Bitácora Escarlata - antología narrativa ISBN: 978-9942-8649-0-1 Primera Edición: 2017 © 2017 Chacana Editorial www.chacanaeditorial.com Quito - Ecuador Dirección Editorial: Santiago Vásconez Cuerpo Editorial: Turdus Literario Katerine Ortega, Fausto Ramos Portada y Diagramación: Santiago Vásconez
Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción total o parcial en cualquier medio sin autorización de Chacana Editorial. Impreso por Marca Digital Impreso en Quito, Ecuador
Contenido Presentación
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El taller literario - Una bitácora de vuelo compartida
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Antología Narrativa
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Paola Huacanés Chávez
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Resignación
Darío Males Alba
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Xavier Díaz Quintana
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Samanta Andrade Moreno
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Linda Espín Rueda
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Aldo Pesantes
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David Noboa Cazar
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Alejandro Proaño
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Isabel Guanín
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J. Tatiana Toro Serrano
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Gabriela Pinto
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William Alvarez
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El Cuadro de Manuel Sintigo en la distancia Los Cazadores A. NIA
La vida que no vivió La Visita Parálisis Juntos
Vegeta-ciones El Bosque de Lepette
Los amantes de la torre en la catedral Sueños junto a la ventana abierta
Bitácora Escarlata - antología narrativa
Presentación Las palabras son mundos, mundos con los que podemos crear otros mundos. El párrafo y la estrofa, son galaxias; y un libro, el universo entero.
Chacana Editorial nace con el sueño de convertirse en el puente que permita unir los mundos de artistas, poetas y narradores, de artesanos de historias y sentimientos, con un universo de lectores que encuentran en el verso o la anécdota, un aliento en el que apoyar y enriquecer su vida. Las letras, grafías y fonemas, son la materia prima del pensamiento. Cada palabra carga en sí una profunda historia y encierra un sin fin de significados. Es por esto que el ejercicio literario permite al autor conectarse con el pasado, iluminar el presente y construir el futuro. El poeta y el narrador logran, a su manera, topar lo más profundo de la sensibilidad humana y transformar la vida de quien se acerca a su obra. La creación literaria, ese manipular alquímico y arcano de las palabras, se constituye en uno de los ejercicios más valiosos que la editorial busca rescatar. Con ese afán, se han generado diversas propuestas de taller literario, en el que escritores de distintas realidades de vida hicieron sonar su voz
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y construyeron con sus palabras un universo completo de emociones y sentimientos. La presente obra es el resultado del ejercicio firme de creación desarrollado por los participantes del Taller de Narrativa del Colectivo Turdus Literario, que semana a semana, en jornadas de taller, recibieron diversas herramientas y recursos para su quehacer poético. Los distintos ejercicios de creación se enfocaron en la exploración artística de la voz narrativa de cada autor y la consolidación de su obra. Chacana Editorial y Turdus Literario presentan Bitácora Escarlata antología narrativa, que recoge el caminar literario de doce artistas que han decidido abrir sus mundos para dar aliento y enriquecer la vida de sus lectores.
Santiago Vásconez Yerovi
Director General Chacana Editorial
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Bitácora Escarlata - antología narrativa
El taller literario Una bitácora de vuelo compartida Miguel Donoso Pareja señala que “el taller literario en lo fundamental es una praxis, con lo que quiero decir que a escribir se aprende escribiendo, como a pelear se aprende peleando”. Con ese enfoque, un grupo de amigos decidimos seguir los pasos de nuestros mentores, en los Talleres Literarios de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, donde de la mano de Diego Velasco Andrade y Jorge Velasco Mackenzie, decidimos abrazar la locura como Pablo Palacio, o la muerte como Medado Ángel Silva. Porque abrazando la locura y la muerte a través de las letras lográbamos dar sentido a la vida. Y así, como un fantasma que recoge sus pasos antes de partir, como un acto de reciprocidad, hemos repetido el mismo proceso, dándole un enfoque nuevo, que permite abordar la creación literaria en sesiones que combinan la parte teórica con la práctica. Tomamos la experiencia de cursos recibidos y diseccionamos la narrativa en sus partes: el tema, la trama, los personajes, el punto de vista, las descripciones, los diálogos, el escenario y la voz. Al final de cada taller se realizaron ejercicios prácticos que fueron leídos por sus autores.
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Posteriormente, cada trabajo fue sometido a un proceso de revisión colectiva e individual, en un proceso que nos permitió aceptar nuestra humanidad y darnos cuenta que las críticas son necesarias para pulir el ripio de nuestros textos. Como un aporte mayor por parte de este taller, queríamos llegar a la culminación de esta experiencia colectiva con la publicación de una compilación de las creaciones de sus participantes. Con el aporte de cada uno, se ha logrado salvar el escollo más grande, que es publicar una obra literaria. El tallerista se ha convertido en escritor y ha dejado una impronta en la historia, como testimonio de su genio creativo. Esta obra es el esfuerzo mancomunado de un grupo de soñadores que creyeron en la palabra escrita y que pese a las limitaciones económicas y de infraestructura, ha demostrado que es posible dictar talleres literarios y obtener un resultado final de calidad. Este ciclo sólo podrá ser cerrado por el lector, el juez silencioso que desde su acto intimista abrirá esta obra y juzgará si este esfuerzo mereció su tiempo. Solo entonces el círculo del escritor se habrá cerrado y la letra muerta se abrirá paso como un aire de luz que traspondrá las sombras de las estanterías repletas de escritores olvidados. En este proceso de aprendizaje mutuo, expreso mi gratitud a la iniciativa de Santiago Vásconez, mentor de este proceso literario, Katerine Ortega, mi compañera de mil de batallas culturales perdidas, de las que siempre nos hemos levantado para continuar soñando y Enver Álvarez, amigo poeta entrañable, quien con su poesía ha hecho brotar agua de la piedra endurecida de mi narrativa. Finalmente, gracias a todos los talleristas que integran esta antología, por apostar a este proyecto y creer en nuestra propuesta, apoyando y sosteniendo el crecimiento de iniciativas de autogestión cooperativa como ésta. Si esta obra ha llegado a sus manos apreciado lector, cuando la abra, desatará una bandada de nuevos escritores que volarán por el horizonte literario del Ecuador. Auguro a esos insensatos e ingenuos soñadores que el tiempo será inclemente y que la mies de la gloria parecerá inalcanzable,
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Bitácora Escarlata - antología narrativa pero también tengo la certeza que con insistencia los gorriones de sus letras volarán lejos y rozarán la inmortalidad. ¡Y nuestras letras hablarán por nosotros!
Fausto Ramos
Facilitador del Taller de Narrativa Colectivo Turdus Literario
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Bitácora Escarlata - antología narrativa
Antología Narrativa
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Bitácora Escarlata - antología narrativa
Paola Huacanés Chávez Quito - 1988 Mi niñez estuvo marcada por un ambiente en donde la música fue un factor determinante; sin embargo, yo sentía la necesidad de explorar otra fuente del arte. Así nació el gusto por la literatura. Imaginar, compartir, vivir y ahora crear (o al menos intentarlo) universos paralelos que permitan comunicar algo al resto. Escribir es una forma de desfogar lo que duele, lo que alegra, lo que incomoda, lo que se anhela, lo que se esconde; escribir es descifrar, quién soy.
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Resignación El cacique ha muerto. Dos niños y seis mujeres son suficientes para que lo acompañen en su retorno. Las miradas perdidas denotan la fe en el jefe supremo. Atontados con chicha sagrada y arrullados con los cánticos monótonos se adormecen, sin sospechar que más tarde rasguñarán desesperadamente por leves segundos la tierra. Lo han vestido con hermosos ajuares que llevan incrustaciones de oro y plata; narigueras y aretes cubren su cara, por lo que no queda espacio para mí. Me han dejado sobre su pecho. Ha comenzado la espera. He sentido despojarse las carnes de los esqueletos, pero no he presenciado su espíritu. Él no me ha vuelto hablar. He desarrollado una especie de ubicuidad limitada, pues escucho lo que pasa fuera, a veces las voces se aglutinan y me aturden, la tierra que cubre mis ojos enceguece. El tiempo pasa lentamente, quizá sean siglos desde que nos depositaron al fondo de esta tola… Intensos bramidos despojan la sempiterna calma de las residencias mortuorias. Unas enormes fauces metálicas devoran a su paso la tierra seca. Se acercan y anhelo tener extremidades para huir antes de que me consuman. La luz hiere el opaco repujado de mis ojos y en medio de esa 11
confusión pienso que ser destruida, tal vez, sea lo mejor. Pero no, aún no es mi hora, las vasijas se resquebrajan, fémures y cráneos saltan en una atolondrada danza y yo, apenas raspada la barbilla reposo en aquel montón de escombros. Hay conmoción en la gente. Han gritado que paren las máquinas. He escuchado sus voces por cientos de años, he aprendido la mutación de su lenguaje, pero desconozco sus caras y vestimentas. Sus rostros ya no son los mismos, parece que les hubiesen extirpado su esencia; solo les quedan los pómulos salientes y sus ojos rasgados. La angustia vuelve. Uno de los hombres a quienes llaman huaqueros me ha cubierto con un trapo; sin embargo, mis dorados párpados intentan abrirse. Vibro entera ante el contacto de mi creador. Era muy joven cuando los dioses le revelaron su poder. Tenía impregnado en sus manos el arte divino de tallar. Lo llamaron Duguinagüi: el hacedor de máscaras. Cada noche recibió de ellos las instrucciones precisas para forjarme. Fueron algunos meses en los cuales las visiones le dictaron cada detalle, cada símbolo que impregnó en mí, con piedra y sangre… Llegamos a su casa. Me descubre con delicadeza. Reconozco sus manos, manos que en el pasado parían barro, tallaban metal, extirpaban enfermedades, se convertían en alas para alcanzar el plano celestial; manos que ahora, solo son extremidades sudorosas, un poco torpes y manchadas por la codicia. Tiempo y espacio se suspenden vertiginosamente en un delgado hilo de memoria. Está a punto de soltarme, pero mi fortaleza es mayor a la de él. Imágenes se agolpan en su mente, tal vez pesadillas, quizá vidas pasadas. Intento hablarle como en los viejos tiempos, pero se ha vuelto sordo, me deja sobre la mesa y en estado casi hipnótico se recuesta un momento. Las casualidades no existen. Sé que ésta es mi última oportunidad de volver a la vida, despertar al poderoso cacique, combatir esos monstruos que cambian a sus ancestros por templos que llaman edificios y se elevan hasta el cielo.
