ULRIKA 59 REVISTA DE POESÍA
José Ángel Leyva, Héctor Freire, Álex Chico, José Javier Villarreal, Darío Jaramillo Agudelo, Margarito Cuéllar, Juan Gustavo Cobo Borda, Fernando Linero Montes, Rodolfo Ramírez Soto
El legado poético de
José Emilio Pacheco en Iberoamérica
IX
JORNADAS UNIVERSITARIAS DE POESÍA CIUDAD DE BOGOTÁ
40 AÑOS
Una construcción colectiva
ESCUELA PEDAGÓGICA EXPERIMENTAL www.epe.edu.co
Ulrika
REVISTA DE POESÍA
Ulrika Editores Licencia Mingobierno No 00918 ISSN 0120-7669
DIRECTOR Rafael Del Castillo M. CONSEJO EDITORIAL Jotamario Arbeláez, Evelio Rosero, Juan Gustavo Cobo Borda, Fernando Linero Montes, Samuel Jaramillo, Gustavo Adolfo Garcés, Pedro Badrán, Armando Rodríguez Ballesteros, John Fitzgerald Torres, Leonardo Cano, Guillermo Molina Morales, Eugenia Gorriño, Rafael Del Castillo. COLABORADORES COLOMBIA Miguel Méndez Camacho, Luz Mary Giraldo, José Luis Díaz-Granados, Carlos Satizábal, Joaquín Mattos Omar, Armando Orozco, Eugenia Sánchez Nieto, Luz Ángela Caldas, Sara Del Castillo, Maruja Vieira, Clara Mercedes Arango, Rafael Berrío, Ernesto Durán Strauch, Gloria Luz Gutiérrez, Mariela Del Castillo, Rosaura Mestizo, Dufay Bustamante, Hellman Pardo, Juan Carvajal Franklin, Marisol Barahona, Óscar Pinto Siabatto. ARGENTINA Rodolfo Alonso, Paulina Vinderman, Marcos Silber, Daniel Samoilovich, Osvaldo Picardo, Héctor J. Freire, Esteban Moore. BOLIVIA Jorge Carlos Ruiz de la Quintana, Milenka Torrico. BRASIL Affonso Romano de Sant’Anna. COSTA RICA Rodolfo Dada, Oswaldo Sauma, Norberto Salinas, María Montero, Nerina Carmona. CUBA Efraín Rodríguez Santana, César López. CHILE Eduardo Llanos, Jaime Quezada. ECUADOR Edwin Madrid, Iván Oñate, Iván Carvajal. ESPAÑA Luis Miguel Madrid, Jesús Munárriz, Jordi Virallonga, Rodolfo Häsler, Eduardo Moga, Sergio Laignelet, Juan Pablo Roa. ESTADOS UNIDOS Armando Romero, Mercedes Roffé, Paola Cadena. MÉXICO Margarito Cuéllar, José Ángel Leyva, Carlos López, Marco Antonio Campos, Luis Aguilar. PERÚ Ricardo Silva Santisteban, Luis La Hoz, Enrique Sánchez Hernani, Luis Alonso Cruz. REPÚBLICA DOMINICANA Neftalí Eugenia Castillo, Alexis Gómez Rosa. URUGUAY Washington Benavides. VENEZUELA Rafael Cadenas, María Antonieta Flores. COORDINACIÓN EDITORIAL
Eugenia Gorriño
FOTOGRAFÍA DE CARÁTULA
Rogelio Cuéllar, 1989
DIRECCIÓN DE ARTE
Gustavo del Castillo M. DIAGRAMACIÓN
Vanessa Yepes S.
Precio al público: $15.000.oo Los trabajos firmados se publican bajo la responsabilidad de sus respectivos autores, sin implicar necesariamente a la revista. direccion@poesiabogota.org
Contenido 3 5
EDITORIAL. El legado de José Emilio Pacheco en Iberoamérica
EL LEGADO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
POR RAFAEL DEL CASTILLO MATAMOROS
6 José Emilio Pacheco 10 La mitad del poema 15 El animalario poético de José Emilio 22 José Emilio Pacheco, el fantasma de la evocación 26 No me preguntes cómo pasa el tiempo. Fisonomía de una relectura 30 Los poetas heterónimos de José Emilio Pacheco 34 José Emilio Pacheco en la Isla de Utopía El silencio de la luna. José Emilio Pacheco y sus relaciones con Colombia 37 44 Los Zoemas Humanos de José Emilio Pacheco 46
POR JUAN GUSTAVO COBO BORDA
POR ÁLEX CHICO
POR HÉCTOR J. FREIRE
POR FERNANDO LINERO MONTES POR JOSÉ JAVIER VILLARREAL
POR DARÍO JARAMILLO AGUDELO POR MARGARITO CUÉLLAR
POR RODOLFO RAMÍREZ SOTO POR JOSÉ ÁNGEL LEYVA
POEMAS DE JOSÉ EMILIO PACHECO
52 FABIO JURADO VALENCIA: DECANO DE LAS IX JORNADAS UNIVERSITARIAS DE POESÍA
POR LUZ MARY GIRALDO Poemas de Fabio Jurado Valencia
56 BREVE ANTOLOGÍA DE INVITADOS INTERNACIONALES A LAS IX JORNADAS DE POESÍA
Los poemas de todos los invitados a esta versión de las jornadas se pueden leer en nuestra página web www.poesiabogota.org. En esta edición de Ulrika, poemas de Héctor J. Freire, Álex Chico, José Javier Villarreal.
61 ÍNDICE DE AUTORES
EDITORIAL
el legado poético de
José Emilio Pacheco en Iberoamérica
Una marcha del hombre, del hombre verdadero que desea Lucebert Un poema está bien si sale cojo y está mal si está mal o si sale perfecto… r.d.c.
Las aproximaciones al legado poético de José Emilio Pacheco en Iberoamérica que concitan estas ix Jornadas Universitarias de Poesía dan cuenta de esa experiencia inconfundible y auténtica frente al mundo y al lenguaje; develan una identidad, una voz que ante la inmensidad y vigor de la experiencia humana también tantea y balbuce con la misma y diciente desesperación de César Vallejo. Tanteos, traducciones, versiones, versos o en última instancia poemas en los que la desconfianza en su efectividad no eclipsa una asunción plena y entrañable por parte del poeta. De un entrañable como aquel con el que empujamos al mundo a un hijo díscolo, temerosos de la reacción de propios y extraños ante un legado que nos es indeclinable. En la obra de Pacheco esa suspicacia es connatural a su dicción, tal y como sucede con los verdaderos poetas: porque el poeta auténtico busca comunicar y el lograr o no tal cometido es su más grave dilema, en tanto que la palabra es precisamente la construcción humana en la que él
mismo se ha descubierto emocionado y a la que se aplica de mil y una maneras para que todos nos encontremos. Y es que esa desconfianza marca el deslinde de la voz ingenua del poeta prometeico, del poeta que, como el político, pretende ser el guía, caminar al frente de las masas, sin percatarse de que las metas tanto del político como de las masas son muy otras: lo pedestre, lo inmediato, lo utilitario, lo tangible, sea como sea que ello se reparta: de cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades o tal en sus solapadas ejecutorias procuren en última instancia los políticos –ya que no finalmente los poetas–. Es una verdad de a puño que de este contubernio peligroso el poeta –o mejor, su lenguaje–, siempre sale cuando menos disminuido: que lo digan en estos tiempos Pablo Neruda o Ezra Pound, para no citar sino a maestros cuyas obras, ya en su conjunto, permiten pasar por alto tales concesiones al animal político que todos llevamos dentro. Es dable concluir que muy otros son los derroteros por los que transita la poesía y el poeta en el ejercicio de su vocación última: la comunicación. En ello la obra poética de Pacheco es dueña de la lucidez y auténtica humildad que dicha tarea requiere, lucidez y humildad que deben en principio ayudar al poeta a asumir las limitaciones del lenguaULRIKA 59 |
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EDITORIAL: EL LEGADO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA El poeta John Fitzgerald Torres, miembro del comité editorial de la revista Ulrika, junto a José Emilio Pacheco, en la Casa de Poesía Silva, Bogotá, en 1996. Foto archivo personal J.F. Torres.
je humano y saber que sus logros son relativos –de ahí su dolorosa ironía–. El triunfalismo y la pedantería a este respecto sólo son útiles a mesías y académicos, que en lo que toca a la poesía casi que vienen a ser lo mismo. Es por ello que en sus entrevistas e intervenciones públicas, Pacheco siempre pone de presente la distancia que le separa como poeta de todo tipo de formalidades; de ahí, por ejemplo, su orgullosa asunción de un autodidactismo, en su caso, imbatible frente a cualquier pretensión enciclopédica. Valientemente ello esgrimía en ámbitos tan estimados como intimidantes para la intelectualidad de su tal como el Colegio de México, donde por demás era muy querido. Si hablamos de su legado con respecto a nuestro país, tendríamos necesariamente que revisar, en principio, sus afinidades innegables con poetas como Darío Jaramillo Agudelo, María Mercedes Carranza y Juan Gustavo Cobo Borda. Tendríamos que sopesar el encuentro con los poetas vinculados a la revista Juan Gustavo Cobo Borda y José Emilio Pacheco. Foto: Archivo personal de Juan Gustavo Cobo Borda.
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Ulrika, hecho que se tradujo en que José Emilio Pacheco hubiese accedido a acompañarnos en repetidas ocasiones en el Festival Internacional de Poesía de Bogotá que la misma organiza. En ese mismo sentido, bajo la lupa de lecturas lúcidas y entusiastas del maestro mexicano, contamos con textos de poetas como Héctor Freire (Argentina), Álex Chico (España), Darío Jaramillo Agudelo, Juan Gustavo Cobo Borda, Fernando Linero y Rodolfo Ramírez Soto (Colombia) y de sus compatriotas José Ángel Leyva, Margarito Cuéllar y José Javier Villarreal. Crónicas personales, propuestas de lectura e interpretación de su obra, o la remisión puntual a algunos de sus libros de poesía, nos permiten proponer a los amigos de Ulrika un perfil de José Emilio Pacheco al cual sin duda cada uno de ellos ayudará a particularizar aún más nítidamente desde su propia lectura. Rafael Del Castillo
EL LEGADO POÉTICO DE
JOSÉ EMILIO PACHECO Foto: Pascual Borzelli
EN IBEROAMÉRICA
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
José Emilio Pacheco Juan Gustavo Cobo Borda, en su biblioteca, consulta las obras de José Emilio Pacheco, 2017. Foto: Charol Gualteros, Biblioteca J.G. Cobo Borda.
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n POR JUAN GUSTAVO COBO BORDA
I Uno de los pocos motivos que aún conservo para mantener la fe y la confianza es dialogar cada cierto tiempo, y sólo cada cierto tiempo, en cualquier lugar del mundo, y desde hace cuarenta años, con José Emilio Pacheco. Son tan trágicos sus diagnósticos, tan apocalípticas sus reflexiones y tan amargas las noticias que trae, que de allí salgo eufórico y fortalecido. No es posible que nuestros países respectivos, México y Colombia, hayan caído tan bajo, en la sucia espiral de la droga. Sí, sí, sí, me confirma impertérrito José Emilio. No resulta concebible que amigos comunes se traicionen de forma tan baja, con tales puñaladas por la espalda. ¿No te parece que Bioy Casares, en su Diario, humilla y degrada a Borges? ¿O Ángel Rama, también en su Diario, trate tan mal a Uslar Pietri? ¿Y qué me dices de las infamias de Francisco Cervantes contra Álvaro Mutis, en sus recientes
memorias, él que siempre lo apoyó y patrocinó? Así comienzan interminables y gratísimas horas, donde gracias a su insobornable atención a la actualidad, fechada y documentada, y a una memoria feliz en la cita y la referencia, vamos recobrando la tranquila alegría de sentirnos los últimos náufragos sobrevivientes de una isla llamada literatura. Porque, en definitiva, lo que cuenta es su reciente versión del Cantar de los cantares (2009) o su nueva recopilación de poemas Como la lluvia (2009). José Emilio Pacheco (1939) ha mantenido, durante setenta años, una fidelidad sin grietas a la vida literaria; a la insobornable vocación de escritor, en todos los géneros. El cuento y la novela, el poema y el ensayo, la traducción o la adaptación, para el cine (Arturo Ripstein) y el teatro, de obras válidas (Miguel de Cervantes). Se me vienen a la mente, entre muchos más ejemplos,
JUAN GUSTAVO COBO BORDA
su ensayo sobre “La otra vanguardia”, donde a partir de Salomón de la Selva, Salvador Novo y José Coronel Urtecho nos iluminó sobre las primeras versiones de la poesía norteamericana, a partir del modernismo anglosajón, irrigando nuestras letras. O su magnífico prólogo a la poesía de Luis Cardoza y Aragón, recobrando a ese guatemalteco feliz en los trapecios de la vanguardia parisina, entre el jazz y Ramón Gómez de la Serna. Hombre de letras a carta cabal, traductor certero del poema de W. H. Auden sobre la primera generación que abandona a sus padres en los geriátricos, conciencia agónica y desilusionada sobre la improbable perdurabilidad de una sola línea suya, aquí sigue, sosteniendo sus cuentos perfectos, su novela siempre actual sobre la pesadilla nazi, sus crónicas y perfiles, que a tantos han animado a seguir y compartir sus lecturas. Y a reír, en fin, divertidos, con sus citas malignas o sus duelos a soneto limpio contra Homero Aridjis. Ha mantenido así la efervescencia gozosa de la actualidad literaria y, al mismo tiempo, la juvenil energía de una tradición aún fecunda, como sucede en las remembranzas de sus primeras lecturas de Piedra de sol, de Octavio Paz; La región más transparente, de Carlos Fuentes. O en sus retratos de escritores cultos y partícipes entusiastas del menester cultural, trátese del historiador José Luis Martínez como del poeta, traductor y animador de revistas literarias Jaime García Terrés. Dentro de esa perspectiva hay que ver también a José Emilio Pacheco colaborando en revistas, amargándose con la estupidez recurrente de los prejuicios y la censura. Midiendo, con ojo crítico, el grado de bobería que también distingue al ser humano y transmitiéndonos, todo ello, con voz sobria y controlada,
en una poesía que elude incluso el confesionalismo autobiográfico, como en su amado Eliot, pero que termina por impregnar la totalidad elocuente de su trabajo con un severo tono elegíaco: en sus versos alguien siempre se despide. Dice adiós al vislumbrado vértigo de un placer presentido apenas. Enmarcado todo ello en una naturaleza que agoniza, imperios que ruedan por el polvo, desde los aztecas hasta el norteamericano de Vietnam, Irak y Afganistán. Quizás, en definitiva, el circo con sus figuras deformes
JOSÉ EMILIO PACHECO HA MANTENIDO, DURANTE SETENTA AÑOS, UNA FIDELIDAD SIN GRIETAS A LA VIDA LITERARIA; A LA INSOBORNABLE VOCACIÓN DE ESCRITOR, EN TODOS LOS GÉNEROS. y agitadas termina por ser la imagen más convincente que nos depara su poesía. Parodia y sarcasmo pero también una afilada ética de la escritura. Una moral de la mirada, cuestionando la fragilidad impostada del mundo.
II «Todo nos interroga y recrimina. / Pero nada responde. / Nada persiste contra el fluir del día», dice el primer poema del primer libro de José Emilio Pacheco (México, 1939) fechado en 1958. Y el último, al terminar el año 2000, se despide así: Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco. Pero en manera alguna pido perdón e indulgencia. Eso me pasa por intentar lo imposible.
606 páginas después, en Tarde o temprano –poemas 1958-2000– (México, fce, 2002) parecen persistir varios de los recurrentes núcleos críticos de su tarea. En primer lugar, el arrasador paso del tiempo, que todo lo erosiona y hace polvo. El poeta que solo quería dejar testimonio del ULRIKA 59 |
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
distorsionar, a su arbitrio, no sólo conciencias sino también ciudades y paisajes. En Miro la tierra –1984-1986–, al recordar el terremoto de 1985 que no sólo volvió ruinas muchos de los puntos de referencia urbanos de su hábitat y su memoria, constatara con sobriedad la insignificancia última de la palabra:
Tarde o temprano, de José Emilio Pacheco, edición del fce. Foto: Charol Gualteros, Biblioteca J.G. Cobo Borda.
Con qué facilidad en los poemas de antes hablábamos del polvo, la ceniza, el desastre y la muerte. Ahora que están aquí ya no hay palabras capaces de expresar que significan el polvo, la ceniza, el desastre y la muerte
instante ve cómo este queda convertido en fotos fechadas. Modas, imágenes, adorables cursilerías, tópicos y referencias que sólo quienes las vivieron entienden ahora. En tal sentido, la conciencia de la temporalidad rige todo el curso de su escritura, fijándolo siempre dentro del marco de la literatura misma. Allí donde este obrero de la forma, y recursivo artesano de la palabra, recurre al soneto y al poema en prosa, al haikú y la noticia del periódico, al habla conversacional y a la cita erudita, para tejer esa red de fragmentos, de astillas conscientes de su condición fugaz. Pero quizás el gran marco literario, que va de lo testimonial a lo alegórico, de la fábula con animales como espejo distorsionado e irrisorio del ser humano, a la música nostálgica donde todos advertimos nuestra condición de fantasmas, se ve roto, en pedazos, por la fuerza brutal de dos agentes irrevocables. Por una parte, la capacidad demoledora de la naturaleza, en su autonomía sin control. Y la rapacidad del poder para 8
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Sólo que esa muerte parece resurgir, con cíclica recurrencia, desde el final de las culturas precolombinas, extirpadas por la conquista española, hasta el renacer de la violencia armada en la Plaza de Tlatelolco, tantos siglos después. Comenzó diciendo, en remembranza de Jorge Manrique: ¿Qué se hicieron los lagos, los canales de la ciudad, sus ondas y rumores? Los llenaron de mierda, los cubrieron para abrir paso a todos los carruajes de los eternos amos de esta tierra.
A partir de allí la marginación del indio, ahora apostrofado naco, olvidando quién construyó las pirámides, hizo posible Machu Picchu, el calendario maya, la escultura azteca, los códices nahuas, la obra de Nezahualcóyotl... Por otra parte, la irrupción del batallón Olimpia, en la plaza de Tlatelolco, actualiza y refrenda el poder de la poesía náhuatl, en el célebre libro Visión de los vencidos y en las crónicas de Elena Poniatowska en la Noche de Tlatelolco (1971). La elegía es perenne y retoma el llanto de un duelo, ya sin fechas, por más que Pacheco
JUAN GUSTAVO COBO BORDA
intente, en vano, datar cada tragedia. La poesía, sufrimiento, enfermedad de la conciencia, da vueltas en redondo y hace del dolor y la llaga un fluir perpetuo, de asombro y convicción. Ella nos restituirá todas las batallas perdidas en el desierto. La que tornara vivas las palabras de un muerto: Juan Preciado. «Es la llama trémula / en la noche de piedra del virreinato», así se refiere José Emilio Pacheco a Sor Juana. Y estos dos versos son un pórtico adecuado para la contemplación (y el disfrute) de esa larga galería de figuras literarias que terminan por configurar su instrumento expresivo. Atrás, como hemos visto, subsiste la actualidad dolorosa, hiriente, conmovedora, de la poesía precolombina, sobre la cual vuelve una y otra vez. Pero entretanto allí están los homenajes a Rosario Castellanos, a Luis Cernuda, «tal caricia que siente el enterrado / cuando el suelo mortal lo desfigura»; las citas de Ernesto Cardenal, de Ramón López Velarde, el poema sobre Rubén Darío: «Pasaron, pues, cien años / ya podemos / perdonar a Darío». La cita de Amado Nervo o de Samuel Beckett, a quien tradujo. Todo lo cual desembocaría en su “Cancionero apócrifo”, de 1966, donde a partir de Antonio Machado y Fernando Pessoa crea poetas y poemas que dibujan con humor, con sarcasmo, con fastidio, el espacio de la comedia literaria. Un espacio que Pacheco habita con asiduidad y gracia. La lucha generacional, la defenestración de las momias sagradas, el virulento odio del joven de provincia contra esas aparentes glorias capitalinas, la risita o el sarcasmo de los bardos impacientes contra los bueyes fatigados que les obstruyen el paso. Pero estas amargas cartas a un joven poeta, mostrándole las miserias de la vida literaria, producen otros efectos. Unos cruces
atemporales, vertiginosos, donde todos los textos que la memoria alberga se hacen presentes en la lectura, de la poesía china a Francisco de Terrazas. Los homenajes y profanaciones a Ronsard admiten la intervención de un Juan José Tablada, recordado de golpe. Y lo que denominamos «La experiencia vivida», con sus «asociaciones metafóricas», son en realidad «instrumentos de la inspiración / o de falaces citas literarias». La obra poética de Pacheco se vuelva así una meditación sobre la poesía misma. Sobre sus aparentes poderes y sus muy reales precariedades, allí donde no hay competencia porque siempre se vuelve a la lucha «por recobrar lo perdido y encontrado y vuelto a perderse», como tradujo su heterónimo Julián Hernández. Dedicatoria de José Emilio Pacheco a Juan Gustavo Cobo Borda en el libro La edad de las tinieblas, Visor. Foto: Charol Gualteros, Biblioteca J.G. Cobo Borda.
