente en una ferretería y pasé muchas horas cocinando un guiso exótico de mi tierra. Esta vez tenía certeza de que nada me detendría. Sin embargo, de camino a su casa, me di cuenta de que el platillo era tan raro que la sospecha fácilmente recaería sobre mí, la única mexicana que él conocía. Y con lágrimas de rabia, tiré la comida en el bote de basura de la esquina y di media vuelta. Después de meses pensando en una buena estrategia, me dejé distraer por otras cosas. Mi vida tomó otro rumbo; mi carrera empezó a brillar de nuevo y fui postergando mi plan. Ya no ideaba nuevas tácticas y solo perfeccionaba en mi cabeza las que ya había concebido. Luego fui desatendiendo los detalles de cada una y poco a poco fueron cayendo en el olvido, junto con él, a quien nunca volví a ver. Me mudé a otro país. Rehíce mi vida. Y abandoné mis ambiciones vengativas. Años más tarde, me enteré de que el 24 de marzo de 2015 el vuelo alemán Germanwings 9525, que iba de Barcelona a Dusseldorf, se estrelló en los Alpes franceses. El piloto, en un impulso psicótico, decidió suicidarse. A las 10:45 am, aprovechando que el copiloto se había ausentado un momento, dejó caer el 60


avión y se llevó consigo la vida de otros 144 pasajeros, incluyéndolo a él. Sus restos, identificados, nunca fueron reclamados. Al final, murió solo. Ni funeral ni ceremonia. Nada. Porque en su vida únicamente cultivó enemigos, enemistades y odios. Bon débarras.

GRACIELA MATRAJT

México

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L

uego de cada golpe recibía como réplica un golpe igual, en fuerza, dirección y velocidad que lo dejaba sin aire tan rápido que, al igual que su oponente, apenar era capaz de recuperarse. Era la primera vez que le pasaba algo semejante en años de carrera.

El lugar estaba atestado de gente que gritaba, coreaba, insultaba y

festejaba alternativamente ante cada movimiento que se producía dentro del cuadrilátero, pero aunque sabía que estaban allí, no los veía y, en realidad, tampoco los escuchaba. Solo sabía que ese ruido, como un rumor más o menos lejano, era el público que había ido a ver la pelea, que había ido a verlo ganar una vez más, que quería un espectáculo y él pretendía dárselos. Al menos era la intención, porque los tres minutos del round ―¿Cuál era? ¿El tercero? ¿El octavo?― se eternizaban en fintas, golpes cortos, un paso al frente, cubrirse el lateral, intentar otro golpe corto y un paso atrás antes de otra finta, sintiéndose cada vez más agotado sabiendo que no se rendiría, que nunca lo haría, sino que debía continuar. Tendría que ser una pelea fácil, rápida, sencilla, pero cada cosa que hacía era replicada, calcada, por su oponente y se sentía como si se estuviera castigando a sí mismo. Los primeros golpes de ese round ―¿O fueron en el anterior?―, directos a la mandíbula, pero sin la fuerza adecuada para noquearse, los habían dejado bastante atontados. Así y todo él se mantendría en pié, vendería cara su derrota o ganaría por cansancio. No se rendiría, no se entregaría. Finta, golpear, cubrirse, finta, cubrirse, golpear, como un mecanismo. Debería ser fácil. Debe ser culpa de los guantes nuevos, del público que no grita lo suficiente ―y por eso no se lo escucha― las luces, el sabor desagradable del agua más parecida a sudor rancio que a otra cosa, el gajo de naranja reseco, la edad, la época del año, el precio del dólar, cualquier excusa, o todas ellas, no eran suficientes para explicar nada de todo eso. Cubrirse, finta, golpe, finta, cubrirse, golpe. Ahí estaba otra vez. A cada finta otra finta como respuesta. A cada golpe, otro golpe, el mismo gesto de agotamiento, casi que de dolor. Pero no se puede mostrar dolor, allí no. Ni ahora 63


ni nunca. Izquierda, derecha, izquierda, izquierda, derecha, izquierda. Pero la puta madre, responde con los mismos golpes, los mismos movimientos. Por suerte estaban en el medio del ring, porque cuando avanzaba un paso su oponente retrocedía, y cuando su oponente avanzaba era él quien debía retroceder, como si la pelea tuviera lugar sobre una única baldosa. Las cuerdas estaban bien lejos, fuera del alcance ―¿Tanto falta para la campana? Finta, amague, golpe, cubrirse, golpe, finta. Y la gente de mierda, ese público mediocre que deja de gritar, que mira en silencio, que no comprende lo que pasa porque él tampoco lo entiende y no sabe si esa misma sonrisa que se adivina en el rostro de su oponente se encuentra también en el suyo. No lo sabe, no le interesa ni le importa. Hay que seguir hasta que suene la campana. Izquierda, derecha, derecha, derecha, izquierda, derecha. No abrazarse, bailar y confundir con los movimientos de los pies, la misma técnica, como si estuviera frente a un maldito espejo. Pero no, esto dolía bastante más. ¿Cuánto falta para la campana? Finta. Golpe. Cubrirse. Izquierda. Izquierda. Derecha. Izquierda. Cómo duele el pecho. Finta. Golpe. Izquierda. Izquierda. Cubrirse. ¿Por qué ahora? 64


Derecha. Izquierda. Cubrirse. Finta. Golpe. Cubrirse. ¿Cuánto falta para la campana, mierda?

JOSÉ A.GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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E

lsa, al inicio, se sentía bien con Enrique. Se conocieron en la presentación del libro de cuentos de ella, historias que hablaban del amor y del desencanto. Él se acercó a conversar con la dama al terminar el evento y la acompañó a firmar textos. Luego

conversaron un par de horas mientras miraban obras literarias en la Feria de Libro de San Juan de Miraflores. Después de ese momento, él comenzó a escribirle por Facebook y a su correo en gmail de forma continua. A Elsa le caía bien, no descartaba que algo pasara entre ellos, pero fue descubriendo poco a poco que no eran el uno para el otro, por los gustos disímiles, por las posturas política y religiosa del chico, por ser un tanto aburrido y por demostrar en todo instante que deseaba «estar» con ella. Los poemas de Enrique eran bien recibidos, pero carecían de talento y de encanto, parecían redactados con apuro y solo para lograr que la chica de veintitrés años se interesara en él. Fueron las flores (las rosas rojas eran sus preferidas) las que la animaron a salir cuatro veces con Enrique, pero el joven de veintiocho años hablaba mucho y decía poco, rajaba de varias personas del medio literario peruano (algunas eran conocidos de la muchacha, a quienes apreciaba mucho y ella no disfrutaba hablar mal) que Elsa sentía ganas de mirar su celular, mas no podía desairarlo así. Nada más le decía con rostro afligido que debía volver pronto a casa, pues tenía trabajo de madrugada. El hecho de que Enrique le recriminara horas después, a las dos de la mañana, que ella le había dado me gusta a un post que compartió un amigo en común fue el detonante. «Pensé que trabajarías». La muchacha lo eliminó del Facebook y decidió no verlo más. Tras eso, llegó la pandemia, el confinamiento, y la chica empezó a recibir mensajes cada semana de su pretendiente, en los cuales este le contaba cómo le había ido durante aquellos días y que deseaba que lo perdonara y se comunicara pronto. Ya con la nueva normalidad, ambos vacunados, la joven aceptó verlo para decirle en persona que solo lo quería como amigo, nada más. 67


No esperaba hallarlo en la puerta número 2 del Mall del Sur con un enorme peluche de oso color vainilla. Mucho menos se imaginó que Enrique se desharía en frases, diciéndole lo preciosa que era, que la amaba como nunca había adorado a nadie, que era la mujer más divina que había conocido y que, por favor, aceptara ser su enamorada. Ella, sorteando con rapidez la sorpresa, le dijo cual bofetón: «Yo no te amo». El chico no insistió, soltó el regalo y se cayó sobre la vereda boca arriba, desvanecido. ¿Muerto? Sí, pereció. No respira. No tiene pulso. ¿Por qué? ¡Por qué! Elsa intentó reanimarlo, pero los protocolos indicaban que los paramédicos tenían que llevarse el cadáver con las medidas de salubridad. La dama lloró cuando se fueron. Aguardó la llamada de la familia del joven, era la madre de Enrique, quien sabía de los cortejos de su hijo (muchos estaban enterados, más gente de lo que Elsa pensaba). Conocer la causa del fallecimiento casi le provocó un desmayo; no quiso creerlo. El análisis médico indicaba que el varón había fenecido por un fortísimo golpe que instantáneamente le rompió el corazón.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS

Perú

Páginas WEB: https://el-muqui.blogspot.com/ http://babelicus.blogspot.com/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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ra de noche y la ciudad parecía dormir un plácido y tranquilo sueño. Las luces de los faroles iluminaban tenuemente las calles desiertas. No había un solo automóvil, ni una sola persona que interrumpiera el silencio y la calma. Apenas se dejaban oír muy

lejanos el canto de los grillos y el ulular lento y profundo de las lechuzas. Esa oscuridad y aparente calma, sin embargo, era cobijo de innumerables entes sobrenaturales. Fantasmas, merodeadores, duendes y toda clase de seres repugnantes que buscaban a sus presas con el afán de dañar, de atormentar, de vengarse o, simplemente, de divertirse a costa de tan pacíficas gentes. Una de aquellas criaturas de la noche, de indescifrables intenciones, reptaba por los extensos túneles del alcantarillado de la ciudad. Olisqueó varias veces buscando una presa y, cuando la hubo encontrado, se dirigió a la superficie por una tapa de buzón del medio de la calle. Retiró el disco metálico sin hacer ruido y salió para escabullirse entre las sombras. Cerca de allí estaba la casa de quien sería su cena. Trepó el cerco de ladrillos y, una vez en la cima, saltó sobre el piso de gravilla que formaba parte del jardín. Reptó con su forma alargada, siempre por los rincones donde la luz amarilla de los faroles no llegaba, hasta alcanzar la entrada; entonces, deslizó su cuerpo elástico por debajo de la puerta. Cuando estuvo dentro, antes de dar otro paso, escudriñó la estancia con sus ojos ofídicos. No había nadie más que él, ninguna amenaza que lo delatase. La única presencia viva parecía ser el enorme reloj de pared que no cesaba de sonar con un diminuto e invariable tic-tac. Al verse seguro, subió por las escaleras hasta el segundo piso donde dormían sus moradores. Arriba encontró un corto pasadizo con cuatro puertas, dos a cada lado del muro. Solo una de ellas conducía hacia su presa, la misma que había olfateado desde su escondite. No podía cometer ningún error, así que tomó el tiempo necesario para hurgar con su enorme nariz. Antes de dar siquiera un paso, aspiró varias veces para descifrar cada partícula flotante. Se acercó a la primera puerta, lentamente, midiendo la fuerza de 70


cada pisada. Era el cuarto de baño. Había en el aire un rastro de lo que estaba buscando, pero se mezclaba con el olor de otros humanos y varios insumos de tono agrío y tan fuerte que le quemaba la nariz. Eran desinfectantes de baño que la gente solía arrojar por el drenaje y que provocaban a la criatura una sensación de peste muy desagradable. La siguiente puerta, justo al frente de la primera, contenía el aroma de dos adultos humanos, una hembra y un macho. No fue difícil diferenciarlos. Los conocía muy bien. En otro tiempo, cuando era más joven y fuerte, se había alimentado de ellos. Pero ahora que era viejo se sentía débil. Por eso, desde hace algunos años, tenía preferencia por los niños que eran presas tiernas, inocentes y dóciles que, aunque pequeñas, eran de un gusto mayor que cualquier otro. Su paladar, entonces, adquirió tal refinación en los sabores que no podía devorar otra cosa. Su objetivo era claro, su presa sería el niño y dejaría en paz a los adultos, pero su larga experiencia en la cacería de humanos le advertía sin cesar que no debía descuidarse de ellos; que más bien los debía tomar en cuenta para evitarlos o, en caso fuera necesario, combatirlos. Avanzó algunos pasos y, cuando llegó a la tercera y cuarta puerta, reconoció en el aire el delicioso aroma que estaba buscando. Olisqueó de prisa, desesperado por el hambre, hasta que el olor lo llevó seducido hasta la última puerta donde estaba su presa. Pegó la nariz en la hoja de madera, olfateó y se detuvo un instante. Una sonrisa espantosa se formó en su desfigurada cabeza, pues del otro lado estaba lo que con tanto afán había buscado. Antes de acometer su apetito, se dio tiempo para disfrutar unos segundos del aire perfumado que evocaba la doncellez de su futura comida. Se embriagó de placer y, antes de entrar en la habitación, acarició con sus manos agrietadas el muro que los separaba. Hacía movimientos lentos y circulares con una palma, como si estuviera frente al cuerpo desnudo de una amante. Abrumado por la excitación, se llevó la yema de los dedos hasta la punta de la nariz y aspiró el aroma que se le había impregnado. 71


—¡Aaah, qué perfume de niño! —se decía para sí, fascinado por sus pensamientos. Tomó la perilla y giró muy despacio para no hacer ruido. Empujó un poco, lo suficiente para que el aire de la habitación saliera como una brisa hacia los orificios olfativos de su nariz. El olor se hizo más intenso y el monstruo cerró los ojos como si viviera una ensoñación de un gozo perturbador. Sin perder más tiempo y dispuesto a cumplir su cometido, entró. Del otro lado, en la habitación contigua, dormía la pareja de esposos. La mujer, que ante el peligro tenía el sentido de alerta más desarrollado que el de su marido, despertó por instinto. Sin levantarse de la cama, esperó en silencio, aguzando el oído. Pero no había nada: ni pasos, ni chirridos, ni cualquier cosa anómala que delatase la amenaza que se cernía sobre ellos o sobre su hijo. Tan cansada como estaba creyó que el sueño le había jugado una mala pasada. Se acurrucó entre las mantas y se volvió a dormir. Sin embargo, la cosa horrenda, la amenaza mortal en la habitación de su hijo era real. La criatura silente y reptiliana, que había salido de las alcantarillas, se relamía con una enorme lengua viperina y saboreaba el dulce sabor que recogía del aire. Esto no hacía más que incrementar su deseo por devorar a su inocente víctima. Se acercó a la cama con pasos lentos. Una vez allí, tomó con los dedos un extremo de la manta y la deslizó, lentamente, hasta que esta cayó al suelo. Sobre el lecho dormía un niño. Vestía un pijama azul con figuras divertidas de animales marinos. Su cabeza descansaba sobre unas manitas diminutas que estaban expuestas por las mangas holgadas del camisón. La bestia, dispuesta a devorarlo sin más demora, abrió su enorme boca que asemejaba a la de un caimán a punto de atrapar a su presa. Se inclinó hacia él, despacio, para no despertarlo, mientras que su lengua larga se deslizaba juguetona por los brazos, el pecho y la cabeza; rozó su cara, saboreándola antes de siquiera tenerla en la boca. Su saliva, blanquecina y gomosa, se deslizaba abundante por los bordes de la quijada y los colmillos. De repente, una enorme y pesada gota cayó sobre los ojos dormidos del 72