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Bitácora Escarlata - antología narrativa Aún recuerdo el lenguaje de los dioses: el lenguaje de los sueños. Invoco al jaguar y la serpiente y, como ellos, en gran sigilo, adquiero esencia etérea para irrumpir en mi creador. —Escucha Duguinaui, gran hacedor de máscaras, los dioses te reclaman, muda de piel, muere y renace —susurro una y otra vez. Entonces, el hombre se visualiza completamente desnudo. Todo su cuerpo palpita en posición fetal. De él emanan enormes raíces, las mismas que sostienen el más hermoso árbol jamás visto. Su cuerpo se diluye y, como la savia, asciende por el descomunal tronco. Al llegar al lugar más alto de la copa, una ráfaga de viento cálido lo envuelve y se convierte en ave. Sus enormes alas se despliegan, su vuelo puebla los tres mundos y entonces despierta sudoroso y aturdido. Se acerca a mí, me pone a la altura de su rostro tratando de descifrar el sueño que le atormenta todas las noches. Le veo salir de casa. Después de unas horas, regresa con un hombre de extraña apariencia. Su piel blanca, cabello dorado, ojos azules, me resultan ajenos. Saca extraños instrumentos y me analiza una y otra vez; entrega dinero a Duguinaüi, me empaca en una maleta, al parecer en un compartimento secreto, y salimos del lugar. Camino al aeropuerto nos desvían, los dioses lucen resignados al pie de un enorme rótulo que sentencia:
LAS MOLESTIAS DE HOY SON EL DESARROLLO DEL MAÑANA.
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Darío Males Alba Quito - 1989 Rompe su silencio literario con este primer intento. Ejerce el periodismo desde la radio; la fotografía desde la curiosidad y la lectura desde el azar. Escribe para esquivar el tiempo y evitar que la vida pase por encima de él sin dejar una huella de su existencia.
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El Cuadro de Manuel Las disputas de un convulsionado año en Ecuador pusieron las maletas de Manuel rumbo a México. Como todas las tardes en su despacho, después de revisar la correspondencia y haber firmado uno que otro documento oficial, la mágica Dorothy lo espera en una esquina. La emoción, que siempre lo acompaña parece haberlo abandonado, siente que algo le falta a su obra. —¿Cómo concluyo? ¿Qué fin le voy a dar? —dice mientras se acerca a Dorothy, y lee. “Xérez señaló que, al entrar los conquistadores, el día, que estaba soleado, cambió. La lluvia y el granizo se hicieron presentes, cubriendo el sol, que hasta ese entonces lucía majestuoso en el cielo. El viento, también hizo de su parte, y golpeó fuerte el rostro de todos”. —¿Y luego? —se pregunta. Se acerca a sus libros y libretas de apuntes y comienza a leerlos. A pesar de su experiencia escribiendo, no logra ver cómo terminará su libro. Pasa el resto de la tarde encerrado en su despacho. Al día siguiente, una vez repuesto de la mala noche se pone el traje de rayas y sale; su misión: entregar un manuscrito en las afueras de la ciudad. Al caminar, recuerda su paso por Francia «Éramos un grupo muy ambicioso en Montpassie, fui muy afortunado de encontrarme con esos santos de 17
mi devoción. En La Dome nos decían `Los entorno a Gabriela´» –piensa entre sonrisas. La tarde lucía soleada, a lo lejos escucha el agudo rechinar de las ruedas de algún tranvía. Al doblar la esquina, se encuentra con un gran elefante blanco, de paredes de mármol, altas columnas y una cúpula dorada. El edificio en realidad se destaca, es un Taj Mahal mexicano. Su arquitectura ecléctica combina estilos bizantinos, art nouveau y art deco. La puerta se abre acompañada de una voz. —Ministro, buenas tardes. —¿Cómo está, Don Pellicer? —saluda Manuel. —Espero no haber llegado tarde. —No, cómo cree. Acompáñeme, están por acá. Caminan por vestíbulos, pasillos, patios y gradas. En cada lugar hay obreros que pintan paredes y visten de madera y mármol el piso. —¿Sigue muy afectado por perder las elecciones? —pregunta Manuel, Pellicer apresura el paso. —Júzguelo usted mismo. Al llegar, encuentran la puerta abierta. En la ventana central de la oficina se ve a dos hombres y una mujer de espaldas con la vista al exterior. El uno, de pequeña estatura, con traje elegante, bigote y un sombrero de copa baja en su cabeza; el otro, alto y corpulento, con inmensos ojos y un overol con manchas de pintura; la dama, por su parte, lleva un vestido negro de brazos descubiertos y coloridas flores bordadas que combinan con las flores de su trenza. Hablan con los labios y el cuerpo. Los hombres llevan habanos en sus manos. —¿Interrumpimos? —dice Manuel. El hombre de sombrero de copa fija su mirada en los visitantes. Un silencio incomodo emerge. —Dios mío, ¡cómo pude olvidarme! Manuel, amigo mío, pasa por favor. —Don José, maestro de las juventudes, que dicha volverlo a ver. 18
Bitácora Escarlata - antología narrativa —¡La dicha es mía! Mira, te presento a unos amigos. Pellicer se retira. Los cuatro recorren la sala hasta llegar a unos sillones de cuero marrón dispuestos en un rincón. —Tomen asiento por favor. Manuel, él es Diego. —Manuel aprieta sus ojos y los abre acompañados de una amplia sonrisa. Le estrecha la mano. —Claro que se quién es. Debo confesar que soy un admirador de su trabajo. Ahora mismo acabo de ver su obra ¿Es la misma del Centro Rockefeller? —No, hay algunos cambios —señala Diego. José retoma la reunión. —Ella es la señorita Kahlo, acompaña a Diego. —Mucho gusto, en realidad soy su esposa Frida, solo que el panzón —dice la inquietante mujer, dando golpes al estómago de Diego— aún no lo acepta. —Encantado —responde Manuel. —Me gusta mucho su traje, es de… —De Oaxaca, así nos gusta vestirnos allá. –concluye Frida. —Te cuento Manuel, antes de que llegues, le decía a Diego que quiero otra de sus obras en este edificio. Como puedes ver, aún faltan cosas, pero esperamos que en menos de un año ya esté terminado. La idea es hacer aquí una casa para el arte y la cultura de México. Ya lo verás. ¡Será todo un palacio! Manuel se mueve con interés al filo del sillón. —En la parte superior del edificio ya tenemos dos obras, queda un espacio y ese quisiera que lo ocupe Diego, para que presente al México hispano, pero él insiste en hacer uno indígena, ¿Qué piensas tú? —Don José, no quisiera ofenderle, pero es lógica la propuesta de Diego. Un mural para admirar la aristocracia hispana está demás, cuando se sabe que las bases de este país y de toda América están en la sangre indígena, 19
de ellos se nutre este presente. —Alzando la voz y con un golpe de su zapato en el piso Don José insiste. —Pero Manuel, tú más que nadie sabes que los indígenas tuvieron su época de gloria. Este país no es azteca, ahora es mexicano, y su presente hispano y mestizo está por encima de su pasado indígena. —Es lo más lógico que podemos hacer, José. No podemos cambiar el país haciendo lo mismo. ¡Así no es la revolución! —sentencia Diego. Con las cejas fruncidas y los puños cerrados. —Pero debemos, necesitamos, mejor dicho, reconocernos en algo y no podemos hacerlo en los caídos. Por eso debemos vernos en Cortés, en Sebastián Granado, Juan de Palo y muchos más; porque, y en esto hay que ser sinceros, lo mejor de España llegó a América a fecundar la nueva raza. Manuel, estrechando sus manos, interrumpe. —Maestro, a pesar de que América no estaba a la altura de las proezas griegas o latinas, tenía su gloria. —Tú lo has dicho, no estaban a la altura de Europa, por eso perecieron. —Lo que se debe hacer es dejar la huella real de lo que quedó. Sin engrandecer o empequeñecer la realidad —concluye Manuel. —Manuel, ¿tú eres historiador? Quiero decir ¿Cuando tú escribes, lo haces en estricto apego a los hechos, o los interpretas y escribes tus conclusiones? —No maestro, mi verdad es mi emoción. —¡Sí! eso es. Yo no hago historia, yo hago un mito. Y este mito tiene una parte del rastro azteca y tres partes de la raza que nació de Cortés y Malincha ¿Me entienden? El pasado ya está hecho, el presente y el futuro lo hacemos nosotros: la raza mestiza. El turno, es de Manuel; éste se levanta del sillón apoyando sus manos en cada una de sus rodillas, se remoja los labios y dice.
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Bitácora Escarlata - antología narrativa —México, y para el caso toda Iberoamérica, ya no es indígena, pese a ser su pasado, y tampoco chapetón. Es un cúmulo de razas que se abrazan en la indohispania. Es un pueblo clamoroso que pide libertad, justicia y pan y, si en esa empresa ayuda el arte, seguro que nuestro amigo Diego sabrá hacer un excelente trabajo en este edificio. —Eso es verdad —interrumpe Frida— mírense, ustedes hombres de traje y corbata, fumando puros caros en un país destruido, discutiendo cómo pintar la miseria del pueblo, cuando lo que se necesita es lo que menciona Manuel: libertad, justicia y pan. Las palabras de Don José se quedan atrapadas en su lengua y garganta. Se abre la puerta del despacho de improviso y deja ver a un hombre de ojos ocultos, contorneados por unas cejas cargadas. En sus manos lleva un dibujo. —Perdone la interrupción Don José, pero su secretario, el señor Pellicer, lo manda a llamar. Todos se levantan y van a la puerta. Manuel se acerca a Don José y le toma del brazo. —Don José, aquí tiene algunos apuntes del manuscrito. Ojalá le sean de su ayuda. Mirando fijamente los papeles Don José responde. —Lo había olvidado. Gracias. Manuel, espero te quedes al discurso. —Manuel confirma con la cabeza. Todos salen, excepto Manuel que, concentrado en el cuadro, se sume en el silencio. En el lastimero dibujo se ve el busto de un hombre de perfil, con los ojos cerrados y con la boca entreabierta, como lanzando un desmayado aliento al cielo en reclamo al universo por dejar caer a su dios: el sol. El hombre sufre al ver cómo una carabela, que surca el mar, eclipsa el sol. Una imagen apocalíptica. —¿Moctezuma? —Pregunta Manuel —No. Atahuallpa. —Responde el tipo de las cejas cargadas.
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En una tarjeta, al pie del cuadro se lee: Título: Atahuallpa Técnica: Carboncillo al Cartón. Autor: Rómulo Rozo, 1933.
—¿Usted es...? —dice Manuel apuntando con el índice al sujeto de cejas cargadas. —Sí, yo soy Rómulo Rozo. ¿Y usted? —Manuel Benjamín Carrión Mora. ¿Lo está vendiendo? —La imagen es lo que Manuel está buscando, la cereza de su pastel de más de 200 páginas. ‹‹¡Atahuallpa!, se llamará así.›› cruza por su mente. —No, es una imagen que quería presentarle a Don José para un proyecto en Chetumal. —Mmmm ya veo… —La discusión fue un tira y afloja, hasta que finalmente Rozo cede a las peticiones. Manuel compra el cuadro y, en lugar de quedarse, sale presuroso del edificio rumbo a la embajada. Ya en su despacho, con el cuadro al frente y con variada información de cronistas, se escucha toda la tarde y noche un rápido tac tac tac; es Dorothy que canta a través de los dedos de Manuel. Él sabe que Atahuallpa es tan sólo un fragmento en su obra, pero al mismo tiempo, la base mítica que necesita. La novela se acerca al final, Atahuallpa cae prisionero de los españoles y su protector, Hernando Pizarro, lo abandona. “Cuando te vayas, capitán, estoy seguro de que me van a matar tus compañeros. Ese ‘tuerto’ (Refiriéndose a Diego de Almagro) y ese ‘gordo’ convencerán a tu hermano que me mate”. El inevitable final está cerca. Contar sin alejarse de la realidad y rasgando la divinidad, le resulta un reto. ¿Cómo matar a Atahuallpa, hijo del sol, un dios? Esa era la frontera que Manuel aún no cruzaba.