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
La mitad del poema
Foto: Charol Gualteros, Biblioteca J.G. Cobo Borda.
n POR ÁLEX CHICO
En ocasiones nuestras lecturas se rigen por el azar. Los libros suelen conducirnos a nuevos libros, como en un juego de dominó en el que caen algunas fichas y otras se mantienen firmes, erguidas. Si es inexplicable el camino que hemos seguido para llegar a esas piezas, resulta igual de misterioso la ruta que trazamos para volver a ellas. Siguen ahí, tiempo después. Son imanes que tiran de nosotros con una fuerza que nos atrae directamente o a través de otros. En mi caso, creo reconocer algunas de las piezas que han acompañado a mi vida lectora. Una de ellas es José Emilio Pacheco. 10
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Recuerdo cómo llegó por primera vez. Hace poco más de quince años, cursaba materias de literatura hispanoamericana en la Universidad de Salamanca. Debió ser por aquel entonces cuando descubrí la poesía de Pacheco, a partir de las clases de María Ángeles Pérez López y Francisca Noguerol. De aquellos años y de aquella lectura recuerdo versos sueltos, imágenes, ideas que podría aplicar y asumir como una poética propia. Algo que confirmé más tarde, mientras leía con auténtica pasión a poetas extremeños, especialmente al escritor placentino Álvaro Valverde. En un texto en el que explicaba su visión de la poesía, echaba mano de un verso de Pacheco, este: «No leemos a otros: nos leemos en ellos». Un
ÁLEX CHICO
verso que permeó en mí y, me parece, cumplió su objetivo: no solo leía a Valverde o a Pacheco, me leía en ellos. Yo era la lectura de sus poemas, como me sucedió, también por entonces, con otro poeta que estimo, el barcelonés Jaime Gil de Biedma. Si el primer encuentro con un autor tiene algo de mágico y azaroso, el reencuentro también guarda esas mismas trazas. Con un añadido: si continúan en nosotros, es porque nos sirven de faro, de punto de referencia. Los necesitamos. Necesitamos volver a leerlos, porque sabemos que en ellos se encuentran claves, señales, propuestas de apertura, como en una partida de ajedrez. La literatura es una cadena afortunadamente ilimitada. Por eso volver a Valverde era volver a un verso de Pacheco, y volver a un verso de Pacheco significaba releer el poema en el que estaba inscrito. Se titula, tal vez no haga falta recordarlo, “Carta a George B. Moore en defensa del anonimato”. En ese poema no me encontré únicamente con un texto espléndido que encerraba un verso magnífico, también con unas palabras que me han rondado desde hace mucho tiempo y que ahora, casi veinte años más tarde, vuelven a mí con frecuencia. En “Carta a George B. Moore en defensa del anonimato” escribe Pacheco algo que me parece fundamental para aproximarnos a la extraña realidad de quien construye una pieza literaria. Nos dice: «Escribo: doy la mitad del poema». La mitad del poema, sí, porque el hecho de escribir, de buscar un lenguaje, de armar una arquitectura que sea capaz de albergarnos y albergar a otros, es una empresa que siempre se queda a medias. El mismo Pacheco vuelve a darnos la clave en tres versos: «Y no es esto / lo que intento decir. / Es otra cosa». En el fondo, es casi imposible nombrar en su justa medida los estímulos, los recuerdos, el paisaje que nos rodea. Es casi imposible y, sin embargo, de esa incapacidad nace la escritura. Parafraseando a Juan Ramón Jiménez, la poesía es casi perfecta. Es en ese casi donde reside su perfección. La escritura tiene su origen en la imposibilidad, en la frustración, en el ajuste imperfecto entre significado y significante. Puede ser una empresa abocada al fracaso, pero precisamente porque puede serlo, precisamente por no encontrar del todo lo que nos hemos propuesto encontrar, asumimos
el estímulo que nos empuja a buscarlo. No solo al poema, sino a la posibilidad del poema. Pacheco lo ejemplifica muy bien cuando se detiene en el instante fugaz, huidizo. Buena parte de sus poemas buscan lo efímero constante, como el deseo que expresa en tres versos de “En la noche de todos”: «Debería ser perpetua esa visión, / Debería / Iluminarnos para siempre». El tiempo es limitado, finito, al menos el tiempo de nuestra propia existencia. Todo está teñido de un acabamiento inevitable. Poco podemos apelar en ese sentido. No obstante, de esa fatalidad puede nacer un sentimiento distinto. La emoción, el abatimiento que nos genera esa limitación se convierte en un incentivo, en un motor de arranque. Es un punto final y un punto de partida. Una motivación o una invitación al viaje, a la vida, como escribe en un poema de Como la lluvia: «tesoro al fin / Ya que cada momento / Vale más que ninguno anterior / Porque se sabe último». O en el verso que cierra el libro La edad de las tinieblas: «Lo único de verdad nuestro es el día que comienza».
SI EL PRIMER ENCUENTRO CON UN AUTOR TIENE ALGO DE MÁGICO Y AZAROSO, EL REENCUENTRO TAMBIÉN GUARDA ESAS MISMAS TRAZAS. CON UN AÑADIDO: SI CONTINÚAN EN NOSOTROS, ES PORQUE NOS SIRVEN DE FARO, DE PUNTO DE REFERENCIA. LOS NECESITAMOS. En este sentido, se equivoca quien vea en la poesía de Pacheco a un militante de la negatividad, o de la nostalgia. Diría que es todo lo contrario, porque para apreciar el tiempo que nos queda es indispensable ser consciente del tiempo que se ha ido. Buscar lo efímero, consignarlo por escrito, es una constatación de que algo, al menos, se ha vivido. Puede que su único tema sea, como nos explica en “Contraelegía”, lo que ya no está. Tal vez parezca hablar solo de lo perdido, repitiéndose el punzante estribillo nunca más. Sin embargo, no se detiene ahí, no se vuelve inmóvil y se resigna. Pacheco ama el cambio perpetuo, «este variar segundo tras segundo, / porque sin él lo que llamamos vida / sería de piedra». Eso le debo a la lectura de grandes autores, eso le debo a Baudelaire o a Benjamin, a W. G. Sebald o a Pacheco. Nos enseñan que toda ULRIKA 59 |
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
generación encarna una extinción y un renacimiento. Todo transita y evoluciona, aunque cueste asumir que las cosas estén condenadas a concluir algún día. Con toda la desesperación, pero también con todo el asombro y fascinación que conlleva admitir una realidad insoslayable. «Otra vez desenlace y recomienzo», leemos en un poema de su libro El reposo del fuego. O como escribe en Irás y no volverás, «También en la memoria / las ruinas dejan sitio a nuevas ruinas». Los minutos trascurren, no se paran, igual que un río. Si deja de fluir, es porque no tiene ningún caudal de agua. Interiorizar el paisaje nos permite entender algunas de esas claves, tan paradójicas e inexplicables. Así es el amanecer que encontramos en “De algún tiempo a esta parte”: «El despertar es un bosque donde se recupera lo perdido y se destruye lo ganado». En ese estado intermedio se sitúa, a veces, la poesía: en la indefinición de un tiempo que concluye y un tiempo que comienza. En el intervalo entre vigilia y sueño, entre la noche y el primer momento del día. Esa es la pregunta que se formula en el primer texto de Islas a la deriva: «¿Son las últimas horas de este ayer / o el instante en que se abre otro mañana?». La indefinición de ese segundo entre paréntesis nos lleva a perder el mundo, a no saber cuándo «comienza el tiempo de empezar de nuevo». El gran enigma reside en esta pausa que ocupamos, en el lugar fronterizo que nos genera la extrañeza de «estar aquí un solo largo instante entre el porvenir y el pasado», como nos recuerda en “Época”. Quizás sea ahí, en su forma de asumir lo que le rodea, en su manera de abordarlo y descodificar los elementos, en donde sitúo una de las mayores afinidades con la poesía de Pacheco. Aunque el tema sea grave, intenso, inabarcable, no produce una literatura agónica, porque está expresado con una sobriedad que apabulla. En el mejor sentido del término. Su actitud, por momentos, es la de un estoico que espera a su enemigo para mirarlo de fren12
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te, como sucede en su poema “Prosa de la calavera”. Mantiene una intensidad serena, y quizás por eso más penetrante. Pienso, por ejemplo, en “El futuro pretérito («Nuevos poetas», 1925)” o en “Adiós, Canadá”, entre otros muchos. Su tristeza, lejos de cargar con una inútil melancolía, se convierte en una desolación creativa, generadora. La realidad, entonces, se dispara, se llena de posibilidades, de hipótesis. Lo que nos rodea adopta una consistencia distinta, «más real que la realidad porque se sabe mentira», como nos dirá en El silencio de la luna. Las formas arbitrarias del mar dejan ser espuma para transformarse en una conjetura, en una metáfora. Es esa realidad disparada la que entronca con la ficción que implica lo conocido. Algo similar dijo Mario Benedetti cuando mencionaba aquellas palabras conocidas con las que se accede a un mundo que desconocemos. Si nos fijamos bien, todo lo que forma parte de nosotros, todo lo que configura nuestras rutinas, está impregnado por una pátina de irrealidad, de engaño, de mentira. De ficción, nuevamente. De ahí que me resulten tan significativas algunas de las hipótesis que lanza en su “Santa María”: «Y todo se vuelve aún más extraño / porque lo reconozco». Y un poco más adelante: «O todo, a fuerza de ser real, / ¿me está volviendo un fantasma?». Igual que el magnífico y esclarecedor poema “Meditación del autobiógrafo”, que se abre con esta dos interrogaciones: «¿Con cuál ficción me quedo para no ver lo que soy? / ¿Qué otra mentira invento para justificar mi vacío?». Tenía razón Elias Canetti: el miedo inventa nombres para distraerse. Todo en la poesía de Pacheco es susceptible de convertirse en literatura, en probabilidad, en una ficción real. Pone el foco en objetos dispares, por pequeños o insignificantes que parezcan, como un director de cine que acercara la cámara y, con sus técnicas de iluminación, nos invitara a contemplar en primer plano una pieza cualquiera. Para entender el conflicto conviene reducirlo, nos
ÁLEX CHICO
recordó Walter Benjamin. Algo parecido propone Pacheco en “Altar barroco”: «debo intentarlo, debo reducir / a mi limitación lo ilimitado». Perpetúa un instante minúsculo y lo convierte en algo imperecedero, poco antes de que se extinga por completo. Su simplicidad se vuelve compleja, casi inabarcable, porque siempre nos dice más de lo que aparenta. El pulgar de una mano, o la ceniza, o un lápiz, o una pastilla de jabón, o el reverso y el anverso de una moneda, o la proyección infinita de un espejo, se nos aparecen como portadores o emisarios de otro mundo, como los muertos que se convocan en un poema mientras observan a quien lo escribe y convierten al autor en una confederación de desaparecidos. Su ausencia no solo le confunde, también le proporciona, a su manera,
SIEMPRE HE PENSADO QUE UNA DE LAS TAREAS DEL ESCRITOR ES ARROJARSE AL VACÍO Y TRASMITIR LO QUE ENCUENTRA EN SU DESCENSO. POR ESO ME INTERESA TANTO LA POESÍA DE PACHECO: PORQUE ES CAPAZ DE NARRAR LA EXPERIENCIA DE UNA CAÍDA Y PORQUE LOGRA TRASMITIRLO CON LA INTENSIDAD TRANQUILA DE QUIEN ESPERA RECONOCER LO QUE APARECE A SU PASO. una lección de permanencia. Es una casa en ruinas que logrará sobrevivir a sus sucesivos inquilinos, conservando sus voces y sus vidas, como un eco lejano. O una rosa que, al morir, sea reemplazada por una misma rosa, como las «pasajeras flores que no cambian» de “Ciudad maya comida por la hierba”. Puede desaparecer el jardín, pero no las raíces que lo construyen. Probablemente el escritor deba bucear en la profundidad que se esconde detrás de la superficie, con el fin de acercarse a esas mismas raíces que se solapan bajo tierra. Siempre he pensado que una de las tareas del escritor es arrojarse al vacío y trasmitir lo que encuentra en su descenso. Por eso me interesa tanto la poesía de Pacheco: porque es capaz de narrar la experiencia de una caída y porque logra trasmitirlo con la intensidad tranquila de quien espera reconocer lo que aparece a su paso. Antes comentaba que todo lo que rodea a Pacheco es susceptible de convertirse en literatura.
Añado algo más: todo es susceptible a reinterpretaciones, a relecturas. Al fin y al cabo, traducimos el universo y, al hacerlo, implantamos nuestros propios signos, nuestra forma personal de abordarlo. Eso exige una continua revisión, también de lo ya escrito por uno mismo, porque todo evoluciona, todo transita. Uno de los aspectos que más me llaman la atención en la poesía de Pacheco es precisamente eso: su voluntad por reinterpretar la historia (con mayúsculas y sin ellas), así como su apuesta por ofrecer una lectura particular de la literatura universal de todos los siglos. El traductor no traduce milimétricamente un poema. Más bien nos proporciona a los lectores un poema distinto, casi autónomo, impregnado por su propia mirada y por la personalidad latente que le conduce a verter un texto en su lengua materna. Sebald ya lo advirtió: el observador siempre afecta a lo que es observado. Si ampliamos ese concepto y admitimos que todo poeta es un traductor, comenzaremos a apreciar, en toda su dimensión, la importancia de las lecturas y homenajes que lleva a cabo un escritor hacia un escritor distinto. Así conseguiremos, por fin, leernos en ellos. Hay un poema de Los trabajos del mar que lo ejemplifica perfectamente. Se titula “¿Qué tierra es ésta?”. En él no solo nos encontramos con un homenaje a Juan Rulfo, con las palabras, el tono y los temas característicos del autor mexicano. Nos encontramos también con Pacheco. Y nos encontramos con nosotros mismos recordando pasajes de El llano en llamas o de Pedro Páramo. Cuando se pregunta «¿Qué tierra es ésta?» / «¿En dónde estamos?», no pensamos únicamente en Comala. Pensamos en la tierra en la que debió escribir Pacheco esos versos. Y pensamos en qué lugar del mundo podríamos escribir nosotros algo semejante. Se trata de una traducción triple, un proceso, más que complejo, rico, inagotable, infinito, porque siempre existe la posibilidad de reinterpretar lo ya dicho. Agradezco mucho este tipo de relecturas. Siempre nos aportan una mirada distinta sobre un mismo paisaje. Algunas de las que más me interesan de Pacheco son estas: cuando habla de Emma Bovary y su ansia de amores desdichados llenos de gloria, no de éxito; cuando se ocupa del mito de Sísifo y, como Albert Camus, agradece que la piedra no se detenga ULRIKA 59 |
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Los mexicanos Juan Rulfo y José Emilio Pacheco.
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nunca en la cima; o cuando convierte a la Lolita de Nabokov en una muchacha desgraciada y pobre de Tlatelolco que jamás ha leído la novela. Pienso igualmente en la lectura de sus coetáneos, o de los maestros de la literatura española. Como citarlos a todos me parece innecesario ahora, apuntaré una sola cosa, a modo de paréntesis: hubiera deseado conocer a Pacheco por muchos motivos. Uno de ellos es para poder conversar un buen rato sobre la poesía de quien es, para mí, el autor más importante de la literatura española: Jorge Manrique. En buena parte de todas esas relecturas, o revisiones, o traducciones múltiples, subyace en su poesía algo que ya comentamos al inicio. Leernos en otros es también ser otros, interpretar el papel de alguien ajeno, empatizar con un extraño. Por eso leer a Pacheco supone añadirle más vida a la vida, porque nos permite calzarnos pieles que no son nuestras y que, tras la lectura, nos abrigan como una piel propia. Somos, por un momento, esos otros que inventa en sus poemas, somos heterónimos y hablantes escindidos, somos sus máscaras y su existencia siempre dudosa. Y somos los múltiples animales de un bestiario, como un enorme mosaico que nos enseña que todo importa. También la perspectiva que puedan aportarnos otras especies
distintas y similares a la nuestra. En un esfuerzo casi moral por entender a un ser vivo con el que no compartimos un lenguaje verbal. El no saber exactamente lo que piensan es, de nuevo, un estímulo que inicia la aproximación, la empatía. Podríamos detenernos en otros aspectos, en otras lecturas. Añadir, por ejemplo, ese rasgo estilístico tan heterogéneo que no se agota en un solo molde, sino que investiga en nuevas y viejas formas de decir, desde el humor y el juego léxico del conceptismo hasta la disposición plástica de los versos, siguiendo la estética del creacionismo. Podríamos continuar sumando más páginas a propósito de la manera en que el poema sucede, con ese hilo narrativo tan atrayente en piezas como “La casa”, “El invicto” o “Los conspiradores”. O, en fin, en cómo Pacheco construye toda una arquitectura poética que es capaz de albergar el pensamiento, como un hogar en ruinas que nos seguirá hospedando cuando ya no estemos. Sin embargo, quizás deba ser el lector, un lector que vendrá y que tal vez aún no exista, quien acabe de completar este texto. Probablemente ese sea el mejor homenaje que podamos hacerle a la literatura: dar medios poemas, medias novelas, medios ensayos. Para que otros consigan concluirlos y que, al hacerlo, inicien algo nuevo.
HÉCTOR J. FREIRE
El animalario
poético de
José Emilio n POR HÉCTOR J. FREIRE
Los animales se parecen tanto al hombre que a veces es imposible distinguirlos de este. K’nyo Mobutu …que andar por este mundo significa Ir dejando pedazos de uno mismo en el viaje. José Emilio Pacheco, “Fisiología de la babosa”.
Las maneras en que se comportan los animales, las formas en que hacen frente a la problemática de la existencia, es algo que desde sus orígenes ha fascinado a los hombres. «Los animales saben», expresó Samuel Beckett, frase seguramente compartida por el poeta José Emilio Pacheco. La presencia de todo tipo de animales, sean estos naturales o fantásticos-mitológicos, es más que significativa y emblemática a lo largo de toda su obra poética –que incluye no sólo poemas, sino también cuentos, novelas, traducciones y colaboraciones periodísticas–. Incluso para Pacheco, un verdadero «animal literario», cualquier animal «horrible», nunca carece totalmente de alguna cualidad interesante o atractiva. Y no una moraleja a la manera de las fábulas clásicas, sino una profunda reflexión sobre la vida misma.
A propósito, el famoso naturalista Gerald Durrell recoge en su libro Animales en general, una anécdota muy ilustrativa que puede servir de introducción a la problemática que nos ocupa, «animales en la poesía de Pacheco». Una mirada que ha despertado especial interés en muchos poetas argentinos, entre los que me incluyo. Tradición que se remonta a Juan José Arreola con la aparición de su libro Bestiario (1972), elogiado y difundido por Jorge Luis Borges, quien ya había escrito Manual de zoología fantástica, publicado en 1957 en México, por el Fondo de Cultura Económico. No olvidemos que fue el mismo Arreola quien editó en 1958 la primera obra de Pacheco, La sangre de Medusa, de marcada influencia borgiana, en su colección “Cuadernos del Unicornio”. En el citado libro de Durrell leemos: Recuerdo que una vez, en Grecia, cuando yo era muy joven, estaba sentado a la orilla de un riachuelo que discurría perezosamente. De pronto, salió del agua un insecto que parecía recién llegado del espacio ultraterrestre. Se abrió camino laboriosamente por el tallo de un junco. Tenía unos grandes ojos bulbosos, ULRIKA 59 |
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un cuerpo carunculado apoyado en patas como de araña y, en el pecho, un artilugio curioso, cuidadosamente plegado, que parecía algo así como una escafandra marciana. El insecto siguió avanzando cuidadosamente por el tallo mientras el sol caliente le iba secando el agua de su feo cuerpo. Después se detuvo y pareció caer en trance. Su aspecto repulsivo me fascinó y al mismo tiempo me interesó, porque en aquel entonces mi interés por la historia natural sólo era comparable a mi ignorancia, y no lo reconocí como lo que era. De pronto advertí que el animalito, ya totalmente seco por el sol y tostado como una avellana, se había agrietado por la espalda y, mientras yo miraba, parecía como si un animal que llevara dentro estuviera tratando de salir. Al ir pasando los minutos el combate se fue acentuando y la grieta fue ensanchándose hasta que el animal de dentro salió de su fea piel, se agarró débilmente al tallo del junco, y vi que era una libélula. Tenía las alas todavía mojadas y arrugadas por el extraño nacimiento, y el cuerpo blando, pero, mientras yo observaba, el sol fue haciendo su labor y las alas, ya secas, se volvieron rígidas y frágiles como copos de nieve y adquirieron un dibujo tan intrincado como ventanas de catedral. También el cuerpo se le fue poniendo rígido, y su color cambió a un azul cielo brillante. La libélula agitó las alas un par de veces, haciendo que brillaran al sol, y después se lanzó a un vuelo inseguro, dejando atrás, todavía aferrado al tallo, el desagradable cascarón de su antiguo yo. Nunca hasta entonces había visto una metamorfosis, y mientras me quedaba mirando asombrado el cascarón tan poco atractivo que había alojado al bello insecto brillante, me juré que nunca volvería a juzgar a un animal por su aspecto.