niño. Y este, como en un acto reflejo, de un modo inconsciente, se limpió con una mano. Pero al notar aquella sustancia fría y su extraña consistencia despertó de golpe. Cuando sus inocentes ojos se encontraron con la criatura, frente a él y tan cerca, a punto de engullirlo, gritó tan fuerte que el monstruo, aturdido, retrocedió cubriéndose los oídos con ambas manos. El niño trató de levantarse y escapar hacia el cuarto de sus padres; pero la criatura lo contuvo con su enorme cola y lo dejó inmóvil sobre la cama. En respuesta, el pequeño golpeó, arañó, mordió con furia hasta que la bestia lo soltó. Corrió hacia la puerta, forcejeó la cerradura, pero estaba atorada. Todo sucedía demasiado rápido. El monstruo iba sobre él y no había manera de escapar ni esconderse. Entonces, cansado de correr y gritar, no le quedó más remedio que retroceder hasta un rincón. Resignado a su suerte, se encogió de cuclillas y lloró en silencio. La bestia, que echaba abundante saliva por la boca, al saber que pronto consumaría su apetito, lo sostuvo con ambas manos hasta levantarlo del suelo. Otra vez abrió su enorme boca, dejando ver sus dientes aguzados; y cuando estaba a punto de tragarlo, la puerta de la habitación se abrió de golpe… Eran los padres del pequeño que, sin perder el tiempo en lo extraordinario de aquel suceso, se abalanzaron sobre el monstruo. Lo golpearon con las sillas, con la lámpara, con un palo de escoba y con cualquier cosa que encontraron en la habitación. Agarraron los libros más gruesos de la estantería y martillearon con ellos en su cabeza y espalda. La mujer trepó en sus hombros e intentó en vano hundir los dedos en sus diminutos ojos para forzarlo a soltar a su hijo. La lucha y los forcejeos continuaron varios segundos o minutos que se eternizaban en la oscuridad, mientras que la bestia resoplaba, exhausta. El peso de los años lo había debilitado tanto que ya no podía competir contra ellos. Tenía una figura aterradora, el cuerpo alargado como un lagarto y su cuerpo estaba cubierto de escamas babosas, pero no tenía la fuerza necesaria para enfrentarse a dos personas adultas. En el límite de su esfuerzo, con la intención de acabar con 73


la lucha y huir lejos, retuvo al hombre con su cola y lanzó a la mujer contra él; de otro empujón arrojó a los dos contra la pared. Finalmente, lanzó al niño sobre ellos, corrió hacia la ventana y saltó rompiendo los cristales. El padre lo siguió, pero no se atrevió a saltar; miró hacia donde había caído la bestia, pero ya no estaba en ese lugar. En cambio, vio una figura oscura y famélica que saltaba sin esfuerzo el cerco de la casa y corría hacia el medio de la calle, hasta perderse en un buzón de drenaje. Esa misma noche el padre reportó a la policía la presencia de aquella criatura y el peligro que representaba para el vecindario y para toda la ciudad. La autoridad acudió de inmediato. Se tomaron fotografías de la casa, la habitación del niño, la ventana. Se recogieron evidencias y huellas dactilares. Pero los hechos eran tan extraordinarios que nadie daba crédito a su testimonio. Por otro lado, las tres víctimas fueron evacuadas a una clínica cercana. Al día siguiente, decenas de periodistas se agolparon en la casa, se mostró en cadena nacional los cristales rotos, la sustancia viscosa en la cama y en el suelo; se hizo pública la versión de los padres y otras menudencias que hacían la delicia de la prensa, los vecinos y los televidentes en cadena nacional. El ayuntamiento organizó búsquedas por las alcantarillas de toda la ciudad, se formaron comités de vigilancia nocturna; pero nunca encontraron nada fuera de lo normal. Con el tiempo se olvidó todo, ya no hubo rondas nocturnas ni vigilancia ni nada. los merodeadores, fantasmas y otras criaturas de las sombras acecharon de nuevo, como antes, en busca de más víctimas a quienes atormentar.

JOHN PUENTE DE LA VEGA

Perú

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abía una vez un rey que tenía un solo hijo. Como el hombre ya estaba muy mayor necesitaba que el muchacho de casi treinta años se casara y tuviera descendencia. Un día mandó llamar al pregonero para que hiciera llegar a

todo el reino la noticia de que el príncipe buscaba esposa. Unos días después se presentaron ante el hijo del rey cinco apuestas y jóvenes mujeres, bueno, cinco no, cuatro, porque la otra era más fea que Picio, tenía los dientes torcidos y era bizca. El príncipe las observó. Todas le parecían perfectas, bueno, todas no, la fea no. Pero el joven príncipe ya estaba enamorado y no se atrevía a decírselo a su padre por temor a que lo metiera en un monasterio. Su verdadero amor era Catalina, la hija del palafrenero, con la que se había criado y había intercambiado besos y caricias. Incluso su iniciación sexual, pero el rey, como es lógico, no lo sabía. —Me gustan todas —dijo el muchacho—, bueno todas no, la fea no. —Pues que se vaya. Pero tenemos que buscar a otra. —¿Puedo decirte quién puede ser, amado padre? —Por supuesto, podría ser tu esposa y la madre de mis nietas. —Catalina. —¿La hija del duque? —No. —¿Es hija de un noble? —Oh no, amado y venerado padre. —Entonces, ¿quién? —La hija del palafrenero. —¿Quién, esa chiquilla que huele a mierda de caballo? —A mí me huele a gloria. —No, esa no. Busca otra. —Pero, padre, me has prometido… —No pudo terminar porque se puso a llorar desconsolado. 76


—No sé cómo lo haces, pero siempre te sales con la tuya. Anda, hombre, no llores y dile a la muchacha que venga. Al día siguiente se reunieron de nuevo en el castillo para conocer las condiciones. —Ahora y aquí, frente a toda la corte, declaro que aquella que sea capaz de traer al pájaro Llucar se desposará con mi hijo. Tenéis cinco días —tronó la voz de monarca. El príncipe le había dicho lo que tenía que decir. Las chicas se miraron perplejas. Ninguna sabía que era eso del pájaro Llucar. Bueno, todas no, porque Catalina ya lo había visto un día que se lo enseñó (el pájaro volador) el príncipe en la biblioteca del palacio. Las cuatro mujeres buscaron entre los eruditos y amantes de la naturaleza la ubicación de aquel pájaro tan extraño. Catalina le pidió a su padre un corcel rápido y brioso para ir a por el ansiado animal, pero el pobre hombre solo disponía de una mula vieja y mansa, de andar cansino y llena de mataduras. Ella no se arredró, colocó una manta en la grupa, las alforjas y se echó al camino. Las otras cuatro partieron con unas cuantas aguerridas guerreras y se dirigieron al galope hacia las tierras en las que habitaba el pájaro. Al segundo día adelantaron a Catalina que tenía que parar cada poco para que descansara su animal Las cuatro llegaron a tierras desconocidas y preguntaron por el pájaro. Solo un hombre mayor había oído hablar de él y les indicó dónde podían contemplarlo. —Es lo más hermoso que podéis ver. Es mágico. —¿Por qué? —preguntó una. —Nadie ha sacado nunca a un Llucar vivo de aquí y si lo intentas, fracasarás. —Bueno viejo, déjate de monsergas y dinos dónde se encuentra ese bicho tan especial. Con la información salieron a por el pájaro. Desde una atalaya se veía el bosque. Cada una de ellas tomó una dirección para evitar quitarse la presa. 77


Establecieron el campamento en las proximidades del bosque y se acostaron para entrar al día siguiente, el tercero. Mientras, Catalina seguía a su ritmo. Como sabía dónde estaba el bosque no tuvo que preguntar con lo que llegó un poco después de anochecer, se adentró unos pasos, buscó un claro, ató a su mula y se durmió. Los primeros rayos de sol despertaron a las mujeres. Tras un desayuno frugal, se pusieron las armaduras y se dispusieron a encontrarse con el pájaro. Las otras mujeres iban detrás de su jefa, asustadas y temerosas. Poco a poco pasaron y casi al unísono escucharon el dulce canto de un pájaro desconocido. Una llevaba el dibujo del ave y la reconoció. —¡Es ese, es ese! —gritó con vehemencia. —Cierto —dijo la jefa—, aprestaos para agarrarla. El resto de mujeres habían oído el escándalo y se acercaron corriendo, bueno, todas no, Catalina ya estaba de vuelta, poco a poco. En menos de una hora todas tenían sus pájaros. Y más de una se llevó dos o tres por si se moría alguno por el camino. Con la preciada mercancía, nuestras aguerridas mujeres cabalgaron hacia el castillo del señor. Llegaron al anochecer de cuarto día, extenuadas, malolientes y destrozadas del recorrido. Al día siguiente una de ellas sería la reina de este lugar. Se sentaron a la misma mesa y bebieron vino, contrataron a algunos bailarines y lo pasaron bien. En cuanto las primeras luces del alba descorrieron el manto de la noche se bañaron, se pusieron sus mejores galas y con sus respectivas jaulas tapadas se presentaron ante el rey y el príncipe que no hacía más que mirar a ver si llegaba la buena de Catalina. La primera en presentar su captura fue la señorita de Triquiñuela, ya que llegó antes al castillo con el animal. —Aquí te traigo, oh mi príncipe, lo que me has pedido. —Y haciendo un gesto excesivo y teatral, mandó descubrir la jaula. Un grito de terror llenó la 78


estancia: allí no había nada más que un pájaro muerto al que estaban devorando las ratas. —¡No me casaré contigo! —La voz varonil de príncipe retumbó contra las paredes. —¡Guardia, llevaos a esta insensata! —ordenó el rey. Las otras tres muchachas que esperaban no se podían creer que hubieran llevado a su amiga y rival a las mazmorras. Cuando entró la segunda con una jaula idéntica se hizo el silencio. No se oía ni un solo ruido, no se oía, ni al pájaro. —Yo no he fracasado, os he traído tres pájaros. Un murmullo acompañó a los gestos de una de las guerreras que iba destapando poco a poco la jaula. El murmullo se convirtió en grito cuando vieron que del pájaro solo quedaban las hermosas plumas… el resto, había volado, digo, desaparecido. —¡Oh, eres una salvaje! ¿qué le has hecho a los pobres animales? Ni que decir tiene que siguió los pasos de su antecesora y le hizo compañía en el calabozo. Las otras dos muchachas que aguardaban para entrar se miraron, les dijeron a sus guerreras que destaparan las jaulas, las abandonaron y salieron corriendo. —¡Que pase la siguiente! —ordenó el rey. —Señor, no hay nadie, solo unas jaulas vacías. —Entonces, querido hijo, tendrás que elegir entre una de estas mujeres, aunque no hayan logrado traer a tu pájaro. —Oh padre, te ruego que esperemos un poco más, falta una muchacha. —¡Ja, ja, ja!, ¿la del palafrenero? —Sí, mi señor. —¿No creerás que esa muchacha enclenque es capaz de triunfar donde las más afamadas guerreras han fracasado? —Me lo dice el corazón. 79


—Tú eres bobo —añadió el rey por lo bajini—, pero bueno, esperaremos hasta el anochecer. Pasó el día y la tarde fue cayendo lentamente. Cuando los últimos rayos de luz rozaban las montañas del oeste, apareció la hija del palafrenero. —Disculpad, mi señor, la mula no ha resistido más y he tenido que hacer medio camino llevándola en brazos. No iba a dejarla por ahí para que se la comieran las alimañas. —Qué maravilla de mujer. Qué fuerza —dijo el embelesado príncipe al ver a su querida y sucia amiga. —Eres muy buena, muchacha, pero creo que se te ha olvidado algo. —No, mi señor. —¡Cómo que no, traes las manos vacías! —Exacto, no traigo nada, pero traigo la prueba de que el pájaro solo puede vivir en libertad: la promesa de la gente de aquellas tierras de que cuidaran todos los años un polluelo del animal para que lo visitemos. El rey no sabía qué hacer. Miró hacia uno de sus colaboradores más estrechos y le interrogó con la mirada. —Es cierto, señor, esta muchacha es la única que ha sabido comprender que no se puede encerrar a la libertad. Y así fue como la hija del palafrenero se casó con el príncipe. Y fueron felices y … ¿A que suena ridículo que el hijo del rey busque novia? Pues igual de ridículo es que la hija del rey busque marido que la entregue como trofeo. Este cuento es un canto a la igualdad. Feliz 2022.

MANUEL SERRANO

España

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uis jaló un banquito y se subió en él. Solo así pudo alcanzar las puertecitas que custodiaban la repisa de arriba del clóset. Ahí estaba el niño dios que había comprado su mamá. Era casi del tamaño de un bebé real, de porcelana. Con esas enormes pestañas

y pecas chapeadas que suelen pintarle los artistas, y que le dan un aspecto femenino y suave. Lo tomó y cerró muy bien las puertecitas. Se bajó con cuidado y llevó al niño dios a su habitación. Con pintura roja, coloreó su rostro y le colocó un traje de diablito que compró durante Halloween. Llevaba rato preparando la broma. No era la primera, la navidad pasada había sustituido a los pastores por figuras del Señor de los anillos. Y hace dos años pintó el rostro de dos de los reyes magos, de manera que parecía que Baltazar había traído a sus hermanos a contemplar el nacimiento del Señor. Ni siquiera la Pascua se salvaba. Logró que su mamá le rezase por meses a un cuadro de Obi-Wan Kenobi ...antes de que se diera cuenta y lo cambiara por una foto de Keanu Reeves. Le gustaba ver a su madre y a sus tías ponerse de colores. Y decir palabrotas. Su tía Jacinta, llegó a decir que se estaba ganando el infierno. Pero Luis, a sus dieciséis años, ya no creía en esas cosas. Llevó al niño dios caracterizado, dentro de una caja y se lo auto-envío en correos, de manera que llegase justo el día veinticuatro en la noche (¡Dios bendiga a los incansables empleados de DHL!). Regresó a casa, satisfecho por su jugarreta. Cuando vio al niño dios, sin pintura y recostado en el nacimiento. Metió la mano en su bolsillo y comprobó que estaba el papel con el número de guía del envío. “¿Habrá comprado otro?”, se preguntó. Fue al clóset, jaló el banquito y abrió las puertecitas de la repisa de arriba. Un montón de niños dioses cayeron sobre él, como el agua de la regadera cuando está al máximo. Pronto, toda la habitación se vio cubierta de ellos. Luchó para no hundirse, pero finalmente uno lo golpeó en la cabeza. La música de los villancicos lo despertó. ¿Era Nochebuena? Seguramente se había quedado dormido durante la oración de la tía Jacinta. Miró hacia sus pies, los cuales estaban rodeados de heno. Quiso moverse, pero no pudo. Luego 82


descubrió otro pastor delante de él, tenía la cara mal pintada, como la suelen tener los pastores, a los que los artistas desprecian y suelen ser los menos lúcidos del nacimiento. Una enorme sombra lo cubrió. Solo pudo mover sus ojos hacia arriba y ver con horror, como su madre acostaba al enorme niñito dios.