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Bitácora Escarlata - antología narrativa El silencio se asienta en el despacho. Más de una hora de absoluta nada. A lo lejos en la noche, se oye el ladrido de un perro, el motor de un auto que se aleja y nada más. Observa el cuadro y su mente atrapa una frase escondida en la memoria. —¡Anocheció en la mitad del día! Esta semilla fértil se siembra entre sus cejas, y como si fuera una enredadera crece en sus brazos hasta dar frutos con punto y coma en el papel. “El Inca, acosado por las torturas niega a su padre, y éste se pierde entre nubes espesas y negras, ofreciendo un escenario nocturno. Valverde riega las aguas del bautismo sobre la cabeza del Inca que yace atrapada. Al tiempo que se dice ´Yo te bautizo con el nombre de Juan Francisco´ se escucha cómo las vértebras del cuello de Atahuallpa se rompen por la presión que vierte Pedro Pizarro al dar la vuelta a la rosca del garrote que le quita el aliento al último hijo del sol. Un gélido viento sopla en el valle y las nubes, ahora, cubren todo el cielo”. “Una mujer Zarza dijo al saber la noticia: Chaupi punchapi tutayaca. Anocheció en la mitad del día. La mala nueva se regó en todo el imperio, desde el Chincha hasta el Collasuyo. Todos supieron que era el final”. Unos párrafos más abajo y, pensando en su discusión con Don José, busca poner punto final a su obra. “Hoy es la hora de la construcción en Indohispania. Todas las voces –que se expresan indeclinablemente en español– afirman su anhelo de vivir en justicia y en igualdad social. Desde el México eterno de Zapata, pasando por el Perú de Mariátegui, hasta el sur fecundo de afirmación y anhelos, Atahuallpa no dice en estas páginas su odio hacia Pizarro. Cuatro siglos ya Atahuallpa y Pizarro esperan –y harán llegar– la hora de la tierra y la justicia”. A su regreso, Manuel encuentra un Ecuador tan o más convulsionado que cuando salió. El país está desmembrado por la guerra, la represión de los carabineros y el temor de un fraude electoral se respiran en el aire.
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Pero el Manuel de 1944 no es más el de 1933, ahora está imbuido por las buenas nuevas del mundo. En Quito, a dos meses después de una revuelta popular llamada “La Gloriosa” y a once años y un mes de la conversación mantenida en el palacio de Bellas Artes de México, Manuel levantará un palacio para el arte y la cultura de su país. En su biblioteca quedarán los testigos de su peregrinar: el “Atahuallpa” de Rómulo Rozo, que yacerá junto al Premio Nacional Eugenio Espejo; también estará Dorothy, ya vieja y abandonada. A más del cuadro de Rozo, Manuel traerá algo de México: el Premio Benito Juárez, que se dice lo disputará con Jorge Luis Borges, Asturias, Rómulo Gallegos y Arguedas. México también guardará algo de Ecuador, en la plaza de Santa Veracruz a una escultura de Manuel en bronce jugando plácidamente ajedrez, le acompañará la frase “Seamos una gran potencia de cultura porque para eso nos autoriza y alienta nuestra historia”. Al morir Manuel, en tierras ecuatorianas, en 1979, Jorge Enrique Adoum, insigne poeta ecuatoriano, apodado el turco, le escribirá… “Él hizo más grande nuestra patria. La llevaba orgulloso como una flor en el ojal a donde iba, y de donde iba volvía dejando amigos que la querían por contagio”.
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Bitácora Escarlata - antología narrativa
Xavier Díaz Quintana Quito - 1979. Licenciado en Comunicación Social por la Universidad Central del Ecuador y Magíster en Estudios de la Cultura y Literatura Hispanoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador. Actualmente colabora escribiendo artículos periodísticos para la revista Ecuatur y presenta el programa radial El especialista en casa, en Radio Sensación 800 AM. Ha trabajado como analista de medios de comunicación en temáticas de niñez y adolescencia, y como apoyo logístico para proyectos de comunicación y desarrollo enfocados en la participación ciudadana. Es becario del programa ABC del Municipio del Distrito Metropilitano de Quito.
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Bitácora Escarlata - antología narrativa
Sintigo en la distancia Nosotros, que nos queremos tanto, debemos separarnos no me preguntes más. Pedro Junco Jr.
Una agradable voz de mujer anunció por los altoparlantes de la sala de espera que el vuelo tres-tres-seis de aerolíneas Iberia, proveniente de Madrid, España, acababa de aterrizar, y que los pasajeros desembarcarían por la puerta número nueve. Alexandra dejó a un lado el libro que leía sin mucho interés y consultó su reloj: eran las ocho en punto de la noche. Calculó el tiempo que le tomaría a Felipe bajar del avión, recoger el equipaje, pasar por la aduana y salir. «Al menos unos cuarenta y cinco minutos más», pensó y tomó de nuevo el libro sin lograr concentrarse en absoluto en lo que estaba leyendo, porque sus ojos no cesaban de dirigirse a la puerta por la que él tendría que salir. Junto a ella, en la sala de espera, decenas de personas aguardaban la llegada de familiares y amigos. Para Alexandra, habían pasado cinco años desde la última vez que vio a su marido, una época nefasta cuando los bancos quebraron y miles de personas se quedaron sin un centavo. Muchos decidieron que la mejor opción, al menos en ese momento, era irse. Felipe y Alexandra no fueron la excepción; pero a ella le resultaba imposible 27
viajar, tenía a su madre enferma y a su hijo Pablito en la escuela. Tras largas discusiones, llantos y peleas, finalmente, y con resignada aceptación, decidieron que sería Felipe quien viajaría. Una mañana de diciembre fue con él hasta el aeropuerto, como tantos otros, y se despidieron. Mientras se abrazaban por última vez, él le prometió que haría hasta lo imposible para enviarle suficiente dinero que ella podría invertir y, entonces, regresaría. Alexandra, por su parte, prometió esperarlo. En fin… todo ese tipo de cosas de las que hablan las canciones de amor y desamor. Cinco años después, sentada en una silla de la sala de espera del mismo aeropuerto, se retorcía las manos preguntándose qué pasaría una vez que Felipe llegara y lo tuviera en frente. Claro que se habían escrito. No a través del correo electrónico, sino por cartas convencionales, escritas a mano, en ese papel ultra fino, con líneas impresas para guiar la escritura. Al principio, se enviaban al menos una carta semanal en las que él le contaba todos los problemas que debía sortear por ser un emigrante latinoamericano. Mostraba, en todo caso, entusiasmo y optimismo, porque otros, que habían llegado hacía tiempo en la misma situación, ahora tenían casa y carro. Las familias que los esperaban en sus países de origen ahorraban en dólares, lo que era una ventaja, porque así no tendría que quedarse por mucho tiempo, decía. Alexandra también le contaba lo que iba pasando en el país. La situación parecía haberse regulado y el cambio de moneda había estabilizado la economía. Le contaba de su madre, que cada día estaba más débil, y de cómo iba su hijo en la escuela, de lo grande y vivaz que se estaba poniendo. Adjuntaba algunas letras del niño y se despedía hasta la siguiente semana con un te amo que poco a poco comenzaba a leerse mecánico y desabrido. Conforme pasaba el tiempo, las cartas de Felipe se iban haciendo menos frecuentes. El trabajo que es matador, decía para disculparse, y ella le creía, porque no tenía ninguna razón para no hacerlo. De una carta semanal, después del primer año, Alexandra tenía suerte si recibía correo cada dos o tres meses, aun cuando ella continuaba escribiendo con la misma regularidad de siempre.
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Bitácora Escarlata - antología narrativa Una tarde, después de varios meses sin saber nada de su marido, recibió una carta suya en la que decía que la realidad en España no era la que le habían pintado, y apenas tenía para sobrevivir y, lo peor de todo, que no podría enviar la remesa durante algún tiempo y que debía quedarse por allá todavía más. Habían pasado cuatro años, la madre de Alexandra había muerto, su hijo había terminado la primaria y las cosas estaban peor que nunca. Un año más, es lo único que te pido decía Felipe en una de sus cada vez más esporádicas cartas. Alexandra le contestó que lo esperaría, y en sus palabras dejaba entrever lo cansada que estaba de hacerlo y lo terriblemente sola que se sentía. Lo mismo leía entre líneas, en las casi inexistentes letras que llegaban. De pronto, las personas en la sala de espera se levantaron y corrieron, casi hasta amontonarse frente a la enorme puerta número nueve, donde ya se veían a los primeros pasajeros abandonar la estación de arribo, y agitaban las manos en cuanto reconocían a sus familiares y amigos. Una vez afuera, los abrazos, los apretones de manos, los besos y las lágrimas se confundían con las risas, los gritos y los llantos de una emoción largamente contenida. Alexandra buscaba aprehensiva entre los pasajeros que salían arrastrando sus maletas. Lo vio salir con un traje formal, negro, sin corbata, con una camisa turquesa abrochada hasta el cuello, y la leva completamente abierta, el cabello un poco más largo y cano, y parecía que no se había afeitado en varios días, pero por lo demás era él. Traía cuatro maletas grandes en un carro empujado por uno de los empleados del aeropuerto, y dos más, una en la mano y otra colgada al hombro. A su lado, caminaba otro hombre con el que conversaba y reía hasta que traspasaron la puerta y salieron mezclándose con las demás personas que poco a poco iban despejando la sala. Alexandra se quedó en su sitio. Felipe no la reconoció, o no la vio, sino hasta cuando se encontraba a escasos metros de ella. Dejó ambas maletas en el suelo, pero no hizo nada más que verla con una sonrisa como congelada en el rostro. Alexandra también intentó sonreír sin mucho éxito y, por fin, se abrazaron. Nada de lágrimas. Nada de gritos de alegría. Nada más que un
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abrazo largo y cálido. Felipe le presentó al amigo con el que conversaba y reía. Caminaron hasta la salida y se despidieron. Ya en el taxi, Alexandra no encontraba la manera de comenzar a explicarse. El viaje era relativamente largo, sobre todo por el tráfico de la noche, lo que le dio tiempo y respiro para ordenar mejor sus ideas, aun cuando no había dejado de pensar en el asunto desde que salió camino al aeropuerto. Felipe también permanecía en silencio. «¿Por qué?», se preguntaba ella, mientras en la radio Joan Manuel Serrat cantaba un bolero, cosa inusual en él, pero que se ajustaba a la perfección en ese minuto de incertidumbre: No existe un momento en el día en que pueda apartarte de mí. El mundo parece distinto cuando no estás junto a mí.