La presencia de animales en la poesía de Pacheco dinamiza de algún modo la evolución biológica. Al acercarse los textos poéticos a los animales se comprende que todo ser vivo tiene un apetito de formas, al menos tan grande como un apetito de materia. Al decir de Gastón Bachelard, «es necesario que cualquier ser vivo, solidarice formas diversas, viva una transformación, despliegue [como observamos a lo largo de la obra Pacheco] una 16
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causalidad formal verdaderamente actuante, enérgicamente dinámica». Sin embargo, Pacheco estaría más de acuerdo con lo que escribió John Berger en su ensayo, ¿Por qué miramos a los animales?: «ningún animal confirma al hombre, ni positiva ni negativamente. El cazador puede matar y comerse al animal [...] El animal puede ser domesticado [...] Pero la falta de un lenguaje común, su silencio, siempre garantiza su distancia, su diferencia, su exclusión con respecto al hombre». De ahí el intento poético para acortar las distancias. Por ejemplo, leemos en su poema “El espejo de los enigmas” (de su libro No me preguntes cómo pasa el tiempo, 1969): Cuando el mono te clava la mirada estremece pensar si no seremos su espejito irrisorio y sus bufones.
O cuando en dos versos del poema “Monólogo del mono” (del libro Desde entonces, 1980), anticipa uno de los síntomas más lamentables de nuestra actual sociedad del espectáculo: Vivo tan sólo para ser mirado. Viene la multitud que llaman gente.
Recordemos también que fue un animal la primera temática tratada por el hombre en la pintura, y que posiblemente fue la sangre de animales el primer pigmento utilizado. Así lo demuestran las pinturas rupestres más antiguas, que una de las primeras escrituras se realizaron sobre piel de animal. Y todavía más importante es el hecho de que, se supone, la primera metáfora poética fue un animal. Asimismo, la presencia de animales la podemos rastrear y encontrar a lo largo de las distintas mitologías, en los signos del zodíaco, en las horas, meses y días con las que el hombre organizaba y repartía su tiempo y el de los cultivos o cosechas. Otro aspecto interesante a tener en cuenta en los poemas de Pacheco es que estos se entroncan con la tradición poética universal, en la que desde el origen hombres y animales estaban en comunión –o sea, formaban una «común unión»–. Esta camaradería no solo aparece registrada en las culturas
«primitivas» o mal llamadas «salvajes», paganas, mágicas, animistas o chamanísticas, sino también, en el imaginario cristiano, como así lo expresaran los Bestiarios medievales, o San Francisco de Asís en su poema “Cántico de las criaturas”, por dar solo un ejemplo. En el poema “Cocuyos” (del libro Desde entonces, 1980), Pacheco nos relata poéticamente, cómo en su niñez descubrió a esos mágicos «animalitos de aire»: En mi niñez descubro a los cocuyos. (Sabré mucho más tarde que se llaman luciérnagas.) La noche pululante del mar Caribe me ofrece el mundo como maravilla y me siento el primero que ve cocuyos. ¿A qué analogo lo desconocido? Las llamo estrellas verdes a ras de tierra, lámparas que se mueven, faros errantes, hierba que al encenderse levanta el vuelo. Cuánta soberbia en su naturaleza, en la inocente fatuidad de su fuego. Por la mañana indago: me presentan ya casi muerto un triste escarabajo. Insecto derrotado sin su esplendor, el aura verde que le confiere la noche, luz que no existe sin la oscuridad, estrella herida en la prisión de una mano.
Confeccionar un «inventario completo de animales» en la literatura, y de cómo los textos de Pacheco forman parte de este, sería una tarea que excede el marco «económico» de este artículo-homenaje. Sin embargo, hay algunos ejemplos paradigmáticos y/o emblemáticos: las fábulas de Esopo (animales humanizados), las de La Fontaine o Samaniego (hombres animalizados), las ambiguas y poéticas de Monterroso. Las grandes metáforas: el insecto innominado de Kafka, las metamorfosis de Ovidio, Moby Dick, la ballena blanca de Melville. El absurdo Rinoceronte de Ionesco. Los «bestiarios» neo-fantásticos de Cortázar, o los paródicos de Arreola. Los perros de Donoso, los salvajes-humanos de Kipling, ULRIKA 59 |
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London o Quiroga. Los «crímenes bestiales» de Highsmith. Las bestias salvajemente domésticas de Marosa di Giorgio. O el primer cuento de la literatura argentina El matadero –toda una metáfora: «donde los animales hacen de hombres y los hombres de animales»–. ¿O será que el hombre cuando se transforma en animal se vuelve dionisíaco? Desde otra perspectiva, para complementar esta larga lista, Pacheco aporta una pregunta sobre la que conviene reflexionar: ¿El animal completa a su amo, ofreciéndole respuesta a ciertos aspectos de su carácter que, de no ser así, no se verían confirmados. Es como un espejo en el que se refleja una parte, nunca reflejada directamente, de su dueño? Pero, puesto que en esta relación los poemas de Pacheco nos dicen que ambas partes han perdido su autonomía –el dueño se ha convertido en aquella persona especial que sólo es para su animal, y este ha pasado a depender del amo para todas sus necesidades físicas–, ha quedado destruido el paralelismo de sus vidas separadas. Donde la marginación cultural de los animales es sin duda un proceso mucho más complejo que su marginación física, los animales de la 18
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mente no se pueden dispersar con tanta facilidad. En este sentido creo que se sintetiza la selección de los animales-poemas plasmados en la bella edición del libro Álbum de zoología, que reúne en un luminoso encuentro cincuenta y ocho poemas sobre animales escritos por Pacheco, elegidos por Jorge Esquinca, que además incluye veintiocho espléndidos dibujos del pintor Francisco Toledo, elaborados especialmente en torno a los poemas clasificados según «la naturaleza» de los animales: De agua (“Inmortalidad del cangrejo”, “Discurso sobre los cangrejos”, “La tortuga”, “Los ojos de los peces”, “El pulpo”, “Elefantes marinos”, “Ballenas”, “La sirena”, “El erizo”), De aire (“Un gorrión”, “Los pájaros”, “Biología del halcón”, “El búho”, “Zopilotes”, “Colibrí”, “Indagación en torno del murciélago”, “Las moscas”, “Cocuyos”), De tierra (“Monólogo del mono”, “El tigre”, “Siempre que veo elefantes pienso en las Guerras Púnicas” y, especialmente, en “La batalla de Zama”, “Leones”, “Caballo muerto”, “Los insectos”, “Los grillos –defensa e ilustración de la poesía–”, “Escorpiones”, “Cigarras”, “Hormigas”, “Las pulgas”, “La araña”, “Cerdo ante dios”, “El sapo”, “Caracol”, “Perra vida”, “Fisiología de la babosa”) y De fuego (“La salamandra”, “El ave Fénix”), entre otros poemas. «Compañeros de nuestra aventura terrestre, los animales son un espejo vivo en el que puede aparecer el rostro, unas veces atroz y otras hermosamente humano, de nuestra propia especie. La mirada de Pacheco ahonda en ellos y con justificada preocupación describe el peligro mortal con que ‘el progreso’ de nuestra civilización los amenaza y con ello pone en riesgo también nuestra supervivencia», leemos en la contratapa del libro. Los refranes, los sueños, los juegos, los cuentos, las poesías, las supersticiones,
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el propio lenguaje no dejan de recordarlos. En lugar de haber sido dispersados, los animales de la mente pasaron a quedar incluidos en otras categorías, de modo que la categoría animal ha perdido su importancia. Fundamentalmente han sido asimilados en la de la familia y en la del espectáculo. Su dependencia y aislamiento condicionan hasta tal punto sus respuestas que tratan todo lo que sucede a su alrededor, por lo general delante de ellos, que es donde está el público, como marginal. De ahí que se apropien de una actitud por lo demás exclusivamente humana: la indiferencia. Los poemas de Pacheco son en este sentido un rescate del olvido, una reivindicación de la memoria. Cabe al lector atento encontrar una cierta homología o correspondencia puntal entre las diversas trayectorias formales de los distintos poemas de Pacheco, es decir, entre las formas poéticas que atraviesan los distintos animales. Y que a su vez se caracterizan por un devenir formal específico. Es entonces cuando tiene vigencia la ecuación poética planteada por Pacheco, fundamental para reflexionar sobre la relación entre el animal y el hombre: «aquí una conducta, allá una mitología». Lo que conecta los actos de un animal a una conducta también conecta las creencias a una mitología. Una lectura profunda y detenida de estos «poemas», debería llegar a «proyectar» una conducta, una forma animal sobre una determinada problemática humana. De esta manera todo acto animal es entonces poetizado por Pacheco. Así, cierta «gratuidad» de los actos de los animales es administrada finamente por el oficio del poeta. El tratamiento formal del texto poético domina el «azar de lo pintoresco animal», sin aplastarlo o anularlo.
Colibrí El colibrí es el sol, la flor del aire entre las dos tinieblas. (De El silencio de la luna, 1994) En el mundo de las imágenes poéticas la concreción del poema –a partir de la observación de determinado animal– no reclama el dominio de las causas eficientes que le dieran origen, y el espíritu del poeta, en su actividad imaginante, va a ser «descargado del peso de las cosas». Llegamos así a lo que Gastón Bachelard llamó una «poesía del proyecto», que abre verdaderamente la imaginación. La cual demuestra también, que la naturaleza no es nunca un vaciado, que no se repite jamás. En este sentido, las manifestaciones poéticas de Pacheco proclaman que la naturaleza, al igual que la poesía, es inagotable. «Animales en la poesía»: toda una connivencia de lo real y de lo imaginario. En tal «superficie» no hay texto de Pacheco que al leerse no repercuta sobre los otros y modifique la perspectiva que se tiene en general sobre los animales. Y
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que al mismo tiempo no señale las características que aproximan los animales a los hombres, que no son simplemente biológicas como alimentarse o reproducirse, ni dictadas por el instinto como la lucha por existir o el amor maternal. Sino más bien, una descripción no de lo que vemos sino una mirada sobre la red de relaciones y correspondencias «secretas» entre el mundo animal y el humano, es decir, entre los otros mundos que componen este mundo. Como por ejemplo, la analogía irónica que establece Pacheco entre los grillos, los poetas, y la poesía: Los grillos –defensa e ilustración de la poesía– Recojo una alusión de los grillos: su rumor es inútil, no les sirve de nada entrechocar sus élitros. Pero sin la señal indescifrable que se tramiten de uno a otro, la noche no sería (para los grillos) noche. (De No me preguntes cómo pasa el tiempo, 1969)
Los textos seleccionados para este breve «Animalario poético de José Emilio» son una muestra aproximativa de dicho intento. Parafraseando a Octavio Paz, cristalizaciones verbales de dos formas predilectas del movimiento universal: el remolino y el torbellino. Cuyo símbolo, no por casualidad, es un animal: el caracol marino. «Poemas-caracoles en los que oímos el doble canto del agua y el viento».
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Para finalizar, diremos que el «animalario poético» es también un humilde homenaje a la obra de Pacheco: «operativamente» incompleto, abunda en digresiones, y que su «desorden», es voluntario. Hemos preferido entretejer poemas y ofrecer al lector, como dijo Borges en su prólogo al libro Historia de los animales, de Claudio Eliano, «una suerte de florida pradera». Un «paneo poético», diríamos «clásico» –en el sentido que le da Italo Calvino al término: «textos de los cuales se suele oír decir: ‘estoy releyendo’ y nunca ‘estoy leyendo’. Textos que persisten como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone–. Y de cómo el poeta José Emilio Pacheco –de renombre indiscutido– se sirvió de la observación de determinados animales para expresar y sugerir a modo de espejo crítico-reflexivo ciertos aspectos de la existencia más profundamente humana. Pacheco transforma la descripción zoológica-poética en un medio ético frente a la «bestialidad» humana, y donde el trasfondo resulta ser siempre metafísico. Los poemas “Perra en la tierra” y “Perra vida”, incluidos en los libros, Los trabajos del mar (1983) y Ciudad de la memoria (1989), respectivamente, son ejemplos inequívocos. Por último, y para completar este «incompleto animalario poético», es de destacar, por su contundente calidad poética, los cincuenta poemas en prosa que componen La edad de las tinieblas (2009). Pacheco despliega todas sus posibilidades: desde el registro estrictamente lírico al narrativo, pasando por el ensayístico. A través de este «zoológico fantasmal» el poeta hace desfilar ante nosotros al “Halcón”, como metáfora del poder, a “Ibis” como alegoría de la vanidad de los poetas, la arrogancia a través de los “Insectos”. Y los “Gusanos”, símbolo de la opresión. ¿Se puede realizar la biografía de un autor a través de los textos de sus propios libros? El creador de esta posibilidad fue Roland Barthes, y el término usado, el neologismo «biografema»: «una serie de destellos de sentido que conforman algo así como ‘una historia pulverizada’ de un narrador, de un poeta». Si la «biografía» es la diseminación del sentido de una vida, la «bibliografía» la preponderancia de
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las obras, de la ficción. El «biografema» es el privilegio real sobre la escritura y la letra del autor. Unas líneas de prosa, un verso, un fragmento de texto, declaraciones aisladas, gestos, unidades mínimas que pueden dar un indicio, una señal de la visión estética, de la concepción de vida de un creador. Maurice Blanchot escribió: que un texto, incluso cuando es fragmentario, tiene siempre un centro que lo atrae: centro que no está fijo, sino que se mueve por la presión del texto y por las circunstancias de su composición. Centro fijo también, que se mueve, si es un verdadero centro, permaneciendo como es y siendo cada vez más central, más recóndito, más incierto e imperioso.
Siguiendo esta idea, y desde esta perspectiva, reproducimos uno de los textos más emblemáticos y significativos de la obra de José Emilio Pacheco: Mexican Curious: Jumping Beans En aquel año la Avenida Juárez, que será arrasada por el terremoto de 1985 en la Ciudad de México, aún es el centro del turismo. Abundan las tiendas de Mexican Curious. En la Casa Cervantes llaman mi atención de niño no las más bellas artesanías mexicanas, sino las pulgas vestidas y sus bodas con mariachi y cortejo en una cáscara de nuez, los dijes de plata, las miniaturas talladas en hueso y sobre todo los jumping beans, los frijoles saltarines. En un cuenco de cristal brincan y se entremezclan las semillas pintadas de rojo. Por unos cuantos centavos compro diez jumping beans. La agitación prosigue en el tranvía y en mi cuarto. Como el globo de gas que si no escapa amanece desinflado, al día siguiente sobrevienen para los frijoles saltarines la inmovilidad, el triunfo de lo inerte, la vuelta al reino vegetal. Parto de un martillazo un jumping bean. La atrocidad se revela ante mis ojos: en cada semilla, en el sarcófago que constituyen sus paredes, se agita un leve gusano en busca de aire, de espacio, de luz y de la salvación imposible.
Colmo de lo absurdo, el insecto nace enterrado en vida. Sólo puede consumir su existencia en la asfixia, la angustia y el sufrimiento infinitos. Su instinto de vivir se manifiesta con tal desesperación que su fuerza hace danzar una jaula hermética, una celda de manicomio, un sarcófago mil veces más pesado que su cuerpo. La infancia terminó, la vida pasó, se fue la Casa Cervantes, el desastre borró la antigua Avenida Juárez. Nunca he vuelto a comprar frijoles saltarines. Ante ellos sólo caben dos actitudes. La primera, la más cobarde y tranquilizadora, descansa en no indagar jamás acerca de lo que hay en el fondo de las cosas. Si lo hacemos nuestra búsqueda revelará siempre alguna forma de horror. La segunda actitud invita a pensar sin resignarse en que cuanto nos divierte, nos deleita, nos complace o exalta implica por necesidad un sufrimiento al que, para protegernos, debemos sentirnos siempre ajenos.
Los jumping beans son una alegoría insultante de nuestras vidas: estamos encerrados en un cuerpo, un lugar, un tiempo y un sector social que no elegimos. Nos oprime la doble herencia histórica y genética. No podemos ir más allá de los muros que nos confinan entre una fecha de nacimiento y otra de muerte. Hagamos lo que hagamos nunca saldremos de la cárcel que nos ahoga bajo un yo inescapable. Me pregunto quién se divierte con nuestros sobresaltos. ULRIKA 59 |
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José Emilio Pacheco, el fantasma de la evocación La poesía es la sombra de la memoria / pero será materia del olvido. J. E. P.
n POR FERNANDO LINERO MONTES José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis. Foto: Archivo diario La Jornada de México / Arturo Campos Cedillo.
