Recomendación de los editores
Tras de las huellas de
Annemarie Schwarzenbach
S. Juliana Granados
A
ndrógina, inestable, dulce, depresiva, extraña, honesta, la mujer a quien Thomas Mann llamó «ángel devastado». Pero más bien era un ángel caído, que desobedeciendo la ley divina, se lanza a la oscuridad mientras huye del incómodo destello de la pureza. Annemarie Schwarzenbach, poco conocida, poco leída, poco comentada; así pasa a veces con personajes cuyo valor está destinado a trascender su propia época. Escritora, filósofa, fotógrafa, periodista y arqueóloga, una mujer singular. Criada en un ambiente de opulencia, a Annemarie desde muy joven le diagnosticaron esquizofrenia por ser una niña
Fotografía tomada de Muerte en Persia (2003), editorial minúscula.
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rara, extraña; o quizás mejor, extraordinaria. Jamás se identificó con los valores aristocráticos de su familia, mucho menos con las expectativas de su madre. De rostro angélico, pero embargado por la enorme tristeza que revela su pena por una realidad que jamás logró comprender: el ascenso del nacionalsocialismo y su familia como fiel partidaria. Conmovida por la guerra y agotada de las normativas conservadoras de su casa, Anniemarie encontró un segundo hogar en la amistad que tejió con Klaus y Erika Mann, una íntima relación marcada por el amor que sentía por ambos. Una de sus fascinaciones fue viajar, una pasión liberadora que la llevó a alejarse de ese origen que la asediaba. Mientras viaja de un país a otro, conoce rostros igual de devastados que el suyo. Era una viajera triste y solitaria, pero en 1939, luego de un periodo de reposo en Sils, Suiza (curiosamente, fue el único lugar de paz que Nietzsche encontró), emprende un viaje en compañía de Ella Maillart, cuyo destino fue Afganistán. Ya en el viaje terminan separando sus caminos, pues, en palabras de Maillart, Annemarie eligió una vía cruel hacia el infierno, un camino que ella no podía seguir. De nuevo se encuentra acompañada por la soledad y huyendo de una Europa en guerra. Los relatos de ese viaje, conmovedores, curiosos y penetrantes tanto como fascinantes, se encuentran en Todos los caminos están abiertos. Del mismo modo en que Gustav von Aschenbach se enloquece de amor homosexual ante la fulgurante belleza del joven Tadzio en un encuentro fortuito en un hotel de Venecia, la autora de Ver a una mujer experimenta un ferviente éxtasis al cruzar miradas con otra mujer mientras coinciden en un hotel en Suiza. El profundo frenesí por esa otra mujer lo relata con una sensible y apasionada descripción. Pero Annemarie siempre aparece como extranjera, peregrina de los mundos, caminante de rutas no transitadas. Como resultado de esos intensos peregrinajes que tanto la cautivaban se en-