Y fue eso, más que otra cosa, lo que la hizo decidirse. —Felipe —dijo, y el hombre se volvió hacia ella, porque durante todo ese tiempo se la había pasado mirando a través de la ventana. —Cómo ha cambiado todo —dijo él sin preguntarle qué era lo que pasaba, pues estaba seguro de que algo no andaba bien. —No tienes idea de cuánto —fue la respuesta de Alexandra, y solo entonces Felipe le prestó la atención debida. —Quiero disculparme contigo —dijo él—. Sé que debí escribir más seguido. Sé que era lo que esperabas que hiciera. —Lo único que esperaba era que volvieras —respondió Alexandra. —Bien, pues aquí estoy —dijo él, aunque con tal falta de entusiasmo que de nuevo el silencio se interpuso entre los dos como una cortina sucia y vieja. Alexandra, en contra de su voluntad, volvió a encaminar la conversación a ese cauce indeseado. —Felipe, en todo este tiempo… he pensado mucho en nosotros —dijo vacilante. 30
Bitácora Escarlata - antología narrativa —Has pensado en nosotros, ¿cómo? —preguntó, mirándola de nuevo a los ojos. —Me refiero a que ha pasado mucho tiempo… y la distancia… —Bueno, estaba en Madrid, no a la vuelta de la esquina. ¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó Felipe entre curioso y exasperado. Alexandra tomó aire varias veces. Estaba muy nerviosa y no dejaba de refregarse las manos, la una a la otra. Felipe, viéndola en ese estado, creyó comprender qué era lo que sucedía. —¿Hay alguien más? ¿Es eso lo que quieres decirme, que hay alguien más? Alexandra ni afirmó, ni negó nada, pero tampoco era necesaria mayor explicación. Serrat terminó de cantar la última estrofa haciendo vibrar su voz, arrancando lamentos y lágrimas a la letra de la canción que se le hundió a Alexandra hasta el fondo de su corazón: Más allá de tus labios, del sol y las estrellas, contigo en la distancia amada mía estoy.
Permanecieron callados el resto del viaje, en medio del silencio que ahora era como una sustancia que espesaba el aire y lo hacía irrespirable. Cada uno miraba por su ventana; él, buscando reconocer la ciudad que no había visto en cinco años, y ella, deseando que el taxi no se detuviera nunca, lo que a su pesar hizo algunos minutos después al pie de un edificio. Se apearon. El taxista recibió el dinero por la carrera, y desapareció por la misma calle. Felipe comenzó a meter las maletas al recibidor del edificio, pero Alexandra lo detuvo con un gesto de impaciencia. —Está allá arriba —fueron las únicas palabras que logró pronunciar. —¿Sabía que volvería precisamente hoy? —preguntó Felipe, alzando la mirada hacia su mujer, y soltó un resoplido. 31
—Sí, se quedó cuidando de Pablito —dijo Alexandra, tratando de evitar los ojos de su marido. —Bien —dijo Felipe, pero todavía permaneció un rato de pie, con las manos en la cintura—. Tengo que ver a mi hijo —concluyó. —No… espera… —Alexandra, me conoces lo suficiente para saber que no voy a armar un escándalo. Solo quiero saludar a Pablito y después ya veremos. —Pero… es que no… —Además —continuó sin hacer caso del balbuceo de su mujer—, tú misma lo has dicho: ha pasado mucho tiempo. No creas que no sé cómo se siente. Terminó de meter las maletas en el recibidor y las dejó allí, excepto la más grande, que se echó al hombro y solo entonces comenzó a subir las escaleras, seguido de su mujer que lo veía como si se tratara de un extraño, porque ella misma se sentía como una extraña. En el rellano de su piso, Alexandra, le cortó el paso con los brazos extendidos. —Realmente no es lo que tú crees —dijo asustada y pálida. —Si no lo es —dijo Felipe haciéndola a un lado mientras tomaba la llave que Alexandra empuñaba en su mano y abría la puerta—, lo mejor es que lo aclaremos todo cuanto antes, ¿no te parece? Entró, y al primero que vio fue a su hijo, sentado en el sillón de la sala mirando la televisión. Era mucho lo que había cambiado en cinco años. Más alto, aunque no podía apreciar cuánto, sentado como estaba. El cabello crecido, abundante y ondulado; ancho de hombros, como él mismo había sido a esa edad en que las hormonas no daban tregua y expandían la vida en todas direcciones. Desde la puerta lo llamó por su nombre, pero el muchacho, atento a la pantalla del televisor, apenas se dio cuenta de lo que sucedía. Alexandra se acercó dejando a Felipe en la entrada y apagó
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Bitácora Escarlata - antología narrativa el aparato. Solo entonces, Pablito parpadeó varias veces y estaba a punto de protestar cuando lo vio. —Hola, hijo, ¿no vas a decirme nada? Pablito lo miró perplejo, luego a su madre y de nuevo a Felipe. Sin saber qué hacer ni cómo, intentó levantarse y volvió a caer sobre el sillón. —Ven acá, muchacho. Dame un abrazo —pidió Felipe, inconsciente de la impresión que provocaba en su hijo. Por fin, y con mucho esfuerzo, Pablito se levantó y fue al encuentro de su padre, quien ya tenía abiertos los brazos y rodeó con ellos al muchacho sin que este le correspondiera, aunque tampoco esperaba mucho de su parte, al menos no de momento. Alexandra los miraba y sentía que por unos segundos el mundo dejaba de girar. Con el ánimo de distender un poco el ambiente, Felipe abrió la maleta y le fue entregando las cosas que había llevado para él y para su madre. Entonces, con un gesto de complicidad en su sonrisa, le pidió a su hijo que se retirara a su habitación. El muchacho, presintiendo que algo sucedía, o estaba por suceder, tomó sus obsequios y se fue. —¿Y bien? ¿Dónde...? —comenzó a decir, pero la pregunta se le quedó a medias cuando, con un leve chirrido, otra puerta, esta vez la de la habitación principal, aquella que por derecho aún pertenecía a Felipe, se abrió poco a poco y por ella apareció la menuda y temblorosa figura de una mujer que tendría más o menos la edad de Alexandra, y que lo miraba aterrada, porque no tenía ni idea de lo que escucharía a continuación. —¡Ah, caramba! ¿Así que de esto se trataba? —dijo Felipe, ahora él sin saber cómo reaccionar ante la inusual revelación. —Te dije que no era lo que creías —dijo Alexandra, todavía a la expectativa de lo que Felipe pudiera hacer o decir. Al menos lo peor ya había pasado.
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Y en un giro inesperado, Felipe se acercó a la otra mujer, que del terror pasó a la confusión y no supo qué hacer cuando le extendió la mano—. Mucho gusto, soy Felipe. —Mm… mucho gusto. Carmen —contestó la mujer intercambiando con Alexandra miradas inquietas mientras le daba la mano a Felipe y la retiraba de golpe, como si le hubiera quemado. —¿Sabes? —dijo el hombre frotándose la nuca—, tal vez esto resuelva las cosas mejor de lo había planeado, porque no sabía cómo decírtelo, y me alegro que hayas sido tú la primera en soltarlo. —¿Resolver? ¿Qué había que resolver? —preguntó Alexandra, aturdida. De pronto recordó las cartas cada vez menos frecuentes y sí más breves, y todo cuanto le decía entrelíneas, que era lo mismo que se ella había callado, hasta ese día. Abrió muchos los ojos mientras le decía—: ¿Tú…? ¿Quién…? —Ya lo conociste, en el aeropuerto. ¡A Esteban! —le aclaró Felipe, porque Alexandra seguía con cara de no comprender nada—. Creo que te va a agradar, es un buen tipo y fue un maravilloso apoyo mientras estaba en Madrid. Carmen, desde su lugar detrás del sillón donde se había refugiado, los veía como si ambos estuvieran locos, olvidando que ella también era parte de esa locura compartida. Felipe continuó: —Por Pablito no me preocupo. Es un muchacho grande, y por su reacción al verme hasta creo que entiende y acepta lo suyo —dijo señalando a las dos mujeres con un gesto de la mano—. Espero que asimismo comprenda y acepte mi situación. Y tú también. He vivido durante meses con el remordimiento, con la interrogante de lo que pasaría llegado el momento, pero al parecer ya puedo volver a respirar. Se quedaron los tres en sus respectivos lugares, inmóviles, hasta sentir que los ánimos se relajaban y, entonces, Alexandra preguntó: —¿Y ahora qué vas a hacer?
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Bitácora Escarlata - antología narrativa —Solo necesito hacer un par de llamadas —fue la respuesta de Felipe, que parecía haber ensayado demasiadas veces. En los minutos siguientes Felipe telefoneó, primero al hombre que lo había acompañado desde Madrid y luego a la central de taxis. Antes de marcharse, tocó con los nudillos la puerta de su hijo y entró. Alexandra se puso nuevamente tensa, pero al darse cuenta de que conversaban como dos buenos amigos se relajó lo suficiente. Escuchó a Felipe despedirse de Pablito con un “nos vemos, muchachón”, y lo vio aparecer y dirigirse a la puerta de salida. Al pasar junto a Carmen le extendió de nuevo la mano, que ella apretó con timidez y se despidió con una media sonrisa. —Vendré a ver seguido a mi hijo —dijo a su esposa ya afuera, en el rellano. —Cuando gustes —respondió Alexandra con un suspiro ausente. Todo era tan ridículo, en el buen sentido. —Gracias por todo —dijo Felipe, y dio media vuelta incapaz de ver el rostro de su mujer por un segundo más, porque era como el suyo propio, con las huellas de la derrota y la dicha impresas en los ojos que ya miraban cada cual en direcciones diferentes. Alexandra, apoyada sobre la puerta, con los brazos cruzados, esperó inmóvil mientras escuchaba los pasos de su marido que se alejaban escaleras abajo. En la calle, el taxi anunció su llegada haciendo sonar el claxon. Uno o dos minutos después el vehículo arrancó y el ruido del motor se perdió en medio de la noche. «Vaya —se dijo Alexandra—. ¡Pero qué absurdo!» Y con la cabeza todavía hecha un avispero por la forma en que se habían resuelto las cosas, regresó al interior del departamento junto a su familia.