J.R. SPINOZA

México

Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza/ Instagram: @winchesterrudy Twitter: @r_spinoza

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a puerta del bar se abrió empujada con violencia por un hombre diminuto que avanzó hasta el final del establecimiento sin encontrar un sitio disponible. A falta de un mesero que le ofreciera un trago caliente se topó con una sonrisa enorme y una

voz enrarecida por un acento extraño que lo invitó a compartir la mesa. —Siéntese conmigo, no sin advertirle que voy a contarle alguna que otra historia. No es frecuente encontrar buenos interlocutores. Personas que atienden charlas de extraños sin desconfianza. Le ofrezco un whisky. ¿Usted invita la próxima ronda? El aludido asintió con un minúsculo parpadeo. Espero que mi conversación le resulte agradable. Si usted nota que me sobrepaso pídame callar. Interrumpa sin miedo. No sería la primera vez. Ya me lo han dicho en todo Chicago. Antes, permítame presentarme. Soy Kenny Chambers. Salud. —Mucho gusto. Yo soy Mark Darby. ¿Usted es extranjero? Me pareció notar cierto acento en su voz. —Debo decirle que nunca he logrado amoldar la dentadura postiza que un médico chambón colocó en mis encías. El desajuste me provoca una pronunciación singular, alguna hinchazón y uno que otro mal entendido — respondió Chambers. —Hay muchas personas que aparentan ser lo que no son, pero no estoy aquí para juzgarlo, platique algo de lo prometido por favor. —Sí, claro señor Darby. Mis recuerdos son caprichosos. Aparecen cuando se les pega la gana y en ocasiones me hacen quedar mal. A veces repito la misma historia durante quince o veinte días consecutivos y de pronto soy incapaz de recordarla. Para entonces ya hablo de un tema distinto en otro bar. Darby abrió los ojos sin responder mientras Chambers continuaba sin darse un respiro. —No vaya a pensar que estoy loco o que el alcoholismo me confunde. Soy un bebedor social. Un anciano jubilado que solo busca compañía, aunque a 85


veces olvide los nombres y confunda las fechas. Lo que sí recuerdo con bastante claridad es que conducía de regreso a casa cuando vi a un muchachito en una parada de autobús. Era una noche próxima a la navidad o al fin de año. El frío iba en aumento. No se trataba solo de los copos que caían sin detenerse, lo peor era el viento. Si usted ha soportado una ventisca en Chicago, sabrá a lo que me refiero. No importa cuántos grados marque el termómetro, la temperatura real siempre será mucho más baja por el factor de congelación introducido por ese aire interminable. Es una fiera helada que embiste desde el Polo Norte sin encontrar un poco de sol que la reduzca. El viento se adentra en los huesos hasta ahuyentar todo deseo de salir a la calle, por más que se trate de las celebraciones más atractivas. Ahora puedo decirle que usted también bebe rápido. Brindo por ello y antes de seguir, por favor dígame de dónde es. —Nueva York —respondió Darby en un murmullo. —¡De Nueva York! Válgame dios. Entonces bien sabe de lo que hablo. La gente solo desea permanecer oculta en escondrijos y dormir hasta que las marmotas señalen el inicio de la primavera. No quiero decir con esto que en Nueva York haga menos frío, lo único que afirmo es que en Chicago experimento más molestias. No importa que ambas ciudades se encuentren casi a la misma altura en un globo terráqueo y que el invierno disponga de humedad por todas partes. Yo hablo de fríos distintos por más que compartan similitudes. Quizá el frío es más intenso en quienes sufren alguna clase de tristeza. ¿No lo cree así? —He visitado ambas ciudades y no encuentro mayores diferencias si bien coincido en que los días nublados favorecen la melancolía —acotó Darby— Su charla es interesante, aunque dispersa. Voy a cumplir lo prometido para ver si deja de extraviar personajes. Camarero, traiga una botella. Yo invito. —Creo que lo juzgué mal, señor Darby. Lo supuse de menor estatura. Ahora su esplendidez lo agiganta sin duda. —No agradezca ni me elogie por favor. Gracias. —Disculpe si me salto algún detalle. Desde mi entender un corazón triste no es capaz de ofrecer digna resistencia al frío ártico; y este se aprovecha de las 86


ventajas concedidas en cualquier ciudad congelada. Un ramalazo de escarcha por aquí y unos carámbanos por allá hasta que uno se vuelve monigote de nieve. Un fantoche discreto con nariz de zanahoria, bombín apachurrado y ojos fingidos con dos pedazos de carbón. Un espantapájaros misántropo en medio de un jardín cubierto por tres mantos de hielo. El panorama empeora si se añade una fecha que debiera ser festiva. Figúrese usted lo que sentía aquel niño en las proximidades del lago Michigan. —Es muy triste su historia, pero continué por favor, no niego que es interesante señor Chambers. Salud. —Salud. Bajé la ventana para preguntarle si necesitaba ayuda. Lo vi correr hacia una estructura metálica abandonada un millón de años atrás. No sé si eran las ruinas de un edificio de departamentos. Un fantasma que durante muchos años había adquirido vida gracias a los ocupantes. —Así ocurre en las grandes urbes. Las construcciones mueren sin que sus habitantes lo noten. Salud. ¿Qué había ahí? —No tengo la palabra exacta señor Darby. ¿Ruinas? ¿La carcasa inservible de una nave espacial abandonada por extraterrestres confundidos entre la neblina espesa de la noche que intento recrear con su ayuda? ¿El esqueleto de un dinosaurio surgido de las profundidades de la Tierra? No es sencillo poner en marcha la imaginación. Aquella noche grité en vano que volviera. Tal vez era un inmigrante ilegal y por eso huyó entre la nieve. Regresé a mi auto para llamar a la policía. Un tipo somnoliento tomó el reporte. Me fui veinte minutos después. Mi cuerpo temblaba y la ayuda no se miraba por ninguna parte. Ya en casa, mi esposa me llamó fantasma invernal y no hizo mucho caso de mi historia. Me refugié en la sala. Aquella noche no dormí bien. Me soñaba en un lugar extraño, donde nadie era capaz de entenderme, mucho menos mi mujer. —Confieso señor Chambers que a veces busco acompañamiento y otros días prefiero mantenerme a resguardo de la gente. Salud otra vez. —Lo mismo me ocurre, pero esa noche soñé ser un viajero espacial que llegaba a un planeta donde era incapaz de comunicarme. Imagínese que usted y 87


yo. Sí, nosotros, fuéramos pilotos de una nave descendida en un mundo congelado. Un sitio donde nada indicara nuestra procedencia distante. Solo podríamos expresarnos en un idioma desconocido. Un lenguaje sin gestos válidos y sin traductores de bolsillo o artefactos telepáticos. No destacaríamos por nada que no fuera nuestra condición de migrantes. ¿Me sigue señor Darby? —Sí, por supuesto. Experimento esa sensación con frecuencia. —En la historia que propongo procedemos de un mundo donde el sol es constante y navegamos hasta un sitio de nieve cotidiana. Una ciudad que pudiera ser Nueva York o Chicago en el invierno más húmedo y más frío del siglo XXI. Elijo estos ejemplos, porque usted me ha dicho que conoce ambas metrópolis. Daba lo mismo elegir Cleveland o Moscú. No se asuste, aún podemos desplazarnos, aunque nos cueste tanto trabajo que sentimos desesperar. En las esquinas de las calles desiertas no encontramos nada que nos oriente. Los negocios cerrados son repetitivos. Una tienda de autoservicio y una gasolinera y un jardín y un puesto de revistas; o un banco, un taller mecánico hasta volver al establecimiento inicial. Una escenografía repetida desde aquí hasta el Océano Pacífico y desde Texas hasta la frontera con Canadá. Así son muchos de nuestros cruces de calles y avenidas. Los considero laberintos prefabricados para confundirnos. Además, la nevada se metería en los ojos con la misma terquedad con que me cegaba aquella noche en que miré al muchachito desaparecer en la ventisca. ¿Qué ocurriría si nos separásemos? De seguro íbamos a vagar sin descubrir pistas que nos llevaran de regreso a nuestra nave abandonada en algún paisaje irreconocible. ¿Me sigue? —Por supuesto. Además de oírlo con atención bebo tan rápido como usted, señor Chambers. —Así deben acompañarse las buenas charlas, señor Darby. De sobrevivir al invierno, aún seríamos extranjeros en el largo proceso empleado en aprender el lenguaje y encubrir una vida increíble como las civilizaciones ubicadas más allá del Sistema Solar. Creo que preferiríamos pasar inadvertidos. Esperaríamos con paciencia una invitación para beber uno que otro vaso de whisky. ¿No es así? 88


—Claro, aunque hay momentos en que me pierdo entre tantos detalles. Me gustaría que apresurara el final antes de emborracharme del todo. Aún debo regresar a casa señor Chambers. —Con mucho gusto. ¿Le resulta extraño mi acento? Aclaro que no uso dientes postizos. Es solo mi manera de llamar la atención. Así resulta más simple plantear historias de niños surgidos de los quicios de las puertas para conceder posibilidades mágicas a las armazones recubiertas de óxido. Edificios abandonados. ¿Naves espaciales? Interlocutores sorprendidos por los personajes sin rostro que se congelan en las paradas del autobús extraviado en las cercanías del Lago Michigan o en las avenidas celestiales de Alfa Centauro. Una galaxia menos distante que el sitio fantasmagórico comprendido entre la Nochebuena de Chicago y el Nueva York que se empeña en recibir al año que se inicia durante la noche interminable en que usted me ha permitido contarle esta historia. ¿Y me lo dice a mí señor Chambers? —respondió con tono melancólico el hombre diminuto, al tiempo que comenzaba a desdibujarse como si nunca hubiera entrado al bar. El viento empujó la puerta del establecimiento hasta dejarla abierta de par en par y la noche fue invadida por las voces de los clientes que no lo vieron marcharse. El señor Chambers bebió hasta concluir otra botella de whisky.

JOSÉ LUIS VELARDE

México

Página WEB: Literatura Virtual

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l perfume que se desprende sutilmente de una piel que disfrutó más de cuarenta otoños, no es solo un aroma, es acentuar una personalidad dispuesta a gozar cada momento en que el destino la siga inundando de vida.

Frente al espejo ruedan lágrimas de negro rimel, no son de dolor, porque

en mi cara se dibuja una sonrisa, al fin había perdido ese sentimiento de autocompasión para transformarlo en la seguridad propia de una mujer bonita (sí, me percibo así, perdon si sueno vanidosa) bonita a pesar del sufrimiento, el dolor y las zozobras, mas allá de descubrirme imperceptibles arrugas y alguna que otra traicionera cana en el negro cabello, con el reverso de las manos me quito las evidencias del desahogo, tomo aire y sonrío felicitandome. Había vencido al cáncer, el precio no fue barato, me costó parte del orgullo de mujer, a la altura del corazón, estaba viva pero incompleta, mi cuerpo era joven para resignar menesterosos actos de cariño pero le temía al rechazo o peor aún, a la compasión, recuerdo el paso de niña de cachetes regordetes a señorita de angelical figura, me había acomplejado algo, hasta que supe que eso me ayudó a conquistar al galán alto de sonrisa encantadora y peinado impecable, él que me hizo llorar a escondidas en los rincones del colegio, él que con dulces palabras y falsas promesas me convirtió en feliz madre de ese hijo tan soñado, él después volvió a fallar pero otra vez me devolvió la seguridad con la llegada de la niña que le hizo jurar que cambiaría para siempre pero siempre dura solo hasta ahí, porque cuando uno no termina de atravesar la adolescencia para accidentalmente convertirse en padre y en adulto quizás nunca. Pensaba que mi vida había terminado con mi matrimonio y con el juicio natural de quien vive años de mentiras infantiles y engaños infames, de dolor atrapado entre cuatro paredes y el miedo al sufrimiento de mis hijos pequeños, al juicio pacato de padres y suegros, a la tradición de olvidar y perdonar, creer que el amor había muerto lentamente como la confianza al único hombre, el amor de mi vida. Costó lágrimas, con dolores de estómago, de miedo a la soledad, pánico al rechazo, a la incomprensión. 91


¿Quién se puede enamorar de una mujer de treinta años, con dos hijos, sin trabajo y sin preparación para este nuevo futuro? Me pregunté cada noche, entre sollozos e insomnio, en cada momento que ví reír a mis hijos llenos de gozo en mis brazos debilitados de incertidumbre, de soledad. El amanecer llega cada jornada con rayos de esperanza, que se filtran para atravesar las nubes más grises, las tormentas devastadoras de ilusiones o tornados de incertidumbres. Un día, a la vuelta de la esquina, una sonrisa como un destello celestial ilumina el corazón íntimamente desbordado de desesperanza, entonces vuelven esas adolescentes sensaciones, con sus ingenuos secretos de almohada solitaria, de sábanas frías, la ilusión y las ganas de sentirse mujer a pesar de ser madre, a pesar de ser hija y nuera y separada… Otra vez el juego de seducción mútua, de casi cuarentones que quedaron en otra época y que hoy la duda es como hacerlo, besarnos a escondidas como estudiantes a la salida del colegio, pero somos adultos que respiran ganas de sexo y yo con el pudor de dos partos y la duda de volver a empezar, porque solo conozco un cuerpo pero de eso se trata la vida, recomenzar y retomar la confianza, entonces otra vez el juego de las palabras dulces, unos días de confianza íntima con manos debajo de la blusa y pocas noches de sexo tibio al principio, hasta lograr reavivar la hoguera hasta el amanecer. Siempre lo mismo, llamadas misteriosas, llegadas tardes o veladas suspendidas, chismes de las amigas, un vecino celoso y delator que, con la intención de tener algo, hasta anónimos deja debajo de la ciega puerta, descubrir que el amor después de los treinta no es infinito, es cruel y efímero, mentiroso y egoísta. Más angustia y dolor, suma de decepciones, un trabajo mal pago. Los días pasan, crece la resignación, la idea de agarrar lo que venga antes de que sea tarde, antes que volverme vieja y solitaria, antes que dejar pasar la oportunidad de existir por más que el precio sea no fluir, pero la insatisfacción cobra sus cuentas en grisáceas manchas, en amargos tumores, llenos de culpas y pecados, desazones y desamores, miedo a morir y no poder proteger a los pichones que quieren volar 92


pero recién comienzan a aletear, miedo infinito, miedo injusto, llorar maldecir al destino, insultar la suerte, putear lo efímero que es la vida, lo injusto que es el amar y el amor, desaferrarse a la finitud, pelear contra mis propios demonios, cortar la carne, alargar las expectativas, mirar al cielo y volver a llorar con lágrimas de agradecimiento, de nuevas esperanzas. Hoy volví a sentirme mujer, ya superé los cuarenta, los miedos, los falsos pudores, no fue fácil, se transformaron los gritos en ahogados gemidos que mi cuerpo no supo disfrazar junto con los los temblores, los humores y sabores. El placer volvió como antes, como siempre, como solo hoy yo conseguí hacerlo, él fue un caballero, no importa su nombre, futuro o tamaño, él me supo tratar como a una dama, a una mujer completa. Fue la primera vez, con mi nuevo cuerpo, sabía que no podía ofrecer todo y me dejé llevar, con el miedo omnipresente, del que siente miedo a la compasión o peor aún miedo a que el sienta repugnancia pero él solo leyó mi mirada café, la piel blanca erizada, el cabello suelto cubriéndome hasta abajo de los hombros, no me sacó la blusa, solo deslizó la mano derecha por el único seno libre de pudor, sediento de caricias, lleno de orgullo y al otro con la yema de los dedos de la mano izquierda le dibujó el contorno, me besó en la boca, el cuello, me desnudó solamente hasta hacerme sentir entera, eterna, única, me besó el ombligo, los muslos hasta que el alma me estalló, una, diez, mil veces, me sentí única y definitivamente respetada, con dignidad, ahora vuelvo a ver la sonrisa y las lágrimas de gozo en el espejo, la penumbra del dormitorio favorece este presente y ya no me importó el después.