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Le vi fugazmente en 1996 en el patio de la Casa Silva, cuando a este aún no le habían cercenado las flores. Había venido a recibir el hoy desaparecido premio de la Casa que ese año le fue otorgado. Poco sabía de su maravillosa poesía y menos de su eminente talante personal. Sus amigos reconocían en él la calidez de un hombre generoso. No obstante su legado sea muy amplio, pues abarca técnicas narrativas, periodísticas, mitos, fábulas, alegorías, sonetos, octavas, haikus, poemas en
prosa, etcétera, que son mundos literarios que permanecen en su rica obra, en esta breve nota homenaje sólo habré de referirme a su poesía: esa presencia misteriosa en la vida de cualquier hombre. Nicolás Guillén, refiriéndose a su trabajo periodístico, dijo: «Aunque sus crónicas describen la realidad de la época en los terrenos social e histórico, escribe como poeta, no como historiador». Pacheco nos confiesa que la poesía siempre estuvo presente en su vida, desde la lejana mañana en la que asistió en
FERNANDO LINERO
el Palacio de Bellas Artes a una adaptación musicalizada del Quijote de la Mancha dirigida por Salvador Novo. Tenía ocho años y nos cuenta que en esa oportunidad sintió por primera vez el vértigo de la emoción poética, aturdimiento que nunca le abandonó.Con una de las obras poéticas más importantes de la literatura hispana de los últimos tiempos, es considerado por algunos el gran romántico del siglo xxi. La crítica lo sitúa dentro del grupo de poetas del post boom (Juan Vicente Melo, Inés Arredondo, Juan García Ponce, Huberto Batis, Sergio Pitol, José de la Colina, Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis, entre otros) que practicó una poesía, en su momento, renovadora y en contra del protocolo riguroso de las estéticas decimonónicas. Esta generación juzgaba el cercano pasado como algo que es inminente transformar desde la fuente. Es inevitable referirse a Pacheco sin abordar espacios ya transitados por otros. Esto se lo atribuyo a la extrema nitidez de su propuesta, en la que los elementos que la constituyen aparecen ante nuestros ojos sin velos que los cubran. Su poesía examina el tiempo –su tema cardinal– con una visión que nos recuerda inevitablemente a Bachelard y a Barthes; el tiempo que se trasfigura en una experiencia en la que el hablante y el lector renacen en el momento de la coincidencia; el tiempo que son las resonancias del pasado surgiendo del poema; que es lo mismo que pasa, ese trasegar día tras día: Esa niña que habita en el recuerdo de una anciana, muerta hace medio siglo, es en la foto nieta de su nieto, la vida no vivida, el futuro total… (“Edades”)
–el tiempo entero es muda mutación. Celebremos el paso de los años. El que fui en otro mundo repite sus palabras ante un teatro sin nadie–. (De Irás y no volverás)
Pero también explora la naturaleza y las cosas cotidianas: Inmateriales astros intangibles; infinitos planetas en desplome. (“Copos de nieve sobre Wivenhoe”) Entre tanto guijarro de la orilla no sabe el mar en donde deshacerse. (“El mar sigue adelante”) De sus labios no mana sangre: brota la noche y enluta al mar y desvanece la tierra, muy lentamente, mientras el pulpo se muere. (“El pulpo”)
Le abatía un estremecimiento recóndito ante las brutalidades y diferencias de la sociedad, le preocupaban los perjuicios que el gran desastre político ha producido al progreso de la civilización, porque era portador de ese malestar radical que sólo experimentan los poetas saturados de entereza ética: No quiero nada para mí: sólo anhelo lo posible imposible: un mundo sin víctimas. (“Fin de siglo”) ULRIKA 59 |
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Y el viento era otra vez la libertad que en vano intentamos fijar en las banderas. (“Idilio”)
Su conciencia de la temporalidad nos interroga acerca de la pasión con que investimos o desnudamos el uso de las palabras. Escribir para él es reescribir, así las cosas los poemas no acaban de escribirse nunca. La poesía tiene el compromiso de resignificar el lenguaje. Todo cambia permanentemente y ello nos obliga a replantear la realidad para que la vida no haga agua. En la certidumbre de que los acontecimientos humanos más básicos y las cosas más triviales están conectados con el universo y sus orígenes, su lenguaje, desprovisto de enredos, sin un propósito expreso, acaso de manera inconsciente, sondea la búsqueda de sentido; persiste en ello como requisito esencial contra ese mundo mentirosamente invariable y compacto: la religión, la tradición, el control social, etcétera. Sabe que discurrimos en un territorio inseguro en el que no hay principios universales ni situaciones inequívocas desde los cuales resistir a lo real. No tenemos raíces en la tierra. No estaremos en ella para siempre: sólo un instante breve. (“Tarde o temprano”) En la ignorancia a medias de un idioma ya que el dominio es imposible, las palabras demuestran estar hechas de la esencia del mundo y la poesía. (“Tierra de nadie”)
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De su compromiso nos dice: «Mi objetivo es la vida y en la literatura es tratar, dentro de mis limitaciones, de escribir lo mejor posible. Todas mis ambiciones también están dentro de la literatura. Tengo una ambición muy clara, que es una locura, casi como querer ser famoso o poderoso y es la de querer escribir bien» (en entrevista concedida a Elena Poniatowska, para el diario La Jornada, junio de 2009). Piezas breves –casi aforismos– con meditación sin engaños, de una serena sutileza en la voz que confirma el oficio rebelde de la poesía, su desengaño y su atemporalidad. Lo dolorosamente anómalo y puntual mora en sus médulas. Composiciones que testimonian su función subversiva y esa contrariedad ante la impotencia que produce el no ganar trascendencia en una zona donde no hay valores categóricos perpetuos ni indelebles. Cantos que saben que la poesía no logrará ampararnos –pues por sí sola ella no lleva al engrandecimiento del hombre–, que perciben que la riqueza de la realidad lo supera todo: profusión en hechos elegantes, en exquisitas interrelaciones en la maquinaria sutil del devenir. Las perspectivas que tenemos de poder seguir existiendo en el siglo más violento de la historia humana no son claras; en medio de un mundo donde el conocimiento está en favor de la muerte; vulgarizado, mediatizado y de nuevo amenazado con la hecatombe, es inevitable el arribo a predios de una conciencia moral que tiene como artículo de fe no creer en nada. Frente a ello sólo queda la ironía, la fina burla, la introspección y agudeza sosegadas que Pacheco supo ver en todo eso donde detuvo su mirada. Es cierto que su visión del hombre es un tanto desencantada, pero acaso por eso escribió una poesía que se deja entender,
FERNANDO LINERO
carente de artificios, sin filigranas, con un tono coloquial, conversacional, antirretórico. Para él la aventura humana es asunto de primer orden para la configuración del poema: «Llamo poesía a ese lugar del encuentro con la experiencia ajena. El lector, la lectora harán o no el poema que tan sólo he esbozado».Afirmaba que «la única manera de hacerle preguntas a un autor es leyéndolo, así como la única manera de aprender a escribir es escribiendo». Una y otra vez insistió en que la poesía tenía que ser un «objeto verbal bien hecho, que honre al idioma en que está escrita y que diga algo significativo acerca de una realidad común a todos nosotros pero vista desde una perspectiva única». Tiene claro que no hay reglas precisas ni parámetros estéticos incondicionales,
que todo está inmerso en el enorme interrogante de significados sociales y culturales, que el camino es a través de la lúdica entre lo existente y lo imaginario. Se sabe «el miserable héroe que escapó del combate / y apoyado en su escudo mira arder la derrota» (“Éxodo”): Mientras escribo llega el crepúsculo cerca de mí los gritos que no han cesado no me dejan cerrar los ojos. (“Fin de siglo”)
José Emilio Pacheco. Foto: Archivo diario La Jornada de México.
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
No me preguntes cómo pasa el tiempo –Fisonomía de una relectura– n POR JOSÉ JAVIER VILLARREAL
I Aprovecha el instante porque el futuro no nos pertenece. “Horacio”, aproximación de José Emilio Pacheco
Desde este carpe diem se decide una poética, una manera de explorar y percibir la realidad. Pero en este vivir el momento se cifra el peso de toda una eternidad que «se vuelve instante de oro». La noche, como espacio del prodigio, se impone. No sólo la recibimos junto con su legado, sino que vemos entre sus sombras, junto al movimiento de las cortinas que produce el cuerpo que tiembla tras ellas y que está a punto de recibir la vengativa estocada de Hamlet, o a partir de ese extraño resplandor que se levanta del lecho donde Gertrudis ha acariciado la atribulada cabeza de su hijo, las figuras que más que hombres son literaturas. Saberse parte del círculo de Mecenas; saber que la República ha dejado de ser y que ahora se impone el Imperio de Augusto. El tiempo no se detiene y el Tíber fluye seseante entre los edificios que representan y avalan el poder. Horacio canta a la patria; Virgilio la canta desde sus entrañas humeantes. Juvenal 26
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la observa a una prudente e irónica distancia. El poeta es el vate; aquel que no sólo es la voz de todos, sino que también es su conciencia; la «mala conciencia de su tiempo», como afirmara Saint JohnPerse. He comenzado de noche porque José Emilio Pacheco nos cantó sus elementos (1963). No sólo sus elementos, sino también el tono de la elegía, la del dolor, pero también la del miedo; esa que está condenada a una vigilia que no olvida. Hago una digresión y tropiezo, un día leo “Las ruinas de México” (1986) y atravieso el páramo de la ausencia, del no estar ahí; ese sentimiento vulnerado por la culpa. Otro día leo El reposo del fuego (1966) y asisto a la intemperie del dolor, de la pena que, desde adentro, explota y lo cubre y señala todo. Pero es de noche; siempre es de noche. Y el día –al autor– se le ha vuelto árbol de luz, frontera, muro y columna. Porque de noche se cierra el libro que se ha leído durante el día; porque horas antes de que amanezca se concluye aquel otro que se inició por la tarde; porque lo imagino como al joven Giacomo Leopardi tumbado en su diván devorándolo todo. Sin embargo, el día también ejerce e impone sus condiciones. José Emilio Pacheco, como
JOSÉ JAVIER VILLARREAL
Quinto Horacio Flaco, es seducido y violentado por el devenir de la urbe. La polis se le vuelve su objeto de deseo; es la musa que también fascinó a nuestros poetas románticos, el continente simbólico que englobó a la patria modernista; la de Urbina, entre las dos aguas; la del Duque Job, en el centro mismo de la corriente modernista. Después llegaría la patria de Ramón López Velarde, la posrevolucionaria; la que aún hoy –en la segunda década del siglo xxi– nos sigue afectando desde su presencia ausente. Nos exponemos a la mirada de José Emilio Pacheco que nos lleva a la minuciosidad, a esa voluntad de contarlo y cantarlo todo, o casi todo. La literatura es memoria y selección. No podemos narrarlo todo ni podemos encauzar la memoria en una sola vertiente. Esta obedece a reacciones, a lógicas, que no dominamos pero sí sufrimos; condiciones del misterio, misterio en sí mismo, que nos hace atender esto y no lo otro; ser selectivos a pesar de nosotros mismos. En este nivel –de lo ingobernable y epifánico– se destaca un libro como Irás y no volverás (1973), un rompecabezas que, desde lo menudo, lo hecho con las manos (con arte), va construyendo un friso donde lo cotidiano, el tono conversacional, no se confunde con lo prosaico. Ahí, en esa armazón, percibo las formas varias del poema breve, la contundencia de la imagen, el reino de lo implícito sobre lo explícito que pareciera ser la razón del poema-libro, pero no lo es; es tan sólo un recurso para revelar el eco del poema, de lo poético, que dialoga con lo que se sugiere, con las campanas que siguen repiqueteando después de que se ha cerrado el libro. Ahora, José Emilio Pacheco está muy atento a ese concierto que no sólo viene de las voces de la poesía norteamericana (Kenneth Rexroth o Robert Lowell); porque lejos de confesar, revela. El tono se hace fuerte, más fuerte, en ese airón de la poesía sudamericana que le es estrictamente contemporáneo, el de Antonio
Cisneros y Enrique Lihn, por citar dos de los principales y más cercanos interlocutores.
II y sólo nuestros sueños no han sido humillados. “Zbigniew Herbert”, aproximación de José Emilio Pacheco
El yo dramático, protagonista, que vemos, oímos y sentimos en los cármenes de Catulo; el mismo que nos hermana mundos opuestos en los sonetos de Quevedo; el memorioso de Borges con sus enumeraciones y sus rotundos finales se hace presente en Miro la tierra (1986). La mirada tiene aquí un tono que subraya la sonoridad para conferir una perspectiva emocional a aquello que se ve y canta. Catulo se duele, Quevedo está a punto de retirarse a su letrada torre ante el paisaje humano que lo rodea. Borges se resigna ante un pasado glorioso, militar, que no le pertenece y un presente que lo atosiga y desgasta. José Emilio Pacheco nos enfrenta a la metáfora del río; y es ahí, precisamente, en ese eterno transcurrir, donde encuentra al otro, a su enemigo, que termina por reconocer en sí mismo. El río crece en esa tradición que parte de Horacio, pasa por Quevedo y desemboca en Pacheco. Pero este río que «permanece y dura» y todo lo desgasta y evidencia; este río histórico que rumia su materia y al cantar nos descubre; este sesgo reflexivo del poema, también le llega desde el afluente de un Zbigniew Herbert o de un Vladimir Holan. El río corre, pero la secuoya permanece con sus círculos que constituyen su propio tronco, el monumento del tiempo, el texto en minúsculas de una historia que el hombre se empeña en escribir con mayúsculas. En el siglo xvi Hans Holbein el Joven compuso un “Alfabeto de la muerte” conformado por 24 letras mayúsculas abigarradas y apocalípticas. ULRIKA 59 |
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA Czesław Miłosz. Foto: © Arthur Barbaranowski / East News.
Era amigo de Erasmo y había ilustrado su ejemplar del Elogio de la locura; además retrató a su autor en cuatro ocasiones. Hay una tradición crítica y moral de horizontes muy amplios que eclosiona en los márgenes de cauces que se señalan –aparentemente– en diferentes o distantes geografías. Ahora estoy pensando en Czesław Miłosz, pero también en la ironía de un Joseph Brodsky. La poesía de José Emilio Pacheco guarda un diálogo dinámico con estas poéticas; pero su concreción, la limpieza retórica de sus poemas breves, esa pasión por el dardo epigramático no sólo descansa en la tradición latina, sino que se adereza con ese Siglo de Oro, con ese último Siglo de Oro donde Baltasar Gracián deja su impronta desasosegante en la brillante curiosidad creativa de Sor Juana. Y José Emilio Pacheco está muy atento de la tradición que lo sostiene. La mordacidad, el auto-escarnio. Ese haz de luz que más que iluminar muestra y desnuda una realidad; la realidad del poema que leemos al leernos. Esta preocupación adquiere –en la poética de José Emilio Pacheco– pesos de reflexión histórica, de autoanálisis, de purga con o sin moraleja, de acto de conciencia, que escudriñan el tiempo presente; un tiempo presente determinado y constituido por un tiempo pasado que no cesa de cuestionarlo. Pero el tiempo presente también cuestiona al tiempo que lo precede en un dialéctico espejeo crítico implacable, riguroso, que descubre su propia retórica en el poema; esa pasión crítica que desde la Ilustración se ha introducido en la literatura –de manera consciente y continuada– como medio, lente, desde el cual realizar la autopsia del cadáver social. Ahora me da por pensar en los fabulistas y en la poesía insurgente americana del siglo xix 28
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que José Emilio Pacheco estudió con particular y propositiva lucidez.
III El fin del mundo ya ha durado mucho y todo empeora pero no se acaba. José Emilio Pacheco, “El fin del mundo”
Cuando hablamos de una retórica hablamos de una pasión, de un lenguaje –en este caso– que se inventa a sí mismo, por medio, o gracias, a esa pasión que exige ser expresada en ese determinado lenguaje que será el estilo, la letra, de ese escritor y no de otro; es decir, su pasión creativa, su forma de respirar y contemplar el mundo. Al releer, y esto en sí mismo siempre encierra un misterio inquietante, un libro como No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) u otro como Islas a la deriva (1976), que compré ese año o a principios del siguiente en la Librería Universitaria, de aquí de la Universidad, en los bajos de Rectoría, recién llegado a Monterrey, se me aparece un escenario tan nebuloso y cargado de presagios como la primera escena de la película Macbeth de Roman Polanski, producida en 1971 por Playboy. Entro de lleno al acto V de Hamlet y me encuentro con los dos patanes-payasos-sepultureros que cavan –uno adentro, otro afuera– una tumba; no sólo cavan, sino que también cantan y su tono juguetón y amargo, cínico y mordaz, me adentra en otra tradición que gotea sus ojos que se han trocado en perlas en la anatomía de la poesía de José Emilio Pacheco: la Totentanz, la Danza de la Muerte.
JOSÉ JAVIER VILLARREAL
Es cierto, la fugacidad no cesa y es la vida misma. Hay que vivir el momento como si fuera el último; no obstante es de una prudencia extrema intentar el justo medio que nos lleva, inexorablemente, a ser políticamente correctos. Y si además, logramos atisbar la felicidad en aquello que se nos concede nos convertiremos en beatos dichosos que, de manera discreta y humilde, recorreremos la vida –ese valle de lágrimas– con una pequeña sonrisa en los labios y una lucecita de paz allá, en el fondo, muy al fondo, de la pupila. Pacheco leyó y releyó a Quevedo y con él a toda la tradición que lo conforma; sin embargo, supo ver entre la ruinas de Roma, donde no encontró el destello del Imperio ni a Roma misma, un Tíber que permanecía, sí, pero sumamente disminuido y contaminado. Pacheco al leer a Quevedo vio que no había sitio en donde fijar la vista que no fuera presencia de la muerte. La vida pasa, el tiempo pasa, pero esa fugacidad nos disminuye, enferma y aniquila. Ya nada es lo mismo, ya nada es lo de antes. Esta fugacidad nos mina y deteriora, todo se acaba, todo está señalado por un camino «que va a dar a la mar que es el morir», por citar a otro autor, Jorge Manrique, tan presente en la tradición poética de José Emilio Pacheco. La fugacidad entonces está trazada y coronada por la muerte; se trata en realidad de una Danza de la Muerte que todo lo iguala, lo relativiza y obliga a ver desde ese ángulo implacable. Se trata de que nos estamos muriendo, de que aquello que «permanece y dura» también se cansa de permanecer y durar. La calidad de vida se empobrece junto con el mundo donde esta transcurre. Desde esta óptica aparece un tono estético, moral, social que atreve
una reflexión cruda y nada concesiva que obliga a una expresión que la delate, que la presentifique. Estamos ante una retórica, una forma de respirar y contemplar el mundo. La tradición poética de la Danza de la Muerte se remonta a finales del siglo xiii, pero no acaba; segrega una retórica que, a su vez, segrega una estética que, a su vez, segrega una forma de contemplar y respirar el mundo. Un mundo apocalíptico desde donde se ejerce una crítica moral que evidencia una crítica social. La muerte no solo relativiza todo, sino que nos iguala y nos sitúa en un devenir incesante que denominamos historia, y esta, la historia, se convierte en el blanco del poema. El poema se escribe en minúsculas, las historias cantadas, las imágenes, apelan a pequeños episodios que van configurando un fresco enorme dónde contemplarnos desde una única perspectiva o punto de fuga que es, precisamente, la fugacidad que nos va preparando inexorablemente para el olvido, para la muerte. Gracias a esta conciencia, a esta oscuridad que nos rodea y que no podemos cuestionar, es como nos es dado, en esta poética, y desde esta poesía, ver crecer un fuego que no cesa ni disminuye pese a todo, o gracias a ese todo que le es permanentemente adverso. Las estrellas sólo las vemos de noche y a mayor oscuridad mayor brillo. Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco. Pero en manera alguna pido perdón o indulgencia. Eso me pasa por intentar lo imposible. José Emilio Pacheco, “Despedida” José Emilio Pacheco. Foto: pinterest.
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
Los poetas heterónimos de José Emilio Pacheco n POR DARÍO JARAMILLO AGUDELO «¿Pensáis que un hombre no puede llevar dentro de sí más de un poeta? Lo difícil sería lo contrario, que no llevase más que uno». La frase es de don Antonio Machado o, con mayor precisión, de Juan de Mairena. El mismo Machado, según las cuentas de Alvar, tuvo diecisiete heterónimos, cada uno con su cara, su oficio y su cuna. Mairena, el más conocido, era profesor y había inventado una máquina de cantar; esto último no es exacto, aunque el mismo Machado lo diga alguna vez, pues más adelante se corrige y precisa que la máquina de cantar la inventó Jorge Meneses y aclara que «Mairena había imaginado un poeta, el cual, a su vez, había inventado un aparato, cuyas eran las coplas que daba a la
* Texto leído en el Colegio Nacional de México, en junio de 2015. 30
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estampa». En otras palabras, Machado tiene un heterónimo llamado Mairena, que tiene un heterónimo llamado Meneses, que inventa una máquina que es la verdadera autora de coplas como esa de Dijo Dios: brote la nada. Y alzó la mano derecha, hasta ocultar su mirada. Y quedó la nada hecha.
Aquí en México son varios los casos de individuos que alojan a varios poetas, como el Mardonio Sinta de Francisco Hernández o el Aníbal Egea de Vicente Quirarte. En Venezuela existió un Eugenio Hernández Álvarez, valenciano, cuyo nombre fue devorado por otro «yo» que se apoderó de su identidad y la cambió por Eugenio Montejo. Y este Montejo, el gran poeta venezolano, compartía su pellejo con Blas Coll, «un viejo tipógrafo de aspecto menudo y algo estrafalario» que vivió en Puerto Malo a principios del siglo xx. Poeta, filósofo,
DARÍO JARAMILLO AGUDELO
monje, Coll definía la contemplación como «el abandono de las imágenes lingüísticas por las más inmediatas de las cosas en sí mismas». Además de haber escrito el catecismo en clave morse, Coll dejó algunos discípulos que produjeron sus versos. Entre ellos se cuentan Tomás Linden, que escribía sonetos teniendo en la cabeza dieciocho vocales; está Jorge Silvestre, de quien se sabe poco; y están Lino Cervantes y Eduardo Polo. Pasando de Venezuela a Colombia, en un breve sumario de poetas con sosias tiene lugar especial León de Greiff. Alguna vez traté de contar los poetas que inventó León de Greiff y, de tantos, no pude precisar una cifra que ronda los cien. Para él, esta diversidad de dobles es algo natural: «Pluralidad –entonces– ya no tan ficticia ni nada facticia, que es pluralidad natural y no invención ni artilugio ni artificio recursivos». En otra cita, León de Greiff se refiere a «la permanente pancaótica pluralidad mucho más que ficticia, la insólita Unidad Solitaria». Llegando, por fin, a José Emilio Pacheco, su desaparición, además de dejar un vacío entre los que lo queremos y además de la imposibilidad de que ya no pueda añadir poemas a su obra, clásica de nuestro tiempo, también nos privó de otros poetas que vivieron entre su pellejo. De la información del Diccionario de seudónimos, anagramas, iniciales y otros alias de María del Carmen Ruiz Castañeda y Sergio Márquez Acevedo, publicado por la unam en el año 2000, se puede hacer una enumeración de los nombres e iniciales con que firmó textos a lo largo de su vida. Un primer grupo incluye seudónimos e iniciales que usó en su prosa. Ellos son Carlos Núñez Arenas, Miguel G. Cansino, Pedro Durán Gil, JEP, J.E.P., Ricardo Ledezma, R.L.C. y Pedro Damián. Pero los que me interesan son
los que, además de aparecer como autores de poemas escritos por la mano de José Emilio, tienen una biografía. Los dos principales son Julián Hernández y Fernando Tejeda (o Tejada), que aparecen en No me preguntes cómo pasa el tiempo y están recogidos en las diferentes ediciones de Tarde o temprano en una sección que, vuelvo al principio, alude a don Antonio Machado y a su Cancionero apócrifo. También en diferentes circunstancias aparecen Juan Pérez Pineda, Daniel López Laguna y Pedro Núñez.
Don Antonio Machado en el Café de las Salesas, 1984. Foto: Alfonso Sánchez Portela.