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Samanta Andrade Moreno Riobamba - 1994 Para el estado:1722533559 Para el amante: “es como si por dentro estuviese llena de mariposas” Para el enemigo: “un común de los mortales” Para el hermano: “casi todas las respuestas” Para el amigo: “permanentemente recordatorio de sueños…” Para el ajeno: “síntesis impostergable” Para el reflejo: yo soy el Otro
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Los Cazadores Hoy, jueves 12 de enero de 2017, a las 5h00 am, ha sido detenido un miembro de la banda de “los cazadores”, acusados del asesinato de Amelia Monsalve y de un conjunto de secuestros y agresiones a mujeres jóvenes que posteriormente eran abandonadas en las laderas del volcán Pichincha. Amelia abandonó a Ignacio tras cinco años de relación. Todos la conocíamos: era bonita y le gustaba vestirse con unas falditas cortas, casi infantiles, que contrastaban con la mirada lúbrica que nos enviaba de vez en cuando a Juan Pablo y a mí. —¡Después de todo lo que he hecho por ella! Seguro tiene a alguien más esa zorra, alguna de sus amigas la debe estar convenciendo de dejarme —vociferaba Ignacio tras la octava botella. El sabor agridulce del alcohol comenzaba a contagiarme de rabia. Isabel, mi ex novia, rondaba otra vez por mi cabeza. Supongo que a Juan Pablo le pasó algo parecido. Fue él quien propuso la visita de esa noche. —Amelia, mi vida, hablemos… ¿podemos vernos en el bar de siempre? —la voz lastimera de Ignacio debió convencerla. 39
En el auto y cubiertos con pasamontañas, esperamos impacientes a que saliera. Media hora después, la vimos bajar las escaleras. Estaba guapísima, como para restregarle a Ignacio el haberla perdido. Nos abalanzamos sobre ella. Mientras Ignacio le tapaba la boca, yo aproveché para sentirle los muslos calientes camino al auto. Juan Pablo, algo atontado, conducía rápidamente. —Puta —escupió Ignacio sujetándola del pelo—, para que aprendas a valorar lo bueno. Amelia no atinaba a defenderse, era toda lágrimas y balbuceos. Cuando la dejamos en ese terreno, parecía estar a punto de orinarse. Juan Pablo abrió la puerta y ella cayó sobre el césped. Me pareció que rodó unos metros por la ladera, seguramente desmayada de miedo. De vuelta en casa de Ignacio, conversábamos entre risas sobre lo ocurrido. Podía sentir la adrenalina corriendo por mi cuerpo. Juan Pablo parecía menos divertido. —Quita esa cara de mierda ¿o es que no te gustó? —le dije al terminar la noche. Amelia pasó varios días en cama, no paraba de llorar y apenas podía dormir. Lo supimos porque una amiga suya había reclamado a Ignacio, amenazando con denunciarlo. Sabíamos que no tenía pruebas, así que no nos preocupamos. Días después, Isabel cometió el error de ignorarme. La detuvimos saliendo de la Universidad, esta vez sólo Ignacio y yo. Juan Pablo se declaró marica al rechazar la invitación. Isabel intentó soltarse cuanto pudo. Comenzó a patalear e intentó morderme, por lo que tuve que noquearla con un golpe certero en la frente. Siempre me gustó verla dormida. Después, detenernos fue más difícil. Fuimos portada de El Extra por tres semanas seguidas. Nos llamaban “los cazadores”. Si bien, al principio la lección fue para las putas cercanas, de a poco dejó de importarnos quienes eran. Si veíamos a alguna chica caminando
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Bitácora Escarlata - antología narrativa sola demasiado tarde, era como un llamado. Lo nuestro era casi un servicio, un susto bien merecido a tanta mojigata de esta ciudad. Alrededor de un mes más tarde, Amelia volvió a la Universidad. No hablaba con nadie y sus padres iban a dejarla y recogerla. Ignacio llegó encolerizado, la había visto encontrarse con Juan Pablo cerca de Arquitectura. —Así que por eso el hijueputa no quiso salir de nuevo. Siempre supe que Amelia quería tirárselo… pero va a aprender, esta vez tenemos que hacerlo bien. Ignacio estaba fuera de sí. Cuando bajamos del auto, no dejó que me acercara. Lo vi golpearla con furor en el suelo. Amelia se quejaba llamando desesperadamente a Juan Pablo. —¿Qué no sabes que fue él quien te trajo aquí la vez anterior? Tu nuevo noviecito propuso el madrazo de hace un mes, estúpida. Y ahora pretende cuidarte de nosotros. Es él de quién debiste cuidarte. Estuve a punto de irme, avancé un par de metros, pero me ganó el temor de que a Ignacio se le fuera la mano. Cuando volví, él seguía pateando desaforadamente el cuerpo hinchado. Lo empujé y me acerqué al desfigurado rostro de Amelia, intentando escuchar su respiración. —La mataste idiota, ahora ¿qué vamos a hacer? Ignacio no respondía, miraba el horizonte como anonadado. Con un enorme esfuerzo lo arrastré hacia el auto y conduje lo más rápido que pude montaña abajo. Al llegar al peaje, aparqué a un lado de la carretera. —Tenemos que irnos lejos Ignacio, ya no podremos volver. Por ahora, lo mejor es escondernos, pasar aquí la noche hasta calmarnos ¿me estás escuchando? Maldita sea dime algo. Ignacio estalló en llanto, no paraba de repetir que se lo merecía. —Ella se lo buscó, sólo tenía que haberse quedado tranquila, calladita… Ir a meterse con Juan Pablo, debió saber que algo malo le pasaría —dijo antes de quedarse dormido.
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Al despertar, tenía la sensación de estar en un mal sueño. Prendí la radio, esperando la noticia del asesinato de Amelia, pero no había nada. Pasé por todas las emisoras, mucha crónica roja, pero nada sobre Amelia. —Ignacio, ¡mierda levántate! Estás lleno de sangre. Necesitamos conseguirte ropa. Déjame ver si encuentro algo en la cajuela. ¡Muévete, chucha! Aún con la sensación de somnolencia, conduje por la carretera. Ignacio dijo que tenía un tío en la costa que podía alojarnos un par de días. Hoy se cumplirá un año de ese viaje. A Ignacio lo dejé con su tío. Pasé allí la noche intentando tranquilizarlo y partí en cuanto pude. Tres días después, me llegó la noticia de su muerte. Según me contó su tío, Ignacio había bebido demasiado y, antes de que pudieran detenerlo, saltó al río. No voy a decir que lo lamenté demasiado. Las primeras semanas escuchaba anuncios sobre la búsqueda de “los cazadores” pero, sabiendo cómo es la justicia en este país, poco a poco dejé de tener miedo y reanudé mi vida. Lo único que me impedía dormir tranquilo era pensar en Juan Pablo. Sabía que ese cabrón nunca me dejaría en paz.
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A. NIA —Ania, ¿quieres escuchar la historia otra vez? —… —Tu nacimiento causó un revuelo abrumador, ¡una niña sin corazón! Aún conservo el periódico con esas letras enormes y la foto de tu cuerpecito hueco. Vinieron muchos doctores, nadie podía explicarse que siguieras viva. Según me dijeron, era mejor dejarte crecer así. Tenían miedo de intervenir y acabar contigo. ¡Estuve tan asustada! Verte con ese agujero en el pecho fue una pesadilla, pero la solución no tardó en llegar. Lo encontré aquí, en el patio, mientras acumulaba hojas secas. Un diminuto gorrión agonizante. Cuando lo tuve en mis manos, ¡me recordó tanto a vos! Fue inevitable pensar que aquello era lo que te faltaba. Corrí a tu habitación. Llorabas fuertemente. Te puse en mi regazo e inserté despacio el ave en tu pecho. Ya han pasado 18 años desde entonces y has crecido tan bien, sonriente, fuerte, ¡llena de vida! Mi Ania preciosa, ven, quiero escucharte latir. No has tenido molestias ¿verdad? Tu corazón crece igual que tú, ¡qué maravilla!
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Mañana celebraremos tu cumpleaños antes de que te marches, nunca pensé que querrías un viaje como regalo. ¿Segura de que no quieres que vaya contigo? Me preocupa que no te puedan entender. —… —Bien. Ya tengo todo preparado. Tus maletas están listas. No hagas caso cuando lloro, ya sabes que soy así. Ahora, ve a dormir. ¡Espera! Un beso más, mi querida Ania.
Despegué mis labios mirándola con anticipada nostalgia. Mientras avanzaba hacia el cuarto comenzaron las convulsiones, sus alas moviéndose violentamente, sus pequeñas garras escarbando con desesperación. El dolor fue insoportable… Miré mi pecho y me invadió una pulsión de muerte. ¡Ya no estaba! Siguiendo las huellas de sangre que había dejado a su paso lo encontré tieso y horrible. —¡Maaaaadreeee! —Me tapé la boca con las manos. No puede ser… por primera vez, ¿hablé?
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Linda Espín Rueda Quito - 1992 Linda Espín es hija, hermana y amiga. Es amada y alegre. Nació en Puyo y creció rodeada de la naturaleza. Cuando creció vino a Quito a estudiar y a continuar su vida en la capital. Cree que con la escritura puede mostrar el mundo, pero primero debe conocerlo por completo.
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La vida que no vivió Los rayos de sol entraban por la rendija. Juan miró la delgada línea de luz y supo que pronto pasaría el carcelero como todas las mañanas. —¡Despertarse! Gritaba con voz fuerte, dejando a la imaginación el ceño fruncido que pintaba a diario. Juan era un feto acurrucado en el vientre de su cama. Entre un abrir y cerrar de ojos repitió en su mente su rezar diario, la fecha actual: 11 de noviembre de 2016. Después de ubicarse en el tiempo, se dispuso a empezar el día. Cada situación era automática. Puso un pie en el suelo y el frío recorrió su cuerpo hasta despertarlo por completo. Su compañero de cuarto, Beto, hizo lo mismo, saltando desde el segundo piso de la litera. Beto ocupó el retrete y Juan lavó sus dientes. Luego, la ducha en agua fría. Después de cinco años, la vergüenza no importaba. —Juan, tienes visita —dijo el carcelero. —¿Visita?
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Era la primera vez que alguien lo buscaba. Después de la sentencia, sus familiares y amigos lo desterraron de sus mentes. Cuando ingresó a la cárcel, tenía padre, madre y una hermana. Al pasar tres años, decidió que era preferible borrarlos de su memoria. Dejó caer los ciento cincuenta kilos de peso sobre la cama. Temblaba. Con la cabeza abajo y sus cabellos oscuros cubriendo la mitad del rostro, disimulaba el asombro en sus ojos. No tenía un discurso para decirle a su familia. Todo lo que planificó por tres años lo había olvidado. —No creo que te esperen toda la vida —insistió el carcelero. Juan se levantó y fue detrás del policía. En lo único que podía pensar era en quién habría muerto. A su compañero Beto lo visitaron después de cuatro años para decirle que su papá falleció. El denominador común de los presos era el olvido y la impotencia de estar encerrados sin poder hacer algo por la gente que amaban. Mientras caminaba, pensó mil formas de iniciar la conversación: ‹‹Hola, siento que haya muerto››. ‹‹Hola, estoy arrepentido››. ‹‹Te extraño››. ‹‹Soñé con este momento››. ‹‹¿Por qué nunca me visitaron?›› ‹‹¡Son unos desgraciados!›› Su mano recorrió y conoció el filo de la silla azul que decoraba la cabina. Durante el primer año, quiso escuchar la frase “tienes visitas”. Después de ese tiempo, prefirió no hacerlo, porque toda palabra que venga de un familiar era ingrata. Se sentó y esperó a que llegara el extraño visitante. Cuando alzó la mirada, vio que era Julia, su hermana mayor. Volvió a agachar la cabeza. Las malas noticias estaban por llegar. Tomó el interlocutor. Sus manos temblaban al acercar el teléfono a su oído. Inmóvil, con la bocina a un milímetro de su rostro, sólo escuchaba su respirar. Pasaron uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos y nadie decía nada. Ni él, ni quien le esperaba del otro lado. Diez… —Hola, Juan
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Bitácora Escarlata - antología narrativa El corazón del preso bombeaba a punto de estallar, tanto así que hasta su hermana lo escuchó desde el otro lado. Ya no le temblaban las piernas, ni las manos. Todo el espectáculo se lo llevó el órgano vital desde el interior de su cuerpo. —¿Alguien murió? —Nadie, vine porque... Hubo un silencio eterno entre los dos. Luego, el teléfono colgaba de una de las cabinas. —¿Juan? El preso pudo visualizar su mayor miedo: saberse culpable y señalado por su familia. Su mente voló a aquel momento, se miró agarrando a un hombre pálido, sin luz de vida en los ojos. La ira no encontraba cauce dentro de su cuerpo y se desbordó al ver cómo su cuñado maltrataba a su hermana. Los golpes volaban en todas direcciones. Hasta que, defendiéndose, encontró un cuchillo y lo hundió en el corazón del esposo de Julia. Debía defenderla y acabar con aquel infeliz. Nadie entendió que lo hizo por amor.