SERGIO SANTA CRUZ

Argentina

Facebook: Sergio Santa Cruz

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94


N

UNO unca digas: ¿Cuál es la causa de que los tiempos pasados fueran mejores que estos?... Las tres leyes fundamentales de la Robótica son: 1, un robot no puede dañar a un ser humano o, por su inacción, permitir que un ser humano

sufra daño. 2, un robot debe obedecer las órdenes... Once upon a midnight dreary... ...de que si dos puntos son iguales y sus intervalos básicos espaciales también, entonces es posible escoger un sistema de coordenadas, vistas por un observador que se desplace a velocidad calculada, en el cual los hechos sean simultáneos, aunque... Allons, enfants de la Patrie, le jour de gloire est arrivé... Era

el

crepúsculo.

Mann

Bekker,

el

Traditólogo,

suspendió

momentáneamente sus desesperados intentos de clasificar los impresos y manuscritos que se apilaban sobre su mesa. Meneó la cabeza. ¿Cómo, Dios, cómo distinguir sin lugar a dudas la realidad de la ficción? ¿En qué elementos basarse para construir una hipótesis, un mero punto de partida? ... Se estaba erigiendo un mundo nuevo. La raza humana partía nuevamente de cero, y “cero” era la Debacle Terrena. Y la nueva historia —la nueva vida— comenzaba en Rigel VI. Bekker se reclinó en la silla, frotándose los párpados hinchados. Suspiró. ¡Muy pocos se preocupaban de lo que fue...! Dios mío, qué solos se quedan los muertos... El Traditólogo sonrió. ¡Otra vez las dichosas citas...! ¿Se estaría haciendo maniático? O, mejor dicho, ¿no se habría vuelto maniático ya? Este hundirse en las voces pretéritas de unas lenguas heladas..., ¿no sería un medio de huir de la realidad? La realidad eran las flamantes relaciones diplomáticas Neotierra-Goohrk 95


y, más concretamente, el romance Marthya-Lhoun. Amaos los unos a los otros, se dijo sardónicamente, recordando otra de sus citas. Los unos a los otros... ¿Eso incluía también a los rigelianos? Cuando los escasos sobrevivientes de la Debacle Terrena desembarcaron en Rigel VI, tres siglos atrás, fundaron una colonia que llamaron Neotierra, donde se pretendió mantener vivos los legados de la antigua cultura. Pero la lucha contra las condiciones adversas fue muy ardua y pronto hubo que emplear la totalidad de las energías en una elemental supervivencia de la carne, que urge siempre con mayor vehemencia que el espíritu... Y, luego, los nativos. Había nativos en Rigel VI: una antigua raza que solo pedía que se la dejara continuar en paz su existencia. Pero los colonos enarbolaron su bandera roja con estrellas, construyeron ciudades y levantaron centros de energía donde convino a sus intereses, sin tener en cuenta a la raza aborigen. Y así surgió la chispa; y se expandió. Los humanos comprendieron cuán alto era el precio de pretender cambiar el nombre de un mundo. Goohrk era Goohrk..., aunque la humanidad se hubiese obstinado en denominarlo Rigel VI. ...Ahora se volvía a empezar, se dijo Bekker. El armisticio se pactó por fin sobre bases admisibles para las dos partes y reinó la paz. Aún se llegó a más: se estableció una relación diplomática entre ambas culturas. Y Lhoun, el goohrko, el rigeliano, llegó desde su remota Khoamm, en el otro hemisferio, a Neotierra, el último reducto de los terrestres tras el conflicto. Lhoun se hospedó en el palacio de Julo, el gobernador. Julo era el padre de Marthya, y Marthya —la de los cabellos rubios, ¡ay!, y los ojos de esmeralda—, de veinte años, se enamoró del rigeliano. Marthya y Lhoun —pupilas como pozos, antenas, piel marmórea— se iban a casar. Y ahora Bekker se daba cuenta de lo que había significado ella siempre para él. Se estremeció con el cálido contacto. —¡Adivina quién es!... —las sílabas cantaban y reían. 96


No servían de nada los dedos que le tapaban los ojos. ¡Como si le fuera posible equivocarse! —Marthya... La joven se colocó frente a él. Los ojos le brillaban. Era como contemplar la vieja Tierra que contaban las crónicas, se admiró Bekker melancólicamente. Mares, arrebol, nieve, trigo... —¡Papá está conforme! —exclamó la chica—. ¡Ya dijo que sí! —¿Y cómo no? ¡Como golpe político, te aseguro que es estupendo! Su propia hija... ¿Qué mejor manera de mostrarse amable? En la boca de Marthya se dibujó un mohín encantador. —No seas así, Mann. Papá lo quiere. —¿Y tú? —Bekker se mordió la lengua. —¡Lo adoro! A Marthya se le subió el color a las mejillas. Bekker apretó las mandíbulas y no dijo nada. —Esta noche es la fiesta del compromiso. Te venía a invitar. Las sombras nocturnas ya habían llenado la habitación. El enjuto rostro del Traditólogo no se distinguía muy bien. —Tengo mucho trabajo... —respondió. —¡Mann! —le reprendió la joven—. ¡Ratón de biblioteca! ¿Es que prefieres estos mamotretos a mí? —¡Dios sabe que no! Ella debió notar algo en la voz, porque se le borró la sonrisa. —Está muy oscuro —dijo después de un rato. —Enciendo la otra luz. —No...; no, espera, Mann. No te molestes por mí. Ya me voy... Pero dime solamente si te veré en la fiesta. ¿Verdad que sí? —No puedo; discúlpame. En la semioscuridad, Marthya era un perfil violáceo y platinado. Bekker vio que se le acercaba, sintió la tiniebla del rostro de ella al juntarse con el suyo. 97


—¡Por favooor...! —Marthya. La joven se apartó. —¿Qué...? —Ojalá no hubieses hecho eso. —Mann... —Se produjo un prolongado silencio; luego—: Entonces, tú... —Sí. —Desde... ¿desde cuándo, Mann? —No me acuerdo de cuándo empezó; mira si será cosa vieja, ¿no? —Oh, Mann... —¿No es para morirse de risa? De pronto Bekker pareció transfigurarse. Se puso de pie, derribando una pila de libros, y sus dedos estrujaron la muñeca de la mujer. —¡No te cases con él! ¡Por lo que más quieras..., detente! Marthya se desasió con suave firmeza. —Él es lo que más quiero, Mann. —¡Piensa lo que haces! ¡Piensa lo que es! Los ojos de ella se impusieron a las tinieblas. —¡Cállate! ¡No vuelvas a decir eso jamás! —Yo... —Le amo con todo mi corazón, y él a mí. No importa la diferencia de razas. Yo sé que nos queremos. No me vuelvas a hablar así. Algo hundió los hombros del Traditólogo. —Como tú quieras... Siempre como tú quieras, Marthya. La chica le oprimió una mano entre las suyas, tibias y blandas. —Gracias, Mann. La helada brisa agitó el follaje, afuera. Por el cielorraso transparente penetraba la luz de las tres lunas. Casi en el cenit, fulgía una enorme estrella blanca. —¿Vas a venir a la fiesta, Mann? 98


Fue como si le clavasen agujas de vidrio en el alma. —Iré —dijo. DOS El vasto salón del Palacio de Gobierno relucía en la lujuria cromática de ropajes y mosaicos encerados. Las luces ardían con blancura deslumbradora. Mann Bekker no veía más que a Marthya. A Marthya, vestida de blanco, dorada, rosada, suavemente radiante entre brillos duros que herían la vista. Como solamente ella podía fulgir. Y entonces Bekker divisó al rigeliano. Al igual que la mayoría de los neoterranos de postguerra, él nunca había tenido la oportunidad de ver de cerca a un goohrko. Lhoun estaba de espaldas al Traditólogo, junto a Marthya. Le pareció más bajo de lo que había supuesto. Vestía de algún color indefinible, a la vez oscuro y llameante. Su nuca era de yeso y su pelo, negro por completo. Por lo demás, se dijo Bekker con acida ironía, no se diferenciaba gran cosa de un humano: de cada mano le brotaban cinco dedos, y se paraba sobre dos piernas. No tenía garras ni cola visibles. El rigeliano se volvió en ese instante, y Bekker reprimió con dificultad un salto. No por la vista de las pequeñas antenas que se erguían a los lados de la anchísima frente. Estaba preparado para ellas. Pero lo que jamás habría podido imaginar era el aspecto real de aquellos ojos. En ellos se abría, nítida y cruelmente, la anchura del Abismo. Aquellos ojos no pertenecían a los hombres. Punto. —Marthya... —gimió el ser entero de Mann Bekker. Aquellos ojos ajenos giraban hacia la mujer... y se detenían allí. TRES Fue al día siguiente cuando Mann Bekker lo advirtió por primera vez. —Qué tal, Mann —le saludó Marthya al entrar agitando los papeles sobre la mesa del traditólogo.

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—Marthya... ¿cómo estás? Lo dijo por fórmula. Pero las mismas palabras se le metieron como termitas dentro del cerebro y crearon aquella idea, vaga al principio, más y más definida (y más siniestra) luego. ¿Cómo estaba ella? —Te quería agradecer que hubieses venido a la fiesta... (¿Se lo imaginaba, o de verdad estaba muy pálida?) —Pero qué frío tienes esto, Mann... —ella sonreía, pero cruzaba los brazos sobre el pecho y se estremecía. Bekker articuló: —¿Frío? ¡Pero si puse la calefacción a veinticinco grados! Ella se sentó, exhibiendo una leve sonrisa de excusa. —Debo de estar un poco enferma. Desde anoche no me siento bien. —¿Cómo? ¿Por qué? —Sintió un trozo de hielo muy adentro. —Un decaimiento, creo. Ya pasará. La pregunta que hizo entonces Bekker se la dictó la intención de distraer a la joven... ¿O acaso habría sido —pensó mucho después— algún oscuro instinto premonitorio? —¿Y tu boda, Marthya? La luminosa sonrisa le abofeteó en la cara. —Pronto, Mann... Cuando Fomalhaut esté en oposición con Gheera, de la Quincuagésima Galaxia. Entonces Lhoun podrá casarse. —¿Y eso...? —Es por un mandamiento de su religión. Solo se les permiten matrimonios en esas épocas. Todavía faltan dos meses. Una vez más las sombras invadieron el alma de Mann Bekker. Y volvió a suplicar: —¡No lo hagas, Marthya! —¡Mann! Prometiste... —Son distintos, Marthya; tan diferentes de nosotros como la muerte de la vida. ¡No sabes nada de ellos, de las honduras de esa raza! Escúchame, Marthya; 100


no lo... —Adiós, Mann. —¡Marthya! La mujer atravesó la puerta; pronto su figura fue un punto claro en las profundidades del corredor que conducía al Palacio. Bekker permaneció inmóvil, viéndola desaparecer. Sus labios se movieron sin que él mismo lo advirtiese: ...la doncella a quien los ángeles al cantar llaman Leonora... CUATRO —Son telepáticos, si le gusta el término —explicó el profesor Phoe—. Las antenas, por lo que suponemos, les permiten enviar y recibir pensamientos desde distancias que para nosotros resultan inconcebibles... Es así como pueden conocer los movimientos de los astros de las galaxias más remotas. De la misma manera, según parece, se comunican entre ellos, estén donde estén, sin que importe lo más mínimo los kilómetros que los separen. Pero, afortunadamente, se tiene casi la seguridad de que no pueden acceder a las mentes humanas, ni sus facultades se... —¿Y en cuanto a su religión? —interrumpió Mann Bekker—. ¿Su moral? El anciano dio otra chupada a su arcaica pipa. —Es demasiado difícil de entender. Está demasiado desvinculada de cualquiera de nuestras estructuras. Lo innegable es que el Gran Representante, que se podría comparar, en un sentido muy amplio y solo a título de ilustración, con el antiguo Papa de la Tierra, lo sabe todo de los Goohrkos, debido a sus poderes extrasensoriales. De manera que cuando uno de ellos comete una acción que el Gran Representante considera pecaminosa, este se entera de inmediato y le aplica el castigo…, una clase de castigo que nosotros no comprendemos, pero al que ellos parecen temer intensamente. —Algo oí sobre los matrimonios... —inquirió Bekker. —¡Ah, los períodos de oposición Gheera-Fomalhaut! Sí. Uno de los 101


mandamientos más sagrados de la religión de ellos...; uno de los pecados más sacrílegos, si se le desobedece. —Quisiera saber... —Bekker se revolvió incómodo en el sillón de fibra, evitando enfrentar los ojos acuosos del Exólogo—, quisiera saber algo más concreto sobre sus relaciones o... costumbres amorosas. El viejo parpadeó. Exhaló una bocanada de humo y dijo a través de ella: —Por lo que personalmente he podido constatar, sus hábitos no se diferencian de los nuestros; ni su fisiología, tampoco. Parece que la evolución hubiese seguido un curso paralelo en este punto. Por eso es posible, me atrevo a afirmarlo, un connubio entre las dos razas. Pero, aclaro: lo digo únicamente desde un punto de vista estrictamente físico y sexual. En cuanto a los espíritus, las mentes... —la cabeza gris se movió de un lado a otro. —Y..., ¡jum!..., respecto a las actitudes, a la familiaridad de las relaciones intersexuales... Antes del matrimonio, quiero decir... ¿Qué normas adoptan? El profesor Phoe se inclinó hacia Bekker. —Es un capítulo particularmente interesante —respondió—. Su código de moral es riguroso hasta el extremo de prohibir el más mínimo contacto físico entre las parejas, fuera del matrimonio. El cual, para ser válido, se tiene que efectuar en los períodos de oposición estelar y debe ser consagrado por el Gran Representante... —El Exólogo depositó la pipa sobre la mesa, con extremo cuidado, y se recostó en el sillón acojinado. Sus ojos miraban al techo—. Y la naturaleza rigeliana es tan fogosa y apasionada que el esfuerzo de autorrestricción les resulta verdaderamente gigantesco... Creo que lo pueden soportar tan solo a causa del poderoso vigor de esos increíbles intelectos suyos. Entonces, se dijo Bekker, Marthya y Lhoun... Ni siquiera la ha rozado. Tendría que estar contento; sin embargo, me siento peor que antes. Aquellas pupilas. Aquellas pupilas sin fondo. CINCO Durante las dos semanas que siguieron, Bekker buscó deliberadamente 102


un anestésico en el trabajo intenso y embrutecedor. Se hundió en el mar muerto de sus papeles y hurgó en el fondo cenagoso en busca de más interrogantes. Y al término de ese lapso recibió una llamada. —Sí, aquí Bekker —respondió ante el fono—. ¿Qué...? ¿Marthya? ¿Es... grave? ¡Enseguida estoy ahí! Gracias por llamarme, Gobernador... Espero que no sea nada de cuidado... Hasta entonces, Señor. Se vistió a tirones, con la inquietud supurándole a través de la mirada. Marthya, pensaba angustiado, Marthya... Abandonó su sanctasanctórum con el insólito olvido de echar la llave. Mientras la cinta rodante lo conducía al Palacio, a lo largo de uno de los interminables corredores de plastaluminio que unían entre sí las diferentes secciones de la ciudad-cúpula, no dejaron de asaltarle un solo instante los peores pensamientos. No, no; exagero: no ocurre nada. Una enfermedad sin importancia, ¡nada! Pero cuando estuvo ante ella rogó porque la joven no reparase en su palidez. ¡Dios santo! Una oscura voz se lo decía: era lo que temía..., aun cuando no supiese con certeza qué era lo que temía. Marthya estaba reclinada en su lecho, con las mejillas del color de las sábanas. Tenía el pelo suelto y los ojos muy verdes y mucho más grandes o, por lo menos, así le pareció a Bekker. —Mann... ¡Me alegro tanto de verte! —Él estrechó la manecita que se le alargaba. Dios, se dijo, al tiempo que procuraba sonreír, Dios mío. La vida se le está escapando de alguna forma extraña... ¡Si ni siquiera siento su mano! —Ya me tiene cansada esta indisposición —ella esbozó un débil sonrisa—. ¡Hace más de diez días que estoy en la cama!... Menos mal que mi querido padre me acompaña como un santo para que no me aburra. —Ya pasará, Marthya. Ya verás como en un dos por tres estás más fuerte incluso que este... ¿cómo era? ¿“Ratón de biblioteca”? Ella se rió. 103