Estos cinco heterónimos poetas, los dos principales, Hernández y Tejada, y los otros tres, Pérez Pineda, López Laguna y Pedro Núñez, tienen un denominador común que no he visto citado y que descubrí por casualidad. El primer indicio surgió cuando averigüé por Julián Hernández y en los buscadores de la red me apareció un Julián Hernández, un cajista de tipografía del siglo xvi conocido como traficante de traducciones del Nuevo Testamento. En aquella época, ese trabajo merecía las atenciones que con tanto esmero solía procurar la Santa Inquisición de Sevilla, según lo cuenta ULRIKA 59 |
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
don Marcelino Menéndez y Pelayo en esa singular –y, a su modo, entretenida gracias a un involuntario humor negro– Historia de los heterodoxos españoles. Julián Hernández fue «un singular personaje, el más activo de todos los reformadores, hombre de clase y condición humilde, pero de una terquedad y fanatismo a toda prueba, de un valor personal que rayaba en temeridad y de una sutileza de ingenio y fecundidad de recursos que verdaderamente pasman y maravillan». Tanto que, Julianillo (así
En esta página, carátula de una edición reciente de la Historia de los heterodoxos españoles, de Marcelino Menéndez Pelayo. En la otra página, afiche del homenaje a josé Emilio Pacheco en el Colegio Nacional, donde Darío Jaramillo Agudelo Leyó esta ponencia.
lo llamaban por su baja estatura) resistió durante tres años los interrogatorios y torturas del Tribunal hasta llegar a la hoguera con tanto convencimiento de sus razones que «fue al suplicio con mordaza y él mismo se colocó los haces de leña sobre la cabeza», según cuenta don Marcelino. Hasta aquí, parecería una mera coincidencia entre el nombre de este apóstol de las traducciones de la biblia y el del poeta inventado por José Emilio Pacheco. Pero de pronto saltó a mis ojos el nombre del traductor del Nuevo Testamento que vendía Julianillo. Se llamaba 32
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Juan Pérez de Pineda, según cuenta don Marcelino. El mismo nombre de otro de los sosias que el diccionario de seudónimos de la unam le atribuye a Pacheco, Juan Pérez Pineda. Dice don Marcelino que Juan Pérez de Pineda fue rector del Colegio de la Doctrina de Sevilla y que alcanzó a huir de allí cuando se desató la persecución del Tribunal de la Inquisición a más de 800 habitantes de Sevilla por motivo de la prohibidas traducciones al castellano que circulaban gracias a la valentía y el ingenio comercial de Julián Hernández. Pérez se instaló en Ginebra. Menéndez y Pelayo juzga que la traducción de la Salmos debida a Pérez de Pineda «es hermosa como lengua; no la hay mejor de los Salmos en prosa castellana. Ni muy libre ni muy rastrera, sin afectaciones de hebraísmo ni locuciones exóticas, más bien literal que parafrástica, pero libre de supersticioso rabinismo, está escrita en lenguaje puro, correcto, claro y de gran lozanía y hermosura». Añade don Marcelino que Pérez murió en París, muy viejo, y que dejó toda su fortuna destinada a imprimir una biblia en español. Después de descubrir que tanto Julián Hernández como Juan Pérez Pineda son protagonistas de la Historia de los heterodoxos españoles, lo que siguió fue la búsqueda sistemática de los demás nombres heterónimos de Pacheco. Todos lo cinco poetas estaban allí. Daniel López Laguna, por ejemplo, nació en Portugal (1653) y es reconocido como uno de los más importantes poetas sefarditas del siglo xvii. Estando en España fue detenido por la Inquisición y logró huir. Se instaló en Jamaica y luego en Inglaterra donde dedicó 23 años de su vida a la traducción del Libro de los Salmos, traducción muy elogiada por sus correligionarios pero considerada con desprecio por don Marcelino, que dice de la versión del salmo
DARÍO JARAMILLO AGUDELO
88: «semejantes coplas de fandango están pidiendo una guitarra y la puerta de una taberna. ¡Pobre David!». Pedro Núñez Vela, nacido en Ávila en el siglo xvi, luterano militante, huyó de su tierra y se instaló en Lausana, donde fue profesor de filología clásica. Por último, está Fernando Tejeda, una de las figuras principales del protestantismo español del siglo xvii, que era de familia rica y fue agustino en un convento burgalés. En 1620 se fugó del convento para Inglaterra, donde se casó y tuvo dos hijas, Marta y María. Fue bien acogido por la corte inglesa y añadió un doctorado de Oxford al que traía de Salamanca. Se puede concluir, pues, que los cinco poetas heterónimos de José Emilio Pacheco tomaron sus nombres de la Historia de los heterodoxos españoles. Entre la fuentes que he consultado no he encontrado a nadie que lo presente de esta manera, a pesar de que el mismo Pacheco dejó una pista, según lo cuenta el Diccionario de seudónimos, anagramas, iniciales y otros alias: esto ocurrió en octubre-noviembre de 1966, en la revista Diálogos, donde juntó a los cinco en un texto titulado Historia y antología de los heterodoxos mexicanos. Claro que es una de esas pistas que nadie usó para buscar sus raíces comunes, pero que me sirve ahora como confirmación de mi enunciado: todos los nombres proceden del libro de Marcelino Menéndez y Pelayo. Dice Pacheco, además, que «los llamo heterodoxos porque de algún modo escribieron en las catacumbas, contra las fugaces normas, escuelas, atmósferas, gustos de la época... sus obras son, cómo negarlo, “distintas formas del fracaso”». Naturalmente, Pacheco mexicaniza sus heterodoxos con las biografías que les inventa. Pedro Núñez era un «envidioso de Díaz Mirón». Juan Pérez Pineda era «profesor de lógica, geografía e historia de México [...] y tuvo una facilidad para la versificación que dañó seriamente su impulso lírico». Daniel López Laguna era un modernista menor «muy influido
por Barba Jacob». Curioso: un poeta inventado por Pacheco con nombre de heterodoxo español resulta amigo de un modernista colombiano que nació con el nombre de Miguel Ángel Osorio y murió con el de otro personaje de la Historia de los heterodoxos españoles, Jacobo Barba, que pasaba por ser «igual a Jesucristo». Del quinteto de heterodoxos perviven dos incorporados a la poesía reunida de Pacheco. Comenta Juan Gustavo Cobo que estos dos sobrevivientes «dibujan con humor, con sarcasmo, con fastidio, el espacio de la comedia literaria» y hace una lista de sus temas: «la lucha generacional, la defenestración de las momias sagradas, el viru lento odio del joven de provincia contra esas aparentes glorias cap italinas, la risita o el sarcasmo de los bardos impacientes contra los bueyes fatigados que les obstruyen el paso». Uno de estos poetas es Fernando Tejada, nacido en Tulancingo, Hidalgo, en 1932, residente en Ciudad de México desde niño, médico especialista en circulación cerebral; sus poemas, dice Pacheco, permiten verso como «un continuador de Julián Hernández, a quien seguramente nunca leyó». Murió en Italia en 1959. El otro es Julián Hernández, nació en Saltillo, Coahuila, en 1893. Llegó a ser coronel a órdenes de Álvaro Obregón y estudió derecho. Cito a Pacheco: «cónsul en Londres (1929) fue separado del cargo por su dipsomanía. Su mal carácter lo enemistó con todos los grupos y generaciones literarias». Publicó muchos libros de derecho y de política. Traductor, autor de dos libros de poemas –según Pacheco–, fue retratado por Jusep Torres Campanals, un artista imaginado por Max Aub. Termino citando un brevísimo poema de Hernández que dice: Arte poética ii Escribe lo que quieras. Di lo que se te antoje: De todas formas vas a ser condenado. ULRIKA 59 |
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
Foto tomada de internet.
José Emilio Pacheco en
«la isla de Utopía» n POR MARGARITO CUÉLLAR
Hacer un retrato de José Emilio Pacheco requiere de cierta destreza. Los trazos se bifurcan. A veces dibujan al autor de Los elementos de la noche y No me preguntes cómo pasa el tiempo, libros que, si México tuviera memoria, serían piedra angular de la poesía mexicana. Otro trazo apunta a su presencia escurridiza, en apariencia nerviosa e insegura previo a enfrentarse a su público. Parecía un momento cruel la hora de responder por su obra ante los lectores. Y si es poco decir que JEP le devolvió a las palabras amistad y generosidad su verdadero valor, también lo es el hecho de que fue y sigue siendo un autor privilegiado y apapachado por su público. Pacheco ironiza el asedio, al que le tenía pavor. «Maestro, usted no me conoce, soy Fulana de Tal, mis padres me leían sus poemas en la cuna», imita la 34
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voz de una estudiante de secundaria empeñada en leerle poemas. Me lo dijo José Emilio, entre risas de angustia, mientras daba rodeos enormes para que olvidara la entrevista que pretendía hacerle. «Ya sabes que me aterran las entrevistas y que la modestia me impide hablar de mí mismo y de mi obra». En los breves encuentros que tuve con JEP lo vi aterrado ante la gente, las preguntas del público y los intrépidos que se lanzaban al ruedo y le mostraban sus textos. ¿Cómo dibujar a ese JEP que parecía aspirar a la invisibilidad? Los lectores que en la década de 1980 asistíamos con embeleso a las páginas de La sangre de Medusa (1958) nos asombraba la madurez literaria de su autor. Al menos yo, que lo adopté como maestro, creía, y sigo pensando, que La sangre de Medusa y No me preguntes cómo pasa el tiempo contenían los rasgos de una literatura que, alcance la forma de cuento, crónica, novela, poema, ensayo
MARGARITO CUÉLLAR
o aproximación literaria, es un llamado de atención al deterioro ético, al desastre ambiental y a la desmemoria, y el ideario de una visión pesimista y apocalípticamente esperanzadora. Pacheco tenía poco más de 20 años de publicar cuando dijo en un foro de escritores en París: «...si se hubiera dedicado a otra actividad, estaría tramitando su jubilación, su asilo de ancianos, su sepulcro». Lo dijo en tercera persona, como si fuera el relator de un extraño. Con la certeza de quien ha tenido «el pudor de no abusar de la primera persona» y la modestia de ser «el más viejo de los aprendices, decano de los principiantes»; el que «cada vez que emprende el más sencillo de los textos comienza de nuevo»; el que «desdeña la locura del éxito, la publicidad, el renombre y padece la demencia anacrónica de querer escribir bien». Pacheco es un autor que, pese a su obsesión por registrar un pesimismo siempre renovado, se reafirma en Oscar Wilde convencido de que «no vale la pena ningún mapa que no incluya la isla de Utopía». Otro trazo nos permite algunas constantes en su obra: la infancia y la adolescencia desde la fugacidad, el olvido, la nostalgia y el recuerdo como hilos conductores. El naufragio, la caída, la derrota y el holocausto, símbolos de un mundo decadente, y la fantasía como elemento integrador, sobre todo en sus cuentos. Presencia de humor fino y sarcástico. Reclamo al poder, a la corrupción, la depredación y la barbarie. Para decirlo en voz del Carlitos, el personaje de Las batallas en el desierto: «Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Ya a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia». Con Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis, JEP es la conciencia crítica
del fin del siglo xx. La devastación, la denuncia, la parodia y hasta la ridiculez de una nación son la médula de su obra. JEP fue un devorador de libros y del entorno urbano. «Desde niño he frecuentado la lectura de Quevedo y la música de Brahms. Mucho deben mis versos a la pintura de Rufino Tamayo [...] En el afán de encontrarme he transitado, en forma exigua, por muchos géneros literarios [...]», respondió a finales de la década de 1950 a una pregunta de Emmanuel Carballo. Cómo olvidar las ráfagas aforísticas de JEP durante un encuentro de escritores en Monterrey en abril de 1993. Compartimos algunas: El siglo xx puede ser el mejor o el peor de la historia, pero ha sido el más breve; empezó en 1914 y terminó en 1991. * El desastre mexicano de los 90: cierre de librerías, fin de las editoriales, paulatina desaparición del libro de bolsillo. * De las crisis ecológicas a los límites del apocalipsis, las fábricas de papel figuran entre las más contaminantes. * Por cada librería cerrada abren cinco videos. * ¿Se debe leer por obligación lo que en principio debería hacerse por placer? * La literatura, en el amplio sentido del término, es un gran misterio. * Volvemos a la era de los cuadernícolas. * No se puede ser autoritario para cancelar la imaginación de las generaciones futuras. * Las letras de rock hicieron legible la poesía.
EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
Insisto: hacer el retrato de José Emilio Pacheco es tarea imposible. Se escabulle entre la desmemoria de un país y la presencia ausente que se impone. Un martes de junio de 2009 recibí una llamada de JEP en la redacción de M Semanal en la Ciudad de México. Lo intentó días antes al hotel Virreyes, al celular, a la revista misma. Yo le había enviado dos mensajes por correo electrónico. En el primero daba mis coordenadas en la ciudad de México; en el segundo le comentaba que lo vi en el homenaje a Ramón Xirau en Bellas Artes, pero que mi timidez y el asedio de sus admiradores impidieron acercarme. Enzia Verduchi, entonces titular de Literatura del inba, traía cara de consternación porque a Pacheco no lo dejaban en paz. En ambos correos le comentaba que sería bueno que tuviera una charla con M Semanal. Que ya sé que pocas veces concede entrevistas y que su modestia le impide hablar de sí mismo y de su obra. Que no sería una entrevista más sino una charla sobre la Ciudad de México, su ciudad. Mientras me da instrucciones en detalle para llegar de a su casa de Reynosa 63, colonia Hipódromo Condesa, más me enreda; sobre todo porque las calles y los lugares que menciona me son desconocidos y mi cabeza no los registra, por más esfuerzo que hago. Foto: Charol Gualteros, Biblioteca J.G. Cobo Borda.
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—¿Cuál es la estación del Metro más cercana? –le pregunto. —Patriotismo. Sales hacia Chaperol, intenta cruzar Circuito Interior, lo cual es una verdadera hazaña. Me gustaría que nos viéramos en otro lugar, pero esta ciudad se vuelve cada vez más complicada –me dijo un tanto agitado. Me sigue explicando: Centro Cultural Bella Época, Tamaulipas, Salvador Alvarado, un edificio grande, Hospital San José de la Montaña, viernes 13 de febrero, para variar, 9 a. m. Alejandro González me hizo un plano en mi libreta un día antes. Ese día me desperté a las seis de la mañana. Nada comentamos en la charla-desayuno, yo llevaba diez preguntas en la manga de la camisa. Me habló de un libro de poemas que llevaba trabajando durante más de diez años: Como la lluvia. Bromeó con los comentarios de alguno de sus lectores: «Maestro, usted no me conoce, soy Fulana de tal, mis padres me leían sus poemas en la cuna». Esa vez mencionó también un poema recién publicado en una revista de Puerto Rico. —Estoy tan mal –dice sin dejar de reír– que mandé el pdf y le puse Bajo la lluvia, en vez de Como la lluvia. Es algo pavoroso.
RODOLFO RAMÍREZ SOTO
El silencio de la luna José Emilio Pacheco y sus relaciones con Colombia n POR RODOLFO RAMÍREZ SOTO
I El 20 de mayo de 1996 estaban en Bogotá, reunidos en la Casa de Poesía Silva, José Agustín Goytisolo, Eugenio Montejo, Darío Jaramillo Agudelo y María Mercedes Carranza. Rosario Ferré debía acompañarlos pero su salud no se lo permitió. Ante su ausencia debían deliberar y decidir entonces por rigurosa mayoría el libro ganador del «Premio de Poesía José Asunción Silva», cuyo fallo se haría público el 24 de mayo, día en que se conmemorarían los cien años de la muerte del poeta bogotano. El premio convocó a los mejores libros de poesía publicados entre 1990 y 1995. Poetas de 24 países respondieron al llamado y en definitiva 956 libros se pos-
tularon a este premio que llegó a ser considerado, así se puede leer en una nota realizada por la redacción del semanario Proceso de México, el más importante de América Latina. «Luego de un minucioso y ponderado trabajo de selección», tal como reza en el acta de premiación, el jurado «decidió otorgar por unanimidad el Premio al libro titulado El silencio de la luna, del poeta mexicano José Emilio Pacheco». De esta manera, grata y sorpresiva, se daba continuidad a cuarenta años de intensas e importantes relaciones entre el poeta y Colombia. La primera amistad que tuvo con un colombiano se dio a sus 18 años cuando Antonio Montaña –autor de La fauna social colombiana, entre varios otros libros de gran interés– tuvo que salir corriendo del país y exiliarse en México por andar pegando letreritos en
Portadas de distintas ediciones de El silencio de la luna. La del centro corresponde a la publicada por la Casa de Poesía Silva y la editorial Era con motivo del Premio Casa Silva de 1996.
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José Emilio Pacheco recorriendo las calles del barrio La Candelaria, en Bogotá, en 1996. Acá junto a la imagen de José Asunció Silva autoría del artista Jorge Olave. Foto: Revista Casa Silva.
las calles y componiendo coplas, que luego cantaba, en contra de la dictadura de Rojas Pinilla. Montaña, de 25 años por aquel entonces, se reunía con Pacheco y Fernando del Paso para participar de unas tertulias en las que el colombiano, cuenta en una entrevista José Emilio, terminaba recomendándoles lecturas a sus colegas mexicanos. En 1960, a sus 21 años, José Emilio Pacheco se conocerá con Álvaro Mutis, quien llegaba a México procedente de Bruselas y contaba ya con 37 años. En el adiós que se le hizo a Álvaro Mutis, el 24 de septiembre de 2013, Pacheco pronunciará unas palabras en las que cuenta cómo fue su relación: «Durante mucho tiempo fuimos muy amigos. Más [una relación de] amigo-discípulo. Nos invita-
ba a comer, porque éramos muy pobres, al poeta Francisco Cervantes, a Ignacio Solares y a mí. Fue una persona fundamental para mi vida. Yo lo considero un maestro». Esas visitas a Mutis ampliaron el vínculo con Colombia, de hecho será Mutis quien le presente la obra de Gabriel García Márquez al regalarle un ejemplar de La hojarasca. Dos cosas más pasarán en 1960 que siguen estrechando esta particular relación entre el poeta y nuestro país. Hará la presentación, en el Ateneo Español, del poeta colombiano Fernando Charry Lara, presentación en la que nace la amistad entre los dos poetas. Y todos los poemas de su primer libro Los elementos de la noche serán publicados por vez primera en la revista Nivel. La revista Nivel fue fundada en México por el poeta colombiano Germán Pardo García –quien en 1981 fuera postulado como aspirante al Premio Nobel de Literatura–, y en sus más de trescientos números, publicados entre 1959 y 1989, tuvieron cabida los más importantes intelectuales latinoamericanos. Pardo García morirá el 23 de agosto de 1991 en Ciudad de México, y trece días antes Pacheco escribía lo siguiente en un texto titulado «Conversación en Pornotopía»: Lilith: Nuestra época será definida como aquella en la que todo el mundo piensa en el sexo todo el tiempo, excepto durante el acto mismo, cuando la mente tiende a divagar. Caín: ¿Quién dijo eso? Lilith: Howard Nemerov. Un poeta que acaba de morir. Caín: En mi vida oí hablar de él. Lilith: Claro, los poetas son las otras víctimas del nuevo orden. Ya viste cómo terminó hace poco Gabriel Celaya que en su momento fue aclamado y célebre.
RODOLFO RAMÍREZ SOTO
Aquí más cerca, ¿qué se ha hecho para ayudar a don Germán Pardo García? Eduardo Camacho Suárez denunció hace ya varias semanas las condiciones intolerables en que don Germán agoniza en su departamento modestísimo. ¿Alguien se ha movido por él? Y durante cuántos años el poeta colombiano pagó de su dinero la revista Nivel para difundir y homenajear a cientos de escritores que hoy corresponden a su generosidad con la mayor ingratitud. Caín: Es que ya nadie lee poesía. Ni siquiera los poetas.
Siendo estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, y gracias al poeta Jaime García Terrés, José Emilio Pacheco empezó a trabajar como secretario de redacción de la prestigiosa Revista Universidad de México. Desempeñándose en este trabajo entra en contacto, debido a los intercambios de la revista, con la revista colombiana Mito. Del intercambio entre publicaciones se pasó a la correspondencia, y el cultivo de la amistad, con su director: Jorge Gaitán Durán. Esta relación epistolar dio lugar a una infausta anécdota; cuenta José Emilio Pacheco que, producto de los azares del correo, el 21 de junio de 1962 recibió en sus manos un ejemplar dedicado de Si mañana despierto, el último libro de Gaitán Durán, quien moriría precisamente ese mismo día en un accidente aéreo. Doce años después de haber conocido a Antonio Montaña, José Emilio Pacheco viaja, en 1969, por primera vez a la capital de Colombia. En una visita a la emblemática Librería Buchholz conocerá a Nicolás Suescún –quien por aquellos días dirigía la sede centro de la librería y se encargaba además de la dirección de la revista Eco, revista que trataba de recoger el legado dejado por Mito–, Suescún le presentará a su vez a Juan Gustavo Cobo Borda y este último se convertirá en, según palabras del propio Pacheco, «mi alimentador de libros colombianos». Desde aquel encuentro, y durante casi dos décadas, José Emilio colaborará periódicamente con la revista Eco. En 1980 el poeta decide hacer una recopilación de toda su obra poética publicada hasta el momento, la cual presentará bajo el título general de Tarde o temprano. En este primer compendio se reúnen los libros: Los elementos de la noche; El reposo del fuego;
No me preguntes cómo pasa el tiempo; Irás y no volverás; Islas a la deriva; Desde entonces y Aproximaciones –en 2009 se publicará la última edición, realizada en vida de José Emilio Pacheco, de Tarde o temprano. En ella se reúnen todos los poemarios que el poeta publicó entre 1958 y 2009, todos revisados y corregidos–. El 6 de mayo de 1988 su viejo amigo, a quien Pacheco presentó veintiocho años atrás en el Ateneo Español, será el poeta encargado de dar a conocer al público colombiano, en la Casa de Poesía Silva, esta primera versión de Tarde o temprano. En las palabras de introducción a la primera lectura de poemas de José Emilio Pacheco en Colombia, Fernando Charry Lara dirá que el proyecto nace debido a que Pacheco «No se resignó cómodamente a la idea de que la página terminada no debe ser vuelta a tocar jamás. Lejos de aceptar la posibilidad de que existe alguna vez un “texto definitivo”, ha dicho: “mientras viva seguiré corrigiéndome”».