Escuchó la voz acusadora de la hermana por el auricular, pero ya no le hizo caso. En silencio, y a paso lento, volvió a su jaula, como un león amansado.
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Aldo Pesantes Milagro - 1993 Encontramos en sus escritos la profundidad de una mente que se fragmenta a las situaciones más inesperadas, con una sensibilidad que grita y toca el alma de las palabras y se queda tras sus ojos acechantes e imperturbables, ante la cruel realidad que le rodea. Nos engancha presentando un lenguaje claro, sincero y directo que nos mantiene dentro de los personajes aun teniéndolos lejos, observando la tristeza o alegría que embargan.
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La Visita Era verano. El viento levantaba el polvo reseco y curtido de las calles del pequeño pueblo. Todos los habitantes se encontraban en sus casas. La mayoría dormía, mitigando la agitación que provocaba el calor. Otros se sentaban en bancos de madera en los pórticos. Los hombres se sacaban la camiseta, la agarraban por la manga y la hacían girar como un molino de viento. Las mujeres agitaban sus abanicos perezosamente tratando de refrescar la humedad que les ahogaba al respirar. Los ancianos fumaban y leían el periódico; habían vivido tantos años y pasado tantos días calurosos, que no sabían si ese día era peor al de los veranos anteriores. Días en los que hacía “una calor del diablo”. En un sitio por donde ningún lugareño transitaba, estaba la casa más grande y antigua del pueblo. Pertenecía a la mujer más anciana. Nadie conocía su nombre, salvo que era viuda hace ya cuarenta años y que tenía doce hijos que nunca la visitaban. En los días de calor, la mujer salía al patio trasero de su casa y se sentaba en una silla de hierro azul bajo una mata de almendros en forma de paraguas para protegerse del sol. A sus pies, se echaba un perro, casi tan viejo como ella, enorme, de color negro azabache que la seguía a todos lados.
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Habría querido entrar a su cuarto, para ponerse a dormir igual que el resto del pueblo, pero éste parecía un horno. El techo de zinc que sus hijos habían mandado a poner causaba un ambiente sofocante. Con dificultad y un gran dolor en los pies, provocado por sus cien kilogramos de peso, se levantó de la silla y se dirigió hacia el tanque de agua. Se tambaleaba de un lado a otro como un pingüino. Logró llegar sudorosa y cansada. Se agarró a una maceta que se encontraba junto al tanque, metió el brazo hasta el fondo para alcanzar la jarra. No lo logró y se puso en puntillas hasta que su mejilla rozó con el agua, con la punta de los dedos la alcanzó y la sacó de un tirón. Recordó a sus hijos cuando eran niños. Jugaban a lanzarse baldazos de agua en los días calurosos como éste. Los más grandes cogían a los pequeños por los pies y los arrojaban al tanque. Ellos la llamaban a gritos, pidiendo ayuda porque se ahogaban y rogaban que castigara a sus hermanos. Una gota de sudor resbaló por su ceja y se metió en el ojo izquierdo haciéndolo lagrimear e interrumpiendo su recuerdo. Metió nuevamente la jarra al tanque y la llenó, la agarró con las dos manos, la alzó por encima de su cabeza y derramó su contenido. El agua recorría su cuerpo proporcionándole frescura, reconfortándola. La sentía en todas partes, al igual que a sus hijos en el día de las madres, cuando la rodeaban por todos lados, le jalaban la falda, pellizcaban su estómago, llamaban su atención corriendo alrededor de sus pies, pidiendo que se les escuche primero. Estiraban sus bracitos enseñándole las tarjetas, las rosas y los chocolates que le habían conseguido. Trataba de coger todos los regalos al mismo tiempo, recibía muchos besos y abrazos... hacía tantos años de eso. Volvió a llenar la jarra y mojó sus pies, también la cabeza del perro y el resto de agua la vació en la maceta. Caminó nuevamente hasta la silla, sentándose con dificultad, agarrándose bien de sus brazos de hierro, el perro la siguió y, como siempre, se echó a dormir a sus pies. Hacía tres años sus hijos le habían prometido ir a pasar con ella un verano. Siempre los esperaba ilusionada, pero la vida pasaba y todo seguía igual. La labor de madre le había enseñado a prepararse para eso durante toda su vida; aun así, guardaba el dolor del abandono. Sola en la enorme 54
Bitácora Escarlata - antología narrativa casa, sentía terror porque le tomaba tiempo reconocer en donde estaba. El miedo y la tristeza se le infiltraban por la respiración, como el viento del desierto deshidratando su alma. Caminaba por el cuarto buscando una compañía que no existía, tan solo palpaba el vacío eterno en las paredes de su habitación. La mañana se había puesto más calurosa. Estaba dormitando cuando sintió en la nuca un aguijonazo. Se rascó con el índice. Al examinar la uña, una hormiga roja se movía moribunda. Giró la cabeza y una larga hilera de estos insectos trepaba por el tronco del almendro. Siguió su rastro hasta que se perdieron en lo alto de las ramas. ―Parece que este año te han escogido a ti ―le susurró al árbol mientras se ponía en pie para alejar la silla―. Estos bichos se lo comen todo. Al levantarse, sus rodillas tronaron como una matraca y el dolor del esfuerzo la detuvo por un instante. Levantó la silla, dio unos pasos y la sandalia se le salió al tropezar. Quiso volver a ponérsela, pero al asentar el pie en tierra, una pequeña piedra se le clavó en el talón, lo alzó por instinto, perdió el equilibrio y aflojó la silla que fue a dar contra el perro. Dio media vuelta apoyada en un solo pie, cayó de bruces estrellando su frente en el espaldar de la silla. Sintió cómo la sangre le empezaba a bañar toda la cara y las gotas manchaban la tierra dándole un color negruzco que en pocos minutos sería evaporado por el sol. Con una mano se topó la herida, la sangre no dejaba de manar. Borrosamente vio que el perro se acercaba y le olfateaba la mejilla, rozándola con su nariz húmeda. No pudo ver ni sentir nada más y se desmayó. Cuando abrió los ojos estaba sentada en un tronco a las orillas de un lago. En el centro había una pequeña isla en la que divisó a muchos niños jugando. Se puso de pie para verlos mejor y uno de los pequeños le hizo gestos para que se les uniera. Sin dudarlo un segundo, se arrojó al agua y empezó a nadar. De pronto, notó que no avanzaba ni un centímetro. Quiso tocar fondo, pero no sentía nada. Volvió la cabeza y la orilla había desaparecido y la pequeña isla se alejaba cada vez más. Ya sin fuerzas y vencida por el cansancio, los ojos se le cerraron lentamente. Mientras se hundía, escuchó los gritos de los niños:
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― ¡Nada, mamá, nada! ¡Te estamos esperando para jugar contigo! ¡No te rindas! ¡Te falta poco! ¡Sigue nadando! Ya no pudo escuchar más, porque el agua tapó sus oídos, vio todo oscuro, sintió mucho frío, su cuerpo no respondía a sus esfuerzos y se posó suavemente en las algas del fondo. La tierra se resquebrajaba vencida por el castigo que le propinaban los golpes del sol. Tres días pasaron cuando todos sus hijos llegaron en grupo; iba a ser una visita sorpresa. Avanzaron por el zaguán hasta el patio de atrás, un olor nauseabundo y el mal augurio inundaron el ambiente. Al llegar, encontraron el cuerpo de la anciana en estado de putrefacción. Sobre uno de los pies, estaba la cabeza del perro, las larvas de moscas los devoraban y las hormigas rojas recorrían los cadáveres formando pequeñas hileras en cada abertura de la carne descompuesta.
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David Noboa Cazar Quito – 1976 Una voz que decidió levantarse del silencio intrascendente para entregar un legado al que tenga un corazón para escuchar, al que prefiera experimentar la vida más que el espejismo de lo palpable, al que esté dispuesto a ver sin los ojos de su razón habitual.
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Parálisis Reluce opaco este pensamiento recurrente una incrustación de la niñez en mi voluntad adulta granizo helado en el alma por la cruenta soledad compañera infausta que con dedicada concentración aparece para sembrar tonadas amargas en el corazón de un incauto soñador que solo quería cambiar al mundo.