—¡No seas malo, Mann! Ya sabes que no te lo dije en serio... Ah, y a propósito: ¿no viste quién está aquí? Ven, acércate, mi amor... No, suplicó interiormente Bekker, ¡eso no! Pero el rigeliano estaba allí, en un ángulo de la pieza, y ya se aproximaba, dominándolos con sus ojos de fuegos insondables en la cara de tiza, con una mano extendida hacia la que Marthya le tendía. —¿Cómo le va, señor Bekker? —saludó en correctísimo neoterrano; pero el rugido de los oídos del Traditólogo ahogaba los sonidos. Bekker le respondió, aunque sin oír su propia voz. Al llegar junto a la cama el rigeliano hizo algo extraño. Mediante un visible esfuerzo (al menos no le pasó desapercibido a Bekker) se detuvo para cubrirse la diestra con un fino guante de encajes. Entonces oprimió los dedos pálidos de su prometida, y Bekker vio acrecentarse el negro fuego de las pupilas cavernosas. Y en el mismo instante algo de vida huyó de Marthya. SEIS Setenta días después, con las zancadas de sus largas piernas Bekker se tragaba las medidas de su cubículo. Marthya había ido decayendo a ojos vistas y él conocía la razón. Era hora de que lo admitiera. —Es fantástico, imposible, loco... Pero sabía que estaba en lo cierto. ¿Qué podía ser más singular e insólito que aquella raza fabulosa, esas órbitas con fuegos de azabache en sus profundidades? —Dios, Dios, ¡Dios! Miró a través del techo. Las estrellas guiñaban desde lo remoto, inmutables al parecer. Pero Bekker sabía que en algún lugar de aquella bóveda infinita dos puntos luminosos se movían y en algún momento estarían en oposición. 104


—Fomalhaut, Gheera... Pero entre tanto... Entre tanto, Marthya y Lhoun no podrían unirse. Y Bekker recordó el fuego negro, más y más ardiente. —Es la violencia de su deseo lo que la está matando. Es su espantosa mente lo que la está... devorando. Y el decirlo en voz alta le hizo bien. Rompió los últimos velos de su racionalidad. No se equivocaba... Ahora era preciso pensar en un remedio. SIETE No hizo caso de la cinta rodante; no estaba de humor. Su calzado plástico tableteaba contra el suelo de metal a ritmo uniforme, el vaivén de sus brazos agitaba el aire del pasillo. Dentro ya del Palacio de Gobierno, Bekker dudó un instante sobre la conveniencia de intentar hablar primero con el gobernador. Desistió de ello, sin embargo, porque conocía el natural eminentemente político de Julo. “¿Está loco? ¿Y las relaciones interestatales? ¿Se da cuenta de la catástrofe que podría provocar? Estamos en la cuerda floja, muchacho, y usted... Por otra parte (y aquí hablaría el sólido sentido práctico del gobernador) lo que usted sostiene es absurdo... ¡Creo que sus lecturas le están afectando al cerebro, Bekker!”... Caminando con mayor rapidez, Bekker no pudo dejar de preguntarse hasta dónde estaría loco, en verdad. Porque para él se perfilaba una sola eternidad: Marthya. El resto —política internacional inclusive— era eventualidades confusas que nada significaban. Consiguió que le condujeran a la presencia del enviado de Goohrk. Tenía conciencia de su lividez y de la inseguridad de sus piernas, pero esperó que nadie más lo notase. Cambiadas las frases de ritual, a solas con el rigeliano, habló fríamente, directamente, desnudando su pensamiento de hojarascas verbales. —Marthya se muere —afirmó en tono duro—, y yo conozco la razón. 105


Lhoun irguió la amplia frente. Un fulgor apagado y melancólico le tembló en los ojos cavernosos. —Es verdad —murmuró dolorosamente—, pero no puedo hacer nada. Mann Bekker sintió el frío del sudor en las sienes. —Me lo imaginaba. Y tampoco serviría de nada que usted se alejara, ¿verdad? El goohrko movió la cabeza de yeso. —Para nuestras mentes no existe la distancia. —Su deseo... —insinuó Bekker, sabiéndose perdido de antemano. —Una vez encendido es inextinguible. No hay remedio. Ustedes no lo pueden comprender. Mann Bekker empleó su última carta, pisando sobre brasas. —Si usted... si usted satisficiera su anhelo... Si antes de la fecha..., usted y Marthya... El rostro de Lhoun adquirió un tinte grisáceo. —¡Usted no puede entender lo que significaría eso! ¡Ustedes jamás podrán comprender el sacrilegio horrible e imperdonable que implicaría! Bekker sintió que los músculos se le agarrotaban. Hielo y piedra formaban parte de él, pensó. —Se equivoca —repuso—. Yo lo comprendo. Algo en su voz previno al rigeliano. Sus terribles ojos enfrentaron de lleno a los del Traditólogo, leyendo en su interior, deteniendo el tiempo para Bekker. Fue una infinitesimal fracción de eternidad, pero la mente de Mann Bekker volvió a ver en esos microsegundos toda su vida, sus ideales pasados, la Historia muerta que intentaba resucitar y Marthya, Marthya... El recuerdo de la mujer se impuso a todo lo demás y controló sus dedos y sus músculos y su voluntad, pero no pudo ahogar la vocecilla que se agazapaba en un rincón oscuro de su mente, aullando un desesperado clamor de prevención: ¡Hay algo equivocado! ¡Hay un detalle que no consideraste! ¡Hay algún error en alguna parte...! 106


Mas para compenetrarse del significado de aquella advertencia, para descubrir qué era lo que señalaba, para darse cuenta del error, era necesario un proceso mental —reflexión, razonamiento—, y para el Traditólogo ya había pasado el momento de razonar. Su mano se introdujo en el bolsillo y volvió a salir. Un chasquido, un resplandor violáceo, y el goohrko se desplomó. Pero aún pudo barbotar entre un vómito de sangre verde: —¡MARTHYA...! Y en la intensidad sin límites del extraño acento, leyó Mann Bekker su propia sentencia. (Julo, el gobernador de Neotierra, sintió de pronto una sensación de frío inexplicable. Al indagar su procedencia, halló el foco en la mano exangüe que sostenían sus dedos. Volvió la vista hacia el lecho, ahogándose con el latir creciente de su corazón. Gritó. Gritó. Gritó.) Irrumpieron violentamente, todos a una. Lhoun, el diplomático goohrko, yacía sobre un charco negruzco, de par en par los extraordinarios ojos, fijos, duros. A su lado había alguien más. Los hombros le caían como sebo derretido; los brazos, de uno de los cuales colgaba una antigua pistola a presión, pendían a los lados del cuerpo. La espalda ya no volvería a erguirse del todo. —Me equivoqué —repetía en susurros—, me equivoqué... El último pensamiento... Había más intensidad y más anhelos en ese solo recuerdo final que los que nadie podría concebir en una vida entera... Me equivoqué... (En la habitación de Marthya, el cuerpo que yacía entre las sábanas revelaba las aristas de los huesos a través de una fina capa de carne consumida. El desnudo cráneo relucía con el barniz de la muerte y los labios se hundían sobre la caverna vacía de la boca. Olía a viejo, y a cadáver, y a esperanzas desaparecidas.) 107


Los labios del Traditólogo seguían moviéndose, pero los otros debieron acercarse más para poder oírle. Recitaba: ...“¡Oh, Leonora!”, fue tan solo lo que pude murmurar, y “¡Oh, Leonora!”, dijo el eco, devolviendo mi suspiro... Solo eso, y nada más.

CARLOS M.FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici

Ilustración: VIRGIL FINLAY

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-U

n niño viene al mundo. Respira, respira, y repite este acto hasta que un día no lo vuelve a hacer. —Es una historia demasiado corta, si bien abarca toda la vida del protagonista. No me sirve. Faltan muchos

detalles. Por ejemplo, la duración queda en el aire. —¿Qué propósito persigue limitar su tiempo? ¿A quién le interesa? Esta historia tiende al infinito; puedes leerla todos los días y si tienes imaginación tendrás una diferente en cada uno. Se inició con los hijos de Adán y Eva y acabará con el mundo. Sobre todo, si tomas a los hombres como uno solo. —Para mi gusto, sigue demasiado corta. —Te falta imaginación. A veces pienso que no son necesarias tantas palabras para formar un relato, que cada una de ellas tiene la complejidad del universo. —La fuerza de la costumbre exige algún tipo de desarrollo; no perdona lo complicado de las cosas sencillas. —Con lo que te conté, me basta, Cecilia. Implica desde lo que guió a ese nacimiento hasta tantos sueños que se forjaron durante su existencia para escaparse sin piedad en el momento de su muerte: con heridas y victorias en el medio. Y si crees en el alma, la historia continúa. —Me vas a decir que si te digo algo tan trivial como: “Un autobús ignora una luz roja durante una regata, sin notar el carro que cruza la avenida”, te estoy relatando una historia completa. No me convences. —Esa es la idea. —Perdona, pero no me sirve. La prefiero de la forma común. —Si quieres limitaciones, allá tú. Toma nota, pues. Sucede en una discoteca, en uno de estos ambientes que tanto te gustan: la música a un volumen alto, humo por todos lados, las bebidas fluyendo proporcionalmente a lo que hay en los bolsillos, las luces que se asoman sin mucha confianza y todo lo demás. Un hombre y una mujer acuden puntualmente a una cita y, en el fondo, uno de esos juegos que te fascina encontrar en los cuentos. 110


—Me agrada. Que sea en este mismo lugar. —Lo invade una sensación extraña, como si estuviese aprisionado y no se pudiera liberar. A la oscuridad que lo envuelve sigue una calma absoluta, hasta que se encuentra nuevamente en esta discoteca que frecuenta los sábados por la noche y nota que todo se desarrolla en la forma de costumbre. Las parejas ocupan los mismos sitios, tal vez algunas caras nuevas; tiene la bebida usual, le sonríe a la misma mujer, hasta las luces bailan al mismo compás. Se sienta cómodamente en una silla alta y coloca el trago sobre la mesa. Sus ojos se fijan brevemente en una pantalla de televisión, situada a su derecha, antes de escrutar el lugar en busca de su compañera. La encuentra junto a una mesa cercana y sus ojos se posan en ella, que no lo determina. La estudia con detenimiento. Una especie de rutina de las noches de sábado. —Es mejor eso que quedarse en casa viendo televisión después de la lectura de las ocho; aunque sea para inventar cuentos, como nosotros. —A veces, le parece que no cumplir con el procedimiento impuesto por la costumbre le da resultados poco satisfactorios; el éxito depende de seguir metódicamente los pasos, sin dejarse vencer por los impulsos que ganan su cuerpo con cierta frecuencia. Esta vez difiere en algo de las anteriores. Todas las cosas le están sucediendo como si cumpliese un rito. Incluso cuando se peinó delante del espejo, antes de salir, le pareció que se limitaba a seguir los movimientos dictados por la figura reflejada. Acaricia la cigarrera de cuero antes de decidirse a sacar un cigarrillo y llevárselo a la boca. Es mejor aprovechar ahora, que ella no puede decirle nada sin romper las reglas. El que se meta con sus vicios le disgusta; pero menos que tenerlos y no hacer nada por desterrarlos. Mientras fuma, sigue contemplándola del modo habitual. Las líneas de su cuerpo son fabulosas. Tiene cierto aire de misticismo oriental, como una princesa robada a un mundo de fantasías o un sueño rescatado del olvido. La había visto en otras ocasiones en las que le pareció tan lejana. Sin embargo, fue fácil conocerla. La vida le había enseñado que ninguna mujer es inaccesible si se actúa apropiadamente y se dicen las palabras 111


correctas en el momento preciso. A veces ella se ponía nerviosa con esa relación lúdicra, como si pretendiera deshacer los vínculos y no dejarse llevar más por ese pacto sin documentos. La ve consultar nerviosamente el reloj pulsera, como si todavía lo estuviera esperando y no lo hubiera descubierto a unos cuantos metros. Sonríe, no lo puede evitar, ella exagera en sus actuaciones, como si nunca hubiesen acordado aguardar tranquilamente un tiempo prudente antes de compartir el resto de la noche. Esta espera la determina quien tiene el papel de agresor, que es rotativo, y debe hacer que los factores externos se acomoden al juego. Comprende que está a punto de vencerla. Las faltas, como demostrar impaciencia o desatender señales, acarrean el castigo de un regalo sorpresa. La semana anterior, ha tenido que obsequiarle un prendedor por apresurarse y abordarla antes de recibir su señal. Son las reglas. Esta vez le toca decidir a él. Le parece que conviene más dilatarlo; aunque su sonrisa lo invite a acercarse, la visión de sus piernas le acelere el pulso y su corazón le ruegue que se arroje a sus brazos. Lo que más influye sobre su decisión es notar que en la pantalla se desarrolla una escena similar. El rito del espejo sugiere que la rutina de esa noche exige que siga los movimientos de una imagen, como si no dependiera de él como las demás veces. Enciende otro cigarrillo y le parece que el humo se lleva la paciencia que le queda. Se levanta, y el personaje de la pantalla hace lo mismo. Las cosas cambian. Ahora él es quien dicta las pautas y establece el patrón a seguir. Todo tiene su lógica. En su mundo tales asuntos no pueden atribuirse a las coincidencias. La cadena se forma de eslabón en eslabón, tratando que ninguno sea más débil. La trama sigue desarrollándose conforme a lo previsto, como en una partida de ajedrez en la que cada movida tiene su consecuencia, cada jugada es debidamente planeada y con una sucesión razonada, aunque se haga frente al tiempo como un enemigo tradicional que se pretende convertir en aliado. Sus pasos lo llevan hacia ella como si atravesara un laberinto en el que esperase hallar al minotauro. Ella continúa ignorándolo aun cuando él sabe que lo aguarda, que el 112