PACHECO «NO SE RESIGNÓ CÓMODAMENTE A LA IDEA DE QUE LA PÁGINA TERMINADA NO DEBE SER VUELTA A TOCAR JAMÁS. LEJOS DE ACEPTAR LA POSIBILIDAD DE QUE EXISTE ALGUNA VEZ UN “TEXTO DEFINITIVO”, HA DICHO: “MIENTRAS VIVA SEGUIRÉ CORRIGIÉNDOME”». En esta nueva visita a Bogotá, José Emilio, además de compartir sus poemas, conocerá a María Mercedes Carranza y conocerá también, en detalle, el modelo y manera de operar de la Casa de Poesía Silva. «Volví a México con deseos de hacer algo parecido. Di una batalla para que la casa de López Velarde se convirtiera en una como la de Silva». Cuatro años después, en 1992, tras la propuesta de Pacheco y por iniciativa de Alejandro Aura, director del Instituto de Cultura de Ciudad de México, se funda y empieza a operar la Casa del Poeta Ramón López Velarde bajo la dirección del poeta David Huerta, hijo del gran poeta mexicano Efraín Huerta. La siguiente visita de José Emilio Pacheco a Bogotá es en 1996. Viene para recibir, el jueves 30 de mayo en la Casa de Poesía Silva, el «Premio de Poesía José Asunción Silva». Se completan así cuarenta años de su primer contacto con Colombia. ULRIKA 59 |
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«Con ningún otro país latinoamericano he tenido relación tan larga, con tantas generaciones de poetas, narradores y ensayistas. Para mi actividad han sido claves los colombianos».
II El silencio de la luna fue publicado en México por Ediciones Era en 1994. Tras el premio, Ediciones Era y la Casa de Poesía Silva adelantaron en conjunto el proceso editorial de la segunda edición del libro, que constó de dos mil ejemplares. Al día de hoy, contando ediciones y reimpresiones de la obra –donde se destacan dos realizadas en España por la prestigiosa Editorial Pre-textos en 2002 y 2009–, se han impreso aproximadamente más de diez mil ejemplares del libro, lo que resulta ser una cantidad admirable si tenemos en cuenta que hablamos de un libro de poesía y de un autor contemporáneo. Datos que parecen dar la razón a lo expresado por Darío Jaramillo Agudelo cuando escribió, en la contratapa del libro, que el «premio Silva es el reconocimiento a un clásico de nuestra época”. El libro está dedicado a doña Carmen Berny Abreu, madre del poeta, y en sus 175 páginas reúne poemas escritos entre 1985 y 1993. Los poemas se presentan divididos en cuatro partes: “Ley de ex-
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tranjería”, “A largo plazo”, “Sobre las olas” y “Circo de noche”. En su momento el libro sorprendió por la variedad de recursos que en él se integran, lo que generó cierto recelo entre sus reseñistas en Colombia dada la importancia, y el monto, del premio con el que había sido distinguido. Por ejemplo, Víctor López Rache en una reseña tibia, de esas que dicen lo uno pero también lo otro –publicada en el Magazín Dominical Nº 721, en marzo de 1997—, trae a colación la décima estrofa del poema con el que inicia la segunda parte del libro para decir que: «Al leer versos de esta clase, se podría alegar descuido con la imagen, la palabra, el ritmo; pero quizá sea el estilo conveniente para poetizar el fax, la pulga, los utensilios domésticos, en fin, las preocupaciones del hombre actual con su entorno». Como él no puede, o no quiere, comprometerse con una decisión respecto del libro, la deja entonces en manos del porvenir y finaliza su reseña diciendo que el «futuro dirá si El silencio de la luna fue la emoción discreta de un poeta reconocido por su tiempo, o un libro clásico que recogió experiencias de ciudades, épocas y culturas». De otro lado Carlos Sánchez Lozano, en una reseña que, esta sí, da gusto leer por lo precisa y la puesta en contexto que hace del libro dentro de la obra del poeta –publicada en El Malpensante Nº 3, de marzo-abril de 1997–, le critica al libro cuatro puntos que lo caracterizan: «el abuso del Yo lírico, el prosaísmo y la pérdida del elemento rítmico, el intertextualismo recurrente y la ausencia de la ambigüedad poética». Elementos que utiliza para dar fe de su afirmación al respecto del libro: «es decepcionante, y cuando Pacheco dijo en algún lado que todo libro de poesía es un fracaso nuevo, entendemos su anotación». Los ejemplos citados muestran los límites extremos que fijan una postura general en la que se mueven las reseñas sobre El silencio de la luna que se escribieron en Colombia: la del escepticismo y puesta en duda de la calidad del libro. Pero, ¿qué fue lo que decepcionó tanto a los reseñistas? Básicamente que no encontraron, por lo menos no con la constancia que ellos querían, esa poesía considerada culta fundada más que nada en los recursos estilísticos y llena de alusiones a personajes o leyendas de la
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La poeta María Mercedes Carranza, directora de la Casa de Poesía Silva, presenta al poeta José Emilio Pacheco con ocasión de la lectura de poemas por el premio que le fue otorgado en 1996. Foto: Revista Casa Silva.
mitología clásica. La poesía, en últimas, que siempre nos ha gustado a los colombianos. La que se apega al canon. «Uno ve lo que quiere ver», así dice la sabiduría popular, y como los reseñistas no encontraron lo que estaban buscando entonces no se preocuparon por entender lo que habían encontrado. No lo vieron. Y lo que se encuentra en El silencio de la luna es algo que desde siempre ha sido notorio en la poesía de José Emilio Pacheco, y que se concreta en su ejercicio de recopilación de Tarde o temprano, el deseo consciente por alejarse de una poesía rígida, divorciada del lenguaje cotidiano y enfocada en personajes que no resultan cercanos a nosotros hoy en día. Para hacer efectivo este alejamiento, Pacheco trabaja constantemente –y vuelve una y otra vez a sus libros para hacer los ajustes del caso– en la elaboración de una poesía en la que no es clara la división entre verso y prosa y más bien busca encontrar la que sería, como se lee en un ensayo suyo titulado justamente así, “La poética y la poesía del prosaísmo”. Así entonces los puntos que Sánchez Lozano señala como debilidades del libro son justamente los que sustentan la nueva
poética en la que trabaja José Emilio. Pasemos a revisarlos: 1. «el abuso del Yo lírico»: el señor Carlos Sánchez considera un abuso el reiterado uso de un sujeto ficticio, que emplea la primera persona gramatical, porque lo malentiende como la voz del propio poeta remitiéndonos a sus experiencias particulares que no llegan a ser universales. No obstante, resulta evidente en el libro que pocos son los poemas en los que habla el poeta y muchos más los textos poéticos en los que este crea un personaje que le da voz a un ser abatido, o radical, o simplemente a una reflexión, con la clara intención de que sea el lector, al apropiarse del texto, quien termine meditando y tomando una decisión al respecto de lo leído. Solo así podemos entender un poema como “Obediencia debida”: Dispare, me dijeron. Obedecí. Siempre he sido obediente. Por obediencia conquisté un alto rango. ULRIKA 59 |
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Es una inmensa dicha hacer fuego. Desde luego lo siento por los caídos. No soy un hombre bueno ni un hombre malo. Me limito a cumplir las órdenes. Pienso que es por el bien de todos.
Salvo que tercamente alguien quiera pensar que fue José Emilio Pacheco quien efectivamente disparó tras la orden, lo que el texto nos presenta es un personaje ficticio que actuó de una manera determinada ante una situación particular común a nuestros tiempos. Y nos traspasa una serie de preguntas: ¿estamos de acuerdo con la manera de tal proceder?, ¿haríamos nosotros lo mismo?, etcétera. Planteamientos que hacen que sea el lector quien dé término al texto poético tras contestarse los interrogantes que el poema despertó en él. De allí que sea tan importante en la poética de Pacheco el empleo de este recurso. Un hombre ancestral, de los que no podían hablar, es quien habla en “Prehistoria”; un lobo, no José Emilio, el que lo hace “En la república de los lobos”; y en general en los textos de El silencio de la luna aparecen varias personificaciones de seres humanos reflexionando, o haciéndonos ver de manera nueva, eventos y objetos que son cotidianos a todos nosotros, como en “Anversidad”, donde el pretexto para la reflexión será una simple moneda. 2. «el prosaísmo y la pérdida del elemento rítmico»: como ya lo mencioné anteriormente, esta característica en la poesía de Pacheco se debe a su búsqueda personal de poner la musicalidad del verso en función del tono coloquial de una conversación. Lo que no le hace perder el elemento rítmico sino que le da una nueva manera de sonar a sus poemas, una más cercana a nosotros quizá, y al uso que hace del lenguaje en los mismos. En el siguiente fragmento del poema titulado “Las jaulas” se puede apreciar lo enunciado: La inmensa paradoja es que se ha hecho justicia: a nadie en el reparto de los males se le negó su rebanada. 42
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La musicalidad de los versos se sustenta en la repetición de la letra a en cada uno de ellos. Pero su música pasa a un segundo plano porque le ponemos más atención a lo que el personaje nos está diciendo directamente a nosotros. Sin embargo, podemos hacer el siguiente ejercicio para resaltarla: La _____sa para__ja __ ___ __ ha ____ ____cia: a na___ __ __ __par__ __ ___ ma___ __ __ ____ __ __banada.
Al resaltar así los enlaces sonoros notamos claramente la rima interna del primer verso y la asonante entre el primero y el tercero. Música entonces sí tiene esta poesía, pero toda ella está en función del contenido de los poemas. 3. «el intertextualismo recurrente»: teniendo en cuenta que el libro lo conforman más de cien poemas, resulta curioso que se le llame recurrente al hecho de que ocho resulten ser poemas glosados, y tres o cuatro más hagan alusión a personajes, o textos, históricos o literarios. Una cantidad tan reducida más parece una particularidad del libro que una recurrencia. Un guiño del autor al lector para recordarle que los poemas no son dictados por musas sino constructos del lenguaje que pueden nacer en el Libro primero de los reyes; la nota de un diario como Excélsior; en la Patrología Latina; en el Diccionario de uso del español de la señora María Moliner; en The Random House Dictionary; en la Guía de la Ciudad de México o en las palabras del sermón pronunciado por el padre Antonio Olivera el 2 de noviembre de 1691 en Ciudad de México. La poesía está en todas partes y cualquiera de nosotros es capaz de reconocerla en el más inesperado de los lugares, parece que eso dijera Pacheco con esta señal. 4. «la ausencia de la ambigüedad poética»: finalmente se le reclama al libro el tratamiento directo de sus temas. En los anteriores ítems he mostrado cómo la construcción de personajes y la musicalidad envuelta en la cotidianidad del
RODOLFO RAMÍREZ SOTO
lenguaje dan fe del tratamiento poético, y no directo, de sus asuntos. Ahora bien, la cuarta parte del libro: “Circo de noche”, es en la que se revela con más nitidez este tratamiento pues precisamente el circo se convertirá aquí en la gran metáfora de nuestra sociedad y nosotros, los lectores, nos vemos así obligados a convertirnos en alguno de los personajes que actúan en el circo o en parte del público que asiste a observar la función. Todo depende del papel que reconozcamos que desempeñamos en este ordenamiento social que Pacheco critica acá tajantemente. Así pues, cuando en esta parte final del libro leemos el poema “Las pulgas”, Pacheco no se refiere al insecto con imágenes descuidadas ni tampoco lo está poetizando per se –cosa que López Rache nos dice que podríamos alegarle o admirarle al texto– sino que lo emplea para establecer el símil con el ser humano: «aquí en esta prisión los divertimos / con nuestro desempeño casi humano». Una comparación que le permite miniaturizar a los seres humanos y observarlos tras un «vidrio de aumento» para verlos desvivirse por complacer por un instante a “El Gran Entrenador” y aun así terminar aplastados pues «Las Pulgas no contamos ante El Señor”. Torpe resulta entonces, por decir lo menos, que se le reclame al libro ausencia de ambigüedad poética. Por último, quisiera resaltar una particularidad del libro que se hace notoria veintitrés años después de su primera publicación y que lo emparenta con los grandes libros clásicos: su condición de atemporalidad. Hoy en día poemas como “Limpieza étnica”
adquieren una inusitada intensidad debido al contexto histórico que los rodea: Dijimos: nunca más. Y ahora, monstruosa, Se repite la historia.
Un texto como “El ilusionista”, donde un viejo mago se aferra a su puesto porque no quiere perder el poder y termina siendo echado a patadas para ser reemplazado por un joven mago que al conocer el poder no quiere ya perder su puesto, describe perfectamente la situación política que hoy en día atraviesan varias naciones vecinas a Colombia. Y Colombia misma, por supuesto, pero quizá sea en “Armisticio” donde hoy en día nos caiga el agrio guante a los colombianos, pues en él leemos al respecto de dos grupos que, tras haber combatido mucho tiempo, firman la paz. Lamentablemente al llegar a casa los excombatientes de los dos bandos van a descubrir que ahora es la sociedad civil quien no les da cabida y no quiere saber de ellos: Todo nos separa. Ya no tenemos de qué hablar. Donde hubo afecto hay resentimiento, rabia donde existió la gratitud. Los mismos a quienes creímos conocer de toda la vida se han vuelto extraños. Qué desprecio en sus ojos y cuánto odio en sus caras. Los nuestros son los otros ahora. Cambia de nombre el enemigo. El campo de batalla se traslada.
En fin, El silencio de la luna es uno de esos buenos libros que cada vez que uno lo lee nuevas cosas tiene para decir. Si lo ve por ahí no pierda la oportunidad de leerlo. ULRIKA 59 |
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Los Zoemas Humanos de José Emilio Pacheco n POR JOSÉ ÁNGEL LEYVA
En esta página, portada de la revista Alforja 38, con foto de Laura Emilia, hija del poeta. En la siguiente página, José Emilio Pacheco por el fotógrafo Pascual Borzelli.
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En la portada de la ya extinta revista de poesía Alforja aparece José Emilio Pacheco con un gato en cuyo pelaje profuso se hunden sus manos y la mirada de ambos, del escritor y su mascota, se mimetizan ante la lente de su hija Laura Emilia, autora del retrato. Esa imagen del escritor se nos revela, y nos evidencia, la clave de muchos de sus poemas zoológicos. Sus versos devuelven al hombre a su condición animal y a la fauna le otorga un carácter humano, destacando rasgos etológicos, inherentes al hombre. La civilización es para José Emilio poeta un hecho que no trasciende al animal, ignorante de su finitud, de su insignificancia, al tiempo que representa un milagro de la Naturaleza. De muchas maneras, en la mirada del poeta aparece el animal político, el animal de palabras, el animal urbano, el animal de carroña y aquel predador de sí mismo, traidor de sus orígenes. En la mirada del poeta hay severidad y escrutinio, inteligencia; en su rostro asoma un gesto adusto, cierta ironía propia de quien sabe evitar el exabrupto y resolver la situación con gracia. El gato y su amo nos miran desde un plano interior. Son ellos, iluminados, enmarcados
de sombras, quienes parecen contemplar e inquirir al mismo tiempo a sus espectadores. Varias veces visitamos, los directivos de esa revista, a José Emilio en su casa, y salimos con él a comer al centro de la ciudad. Su memoria es de esos portentos que se combinan con el talento y la disciplina, con la curiosidad y la malicia literaria. Él es un hueco enorme en esos cuatro volúmenes de entrevistas de Versoconverso y Versos comunicantes (poetas entrevistan a poetas). En repetidas ocasiones intenté en vano entrevistarlo. Siempre me exponía sus razones. Incluso cuando le concedió una entrevista a una periodista chilena, cuando el gobierno de Chile le otorgó el premio Pablo Neruda. En realidad, me decía, «fue una situación ineludible, ella me hacía preguntas y yo me vi obligado a contestar por cortesía y educación. Pero no me gusta verme retratado en esos ejercicios orales en los que no estoy convencido de ser el yo que pretendo cultivar en mi escritura». En verdad se sentía mal de no aceptar mi solicitud, incluso cuando le señalaba la paradoja de ser el compañero de una de las más grandes entrevistadoras de México, Cristina Pacheco. Él reía y buscaba otra excusa. Me llamó un par de veces para hablarme de lo que él pensaba sobre las
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entrevistas. En una ocasión estuvimos, sin exagerar, cerca de una hora al teléfono, entre disculpas reiteradas y su tentación de ceder. Yo comencé a interrogarlo sobre su poesía, su trabajo narrativo, su labor ensayística, su columna en Proceso, que por entonces afirmaba ya había abandonado, y luego retomaría. De pronto le dije: —José Emilio, ¿te das cuentas de que ya te entrevisté y has respondido con elocuencia? —Sí –me dijo–, pero he contestado consciente de que he cumplido tu deseo, pero no saldrá de nosotros. A nadie le importa lo que yo piense de mi trabajo y mi proceso creativo. En realidad a mí lo que me preocupa no es tanto lo que escribo sino lo que leo, y más aún, lo que me falta por leer. –Era la respuesta de la última pregunta que deseaba hacer. La fotografía de la portada de Alforja me la había entregado el propio José Emilio. Cuando se publicó el número especial, descubrí con terror que la diseñadora me había adjudicado la autoría de dicha foto. Pusimos fe de errata, pero el daño estaba hecho. Tiempo después, con esa imagen viva en la memoria, propuse una antología temática a Antonio Cisneros. Lo comenté con Juan Manuel Roca y emprendimos la tarea. Roca escribió el prólogo y yo organicé el animalario lírico de Cisneros. Luego de un intercambio de propuestas quedó el título: A cada quien su animal, paráfrasis de un verso del poeta peruano. Pero en el fondo, partía yo de la idea que me había provocado la fauna poética de José Emilio. Si en Cisneros el mundo animal ocupa buena parte de su imaginario, en José Emilio hay una clara conciencia de ese vínculo, metonimia de la bestialidad civilizatoria. La lucha de lo transitorio contra la permanencia, la banalidad que intenta someter al pensamiento, las megaurbes como amenazas de implosión de los ecosistemas, son ejes temáticos en su extensa obra lírica, retratados en sus poemas epigramáticos o en los poemas a manera de fábulas audaces donde es común ver el juego de la transmutación hombreanimal, animal-hombre. En el prólogo de La fábula del tiempo, el antólogo, Jorge Fernández Granados, destaca: «Tal vez José Emilio Pacheco es en esencia un gran fabulista. En su poesía los objetos, las personas, las plantas y, sobre todo, los animales operan
con frecuencia como ejemplos de la reflexión ante la cual habrá una conclusión de conducta o moraleja [...] Particularmente en los poemas de la serie “Circo de noche” [...] algo recuerda a las Pinturas negras de Francisco de Goya o los dibujos de José Guadalupe Posada, una extrema parodia de la sociedad humana. El espejo de la historia nos devuelve una fábula negra». La lucidez de Pacheco estriba en la sencillez, en el trazo diestro del calígrafo que sin soltar el pincel, de una sola línea, resuelve su propósito, lo dota de un gesto mordaz, casi escéptico, como en su “Poética I”: «Tenemos una sola cosa que describir: este mundo». Menuda tarea la del poeta que, como el resto de los mortales, ignora su origen y su después. «Escribe lo que quieras. / Di lo que se te antoje: / de todas formas vas a ser condenado». (“Arte poética II”). En esa entrevista que nunca grabé ni publiqué, y en gran medida olvidé, recuerdo que hablamos de muchos de sus poemas o zoemas, de cerdos, del erizo, el caracol, los murciélagos, “Prehistoria”, pájaros, cocuyos, lobos, arañas, tigres, halcón, langostas, gatos, mosquitos, pero hubo uno del que no pregunté y, como afirma Marco Antonio Campos, resume el humor y la ironía de ese bestiario implícito, “Envidiosos”: «Levantas una piedra / y los encuentras: / ahítos de humedad, / pululando».