Mi vida ha sido una montaña rusa interminable, llena de sucesos repetitivos, curvas, injusticias, gritos desesperantes y malos tratos en cada sacudón; serpiente que ha vencido hasta ahora todas las pugnas que hemos lidiado. Por eso he decidido rendirme. Al inicio pensé cumplir a cabalidad mi juramento hipocrático, pero la vida parece no ser el resultado de los sueños y contratos personales, sino más bien una argamasa de frustraciones que rompen el anhelo de la buena voluntad, y por eso estoy agotado, contra un enemigo imbatible. Hacer la diferencia, inventar algo, curar el cáncer: loables empeños de un universitario que al pasar de los años se convierten en imágenes borrosas de una tarea inútil, en una sociedad que jamás ahorcará sus hábitos decadentes. Así que decidí quedarme en casa para no tener que contemplar la conciencia pútrida de los que, con pasión ligera, fecundan un vientre y 59
luego desprecian una vida, de los que escogen matar. Si así son las cosas, yo también prefiero morir, porque débilmente me volví cómplice furtivo de sus intenciones genocidas. Una lámpara alumbra mi aciaga humanidad echada en el sofá. No hay mucha luz porque decidí cerrar las cortinas para darle la espalda al mundo. Tanto tiempo de sembrar muerte, esperando el momento de cosechar la mía. Mi sacrificio es la única forma de huir de los espantosos sonidos de jirones humanos que habitan mi cabeza, sangre gimiendo desde la tierra con gritos fragosos, gentío exánime en los basureros, ruidos de caracolas pegadas a las orejas. Decidí esconder el rastro de ropa sucia que se dejaba ver desde la habitación y oculté el tablero de ajedrez con esa partida irresuelta desde hace años; así fingía no dejar ningún pendiente. Una gruesa viga sirve de cadalso para la horca inevitable. —¡Toc Toc! ¡Dr. Peñafiel! ¿Hay alguien ahí? El conserje del edificio me había visto en la mañana así que poco podía hacer para alejarlo. —Espere un poco —decía el conserje a alguien más— ha de estar ocupado. Abrí la puerta con los ojos plisados y mis labios congelados en gesto desaprobador, aunque mi sondeo cambió al instante de censura a expectación. De todas formas, salieron palabras torpes: —¿Qué quiere? —Doctor, mi nombre es Ariana, mi hija está en problemas y necesito su ayuda. —Lo siento, señora, pero yo no puedo ayudar a nadie. —Por favor, he preguntado por todos lados y me han dado la espalda. —Señora, usted no entiende, he decidido no atender más abortos. —Pero… doctor, no es por eso que lo busco. —Lo siento. 60
Bitácora Escarlata - antología narrativa Cuando cerré la puerta. Estaba muy decidido a seguir con mis pendientes, fui directo hacia la soga, pero la frase de esta mujer me llegó como flecha entre las sienes. “No es por eso que lo busco”. Las siguientes horas se convirtieron en una espera interminable con ideas borrosas revoloteando por el aire. Preguntas sin respuesta me ocupaban mucho más que la provocación egoísta de mi propia esquela fúnebre. ¿Alguien confiaría en el criterio de un médico abortista? ¿Quién acudiría a Gabriel Peñafiel? ¿Por qué? Entre sábanas, brandy, dormidas, desvelos, más preguntas y un juego de mesa que exigía mi jugada, mi propia terquedad era el muro que asediaba una prisión de miedo. Temor de morir, con la soga o con el brandy, morir de hambre, de soledad o gritos en mi cabeza. Tomé el peón de siempre, contemplando las cuadrículas de esa tabla vieja. Le había huido tanto al momento de enfrentar las consecuencias de mis actos repugnantes, que no soporté la idea de que esa partida que empecé años atrás, se quedara sin terminar. Así que me puse sobre mis pies, tomé la soga y la eché a la basura, tiré la botella de brandy, arranqué un abrigo del armario y fui en busca de una razón que no me dejara morir. No logré salir de mi departamento, la mujer había dormido allí, en la puerta. Adalís. Así se llamaba su hija. Sus pies le quedaron adoloridos e inmóviles tras una caída hace unas semanas. Visitaron a todos los ortopedistas, traumatólogos y hasta oncólogos del hospital público, pero nunca encontraron nada. El dolor intenso no cesaba. Ariana me describía la situación de su hija con la confianza con que se deja a un niño pequeño en manos de una nodriza. Aunque no era mi especialidad, llegué a la misma conclusión que mis colegas, pero la insistencia de Ariana, me obligó a hablar con la niña. —Entonces, Adalís, en estos catorce años ¿nunca te habías caído? —No —respondió titubeando. —Y… ¿en qué lugar te duele más? —Aquí… y aquí. —¿Puedes caminar? —No. 61
—¿Quieres caminar? Inmediatamente se echó a llorar, dejando un río desabrido por sus mejillas hasta el cuello. Me dijo que antes ya se había torcido un tobillo, en el funeral de su padre, hace dos años, cuando tenía doce, mientras perseguía el féretro por el cementerio. El dolor del corazón se había trasladado a su pie y no pudo caminar por algunos días. Ella no necesitaba un cirujano sino un psicólogo, pero cuando se lo dije sólo conseguí una abrupta náusea emocional en forma de tos seca y más llanto. Su padre había sido psicólogo y en varias ocasiones auxilió a muchas personas en la ciudad, sobre todo a gente que había practicado legrados, les ayudaba a tolerar el peso de sus decisiones. Al saber esto, la náusea fue mía por esta treta del destino. Tenía una alfombra fétida en el pecho en lugar de corazón y ahora alguien restregaba en ella sus pies enlodados. Adalís me entregó una libreta en forma de respuesta a su sigilo. Las frases brotaban delante de mis ojos como avisos en una carretera desolada. “No temas, siempre estaré contigo”. “Sigue adelante, nunca te detengas”. “Sé fuerte, hazle frente a todo”. Eran frases de su padre dedicadas a ella cuando supo lo que le iba a ocurrir. Cáncer. Cumplí doce años cuando mi padre falleció por leucemia. El velorio fue en nuestra casa y, mientras mamá llegaba con su taconeo apurado hasta mi habitación para obligarme a bajar, yo contemplaba el tablero de ajedrez mirando una partida que había empezado con mi padre algunos días antes. Me aferré a ese peón como un ancla que me ayudaba a sostenerme. Así avanzó mi vida. De pie ante los maestros, repetía las lecciones y empuñaba el trebejo en mi mano sudorosa, recibiendo fuerzas para no sucumbir de nervios; y mil veces, paralizado frente a la montaña rusa de la feria, sofocaba la pieza de madera, anhelando que mi padre estuviera a mi lado sobre aquella víbora de cascabel. Doce años tenía cuando decidí ser un médico y curar el cáncer. Adalís escuchaba mi historia como si encontrara alguna clase de consuelo. Doce años tenía ella cuando a su padre le hallaron un avanzado carcinoma pulmonar, cuando la niña cayó persiguiendo esa caja luctuosa que esconderían bajo tierra. Pasó poco tiempo para que decidiera dejar
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Bitácora Escarlata - antología narrativa de caminar, renunciar a recorrer una vida sin sentido, sin un padre que le otorgaba cordura en un mundo demente. Un día antes también perdí el deseo de transitar la vida, pero esta muchacha logró que salga de mi parálisis, y su padre fallecido volvió a tratar un paciente más. Juntos extirpamos del corazón de Adalís la desdicha de su pérdida, y yo fui el carnicero. ‹‹Se convertirá en una gran psicóloga como su padre››, pensé. Miro la montaña rusa para dejar el último vestigio de inutilidad que me detiene. Ahora me enfrento a esta serpiente que amenaza engullirme. Coloco la soga en mi cuello, levanto mis manos exclamando una declaración de libertad, listo para mover mi peón en esta absurda partida de ajedrez siempre inconclusa. Unos golpes en la puerta interrumpen mi salto; es una voz conocida. —¡Toc Toc! ¡Dr. Peñafiel! ¿Está ahí?
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Alejandro Proaño Quito – 1990 Ingeniero en Petróleos graduado en la Escuela Politécnica Nacional. Sus obras se basan en las pesadillas, desencuentros, pasiones y vicios de personajes afectados por la realidad. Una realidad absurda que los derrota con facilidad y crea un divorcio entre el ser humano y su entorno. De este conflicto nacen las ideas que pretenden sintetizar el pensamiento humano, tratar de explicar las más viles bajezas de nuestra especie hasta el más maravilloso sentimiento de amor. Todo ello con el fin de encontrar una respuesta al aullido interno de por qué nuestra voluntad nos permite seguir viviendo, aun si parecemos personajes controlados por el destino que caminamos cegados a medio paso entre el cielo y el infierno, la divinidad y el más puro sentimiento de dolor y soledad.
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Juntos La luna cubre los espacios entre las copas de los árboles con su incipiente claridad. Se filtra por la silueta de los troncos y permite observar a una jovencita que huye aterrorizada. Se la ve correr entre los árboles, rodeándolos, para esquivar el paso brutal de sus temores. Al salir del laberinto de la floresta, la joven se encuentra perpleja ante un escueto riachuelo, sin ninguna protección. Su instinto de supervivencia ha sido dominado por el miedo, paralizando su cuerpo. De un momento a otro, su respiración se convierte en un torbellino que ahoga sus pensamientos y fecunda un mar de lágrimas. El encuentro es inevitable. El ser que pervierte su cordura está frente a ella: pensativo, concentrado, esperando el mínimo cambio en aquella noche invariable para mostrar su verdadera esencia. Con delicadeza, limpia las lágrimas de la jovencita mientras percibe aquel perfume de piel, tan familiar, que en su memoria se convierte en un recuerdo confortante. Despacio, acerca para sí el fino rostro de la chica y ella ve, horrorizada, una suerte de ojo que cuelga en medio de una cara putrefacta. De un empujón, aparta el cuerpo de su presencia y mira, incrédula, una segunda cara, esta vez masculina, con los mismos detalles grotescos de heridas y descomposición de su compañera. La escena es inverosímil, dos cuerpos
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unidos por la zona abdominal, con los intestinos y órganos escurriendo por sus costillas, cubiertos por miles de magulladuras y signos de putrefacción. —¡Siamés! ¡Siamés! —Grita, mientras la realidad se convierte en ficción después de un sueño perturbador. Las horas transcurren inexorables y la ansiedad de la chica crece de manera apremiante, mientras piensa: ‹‹desde que tengo conciencia, todas las noches, he sido perturbada por esta maldita pesadilla, por esta horrible figura. Me busca por los lugares más recónditos del sueño, como si quisiera decirme algo. Trata de acariciar mi piel y manipular mi alma. No sé por qué lo siento así y eso es lo que más me asusta. No quiero recaer en esa alucinación. No quiero despedazar mi juicio››. La mañana siguiente, acude a un hipnotizador para hacer una terapia de regresión y resolver los enigmas que esconden sus pesadillas. El hipnotizador le pide que se recueste en un sillón y recita las siguientes palabras, con el sonido de su reloj de fondo… tic, tac… tic, tac. —Cierra los ojos y comienza a relajarte. Toma aire y expúlsalo lentamente. Concéntrate en tu respiración. Con cada respiro empiezas a sentirte más relajada. Imagina una brillante luz sobre ti. Concéntrate en esa luz como si fluyera desde tu cuerpo. Permítete flotar, como si cayeras profundamente, en un estado mental muy tranquilo. Ahora, según cuente desde el diez al uno, sentirás más paz y calma. Diez. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Entrarás a un lugar seguro donde nada podrá hacerte daño. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno… La espiral del tiempo se detuvo en un único pensamiento: ‹‹¿Un siamés posee dos seres individuales con propias almas? o ¿Una simple alma gobierna el destino de un cuerpo unido por mucho más que piel y órganos?›› —¿Qué ves? —Pregunta el hipnotizador. —Una luna hermosa color plata, que llega a los lugares más apartados de la arboleda. Camino entre los árboles y no veo al siamés. Por primera vez, me interno en el bosque sin miedo, ni dolor. Continúo mi viaje sintiendo las cosquillas de la hierba en mis pies.