destino es ineludible. Es difícil vencerla, domina los factores lúdicos a la perfección. La alumna supera al profesor. Se queda a unos pasos, mirándola fijamente. Las imágenes de la pantalla van repitiendo con exactitud cada gesto, cada detalle, cada punto en el espacio, cada sombra definida por la tenue iluminación de las lámparas. Mira su reloj, las nueve en punto, se paró el condenado. Todavía dispone de tiempo, aunque no mucho. Ella sigue como si nada, no le importa que la esté rondando. Consulta su reloj, impacientemente, las diez y cuarenta y cinco, seguramente se arrancó y la dejó plantada, debe llamarlo. No la entiende, él es muy puntual, sobre todo tratándose del juego es excesivamente puntual, casi enfermizamente, cada minuto de su vida bien planificado. No quiere pensar en un motivo que disculpe su retraso, prefiere descubrirlo humano; lo mejor es llamarlo a su casa y averiguar de una vez por todas. Él percibe su desesperación, le lastima un poco; pero debe seguir tranquilo aun cuando ya siente el calor llegándole a la piel en forma repentina. Ella abandona la silla para hacer la llamada. Quiera Dios que no le presten el teléfono. No es justo que se entere de ese modo; significar tanto en su vida para venir a desbaratar el juego de manera definitiva y sin aviso previo. Compasivo, la mira marcar el número. Quiere detenerla y decírselo; pero le es imposible porque la historia les queda demasiado corta, un final en los capítulos centrales de una novela. Quién sabe cómo lo tomará ella, con su manera de no aceptar las cosas como tienen que ser, la manía de querer que Julieta despierte antes que Romeo se apure el veneno. Ojalá no le contestaran y ella se marchase a casa, olvidando haberlo conocido y el juego, que lo tomara como un sueño y despertara sin pensarlo, sin la mínima huella en la memoria. La ve hablando, y sabe que es inevitable que llore mientras le dan la noticia, con aquel llanto inconsolablemente desesperanzado que no le gusta hallar en sus ojos. Los ojos que lo buscarán en vano todas las noches de sábado, hasta que lo vayan perdiendo poco a poco. Tantas cosas que el final del juego significa para ella: flores que ya no 113


llegarán, mensajes que no encontrará en el espejo, frases que se marcharán al olvido y una ausencia a la que no se acostumbrará. Así, mira con nostalgia la silla vacía, que aguarda inútilmente el inicio del juego. La ve secarse las lágrimas, alejarse. La ama y espera que tenga la oportunidad que a él le fue truncada. El tiempo se le escapa. Ya no tardarán en rescatar su cuerpo de entre los hierros retorcidos.

FÉLIX ARMANDO QUIRÓS TEJEIRA

Panamá

Twitter: @faquirostejeira

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H

ace mucho, mucho tiempo, cuando aún habitaban los hombres en el castillo de estas tierras, en una de sus torres más altas vivía una pequeña araña, habiendo encontrado acogedor aquel espacio lo declaró su reino particular, se

dedico a tejer por todo el lugar decorando todos los rincones con su característico diseño en espiral. Posteriormente tuvo descendencia y como quiera que en la naturaleza los hijos deban abandonar a sus padres buscando su propio bienestar, estos no fueron la excepción, se desperdigaron dentro y fuera de la edificación, llegaron a los establos, al telar y la cervecería, eso sin mencionar a quienes hicieron del bosque su morada. Uno de los más osados hizo de la sala del trono su hogar, una noche decidió mejorar el aspecto de la gran silla cubriéndola con una de sus mejores telas, dedicándose a tejer, tejer y tejer, hasta que vio con satisfacción cumplida su particular labor, al dar los últimos retoques le invadió un cansancio enorme y se dispuso a dormir profundamente en el centro de su obra maestra. Muy temprano comenzó una gran actividad en la sala, pues ese día se celebrarían las audiencias con el Rey. Una vez lleno el lugar, este con mucha pompa hizo acto de presencia y ocupó su sitio en el trono, sin notar a nuestra amiga profundamente dormida en el respaldo. Tantos fueron los movimientos y ademanes hechos por el Rey, que terminó despertando a la araña, quien al ver su obra maestra destruida, solo pensó en darle una lección al perpetrador de tan gran fechoría, entonces de un salto se coló por el cuello de su camisa y lo picó, ¡no una sino varias veces! Incapaz de disimular el dolor causado por las picaduras, el Rey abandonó de forma atropellada la sala dejando a todos los presentes perplejos. Ya en un lugar privado se libró de sus ropajes encontrando a la causante de su sufrimiento, desde su punto de vista ese insignificante bicho lo había dejado en ridículo frente a sus súbditos, muy molesto tomando a la araña entre sus dedos se deshizo de ella con el método más rápido. El haberse librado para siempre de nuestra amiga no calmó su molestia, decidió suspender las audiencias y se encerró en su despacho a 116


rumiar sobre lo acontecido. Tantas vueltas le dio al asunto que terminó sacándolo de toda proporción, esto lo llevó a recluirse en sus habitaciones fingiéndose enfermo como resultado de las picaduras, con este pretexto ordeno redactar un edicto mediante el cual se decretaba la erradicación de todas las arañas de su reino. Tan eficaces fueron los habitantes del reino en el cumplimiento del edicto, que rápidamente la población de arañas se vio alarmantemente disminuida, haciéndose muy extraño encontrar alguna a simple vista, porque estas aprendieron por las malas a ocultarse en cuanto se acercaban las personas. Pronto el reino se vio asolado por una invasión de mosquitos, moscas y moscardones los cuales importunaban por igual a animales y personas. Estas últimas estaban llenas de picaduras, no dormían bien por las noches, a muchos les daba fiebre o sufrían sin poder abandonar el garderobe, los sanadores ya no se daban abasto ante tantos enfermos. El Rey viendo toda esta situación ya se encontraba desesperado sin saber qué hacer, ¡luchar contra este ejército de bichos voladores le parecía imposible! Casualmente por esa misma época se encontraba viajando por esos entornos un sanador muy sabio, —reconocido estudioso de la naturaleza—, este al llegar a las tierras del reino, decidió pasar por el castillo presentando sus respetos. Cuando el Soberano supo de la presencia del sabio en el castillo inmediatamente le concedió una audiencia privada, atendiéndolo en su despacho, allí le explicó la situación del reino, solicitando al sanador su intervención para ayudar a terminar semejante calamidad. Su alteza, antes de darle una respuesta, me gustaría si es posible aclarar algunos puntos, —le dijo el sabio—, ¿recientemente se han dado cambios capaces de alterar el equilibrio en sus tierras? ¿Sus súbditos han cambiado de hábitos? ¿Están disponiendo correctamente de los desechos producidos? El Rey perplejo ante estas preguntas le ordenó al chambelán —quien también se encontraba presente en el despacho—, responderle al sanador, este sin perder el tiempo lo hizo de la siguiente manera: 117


Señor sanador, los desechos del reino se manejan como siempre se ha hecho, sin que ocurriera anteriormente este mal, con relación a los cambios, no existe otra cosa más allá del edicto establecido por su majestad, en el cual se ordenaba eliminar a todas las arañas y el cambio de habito de los súbditos con respecto a estas. El sanador, habiendo escuchado con atención al chambelán, dijo: su alteza tal vez la respuesta no sea de su gusto, desde mi punto de vista es la única medida efectiva para finalizar la invasión sufrida por su reino; a lo largo de mis años estudiando a la naturaleza he observado insectos alimentándose de otros, manteniendo así el equilibrio entre ellos. En este caso particular puedo decir sin temor a equivocarme, la disminución del número de arañas cuyo principal alimento son los mosquitos, moscas y moscardones, dio como resultado el aumento significativo de estas plagas; si se permite nuevamente aumentar la cantidad de arañas, se restablecerá el equilibrio finalizando toda esta situación. Pero manteniendo la causa que impulsó su eliminación no se llegará a una solución satisfactoria. Al escuchar esto el Soberano, algo molesto, concluyó la audiencia y se quedó reflexionando sobre lo conversado en su despacho; a lo largo de la tarde, mientras más pensaba en la respuesta del sabio —muy a su pesar— mayor lógica le veía, entonces tragándose su orgullo, llamó a su chambelán y le ordenó redactar un edicto derogando al anterior. Y aunque a los súbditos del reino les llamó la atención esta contraorden, se aseguraron de cumplirla tan eficazmente como cumplieron la primera, logrando aumentar la cantidad de arañas. Si bien a estas ya no se les encontraba tan abiertamente como antes, lentamente se fue restituyendo el equilibrio, disminuyendo así el número de mosquitos, moscas y moscardones. Al recuperarse los enfermos más graves el sanador continuó su camino, pero este encuentro le dejó una gran lección al Rey, no dicha con palabras solamente sino con resultados.

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LIDIA J.LEZAMA

Venezuela

Facebook: www.facebook.com/lidia.lezama.7946

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Y

o soy Juana García, nacida en la Isla de Mexcaltitán, en Nayarit, México, descendiente de las familias de apellidos “Barba” originarios de Tepatitlán Jalisco, quienes llegaron desde España en tiempos antiguos, les voy a contar una historia.

En una ocasión me encontraba en la Isla de Mexcaltitán Nayarit, me

sentía muy enferma y me trasportaron en una canoa a otro pueblo más grande para que me atendiera un médico, ya que en la isla no teníamos ningún doctor. Viajamos por agua en la canoa con rumbo a la “batanga”, así se llamaba el embarcadero de las lanchas donde salías a tierra firme y podías continuar en vehículo. Me quedé dormida por el dolor y la fiebre que sentía, durante el trayecto en canoa comencé a soñar que me veía caminando y que todo el camino estaba rodeado con pétalos de rosas blancas, con aromas a flores y rosas muy intensos, como si fuera a realizarse alguna fiesta o celebración. Todo el tiempo, veía a una señora anciana que me acompañaba y a la cual no le podía ver el rostro, ya que se encontraba tapada con un rebozo blanco. Llegamos a tierra firme al embarcadero y la señora me dijo: —Ya llegamos, ¡Aquí vamos a salir! Al bajar de la canoa y subir a tierra firme, por un costado del monte, había un árbol muy seco, que tenía muchas cenizas en sus raíces. En eso la viejita me dijo: —Mira… este es el árbol donde todas las personas se vuelven cenizas, ¡Párate aquí en su sombra! —Exclamó, señalando con su dedo. —¿Para qué quiere que me ponga bajo su sombra? ¡Usted quiere que me convierta en cenizas! ¡No lo hare! —Le mencioné muy molesta. En ese momento desperté… la anciana del rebozo despareció, me llevaron al doctor y mi vida fue salvada.

ALEJANDRO ALÍ

México

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E

n la calle 34 de una vieja ciudad, todos los días al amanecer desde que comenzó el invierno, aparecía un muerto en una esquina. Ya eran siete los extraños asesinatos que parecían haber sido cometidos por un oso, todos habían sido apretados por un

abrazo de muerte. Lo más extraño era que a pesar de estar bien vestidas, las víctimas, despedían un olor como de no haberse bañado en meses. John Roman, investigador privado, fue a revisar el sitio en la madrugada, caminó de aquí para allá por horas y lo único que encontró fue un anciano habitante de calle que olía horrible incluso desde varios metros de distancia. ―¡Abrázame! ―Le dijo a Roman con la voz quebrada y los ojos llorosos― Tengo frío ―agregó suavemente. Este débil viejo no podía ser el asesino pensó el investigador privado mientras se quitaba el abrigo para arropar al anciano. El viejo abrió sus brazos con los que rodeó a Roman, quien cedió y abrazó también al pobre indigente. ―Calorcito humano al fin, amigo. Y mientras decía esto último, su cuerpo se desvaneció en el aire. Después de un buen baño desapareció el olor, al igual que los asesinatos invernales en la calle 34 de la vieja ciudad.

ALEJANDRO MUÑOZ

Colombia

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E

l enorme complejo industrial llamado La Fortuna se hallaba junto al pueblo El Milagro, a la mitad de una llanura del centro del país. Los habitantes del Milagro trabajaban en algunas fábricas del complejo, absorbidos por la rutina mecánica,

apretando botones, cargando producto y desempeñando múltiples actividades para contar con el sustento de sus hogares. Las industrias de La Fortuna pertenecían a diferentes giros: metalurgia, robótica, alimentos y textiles. La diversidad de producción respondía a las necesidades de un Estado con alta demanda de estos recursos, a las grandes urbes no tan lejanas, que siempre requerían más tecnología, alimentos, ropa e insumos de la construcción. La Fortuna se consideraba un modelo de progreso económico regional, un ejemplo a seguir para los empresarios que tenían en la mira al centro del país para invertir en sus negocios. Para quien viviera en otro lugar, escuchar de La Fortuna era un orgullo, pero para quienes estaban en contacto directo con las fábricas, la opinión era muy diferente. La gente del Milagro veía el engrosamiento de una gigantesca nube grisácea sobre el pueblo día con día. No se trataba de un fenómeno natural, sino de la acumulación de emisiones tóxicas provenientes de las chimeneas de La Fortuna. A la gente le costaba respirar, cada vez eran más frecuentes las consultas médicas refiriendo padecimientos pulmonares. Los adultos mayores y los niños eran quienes sufrían con mayor frecuencia dichos problemas, por lo que la atención a su salud se complicaba. Las actividades al aire libre se redujeron y la gente ya no quiso salir de sus casas por temor a enfermarse. El agua, por otro lado, comenzó a escasear desde que las fábricas llegaron a la zona. Muchos vieron como gigantescas tuberías fueron instaladas al construir los edificios y, al entrar en funcionamiento, se escucharon múltiples bombas extrayendo agua subterránea. Los manantiales que circundaban al pueblo se secaron y el agua del río cercano se dejó de utilizar. El cauce se convirtió en el reservorio de aguas residuales de las empresas, circulando un líquido turbio, espumoso, de olores desagradables. El deterioro del cuerpo de agua hizo que se le 125


perdiera el respeto, por lo que pronto la gente lo utilizó de basurero. El suelo fue el último baluarte de los habitantes del Milagro. Cuando se hartaron de las dificultades para respirar y de que no tenían acceso al agua, decidieron unirse para proteger sus tierras. Era lo único que les quedaba y estaban determinados a llenar cada metro cuadrado de su pueblo con vida surgida de las semillas y los esquejes. Las abuelas del pueblo congregaron a adultos, jóvenes y niños en sus casas para explicarles de la virtud sanadora de la tierra cultivada, no solo para la naturaleza sino para ellos como seres humanos. Con sabiduría guiaron a la gente para crear pequeños huertos en las casas que tenían jardín, les instruyeron para plantar árboles frutales en las áreas verdes públicas y construyeron farmacias naturales a las afueras de la comunidad. Las familias del Milagro hicieron caso a las abuelas y el prodigio de los huertos vio nacer la esperanza en cada brote, en cada pedazo de suelo de aquel lugar que aguantó el paso voraz de los industriales. Desde La Fortuna, los dueños de las empresas estudiaron las técnicas de los habitantes del pueblo y se acercaron a sus trabajadores para conocer a profundidad lo que hacían en los huertos. Lejos de rechazarlos o guardar con celo los detalles, la gente del Milagro explicó a los industriales lo que las abuelas les transmitieron acerca de los beneficios de poner manos a la tierra. La curiosidad movió a varios de los dueños, por lo que propusieron habilitar algunos de los espacios del complejo para la elaboración de composta y conformación de huertos. Con el paso del tiempo, más fábricas se añadieron, volviéndose La Fortuna un parque industrial donde el color verde competía con el gris por la proliferación de plantas frente a cada pared. La nube de contaminantes se atenuó, mientras las plantas crecían en camellones y entradas a las fábricas. Algunos trabajadores sugirieron construir sistemas de captación de agua de lluvia en el complejo, lo que fue bien recibido por los dueños después de percibir los cambios generados por los huertos. En la temporada de lluvia, se registró la recuperación paulatina de los cuerpos de agua del área y el agua recolectada se utilizó en las fábricas y en las actividades domésticas de los 126