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
Poemas de José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939-2014)
De algún tiempo a esta parte What can I hold you with? Jorge Luis Borges, «Two English Poems»
5 De algún tiempo a esta parte las cosas tienen para ti el sabor acre de lo que muere y de lo que comienza. Áspero triunfo de tu misma derrota, viviste cada día en la madeja de la irrealidad. El año enfermo te dejó en rehenes algunas fechas que te cercan y humillan, algunas horas que no volverán pero viven en confusión en la memoria. Empezaste a morir y a darte cuenta de que el misterio no va a extenuarse nunca. El despertar es un bosque donde se recupera lo perdido y se destruye lo ganado. Y el día futuro, una miseria que te encuentra a solas con tus pobres palabras. Mírate extraño y solo, de algún tiempo a esta parte.
Aceleración de la historia Escribo unas palabras y al minuto ya dicen otra cosa, significan una intención distinta, se hacen dóciles al Carbono catorce: Criptogramas de un pueblo remotísimo que busca la escritura en tinieblas.
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No me preguntes cómo pasa el tiempo En el polvo del mundo se pierden ya mis huellas; me alejo sin cesar. No me preguntes cómo pasa el tiempo. Li Kiu Ling, traducido por Marcela de Juan
Al lugar que fue nuestro llega el invierno y cruzan por el aire las bandadas que emigran. Después renacerá la primavera, revivirán las flores que sembraste. Pero en cambio nosotros ya nunca más veremos la casa entre la niebla.
«Those were the days» Como una canción que cada vez se escucha menos y en menos estaciones y lugares; como un modelo apenas atrasado que tan sólo se encuentra en cementerios de automóviles, nuestros mejores días han pasado de moda. Y ahora son escarnio del bazar, comidilla del polvo en cualquier sótano.
Dificultades para decir la verdad Practican el amor debidamente. Hacen versos de fuego y los envían a sus destinatarias del convento. Y cuando el Santo Oficio los sorprende hablan de la levitación y la Unión Mística entre Cristo y la Iglesia.
POEMAS DE JOSÉ EMILIO PACHECO
Legítima defensa
Contraelegía
6 (Sabor de época)
Mi único tema es lo que ya no está. Sólo parezco hablar de lo perdido. Mi punzante estribillo es nunca más. Y sin embargo amo este cambio perpetuo, este variar segundo tras segundo, porque sin él lo que llamamos vida sería de piedra.
Todo poema es un ser vivo: envejece. 7 (A los poetas que vendrán) Hay que ser implacables. (No tengan, pues, clemencia con mis errores.) Nuestra debilidad les dará fuerza y acertarán en donde fracasamos. Pero una vez borrados (si nos recuerdan) ojalá piensen en que la perfección es para siempre ajena a todo intento humano.
A quien pueda interesar Otros hagan aún el gran poema, los libros unitarios, las rotundas obras que sean espejo de armonía. A mí solo me importa el testimonio del momento inasible, las palabras que dicta en su fluir el tiempo en vuelo. La poesía anhelada es como un diario en donde no hay proyecto ni medida.
Los amores (Estudio y profanación de Pierre Ronsard) Escrito con tinta roja 2 ¿Qué harás todos los días desde que no te veo? 7 Al dejarme creíste ganar algo, muchacha. Ahora, pasado el tiempo, hablas de mí con otro. Dices que sólo valgo cuando empaño la blancura insondable de una página. Y crees que la poesía va a preservar mi nombre. Te agradezco esa última, esa inútil manera de quererme. Te equivocas (lo digo sin dolor y sin desprecio a nada): mis versos vivirán menos que tu belleza.
La poesía es la sombra de la memoria pero será materia del olvido. No la estela erigida en la honda selva para durar entres sus corrupciones, sino la hierba que estremece el prado por un instante y luego es brizna, polvo, menos que nada ante el eterno viento.
Caverna Es verdad que los muertos tampoco duran. Ni siquiera la muerte permanece. Todo vuelve a ser polvo. Pero esta cueva preservó su entierro. Aquí están alineados, cada uno con su ofrenda, los huesos dueños de una historia secreta. ULRIKA 59 |
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
Aquí sabemos a qué sabe la muerte. Aquí sabemos lo que sabe la muerte. La piedra le dio vida a esta muerte. La piedra se hizo lava de muerte.
sobrevivir a lo que unidos fuimos. Y desde entonces la eternidad me dio un gastado vocabulario muy breve: «ausencia», «olvido», «desamor», «lejanía». Y nunca más, nunca más, nunca, nunca.
Todo está muerto. En esta cueva ni siquiera vive la muerte.
Obra maestra «Los demasiados libros» A cambio de las horas que no regresan se acumulan los libros, cajas de sueños, esperanzas, cóleras que (es muy probable) no leeremos nunca. Por todas partes libros en desorden, objetos de ansiedad, mudo reproche de no haberlos abierto. Miedo a morirse sin hojearlos siquiera. Con qué cinismo, con cuánta desvergüenza o qué locura, después de todo esto nos ponemos a escribir otro libro.
Desde entonces Hubo una edad (siglos atrás, nadie lo recuerda) en que estuvimos juntos meses enteros, desde el amanecer hasta la medianoche. Hablamos todo lo que había que hablar. Hicimos todo lo que había que hacer. Nos llenamos de plenitudes y fracasos. En poco tiempo incineramos los contados días. Se hizo imposible
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Cuántos adjetivos podría acumular mi orgullo ante la obra maestra recién salida de mis manos: tersa irisada plena perfecta incomparable, avanza por el aire hasta chocar con invisibles arrecifes y hacerse añicos de nada. Tal es la historia crítica, el génesis y el apocalipsis de la pompa de jabón que, tras varias décadas de intento y error, fue mi única e irrepetible obra maestra.
Jardín de niños 11 Si nada sobra, nada falta: hay comida, tienes un lecho, ropa limpia, cuadernos de dibujo, libros, juguetes. Por un azar incomprensible te tocó en suerte nacer del otro lado de la muralla, en los márgenes. Pero de cualquier modo no te baña la lluvia, no sufres de hambre, cuando te enfermas hay un médico; eres querido y te esperaron en el mundo. Son muchos los privilegios que te cercan y das por descontados. Sería imposible pensar que otros no los tienen. Y un día te sale al paso la miseria. La observas y no puedes creer que existan niños sin pan, sin ropa, sin cuadernos, sin padre. Te vuelves y preguntas por qué hay pobres. Descubres que está mal hecho el mundo.
POEMAS DE JOSÉ EMILIO PACHECO
Las ruinas de México (Elegía del retorno) I 10 Sólo cuando nos falta se aprecia el aire, cuando quedamos como el pez atrapados en la red de la asfixia. No hay agujeros para volver al mar que era el oxígeno en que nos desplazamos y fuimos libres. El doble peso del horror y el terror nos ha puesto fuera del agua de la vida. Sólo en el confinamiento entendemos que vivir es tener espacio. Hubo un tiempo feliz en que podíamos movernos, salir, entrar y ponernos de pie o sentarnos. Ahora todo cayó. Ha cerrado el mundo sus accesos y ventanas. Hoy entendemos lo que significa una expresión terrible: sepultados en vida. III 10 Las fotos más terribles de la catástrofe no son fotos de muertos. Hemos visto ya demasiadas. Éste es el siglo de los muertos. Nunca hubo tantos muertos sobre la tierra. ¿Qué es un periódico sino un recuento de muertos y objetos de consumo para gastar la vida y el dinero y ocultarnos tras ellos contra la omnipotencia de la muerte? No: las fotos más atroces de la catástrofe son esos cuadros en color donde aparecen muñecas indiferentes o sonrientes, sin mengua, sin tacha, entre las ruinas que aún oprimen los cadáveres de sus dueñas, la frágil vida de la carne que como hierba ya fue cortada.
Acompañaron, consolaron, representaron la dicha de aquellas niñas que intolerablemente nacieron para ver desplomarse su futuro en el fragor de este fin de mundo.
Lamentaciones «Yo» con mayúscula
En inglés «yo», es decir «I», se escribe siempre con mayúscula. En español la lleva pero invisible. «Yo» por delante y las demás personas del verbo disminuidas siempre. Por eso qué presunción decirle al mundo: «Yo soy poeta.» Falso: «yo» no soy nada. Soy el que canta el cuento de la tribu y como «yo» hay muchísimos. Ocupamos el puesto en el mercado que dejó el saltimbanqui muerto. Y pronto nos iremos y otros vendrán como su «yo» por delante.
Retorno a Sísifo Rodó la piedra y otra vez como antes la empujaré, la empujaré cuestarriba para verla rodar de nuevo. Comienza la batalla que he librado mil veces contra la piedra y Sísifo y mí mismo. Piedra que nunca te detendrás en la cima: te doy las gracias por rodar cuestabajo. Sin este drama inútil sería inútil la vida.
Invulnerabilidad de los plásticos que en este caso tuvieron nombre y existencia de alguna forma. ULRIKA 59 |
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EL LEGADO POETICO DE JOSÉ EMILIO PACHECO EN IBEROAMÉRICA
Horas contadas ¿Veis a la mosca horrenda? Alabadla. Antes de ser mosca fue el gusano que alimentó a un cadáver. Sin ella, sin su labor que roe todas las vanidades, la tierra sería un inmenso pudridero, agobiado por la carroña de quienes nos hanprecedido. Padre Antonio Olivera, sermón del 2 de noviembre de 1691 en la Ciudad de México
Es la mosca que acaba de nacer. El huevecillo de donde salió tiene historia y estirpe. Lo abandonó su madre en la cripta imperial. Antes de convertirse en mosca anónima fue el gusano que devoró los párpados del rey y el sexo inaccesible de la joven princesa. Así pues, en la cuna bebió la tradición. Su cuerpo está forjado por esa herencia impecable. Tiene veinticuatro horas para vivir su existencia entera. Siente el poder inmenso de volar. Deja la sombra, su dominio es el aire. Lucha con otras moscas por su trocito de mierda. Obtiene la victoria. Saborea su alimento. Busca a la hembra más bella de su enjambre fugaz. La sigue y la corteja con el vibrar de sus alas. Qué hondo placer la unión de sus dos cuerpo en la letrina sagrada. Ella parte al encuentro de algún cadáver. Han cumplido con el deber de perpetuar la existencia absurda. Y ahora él se enfrenta a la profusión de venenos, el matamoscas y la cinta engomada, los infiernos humanos de su especie. Se ha salvado y no importa porque se acerca su plazo. Y va a morir. Está muriéndose. Cae en el río de la muerte que se lleva consigo a las generaciones de las moscas. Veinticuatro horas. Una guerra. Un amor. Miles de huevecillos que serán moscas, efímeras y eternas como sus padres. 50
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Y él se pregunta al terminar su siglo y su ciclo: —De verdad ¿eso fue todo?
La aguja Sólo la forma del huevo iguala en perfección a la anatomía de la aguja esbelta y redonda. Herramienta leve, inhallable en un pajar o en el caos doméstico. Tan femenina como fálica, hermafrodita, andrógina, unisex, polimorfa en su diseño aerodinámico. La aguja servicial puede ser amnistiada de su delito irremediable. Su enemigo, el dedal, posee un sistema de huecos para atajar las embestidas, aunque no siempre salva. Cuando se harta de su mansedumbre la aguja es como la ardilla libre que convierte el rencor en dentelladas contra la adoración que le tenemos. También la aguja muerde aquella mano que le da de comer. La hace temible la creencia de que si penetra una vena se deja ir por la corriente sanguínea, va directo hasta el corazón y habla a la tejedora que está jugando con el hilo precario de nuestra vida.
Cosas A la memoria de José Donoso
Ternura de los objetos mudos que se irán. Me acompañaron cuatro meses o cincuenta años y no volveré a verlos.
POEMAS DE JOSÉ EMILIO PACHECO
Se encaminan al basurero en que se anularán como sombras. Nadie nunca podrá rehacer los momentos que han zozobrado. El taco de los días sobre las cosas, la corriente feroz en la superficie en donde el polvo dice: «Nada más yo estoy aquí para siempre.»
En la calma chicha reverberación del ojo por ojo al acecho, cuerpo deforme del resentimiento, cuervo posado en la rama del ciprés funerario, esperando el cruel instante feliz en que estaremos a mano.
Contra Harold Bloom Ritos funerarios Le dice al muerto lo que siempre se dice: «Amigo, hermano mío, te adelantaste. Nos reuniremos muy pronto. Y te juro que no voy a olvidarte.» Pero él lo observa desde el ataúd. Sabe que por muy breve tiempo fueron amigos. Poco después se odiaron como se odian, desde Caín y Abel, todos los hermanos.
Al doctor Harold Bloom lamento decirle que repudio lo que él llamó «la ansiedad de las influencias». Yo no quiero matar a López Velarde ni a Gorostiza ni a Paz ni a Sabines. Por el contrario, no podría escribir ni sabría qué hacer en el caso imposible de que no existieran Zozobra, Muerte sin fin, Piedra de Sol, Recuento de poemas.
La mayoría de edad Sabe que a su pesar lo regocija no usurparle el sitio de honor en esta ceremonia de la fugacidad compartida. Sabe que nunca habrán de verse en el otro mundo (no hay otro mundo). Y que al salir del entierro no volverá a pensar en él hasta que le toque ser a su vez objeto de un culto fugaz en que siempre se dice lo de siempre.
La mayoría de edad No se alcanza por fecha de nacimiento Ni consta en los archivos oficiales. Nos graduamos de adultos nada más Cuando alguien nos deja. En plena juventud llega de pronto El sabor de la muerte.
El árbol del rencor
Despedida
Vigilo el crecimiento del rencor como quien cuida un bonsái que se muere si uno lo deja solo un solo día.
Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco. Pero en manera alguna pido perdón o indulgencia: Eso me pasa por intentar lo imposible.
Mi arbolito de furia, mi guillotina sin sangre, el altar a la mala persona que somos todos. ULRIKA 59 |
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FABIO JURADO VALENCIA: DECANO DE LAS IX JORNADAS UNIVERSITARIAS DE POESÍA
Fabio Jurado Valencia Decano de las I X Jornadas Universitarias de Poesía «Ciudad de Bogotá»
Foto tomada de internet.
n POR LUZ MARY GIRALDO
Tuve la oportunidad de conocer a Fabio Jurado a mediados de la década de 1980, cuando recién llegado de México, después de concluir sus primeros estudios de posgrado en la Universidad Nacional Autónoma de México, el padre Marino Troncoso S. J. lo vinculara como profesor de la maestría en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana. Escasamente nos cruzábamos en los corredores universitarios, pero sabía de su calidad humana y docente, pues no había estudiante que además de elogiar su claridad conceptual no reconociera su calidad humana y sus conocimientos. Poco después coincidimos como profesores del Departamento de Literatura de 52
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la Universidad Nacional de Colombia y por años compartimos oficina, alumnos, reuniones académicas y sociales. Por esa cercanía de tanto tiempo, sé de su entrega a la docencia y la investigación; sé de su amistad y solidaridad. No lo concibo sin estar pendiente de un proyecto, de una investigación, de la divulgación de unos autores colombianos o extranjeros –especialmente mexicanos–, de la preparación de una antología que muestre las diferencias o los vasos comunicantes entre poetas, o de textos sobre diversos autores, o de la coordinación de algún evento literario o cultural, como cuando en 1997 propuso el xx Congreso Nacional de Literatura, Lingüística y Semiótica, en homenaje a los 30 años de Cien años de soledad, del cual también estuvo pendiente de la
LUZ MARY GIRALDO
publicación de sus memorias. Tampoco lo imagino como un profesor omnipotente que cumple su papel de manera vertical en el salón de clase; por el contrario, es un maestro en el sentido estricto del término, interesado no solo en impartir conocimiento sino en despertar interés por el aprendizaje y la comprensión de lo enseñado. Porque Fabio es, ante todo, formador de formadores, sembrador de conocimientos y proyectos. Conozco la seriedad de su trabajo tanto en semiótica como en programas de formación de docentes que lo han llevado a varias regiones del país y de Latinoamérica y otros lugares, y sobre lo que tiene serias publicaciones; conozco su profundo conocimiento de la literatura mexicana y latinoamericana, reflejado en profundos y analíticos ensayos, entre los que cabe destacar los de Sor Juana Inés, Gabriel Álvarez de Velasco, Juan Rulfo y José Emilio Pacheco, entre muchos otros, sin desconocer los de Juan José Arreola y de varios autores colombianos, entre ellos Fernando Vallejo, Rodrigo Parra Sandoval, la revista Mito, así como las selecciones de poetas, que por sí mismas implican lectura y atención. Un «anfibio académico», lo llaman, alguien capaz de acercar «a la lectura de la palabra y a la lectura del mundo», según afirma Carlos Lomas. Sé de sus vínculos con México –la decoración de su casa lo demuestra–, país que en más de una ocasión ha confesado su segunda patria, ya que allí pasó varios años de su vida estudiando la Maestría en Letras Iberoamericanas y el Doctorado en Literatura como becario del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, unam. Allí nació su hijo mayor, de allí son muchos de esos grandes amigos a quienes celebra cada vez que uno de ellos viaja a Colombia,
y gracias a sus proyectos, allá han tenido posibilidad de ir sus amigos o compatriotas, como en mi caso, cuando fui invitada al D. F. en 1996 a participar en uno de los encuentros entre colombianos y mexicanos organizado por Fabio y coordinado por Mario Rey y su revista La Casa Grande. Otro tanto puede decirse del intercambio logrado con los escritores y profesores mexicanos que en más de una ocasión han venido a Colombia y a la Universidad Nacional. Fabio no solo estimula a sus alumnos sino también a sus colegas. El resultado es, y seguramente él mismo no se ha dado cuenta, una diversidad de trabajos, de tesis, varias valoraciones múltiples sobre autores colombianos. Entre muchas cosas, el departamento de literatura de la Universidad Nacional le debe un espacio ya emblemático alrededor de la creación poética: “Viernes de poesía”, que a la fecha cuenta con la publicación de 103 cuadernillos de los poetas que han participado, reconociéndose entre ellos el número 100 dedicado a Álvaro Mutis. Y ese lector, investigador, antólogo, ensayista que riega semillas por donde quiera que pasa, es también poeta. ¿Y cómo no serlo, si su sensibilidad lo ha demostrado desde siempre? Basta ver su relación constante con las palabras, con el sonido del lenguaje, con el sentido de los textos, con el gusto por la poesía, la música y las diversas maneras de la cultura popular. Su libro Los árboles de Juan Preciado, donde «la lluvia limpia a los árboles heridos», es un claro homenaje a Juan Rulfo y refleja esos vasos comunicantes de quien desde la precisión de las imágenes habla del silencio, de la soledad, de la solidaridad, de la entrega, del aire, del vacío y del instante, que en una clara sintonía con su lugar de origen convoca «las ceibas del parque central de Florida Valle». ULRIKA 59 |
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FABIO JURADO VALENCIA: DECANO DE LAS IX JORNADAS UNIVERSITARIAS DE POESÍA
Cinco poemas del libro
Los árboles de Juan Preciado de Fabio Jurado Valencia El cielo de los árboles
Mujer árbol
El cielo es el espejo de los árboles. Donde no hay árboles no hay cielo. Ese azul es un vaho, no es un cielo, madre.
Un árbol es una mujer. Tiene piernas y savia. Tiene venas y hojas.
Es la nada donde no hay árboles, como en los lugares donde esculcan la tierra en busca de tesoros: solo el estertor del agua, una humedad, nada más, ni tesoros ni mina alguna. Las nubes son el espejo de los árboles. Cuando no hay árboles no hay nubes. Los árboles son el corazón de las nubes. Si las nubes agonizan es porque no hay árboles. No hay árboles, socavaron sus arterias. No hay nubes, no hay agua, madre.
Al subir en el árbol recorremos sus brazos, nos abrazamos para no caer, penetramos en su follaje, sus líquidos se disuelven en los nuestros y los cuerpos se elevan. Lo que sigue es inefable.
Árboles dibujados Observa el árbol, hijo, dibújalo, es el dibujo del dibujo, las manos de la lluvia lo delinean, sus formas hablan, nos llaman. Hay triángulos en los follajes, también circunferencias y trapecios, líneas rectas, elipses y cuadriláteros. Es un espectáculo leer un árbol, hijo. Míralos despacio, con el alma del transeúnte… Fotografías mentales que se disuelven son los árboles, instantáneas pasajeras porque infinitas son sus figuras. Espectáculo abierto al mundo. No hay que pagar por ello.
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FABIO JURADO VALENCIA
El censo de los árboles
En Guaviare: Luz mar y ríos
Han censado a todos los árboles porque son habitantes y también consumen. Los árboles comen y trabajan tienen mujer e hijos, procrean y envejecen. También mueren con los disparos aéreos. La lluvia limpia a los árboles heridos, los cura. El lenguaje de los árboles es de gestos; cuando agradecen el cuidado, son apuestos; cuando tienen sed tienden sus brazos hacia abajo; cuando están cansados se inclinan y esperan una ayuda. Un árbol ayuda a otro árbol, es cuando un brazo se enreda con el brazo del vecino; así mantienen su esbeltez por muchos años. Cuando no hay guerras permanecen por milenios; en sus concavidades duermen las iguanas; entre sus ramales dormitan los osos perezosos. Son también las ceibas del parque central de Florida Valle.