habitantes del Milagro. El río significó el último esfuerzo de la alianza entre la población y las industrias. Se destinó maquinaria para retirar residuos del cauce, además de instalarse pequeños módulos de tratamiento en cada fábrica para evitar que el agua llegara contaminada al río. La salud de la población mejoró notablemente y las acciones en el complejo industrial llegaron a oídos de muchas personas en otras partes del país. —Es el primer parque industrial en su tipo —dijo un representante del gobierno en una visita, atraído por lo que se decía del lugar. Asombrado, contempló los árboles que crecían en cada esquina—. Serán acreedores a un reconocimiento. —El mayor reconocimiento nos lo damos nosotros —le contestó una de las abuelas del Milagro—. Al principio queríamos que las fábricas se retiraran, pero después entendimos que sería difícil dejar sin el sustento principal a muchos de los que viven en el pueblo. Debíamos trabajar unidos para sanar esta tierra que ocupamos todos: los que llegaron y los que estamos, adaptarnos a este ambiente. Los trabajos continuaron en La Fortuna y El Milagro. A lo largo de varios meses se rescataron los saberes de la gente mayor, se documentaron los usos de las plantas, las leyendas del pueblo, los cambios que su lugar de origen había tenido durante generaciones. Se impulsó al arte al interior de las industrias y en las escuelas de la localidad, se estimuló la ciencia y se aplicó para mejorar los procesos de las industrias. Aún quedaba mucho por hacer, pero el paso se había dado y todos los que moraban en esa llanura del centro del país, sabían que tenían que continuar para seguir cosechando los frutos de sus esfuerzos.

MARIO LÓPEZ ARAIZA VALENCIA

México

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D

ía 625 del año 20541 Mi nombre es Señor Vwrek. Vivo en el planeta Tirr, lindo planeta, no-grande pero lindo. Dado lo no-grande de mi planeta existe una sola nación. En el pasado se ha hecho el

intento de dos naciones, pero a la larga entraron en situación de no-paz. Y eso no pasaría nuevamente. ¡No! Pero como está en nuestra vieja naturaleza la no-paz, de tanto en tanto ocurren esos desagradables episodios entre los tirrianos. Pero siempre lo solucionamos entre nosotros. Como dice un famoso dicho en Tirr: “Lo que pasa en Tirr…” Escribo este diario personal, no sé por qué razón, es una costumbre noútil, pero útil para el Señor Vwrek, de alguna manera. Además, algunas veces fantaseo que dentro de, no sé, diez mil años, alguien (de otra civilización, ¿por qué no?) pueda encontrarlo y así, conocer algo sobre nosotros. ¿Existen riesgos? Por supuesto que sí, no soy ingenuo. Sería muy no-bueno para mi si encontraran este diario. Escribir está no-aconsejado… tanto como los libros. Y comienzo a escribirlo hoy porque hoy sucedió algo no-monótono, ha sido un día no-igual a todos los días… la gente comenzó a enfermar. Sin más novedades por el momento. Día 626 del año 20541 En mi planeta todo es lindo y la gente no-enferma nunca, o casi nunca. Algunos culpan a migrantes de un planeta lejano llamado Tierra, que han llegado huyendo del hambre. ¡Parecen los gigantes de Gulliver!, historia que he leído hace tanto tiempo. Dicen que han traído un germen o alguna ameba. Los médicos nosirven de mucho, o no han servido de mucho hasta el momento, con un pueblo tan saludable como el nuestro. Por tal razón, se han dedicado a otros menesteres. El bureau emitió un comunicado. En resumen, permanecer en nuestras casas y pronto la cuestión será resuelta. Yo vivo con mi compañera la Señora Kwrill. Día 628 del año 20541 Han pasado tres días con sus noches y pude averiguar no-mucho. Al 129


parecer debían buscar, encontrar y reunir un grupo de científicos para desarrollar una cura. Los están rastreando literalmente, ya que nadie sabe a ciencia cierta donde se hallan. Pero, el que busca encuentra, como solemos decir aquí… uno manejando un taxi, otro atendiendo una ferretería, otro arreglando aires acondicionados, otro… A mi amigo el Señor Wstak, doctor en cirugía molecular nivel II, que se gana la vida con el cultivo y secado de albaricoques, también lo han encontrado y se lo han llevado, según sé yo. Día 630 del año 20541 En un descuido mío, la Señora Kwrill ha visto mi cuaderno, es más, ha visto al Señor Vwrek escribiendo en él. Espantada me advirtió que la actitud era no-buena, pero le resté importancia. Cambié de tema de inmediato. Después de todo el bureau ya había conformado el comité de ciencias y tenía un plan. Y eso era una buena novedad tan grande que le haría olvidar mi descuido. Volviendo a los planes del gobierno, como todo proyecto, debe tener tres elementos: un objetivo, un presupuesto y un plazo. El objetivo evidentemente es encontrar la cura, los recursos disponibles son ilimitados y el plazo un mes. Un amigo mío está en el comité de ciencias. Verdad que ya lo mencioné anteriormente. Se trata del Señor Wstak. Bien. Me comunicó que está feliz porque por primera vez, el y el resto de los científicos sienten que son importantes. La Señora Kwrill está contenta porque sabe que en un mes esta situación será un mal recuerdo. Un mes se pasa volando. La recomendación continúa siendo no traspasar la puerta de calle. Pero ahora todos nos sentimos optimistas. Sin más novedades. Día 1063 del año 20541 En dos días se cumple el mes. Un mes es demasiado tiempo, 435 días para ser exactos, al menos en este planeta. Me siento no-entretenido, nomotivado, no-útil. Estuve intentando todo el día escribir algo. Dicen que la labor del escritor es encontrar las palabras correctas y escribirlas en el orden adecuado. 130


Nuestro lenguaje tiene muy pocas palabras, al menos son pocas las que están permitidas, así que la tarea de encontrar palabras debería simplificarse. Pero no es así… De alguna manera siento que hay palabras que están faltando en nuestro vocabulario. Que existen algunas pocas cosas que no sé cómo expresar. Recuerdo haber leído palabras en viejos libros. Confieso que cuando era joven poseía una pequeña biblioteca, clandestina, claro está. Es más, hace días que mi mente, intentando ocuparse de algo, tal era el no-entretenimiento, está intentando recordar una palabra que he leído. Una palabra que recuerdo captó mi atención, pero fue hace tanto... No debo estar en no-calma, si la palabra significó algo para mí, ya aparecerá algún día, o alguna noche. ¡Al menos si pudiera tener aún esos libros! Cuando inicié mi pareja, la Señora Kwrill ni bien descubrió mi modesta biblioteca encubierta, mientras realizaba tareas de limpieza hogareña, me denunció al bureau… un tirón de orejas del gobierno y por supuesto, adiós mis amados libros. Día 1065 del año 20541 El bureau anunció con bombos y platillos que la cura para la no-salud ya está disponible en comprimidos y en solución bebible con sabor a fresa. La sugerencia es ir a los centros comunitarios para tomarla y no-enfermar. Debo aclarar que en nuestro planeta no se ordena nada. Todo es suave y armonioso y dar órdenes es no-armonioso. Se realizan en cambio amables sugerencias, que son aceptadas ya que son para el bien de todos. ¡Quién puede estar en contra del bien común! La Señora Kwrill salió corriendo de la casa como una tromba para obtener su medicamento. No la acompañé. Voy a esperar unos días, tal vez otro mes. No sé por qué tomé esa decisión, pero después de todo una sugerencia acepta dos posibles respuestas. ¿Verdad? Día 1070 del año 20541 Ante mi negativa a aceptar la medicación y muy a pesar de que le recordé que solo era una sugerencia del bureau, la señora Kwrill razonó que no tenía más 131


remedio que denunciarme. Y como toda denuncia, debe ser anónima y sorpresiva. Cuando me retiraban de mi hogar, mi última imagen fue de ella apoyada en la puerta de salida, no-contenta, llorando con sus tres grandes ojos. En ese instante sentí no-felicidad y vacíos no-placenteros en la boca de mis cinco estómagos. Ya en mi cuarto de aislamiento, le escribí una carta. Si bien era para la Señora Kwrill, tal vez fuera para mí en realidad debido a que no había forma de que se la pudiera enviar. Y aunque encontrara la forma, no la leería ya que leer era no-aconsejado: “Estimada Señora Kwrill. Sé que se estará preguntando cómo llegamos a esto… Sobre mi negativa a aceptar el medicamento y no tengo una respuesta para eso. Setenta y ocho años juntos es mucho tiempo y sepa que solo guardo los mejores recuerdos. Siempre suyo, Señor Vwrek” Después de releerla, me alarmó la brevedad del texto, pero lo atribuí a la falta de práctica. Era la primer carta que había escrito en 278 años. El cuarto donde estaba era no-grande, no-lindo. Cuando cerré el cuaderno pensé en la Señora Kwrill. Me vinieron a la mente escenas como flashes, de cuando la conocí, una bella adolescente de tan solo 78 años, con seductoras curvas cóncavas y convexas, ángulos agudos y voluptuosas bisectrices. Algunos amigos me apodaban, Señor Vwrek “el robacunas”, chiste bastante común en el planeta Tirr por aquel entonces. Día 1071 del año 20541 Ayer me interrogó el bureau. En esos casos lo mejor es ser sincero opina el Señor Vwrek. Les dije que no sabía por qué no aceptaba el remedio, pero que tampoco sabía por que debía aceptarlo. En definitiva, que no sabía nada sobre ciencias y dado que solo había sido sugerido… En Tirr, al contrario de los vanos habitantes del planeta Tierra, donde

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todo el mundo cree saber de todo, si no sabemos sobre un tema, nos quedamos en silencio. Para repetir textualmente lo que se dice ya existen los loros y las maquinas grabadoras. ¡Los tirrianos somos más que eso! Nunca opinamos sobre temas que desconocemos. A eso le llamamos sabiduría. Lamentablemente mis argumentos no ablandaron al bureau. Hoy comienza nuestro traslado a los centros de rehabilitación definitiva. Allí iremos los sujetos no-fáciles. Los pocos que no habíamos aceptado por las buenas tomar la medicina. También trasladaban a los migrantes, a los cuales se culpaba de introducir el moquillo en el planeta Tirr. El primer sol ya había salido y en cuanto amaneciera el segundo sol habría luz suficiente para empezar el operativo. Con mis 63 centímetros de altura yo era considerado un fortachón, de hecho, era apreciablemente más grande que la mayoría, por lo que consideraron prudente enviar tres guardias del partido para escoltarme. Me tomaron fuertemente de los brazos y entendí por fin el real significado de la palabra “sugerencia”. Ya en el vehículo de traslado debimos esperar. Por un largo tiempo permanecimos en el interior de la caja del camión, sentados en dos filas enfrentadas. El grupo se encontraba conformado por trece tirrianos y un terrícola. Todos permanecimos en silencio durante la primer hora, la atmósfera se sentía pesada… hasta que el terrícola, de manera espontánea, comenzó a hablar, hablar y hablar, en voz muy alta... Extrajo un extraño dispositivo al que denominó “mate”, e insistió en que todos debíamos succionar de un tubo. Ante la negativa general continuó su parloteo. Pasaba de un tema a otro sin solución de continuidad. Pretendió explicarnos qué debíamos hacer para mejorar la economía de nuestro planeta y que todos viviéramos mejor, aseguró que existía un ente superior, único, al que llamó “Dios” y que, casualmente, residía en su país de origen y mencionó reiteradamente algo llamado “futbol”, si bien nadie llegó a comprender a qué se refería. Dada la situación tensa que estábamos viviendo no era malo tener un bufón en el grupo. Creo que hasta alguno de los tirrianos llegaron a sonreír ante lo grotesco de la situación y la escasa coherencia del monólogo. 133


El tiempo transcurrió con lentitud y ante el silencio proveniente del exterior y la falta de novedades, abrimos desde adentro la puerta del camión, la cual no había sido asegurada. Al parecer con la salida del segundo sol, habían comenzado las muertes inexplicables y al finalizar el día, cuando la tercer luna aparecía en el horizonte, ya no quedaba nadie con vida. A excepción de los noinmunizados, o sea de los que estábamos saliendo del camión. Pensé que la ley de la selección natural actúa de maneras no-evidentes en algunas ocasiones … Tal vez algo malo en la medicina, vaya uno a saber… Pensé en la Señora Kwrill y tragué saliva. En mi amigo el Señor Wstak... Una lástima. Al salir al exterior, deje al grupo atrás y caminé. Escuche al terrícola, que ya manejaba, en voz alta, varias teorías que permitían explicar lo sucedido. No me interesaban. Yo caminé, solo caminé, no sé por cuanto tiempo ni hacia dónde. Tomé aire profundamente por la boca y lo dejé salir por la otra boca. Recordé una frase típica tirriana que dice: “Algunas veces es peor el remedio que la enfermedad”. Continúe caminando en línea recta por el resto de la noche. Caminar siempre me ha ayudado a pensar… y a olvidar. Trataba sin embargo de recordar esa palabra que había leído hace tantos años… Sí, recuerdo su significado, pero no su dicción. Quiere decir algo así como: Si el Señor Vwrek desea hacer algo, lo hace y listo… sin el permiso o la aprobación del bureau. Y eso le causa felicidad. No había caso, no podía recordar la palabra precisa… No importaba. La mente de un tirriano es caprichosa. Estoy seguro de que el Señor Vwrek la recordará en el momento menos esperado.

JUAN MARTÍN PARIS

Argentina

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M

amá preguntó eso. Me acerqué a mirar con ella desde la ventana de la cocina cómo se quejaba el animal desde la vereda, atado al árbol que se sacudía bajo la lluvia. El agua me llegaba hasta las rodillas.

―Y algo se me va a ocurrir. Como siempre ―contestó papá. Tenía razón.

Él lo arreglaba todo. Ponía trapos para tapar los agujeros en la chapa; o cuando Coqui abrió el tejido para morder al basurero, él ató con alambre la parrilla. Tenía soluciones para cualquier situación, pero en ese momento empezaba Baby Etchecopar y no quería perdérselo. Esos días dormí en la cama de Laura, porque subieron todas los muebles a la mía. Ella es más grande que yo, pero jugábamos siempre en el patio del frente, porque detrás papá juntaba en el patio y en el galpón lo que traía con el carro. Así que esas noches de tormenta dormíamos abrazadas y nos reíamos hasta tarde. Algo de razón tuvo mamá, porque en realidad a los pocos días papá volvió caminando a casa, llegó y la fajó a mamá, porque la comida no estaba lista, la casa era una mugre, pero creo que fue porque al caballo Rolo se lo llevó la municipalidad. O eso entendí. Mamá se puso a limpiar la cocina llorando. La pregunta de qué íbamos hacer para conseguir plata la hacía él y nos pegaba a nosotras para que nos portemos bien. A la semana, mamá empezó a trabajar en una fábrica de medias. Papá no aceptó ir, por su dolor de espalda, y se quedó en casa. El miércoles, ya al mes de que mamá no estaba, papá llamó a Laura para que lo ayudara a limpiar la cocina. Yo quería ayudar pero me dijo que no hacía falta. Me quedé y Laura no volvió. Cuando entré a la casa, a tomar agua, ella estaba acostada y papá me hizo una seña para que no la molestara. Casi todos los días nos interrumpió para llamar a Laura, sí no era la cocina, era para buscar leña en el galpón o para acomodar la pieza. Y cuando ella volvía, si volvía, ya no tenía ganas de jugar. Entonces, él con un grito la obligaba. Llegó al punto de que cuando mamá se iba, ella se escondía y papá se enojaba porque la tenía que buscar. 136


Pasados unos meses mamá se enfermó o la fábrica cerró, no sé. Pero mamá no fue más. Pasaron unos pocos días, cuando ya no quedaba yerba para el mate. Esa noche, yo todavía no me había dormido, vi como papá la levantaba de la cama a Laura y se iban. Le pregunté a mamá adónde, pero me dijo que me durmiera. Al rato ella se levantó y puso a Luciano Pereyra para lavar los platos. Los perros de los vecinos ladraban como locos. Desde ese día la plata no faltó más. Compramos una tele, un celular y papá se hizo los dientes nuevos. Laura ya no se levantaba de la cama y como no tenía con quien jugar, porque no me dejaban salir, pateaba la pelota contra la pared del vecino. Antes eran penales con Laura o papá. Aunque papá muchas veces vino a jugar conmigo. Cuando cumplí los trece, esa noche, Laura me llevó a su cama y me abrazó muy fuerte. No lloraba, pero temblaba y me costaba entenderla. Me dijo que iba a volver, que me amaba con todo su corazón y que la esperara. Ella se fue mientras papá se bañaba, mamá le pedía por favor que se quedara, casi sin hablar fuerte para que no escuchara papá. Laura la miró feo y le dijo algo que no entendí. Mamá la soltó y bajó la vista. Laura me tiró un beso desde la puerta y se fue. Cuando papá salió, vio a mamá sentada en la cama y preguntó qué pasaba. Ella no le dijo nada, me preguntó a mi y le dije que Laura se había ido con un bolso. Salió a buscarla insultando. Volvió solo. No discutieron, papá solamente le pegaba y la insultaba. Mamá fue a limpiar. Yo me acosté sin comer. No pude dormir nada, los gatos que se peleaban en el techo me hacían pegar cada salto. Al otro día, papá me llamó para que lo ayudara a acomodar la leña en el galpón. No sé qué hacía con eso, porque no usábamos leña. Cuando pasé por la cocina vi que mamá se refregaba los ojos mientras lavaba los platos. Antes de salir del galpón, me dijo que eso iba a tener que hacer cuando saliéramos a la noche. Deseé con todas mis fuerzas que Laura volviera, pero no volvió. Ahora soy yo quien sale a la noche a hacer la calle.

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CRISTIAN BERNACHEA

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/cristian.merlo.771

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Para que nada nos separe que nada nos una. Pablo Neruda

S

iempre me ha gustado la belleza de la noche, un manto fúnebre que cuida de los tesoros o la capa cosmogónica esencial de la realidad existencial. Siento un placer intenso al ver el resplandor eléctrico descansar sobre mi piel y cómo logra transformar la ciudad

en un animal oscuro e incorpóreo cubierto de luciérnagas estáticas. La admiro desde que descubrí que, también, las personas cobran cierto aire nefelibata o un extraño brillo que los convierte en seres angelicales o demoníacos. La noche está poblada de ellos. Bajo este cielo estrellado, los cientos de focos relumbrando como minúsculos soles, el ruido de las personas y los parlantes, el aire fresco y suave de buena compañía, camino con la esperanza a flor de piel de volverla a ver: ojos dormilones y redondos, nariz romana de formas dulces, labios vivos de pintalabios rosáceos, cuello largo y delgado, senos medianos y atractivos, y piernas flacas y ágiles, ideales para avanzar distancias lejanas. Me coloco al frente de la pileta en forma de cisne, donde desde el pico brota agua luminosa. La banca fría me otorga un panorama perfecto para verla llegar, con aquella hermosa silueta de muñeca. Faltan pocos minutos para la hora de la cita, y percibo un entusiasmo de satisfacción, alegría y triunfo, como cuando estoy a punto de ganar una partida de ajedrez. Oh, Lady, si tan solo supieras que anhelo formar parte de ti, de tus ilusiones color malva, de tus senderos en este mundo cruel y contrariado, de tus suspiros y respiros de cada día, de los castillos que construiste en tus sueños, de la sed de brillo que necesitamos para ser un plenilunio y no un cuarto menguante. Es la hora exacta y el rubor arde mis mejillas, como si una fiebre me abrasara. Nunca he vivido lo que continúa al «sí» expresado por el amor de tu vida. El primer beso, oh, sí; el primer abrazo y las primeras caricias, tal vez. Si no fuera tan joven y tímido, ya sabría cómo actuar en nuestro primer encuentro

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como enamorados, como avecillas que se cobijan en el nido etéreo de cariños enlazados. Si tan solo… Ya son las siete y cinco minutos… Si tan solo pudiera adivinar sus pensamientos, deseos y dudas, podría hacerla feliz y satisfacerla, como el ángel de la guarda que ella, en carne propia, eligió. Sé que cuando cumples sus afanes y sus aspiraciones, te ganas su confianza y su aprecio; y, aparte de entregarte su amor, te admira y te valora como alguien importante. Si tan solo pudiera ser aquel que ella eligió correcta, valiosa y honestamente, sería el hombre más feliz de la Tierra. Son las siete y diez, y como una epifanía se me vienen a la cabeza imágenes dulces, como el paseo junto a ella por estas calles como sierpes infinitas, parques como paraísos diminutos, casas como fortines policéfalos, vericuetos como laberintos eternos; agarrados de las manos y dirigiéndonos sin rumbo, acariciándonos, riéndonos, contentísimos. Pestañeo y puedo sentir en la oscuridad de aquel intervalo una felicidad plena, como el trofeo que se estrena en una competencia ardua pero placentera. Antes de las siete y quince, al verme solo y ajeno de aquella realidad ajena ante mis ojos, tan distante, indiferente, de algún modo demoníaca, enciendo con prisa los datos móviles de mi celular y, con sonidos sicodélicos, veo que ella me ha dejado un inbox en el Messenger: «Tonto, viajo mañana. Estas vacaciones lo pasaremos en Piura con mi familia. Lo siento, pero lo nuestro no podrá ser. Nos vemos cuando las clases se inicien de nuevo. Será lindo volverte a ver. Besos». Como una catástrofe que destruye el universo en segundos, toda la realidad se desvanece ante mis ojos, con un dolor inconmensurable, gélido y terrible. Como si estuviere en el desierto más inclemente, una tormenta de vientos y polvos arrasa todas las ilusiones a su paso, y me deja desnudo e indefenso ante la crueldad de la noche más oscura, más tétrica, más sórdida, y con miles de demonios que me atacan por todos los frentes. ¡Qué mudable es el mundo! ¡Del éxtasis al vacío! ¡De la esperanza a la destrucción! ¡Una ilusa ilusión! ¡Un dulce sinsabor! ¡¿Acaso así es el amor?! ¡¿Acaso así es la vida?! 141


FRANCOIS VILLANUEVA PARAVICINO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/123FrancoisVillanueva123/

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COMO SIEMPRE mARCELA GALLARDO

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l día era realmente helado. Un julio como pocos, se escuchaba en la voz del comentarista del pronostico en la radio, sin embargo allí estábamos en la estación de trenes con destino al norte.

Tucumán, Salta y Jujuy era nuestro itinerario de tantos años. Pero

siempre descubríamos algo nuevo, algo que nos sorprendía y nos enamoraba más y más. La sirena sonaba fuerte dando anuncio a la pronta partida del tren, así que apresuraste tu paso y yo a tu lado. Acomodaste el bolso en la parte superior y te sentaste junto a la ventanilla, callado y con la mirada perdida, como ausente de lo que fuera ese ritual, casi podríamos llamarlo así, de nuestro viaje invernal. Y yo a tu lado. El paisaje era bello, comenzábamos a salir de la ciudad con sus altos edificios y el bullicio para empezar a disfrutar de los amplios campos con tantas tonalidades de verdes y ocres, el cielo entre celeste y gris como amenazante de mal tiempo, sin embargo eso no nos detenía. En un momento recostaste tu cabeza en el respaldo, claro, un pequeño sueño no venía mal ante un viaje tan largo. Me preocupé porque no estabas tapado, pero casi como si leyeras mi mente tomaste la manta y te cubriste las

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piernas, y yo a tu lado. Esa manta que tejí hace tantos años y que el paso del tiempo fue apagando sus colores, pero aún así jamas quisiste cambiarla. Nos gustaban las mismas cosas, los libros, las películas, la música. Los colores a la hora de elegir una cortina o pintar el cuarto. Reparar juntos el jardín en cada cambio de estación y disfrutar de las flores o cada cambio que hacían porque estaban vivas, tan vivas como nosotros. Apenas regresábamos del viaje ya comenzábamos a planear el del año siguiente, así de importante era. El tren circulaba rápido, las imágenes a través de la ventanilla pasaban como una película antigua del cine mudo atravesando pequeños pueblos y ciudades que nos regalaban su encanto tan particular. Casi sin darme cuenta despertaste de tu siesta, tus ojos hicieron una recorrida por el vagón deteniéndose en cada pasajero, la mayoría conversando con el de la par, conocidos o no, estos viajes tan largos te daban la oportunidad de conocer muchas personas y muchas historias también. Pero ese dejo de tristeza que tenían tus ojos no desaparecía con nada. De repente tomaste la manta de tu regazo y la apretaste muy fuerte contra tu pecho, mientras las lagrimas que caían de tus ojos se perdían en su trama, y yo a tu lado. Cómo consolarte… Cómo decirte que aquel accidente de autos solo se llevo mi cuerpo, que mi esencia ,mi alma y mi amor por ti siguen intactos. Que estoy en cada mañana y atenta a todo como siempre. Que puedo sentir tu pena . Por eso este viaje es tan importante, porque es nuestro aunque creas que estás solo, porque como siempre yo estaré a tu lado.

MARCELA GALLARDO

Argentina

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ÚLTIMO VIAJE CLARA Gonorowsky

S

ubió en la estación de Milán, más precisamente en la Puerta Garibaldi. Demostraba prisa, es más, me llevó por delante y no se excusó. Escuché que comentaba que su meta era llegar a Francia, allí lo

esperaban sus hermanos que habían salido de Argelia dos años antes. Se ubicó en el asiento, se colocó los auriculares y tapó su rostro sufrido. Yo me senté en la otra fila, frente a él. Por momentos se sentían unos leves ronquidos que escapaban de su boca, en otros, un movimiento espasmódico trasuntaba cierto nerviosismo. El tren dejó la llanura y se adentró en la montaña con sus bosques, paredes escarpadas y una que otra cascada desprendida con audacia. De vez en cuando, su silueta gris se perdía en un túnel, ocasión en la cual una sensación de zumbido invadía nuestros oídos. Él continuaba en su limbo mientras su compañero de asiento lo miraba insistentemente, un poco con curiosidad y otro con una desconfianza tal que lo movió a cambiarse de lugar. El tren fue acompasando su paso hasta detenerse en Ventimiglia, límite fronterizo entre Italia y Francia. Allí subió un individuo que no apartaba la vista de su celular y con una mochila al hombro que dejaba entrever gruesas cuerdas. 146


Desde el andén dos muchachones lo saludaban y en italiano le gritaban “hasta la vista Mohamed”. Su silencio y gesto adusto no devolvían amabilidad. Detrás de él subieron a la formación cuatro guardias fronterizos que solicitaron documentos a los pasajeros. El argelino se quitó la gorra de la cara y con gesto asustado y manos temblorosas, mostró sus papeles. Said Shabazz, los guardias lo nombraron en voz alta mientras le pedían explicaciones que él no comprendía; lo hicieron ponerse de pie, lo bajaron hasta la oficina, lo interrogaron pero él solo respondió con sus ojos saltones y su mirada asustada. Finalmente, uno de los guardas lo condujo de nuevo al tren, le devolvió los papeles, hizo un gesto al maquinista y el convoy se puso en movimiento. El individuo del celular se acercó al argelino y empezó a dialogar con él en árabe. En un gesto de atrevimiento se sentó a su lado y lo siguió arengando. De vez en cuando me dirigía una mirada dura que me hacía bajar la mía, leía en sus ojos un cierto aire intimidatorio. El argelino negaba con la cabeza lo que el otro le decía y hasta en determinado momento lo sentí que levantaba la voz. Yo no alcanzaba a entender qué le estaría proponiendo pero me imaginaba que no era nada bueno. La discusión había tomado ribetes más importantes y Mohamed abrió con impaciencia la mochila, escondió las sogas mientras me observaba, sacó una remera naranja y se la pasó por el rostro y el cuello. Evidentemente que yo había abandonado mi observación neutral y cierta inquietud se empezó a reflejar en mi rostro y en el temblor de mis manos. En territorio francés la formación volvió a detenerse y subieron inspectores con un gesto más adusto que los italianos y revisaron de manera más meticulosa los documentos de los viajeros. Said, el argelino, levantó los ojos aliviado, esta vez entendía el idioma, ya se sentía en casa. Mohamed no tenía papeles pero explicó que venía con Said. Vanos fueron los esfuerzos del joven por negar ese lazo. Escuchó con horror las palabras del controlador: «Vedado el permiso de ingreso». Gruesos lagrimones rodaron por sus mejillas, intentó soltarse pero la 147


presión que los dedos del inspector ejercía sobre sus hombros, le impidió todo movimiento; pidió, clamó, suplicó, abanico de emociones desgajaron sus labios pero las autoridades fueron rigurosas y a empujones lo bajaron del tren. Mohamed intentó huir pero inmediatamente fue reducido y conducido a las oficinas de la estación. Con un movimiento brusco se dehizo de su mochila que arrojó a las vías en el momento en que el tren emprendía su marcha. Este partió con prisa, con ganas, con necesidad de borrar esa opresión que quedó guardada en cada uno de los que viajábamos en el vagón octavo y la locomotora volvió a empujar el viento, a correr una loca carrera con los árboles y allí quedaron Said y Mohamed, esposados, abandonados por la vida como esa mochila que era aplastada por el tren. Mi corazón, mientras tanto trataba de acallar mis miedos.

CLARA GONOROWSKY

Argentina

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