Bailan las copas de los árboles señales de la tormenta Un movimiento arrebatado nos habla de cosas que vuelan centellas y truenos mujeres y hombres azorados empujan caballos y vacas Los talones de los árboles se afirman, resisten, mientras nacen nuevos lagos surgen del estertor de la tierra otros arroyos El agua y el fuego juntos el silbido del viento es el aplauso en este teatro en el que las almas solo esperan expectantes y asombradas Se apacigua el baile comprenden las almas que la nostalgia es también la alegría de reconocer la pérdida.
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IX JORNADAS UNIVERSITARIAS DE POESÍA
IX
Breve antología de invitados a las ix jornadas
JORNADAS UNIVERSITARIAS DE POESÍA
Universitarias
de
Poesía
POR MOTIVOS DE ESPACIO, PRESENTAMOS AQUÍ UNA ESCUETA MUESTRA DE TRES DE LOS POETAS INTERNACIONALES INVITADOS. DE LOS DEMÁS PARTICIPANTES AL EVENTO PUEDEN LEERSE POEMAS EN EDICIONES ANTERIORES DE ULRIKA O EN LA PÁGINA WWW.POESIABOGOTA.ORG
CIUDAD DE BOGOTÁ
Héctor Freire
[Buenos Aires, Argentina, 1953] Camino a Epidauro El espíritu es una cosa que dura. Henri Bergson
Cada pedazo de tierra es una construcción en ruinas que no se repetirá nunca, una escritura cifrada detrás de la cual plantas y animales se encuentran por primera y última vez. Sólo la abundancia verbal para el saber sin nombre de las piedras, mientras los Tholos de Asklepios* son el primer reflejo de la eternidad en el tiempo, el silencio como aura: color marfil y oro, fruto abundante entre los dientes de Artemisa. Impasibles, los insectos se han detenido en el follaje y sólo los árboles parecen estar vivos: “Dionisio ha sido domesticado por la mirada de Apolo”. Ahora, la sombra disminuye y los mismos árboles conforman un único punto ante el vacío ficticio de las manchas de sol del otoño. Brillan negros y blancuzcos, a la vez son frágiles y ricos en movimientos que apenas se perciben. Ningún sonido revela la proximidad de una presencia, y a su alrededor parece duplicarse el silencio del mediodía. En ese instante de lamento sonriente, el porvenir es traicionado: 56
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—“Grecia es un fósil saturado de sol”– Ahora reluce la niebla y tiende un velo palpitante sobre la lejanía. Hay cambio e intercambio; en Epidauro nada permanece y nada desaparece por completo. –“¿Y qué otra cosa necesita este paisaje?”– Se disipó el día. Se escucha un sonido desde la oscuridad. Es la hora en que “la vida paga el óbolo de la hoja de olivo”.** A lo lejos, entre los cipreses y los almendros, mujeres de negro parecen flotar inmóviles. *Antiguo templo de Esculapio. **de un verso del poema “Lacónico” de O. Elytis.
Pintura En su zoología de intimidad, el gato de Hokusai destaca el impudor que pretende evitar, la infinitud de aquello que los humanos ignoramos. Quizás por eso, su ocio nos resulta demasiado trabajoso. En ese “vacío pictórico” –inservible a efectos descriptivos– se ajusta el contenido de su imagen: una humilde silueta recortada que elimina cuanto sobra. Por un instante ese signo de mesura nos hace olvidar la violencia del mundo.
ÁLEX CHICO
Álex Chico
[Plasencia, España, 1980]
Primer momento Lo más extraño del viaje es no saber hacia dónde se regresa. Acaso diría Walter Benjamín que en esos lugares parece haber pasado todo lo que aún nos espera.
Instante Ciertos lugares conservan el paso de los que se detienen, y deciden –al cabo– observar lo que les rodea. Sin más interés que el de permanecer allí por algún tiempo. Esos territorios en donde el instante pretende ser perpetuo, cercado por un bosque. En esos lugares se aprende a decir: lo desconozco. De ahí su condición inabarcable: siempre quedarán sujetos a una duda. Un espacio –un lugar– que acaba por no saberse si existió, y logrará percutir en la distancia. Donde no ha ocurrido nada y sin embargo se logra no haber sido nunca.
Desde el balcón a Efi Cubero
Me pregunto si basta con mirar una plaza, observando la calle desde una ventana. Si para sobrevivir, sólo se requiere un poco de armonía,
y no resulta necesario contribuir al mundo con interminables y tediosas relaciones. Me pregunto si alguien puede permanecer siempre solo, ocupando el mismo espacio en silencio, distinguiendo la gente en la distancia, y evitando nuevamente el saludo. Me pregunto si no es posible continuar con una existencia anónima, conformada de percepciones lejanas y mirar hacia uno mismo como un ser satisfecho. Me pregunto si se puede vivir mirando la calle y al mismo tiempo no pensar en nada.
La parada del autobús a mis padres
Iniciarás una nueva semana y continuarás así el ritual de tus días. Seguirás la costumbre de levantarte temprano y abandonar con torpeza la habitación. Sabrás, ya desde el comienzo, que tu primera despedida se produjo al cruzar el umbral de una casa. Bajarás a la calle en compañía de tu madre y esperarás, aún con sueño, la llegada de dos autobuses con rutas similares. La alegría consistirá entonces ULRIKA 59 |
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en abrir bien los ojos, porque se ha visto, a lo lejos, los números 43 o 44. Buscarás un hueco y convertirás ese espacio en una humilde y meritoria conquista. Con suerte, quizás logres sentarte. Mirarás con sosiego la extraña mecánica de una ciudad durante las primeras horas de la mañana. Su movimiento, calculado hasta el extremo. Su ordenación perversa y, a la vez, admirable. No conocerás a nadie. En ese rincón del autobús serás consciente del exiguo espacio que ocupamos en el mundo. Un universo aterradoramente minúsculo, pero un universo al fin y al cabo. No conocerás a nadie y sin embargo aquellos viajeros, efímeros y somnolientos, te serán para siempre familiares. El trayecto será largo y aun así llegarás pronto al colegio (recuerdas parte de su ruta: Rambla de Guipúzcoa, Bac de Roda, calle Mallorca, avenida de Roma…). Aprenderás a construir un territorio a partir de unas pocas calles. Apenas sabías que todo lugar encierra en sí otros lugares. Recibirás más lecciones de esos viajes. Comprenderás, por ejemplo, que un refugio no se encuentra en un espacio remoto, sino en el hueco que has podido ocupar en un vagón de metro o en un autobús lleno de gente. Comprenderás que para aislarse no se requiere un paisaje desierto. Basta con saberse solo entre otros semejantes con los que nunca hablas. 58
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De las horas en el colegio recordarás una tarde. Fuera llovía y la lección avanzaba. Alguien recitaba en voz alta el nombre de los planetas, que por entonces eran nueve. Retendrás esa tarde porque aprendiste uno de los pocos versos que todavía sabes de memoria: monotonía de lluvia tras los cristales. Allí, pegado a la ventana, siguiendo el curso de las gotas, lograrás imaginarte en otro lugar. Habrás iniciado, sin saberlo, esa costumbre tuya de estar siempre en otra parte. En una fuente de Montjuïc, mientras miras a la cámara. En el parque de la Ciutadella, que en aquel momento te parecía inmenso. En las pistas de tenis que improvisaste con tu padre. En las vías de la estación de Francia y en las palabras que leías al abandonarla (Sí, Barcelona és bona…). Estarás en otro lugar, porque a media tarde dejarás el centro. Volverás al margen. El regreso bajo tierra será, en el fondo, similar: cambiar de línea, acortar el trayecto con algún juego recién inventado, repetirte a ti mismo unas cuantas palabras por el simple placer de recordarlas. Así pasarás tus primeros años, en esos trayectos en los que, aún hoy, intentas encontrarte. Acabas de escribir el poema más largo de tu vida.
JOSÉ JAVIER VILLARREAL
José Javier Villarreal [Tijuana, Baja California, 1959] Sin título iv Sé que me está viendo desde el infierno de sus ojos, que su fino puñal atraviesa todos los días mi corazón y que afuera, detrás de la puerta, me espera con su terrible desnudez. Sé también que puedo reconocerla en las manos apretadas del demente, en la voz de la vieja prostituta que se empeña en ser hermosa, en esa muchacha turbada por el ángel del deseo. A veces la descubro en el rostro iluminado de la noche, en el vaso con agua que el hombre se lleva a la boca, en el disparo, en el cuerpo que cae en medio de la calle. Pero ahora sé que se tiende en el hueco de mi cama, que es quien cuida de la tranquilidad de mis sueños, quien prepara el desayuno y me despide en la puerta con un beso.
Elegía frente al mar A Genaro Saúl Reyes
Bajo esta soledad he construido mi casa, he llenado mis noches con la rabia del océano y me he puesto a contar las heridas de mi cuerpo. En esta casa de cuartos vacíos donde las palomas son apenas un recuerdo contemplo el cadáver de mis días, la ruina polvorienta de mis sueños. Fui el náufrago que imaginó llegar a tierra, el homicida que esperó la presencia de la víctima; la víctima que nunca conoció al verdugo. Este día el remordimiento crece, es la sombra que cubre las paredes de la casa, el silencio agudo que perfora mis oídos. Este día soy la sucia mañana que lo cubre todo, el mar encabritado que inunda la sonrisa de los niños, el hombre de la playa que camina contra el viento. Soy el miedo que perfora el cuerpo de la tarde, el llanto de las mujeres que alimentaron mi deseo,
aquel que no vuelve la mirada atrás para encontrarse. No sacudo el árbol para que la desesperación caiga, para que el fruto ya maduro se pudra entre mis piernas y el grito surja a romper la calma de la muerte. No, me quedo sentado a contemplar la noche, a esperar los fantasmas que pueblan mi vida, a cerrar las puertas, a clausurar las ventanas. Me quedo en esta casa de habitaciones vacías.
La sequía ha sido tremenda y el verano ha alcanzado temperaturas muy altas; las bayas y los hongos escasean y los osos buscan prepararse para su largo periodo de hibernación; tienen que acumular grandes reservas de grasa en sus cuerpos para intentar ese sueño tan largo que los arrulle y los mantenga fuera de este mundo. Pero ellos, llegado el momento, la hora justa, quieren despertar, estirar sus pesados y rígidos cuerpos; mas el verano y la extrema sequía han diezmado sus alimentos naturales y ellos deben acumular grandes cantidades de grasa para dormir ese sueño tan largo que deberá terminar con la llegada de la primavera. Los osos pardos de Siberia, en su búsqueda por encontrar alimento, han dado con profanar tumbas y devorar cadáveres de viejos, niños y enfermos, de jóvenes accidentados, de hombres y mujeres sorprendidos por la muerte; quizás, incluso, de algunos amantes sorprendidos por la nota roja del periódico local. Los osos –es un hecho- tienen que prepararse para su largo periodo de hibernación, siempre lo hacen y, a sus ojos, no hay razón para dejar de hacerlo. La nota apareció hoy en las noticias de la internet; como ves esta mañana desperté pensando en ti.
IX JORNADAS UNIVERSITARIAS DE POESÍA
Podría hacer el experimento que un ensayista polaco propone: hacerme pasar por un poeta danés. En ese caso, ya siéndolo, tendría que desconocer mi pasaporte, mi visa y mi credencial de elector, o al menos fingir que estos documentos, tan importantes, también sufrieran una transformación. Mi pasaporte dejaría de ser verde y tendría, forzosamente, una corona; mi visa se me escurriría como agua entre los dedos en el estacionamiento de un gran centro comercial un día que hiciera mucho calor; esto ocurriría en alguna ciudad fronteriza de Texas. Mi credencial de elector ya no me serviría para ejercer mi voto; un tedio inesperado, pero implacable, caería sobre mí y ya no me interesarían las elecciones del primero de julio, obviamente, porque el país dejaría de ser el mío. Este es el punto que me interesa destacar de todo esto. Al convertirme en un poeta danés un reino aparecería y otro se borraría. Las tortugas seguirían, aparentemente, siendo tortugas: animales verdes, pequeños y frágiles, con patitas y colita y un caparazón que más bien parece un adorno que un escudo anti motines, de esos que usan los policías tanto en Dinamarca como en México. Los perros continuarían ladrando como siempre, pero yo los escucharía de otra manera; ese es el punto: el mundo estaría aquí, seguiría aquí, pero yo lo percibiría de otra manera, serían otros los colores, los aromas, los sabores; las texturas guardarían otra relación con la yema de mis dedos, mis oídos se ofuscarían ante la confusión de vocablos daneses y castellanos. No sabría cómo conducirme, cuándo hablar o callar, estrechar una mano o saludar a la distancia. Creo que los daneses no saludan de beso, tampoco se abrazan al encontrarse o despedirse (esto en realidad no lo sé, pero se ha de esclarecer con el paso del tiempo); mientras tanto sigo con la incomodidad del fingimiento, con ese saco demasiado grande de pretender ser lo que no soy o hacer de cuenta. 60
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El mundo que deberá seguir siendo el mismo ya no lo será. Las tortugas sólo fueron un ejemplo, pero ¿y todo lo demás? Supongamos que llego a casa en taxi, porque se dice que hay poetas daneses que no saben manejar, que nunca han tenido la necesidad de aprender; no es porque sean flojos o faltos de reflejos; se debe al excelente sistema de transporte que ellos poseen y nosotros no (aún no me he transformado del todo). Llego a casa y no me reconoces, esperas a uno y llega otro (aquí la relación con la Odisea es tan obvia, pero algo así sucedería); ¿dejarías de amarme y, poco a poco, te enamorarías del poeta danés? ¿Yo mismo sabría cómo comportarme? También se dice que los daneses duermen en camas separadas. ¿Las diferencias culturales serían un obstáculo o una seducción? Ahora recuerdo que tuve una amiga que se casó con un danés, jamás volví a saber de ella, se fue a Dinamarca; quizá yo tendría también que irme a Dinamarca y aprender árabe o turco, irme a esos países donde los pasaportes se extravían, las visas son tan estimadas y los ciudadanos se plantean seriamente, y con algo de temor, sus comicios presidenciales. El mundo sería el mismo, pero no me sabría igual. Lo que más me preocupa –de todo este ejercicio propuesto por el ensayista polaco– es que llegaras a enamorarte del poeta danés.
Mis pies no son los pies de Jesucristo, no caminaron sobre la superficie de las aguas, no fueron lavados por María Magdalena. Mis pies no son los pies de Jesucristo, no quedaron grabados en una trágica y dolorosa imagen. Pero mis pies (que no son los pies de Jesucristo) fueron besados por tus labios.
Índice de autores ÁLEX CHICO
FABIO JURADO VALENCIA
(Plasencia, España, 1980)
(Buga, Valle, Colombia, 1954)
Licenciado en Filología Hispánica y dea en Literatura Española. Ha publicado el cuaderno de notas Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas (2016), la novela de ensayo ficción Un hombre espera (2015) y los libros de poemas Habitación en W (2014), Un lugar para nadie (2013), Dimensión de la frontera (2011) y La tristeza del eco (2008).
Doctor en Literatura (unam, México). Profesor de la Universidad Nacional de Colombia. Autor, entre otros libros, de: El lenguaje y la literatura en la transformación de la escuela; Rosario Castellanos, esa búsqueda ansiosa de la muerte; Ray Bradbury, literatura fantástica; Pedro Páramo de Juan Rulfo, murmullos, susurros y silencios, y Los árboles de Juan Preciado.
JUAN GUSTAVO COBO BORDA
JOSÉ ÁNGEL LEYVA
(Bogotá, Colombia, 1948)
(Durango, México, 1958)
Poeta, periodista y diplomático. Algunos de sus más recientes libros de poesía son: El espléndido adiós (1998), La musa in-clemente (2001), Mirar con las manos (2006), Poemas ilustrados (2008), La patria boba (2008), Los poetas mienten (2009), Acosado animal (2010), Poesía reunida (2012), Poesía: última trinchera (2014), Doctor Kafka (2015).
Poeta, narrador, periodista, editor y promotor cultural. Ha dirigido las revistas Alforja y La Otra, revista de poesía+artes visuales+otras letras. Libros de poesía: Botellas de sed (1988), Catulo en el Destierro (1993-2012), Entresueños (1996), El Espinazo del Diablo (1998), Duranguraños (2007), Habitantos (2010) y Tres cuartas partes (2012), entre otros.
MARGARITO CÚELLAR
FERNANDO LINERO MONTES
(San Luis Potosí, México, 1956)
(Santa Marta, 1957)
Poeta, narrador y periodista. Licenciado en periodismo y maestro en artes. Entre sus libros: Tambores para empezar la fiesta (1992), Plegaria de los ciegos caminantes (2000), Cuaderno para celebrar (2000), Ecuatoriales (2006), Noticias de ninguna parte (2007), Arresto domiciliario (2007), Estas calles de abril (2008) y Las edades felices (2013).
Poeta y músico. Estudió Filosofía y Letras y Dirección Músical. Ha publicado los libros de poesía: Sonata del sonámbulo (1980), La risa del saxo (1985), Guijarros (1990), Aparte de amor (1993), Palabras para el hombre (1998), Lecciones de fagot (2004), Experto en tachaduras (2010) y Cuaderno de insectos y otros poemas (2011).
HÉCTOR J. FREIRE
JOSÉ EMILIO PACHECO
(Buenos Aires, 1953)
(Ciudad de México, 1939-2014)
Poeta, profesor en letras (uba), crítico literario y de cine. Forma parte del consejo de redacción de la revista Topía –psicoanálisis, sociedad y cultura–. En poesía, ha publicado: Quipus (1981), Des-Nudos (1984), Voces en el sueño de la piedra (1991), Poética del tiempo (1997), Motivos en color de perecer (2003) y Satori (2010).
Considerado uno de los poetas fundamentales del siglo xx, fue además narrador y periodista. Entre sus libros de poemas destacan: Los elementos de la noche (1963), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), Irás y no volverás (1973), Los trabajos del mar (1984), Miro la tierra (1986), Ciudad de la memoria (1989), Siglo pasado (2000) y Como la lluvia (2009).
LUZ MARY GIRALDO
RODOLFO RAMÍREZ SOTO
(Ibagué, Colombia, 1950)
(Bogotá, Colombia, 1973)
Poeta, ensayista, historiadora de la literatura y antóloga. Entre sus libros de poesía están: El tiempo se volvió poema (1974), Camino de los sueños (1980), Con la vida (1997), Hoja por hoja (2002), Tarjeta postal (2003), Sonidos en la luz (2009), Llévame como un verso (2011) y De artes y oficios (2015). Es autora además de varios libros de ensayo.
Autor del poemario Tintasangre (2003). Director del Taller de Poesía Ciudad de Bogotá Los Impresentables, adscrito a la Red Nacional de Escritura Creativa, Relata, del Ministerio de Cultura de Colombia. Textos, reseñas y artículos suyos han sido publicados en revistas como Golpe de Dados, Ulrika, Revista Casa de Poesía Silva y Puesto de Combate.
DARÍO JARAMILLO AGUDELO
JOSÉ JAVIER VILLARREAL
(Santa Rosa de Osos, Antioquia, 1947)
Poeta, novelista y ensayista. Sus libros de poesía son: Historias (1974), Tratado de retórica (1978), Poemas de amor (1986), Del ojo a la lengua (1995), Cantar por cantar (2001), Gatos (2005), Cuadernos de música (2008) y Sólo el azar (2011). Algunas de sus novelas son: La muerte de Alec (1983), El juego del alfiler (2002) e Historia de Simona (2011).
(Tijuana, Baja California. 1959)
Poeta, traductor, ensayista y editor. Doctor en Literatura. Entre sus libros de poesía se cuentan: Estatua sumergida, Mar del Norte, La procesión, Portuaria, Bíblica, Fábula, La Santa y Campo Alaska. Como ensayista: El oro de los siglos, Por una nueva anunciación y Las penas del guardador de rebaños. Tras la huella del Polifemo. ULRIKA 59 |
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Y el grande, oscuro piano, llenaba de ángeles de música toda la vieja casa. AURELIO ARTURO
Casa de Citas, la casa de la poesía 25 AÑOS
M Ú S ICA
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P OESÍA
1992 - 6 de agosto - 2017
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C AFÉ
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Carrera 3ra #12B-35, La Candelaria, Bogotá – 286 6944 – 315 212 5733 casadecitasrestaurante@gmail.com – www.casadecitas.co
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0328: La Florida, 1949. Propiedad de Carolina Castro. ร lbum Familiar, Colecciรณn Museo de Bogotรก-IDPC.
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