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Bitácora Escarlata - antología narrativa —¿Nada perturba tu estancia en el bosque? —Indaga el hipnotizador, mientras cruza una pierna en su sillón de cuero. —No, —responde la jovencita— estoy en el riachuelo, pero se ha convertido en un río de aguas cristalinas. —¡Concéntrate! Sigue el camino del río y busca al siamés —exige el hipnotizador. —Estoy extasiada en este sueño. Creo que nada en este paraíso podrá herirme. Siento recorrer el viento susurrándome un beso con forma de flor. El hipnotizador meditaba cada palabra de la jovencita. Medía sus expresiones para advertir algún signo escondido. Mientras recorría con la yema de los dedos su barba, se produjo un violento cambio que desterró el equilibrio de la sesión. Ella se retorcía, bruscamente, de pies y manos. Gritaba por el dolor que alguien le infringía en su sueño. Entonces, el hipnotizador observó, aterrado, cómo las heridas se fueron marcando en la piel de la joven. Totalmente asustado, gritó: —Voy a contar desde el tres hasta el uno. Cuando llegue al uno, despertarás y olvidarás esta pesadilla. ¡Tres, dos, uno! —Un destello gigantesco encegueció la habitación por un instante; después, todo regresó a la normalidad. El hipnotizador se acomodó los lentes y no daba crédito a lo que veía. El siamés había aprisionado a la chica con unas riendas que atravesaban sus mejillas, desfigurando su belleza, y permitiéndole manipular las cadenas de un destino que dictaba que era el momento adecuado para volver a juntarse, los tres, como antes, y ahora para siempre. Inmóvil por el miedo y el sentimiento de muerte, el hipnotizador no pudo hacer nada ante la rasgadura que profanó su vientre. Cayó al suelo, con los intestinos al aire, intentando cubrir la herida con sus manos ensangrentadas. El siamés se arrodilló ante el cuerpo efímero y devoró, con asquerosa voracidad, los restos de lo que alguna vez fue una persona. La jovencita observaba la escena sin lograr pensar de forma coherente, aunque intuía que su alma permanecería atada al siamés por toda la
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eternidad. La criatura se levantó y caminó, llevando consigo a la chica que se convertía en algo maligno: un ser sin sentimientos, un ser que solo respondería a sus instintos. La jovencita soltó una lágrima que se deslizaba lentamente por su mejilla y pensó que su lamento ya jamás sería abatido por el abrazo sobrecogedor de un ser amado.
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Isabel Guanín Milagro – 1996 Sus escritos nos trasladan a sitios del pasado en los que trata de recuperar tiempos perdidos para condensar el dolor y satisfacción de dos épocas con rasgos muy profundos y poéticos que gracias a su habilidad narrativa logran contener la sencillez, destruyendo y reconstruyendo los sentimentalismos absurdos que la rodean. Una escritora que se deja conocer.
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Vegeta-ciones La luz anaranjada del crepúsculo se filtraba por las hojas de un melancólico mandarino. El viento fragante del verano hizo que algunos de sus frutos golpearan la tierra provocando un ruido amortiguado. Julieta se paró sobre el tonel que estaba en el viejo silo de la quinta para mirar al árbol. Siempre le atrajo y a la vez desagradó el raro magnetismo que éste poseía, era tan pequeño y solitario, tan lleno de secretos y oscuridad. Con una mueca desdeñosa, apartó sus ojos del mandarino y los dirigió a las nubes que permanecían sospechosamente quietas en un atardecer que se perdía como arlequín iridiscente tras las montañas. De pronto, el terror de ver al tío Eduardo le descargó alfileres por todo el cuerpo. Estaba lista para huir; sin embargo, permaneció inmutable, estaba acostumbrada a sentirse acosada por el miedo. Acarició temblorosa el pequeño marco de la ventana y un sollozo gutural avanzó por la oscura humedad del silo. Bajó del tonel y se sentó en la tierra. Sus ojos se congelaron en la proyección que la luna reflejaba sobre la pared de enfrente y pensó en su incapacidad para abandonar ese lugar, en la resignación con que dejaba ir los días, en el misterio de su falta de hambre, sed y sueño, pero, sobre todo, en el lúgubre miedo que sentía hacia su tío.
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La luna dejó de emitir luz, brumosidades absorbentes empezaron a devorar el lugar, una niebla lúgubre, negra como el hollín, fragmentaba el espacio. Julieta se adormeció y sus pensamientos se ennegrecieron para dar forma a una realidad adimensional y ciega. En sus entrañas, se filtró una sustancia verdosa, que salía de los pulmones y el hígado, atravesaba sus órganos lentamente e instaló en el estómago su nido, donde se compactó formando un abrojo. Lentamente, se abrió paso desgarrando el esófago, la garganta, presionando la tráquea y haciendo que las arcadas incesantes no la dejen respirar. La niebla negra le cerró los ojos y cayó dormida con la certeza de la muerte en la garganta. Julieta recordó la tarde en que su realidad se distorsionó. Corría por un valle luminoso, su vestido azul reflejaba los rayos anaranjados del sol, su cabello se enredaba con el viento, era como otro ser, como una extensión autónoma de sí misma. Saltaba bajo el mandarino y, a ratos, se detenía a contemplar los frutos caídos a su alrededor. Su cabello volaba como una cometa y, en un inexplicable movimiento, se enredó fuertemente en las ramas más bajas del árbol. Julieta regresó del recuerdo adolorida en el alma más que en las entrañas. Trató desesperadamente de respirar, pero no consiguió; apenas un hilillo de aire logra filtrarse hacia sus pulmones. Su mandíbula se abrió aterradoramente, casi hasta desencajarle el rostro. Finalmente, una cosa maléfica abandonó su cuerpo y rodó por la oscuridad del silo. Despertó, su cuerpo estaba tirado, un sabor asqueroso y un chorro de baba le invadían la boca. Levantó despacio la cabeza y se encontró con la claridad de la luna. Apenas pudo diferenciar sus manos. Estaba mareada, como el día del accidente del árbol. Regresó desde un lejano túnel a la consciencia, a la realidad, nunca pudo ser la misma después de aquello. Tuvieron que cortarle el cabello para desenredarla del árbol y nadie volvió a hablarle. El tío Eduardo a veces la miraba, Julieta lo rehuía. Él era un ser oscuro. Cuando hablaba, siempre lo hacía para sí mismo y varias veces lo encontraban en los lugares más extraños de la quinta, perdido en abstracciones durante días, con la mirada congelada en un punto indeterminado del espacio, como tratando de encontrarle un sentido a su
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Bitácora Escarlata - antología narrativa existencia. Era como si contemplara todo desde una esfera indescifrable para los demás mortales. Un día en que Julieta se quedó dormida junto al mandarino, el tío Eduardo se acercó, llevaba una sotana negra y una especie de cofre plateado que presionaba nerviosamente entre las manos, se arrodilló junto a ella y empezó a recitar frases inteligibles mientras dibujaba en el aire extraños signos con sus huesudos dedos. Ella, consciente de lo que ocurría, no podía levantarse. Logró abrir los ojos y observó que las hojas del mandarino no se movían a pesar de que enormes ráfagas de viento hacían que el pelo del tío azotara contra su cara. Él la miró por primera vez a los ojos y, mientras acercaba el dedo pulgar a su frente, dijo: ―Ahora serás como nosotros. Regresó de sus memorias con un sollozo reprimido, destinada a vivir una realidad oprimente y absurda. El amanecer profanó la oscuridad del silo. Julieta clavó su mirada en el bulto que salió de sus entrañas, lo tomó temerosa entre sus dedos y tuvo la certeza de que debía asomarse a la ventana para conocer la verdad. Se paró sobre el tonel y vio a su tío metido entre las ramas del mandarino, con las manos extendidas hacia abajo, sujetando una soga, esperando la llegada de la pequeña niña de vestido azul. A cada salto, su cabello rozaba más de cerca las ramas bajas del mandarino a la vez que tocaba las manos inmundas del tío Eduardo que, como una víbora infalible en su ataque, la agarró por el cuello y tiró frenéticamente de la soga como si de riendas se tratase. Tenía la mirada inyectada de placer y la expresión del deber cumplido. Con un rictus de locura esperó que la pequeña dejara de moverse y tomó esos dulces cabellos para amarrarlos al árbol. Julieta se quedó congelada en el tiempo, con los zapatitos blancos sin volver a tocar el césped, meciéndose con la brisa que acompañaba al crepúsculo mientras las mandarinas del árbol caían como lágrimas.
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J. Tatiana Toro Serrano Quito - 1980 Érase una vez una abogada quiteña del siglo pasado, con ideales de justica. Desde pequeña estuvo inmiscuida con la pintura y la música. Sus primeras composiciones literarias nacen con la admiración al simbolismo francés y se reflejan a través de poemas a la muerte. Algunos están guardados en un baúl victoriano. Cuando fallece su padre, decide dar un salto al cuento. De manera obstinada y testaruda inicia con esta nueva etapa. Una pretensión, una aventura…
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El Bosque de Lepette Oskaar Naess, conocido como Darkness, cursaba el sexto semestre de Derecho. Era el último hijo y el único que vivía con sus padres. Compartía muchas horas con su papá leyendo, escuchando a los Beatles y jugando ajedrez. Todas las madrugadas, salían a trotar hasta el amanecer, en una fuerte preparación para el Ironman del año entrante. Para Oskaar, el lugar más místico y atractivo del vecindario era el bosque cercano a su casa: el Bosque de Lepette. Generalmente después de su entrenamiento contemplaba el amanecer desde un perfecto ángulo hacia aquel lugar. En cuatro años corriendo a su alrededor, nunca se topó con animales o personas paseando por ahí. A diferencia de lo que él pensaba, el bosque les causaba a muchos una extraña sensación. Una madrugada, como de costumbre, agarró la sudadera, amarró los cordones de sus zapatos, y tomó su Ipod. Aquella ocasión salió sólo, con lo mejor de Xandria. Abrió el portón y empezó a correr con toda su alma como si estuviera en la recta final. Aproximadamente veinticinco minutos después, llegó al bosque de Lepette, cerca de su mirador favorito. Allí decidió cambiar su ruta, y adentrarse en el bosque escuchando.
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This is the moment my redemption. This is the day that all the stars align I gain my momentum Every endeavour every measure led the way to overcome and say: I am here today!
Mientras sus pasos lo llevaban más lejos entre la maleza, la canción no le permitió escuchar el sonido de un animal. Oskaar volvió a su casa al anochecer, no quiso hablar con sus padres y fue directamente a su habitación. Al día siguiente, envió una carta al decanato de su facultad, solicitando el retiro temporal de la carrera por causas de salud. Cuando sus padres se enteraron, intentaron hablar con él para descubrir las verdaderas causas de su retiro y hacerlo entrar en razón. Sabían que no podía estar enfermo. Una sola mirada del muchacho bastó para que ninguno pronunciara palabra al respecto. Una voz interna imperativamente les decía que aceptaran. Al mirar a los ojos de Oskaar sintieron por primera vez miedo y asintieron con la cabeza. Oskaar se encerró en sí mismo. Abandonó los juegos y las lecturas con su padre. Sin embargo, seguía haciendo ejercicio. Incluso triplicó las horas de entrenamiento. Eso lo mantenía cada día más alejado de casa. En la luna nueva se sentía como un humano más, con nostalgia de lo que fue. Las noches de luna llena, sobre todo, era imposible dar con él.
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Gabriela Pinto Quito – 1990 Diseñadora gráfica, ilustradora y escritora. Su narrativa indaga el inconsciente y misterio del mundo oscuro que se esconde tras la realidad de los sueños. Pretende entrelazar la ficción en diversos escenarios del Ecuador que encierran historias sombrías en su pasado. Abriendo camino a la posibilidad de su existencia.
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Los amantes de la torre en la catedral Un rayo de luz entró por la ventana. Al reloj todavía le quedaban veinticinco minutos para sonar. Pasaron apenas cinco y mi mirada se desvió inevitablemente hacia el clavo del que hace algunos años colgó un esqueleto que fue mi compañero y confidente de habitación, y una vez más, sentí un frío punzante. Fue por el sueño que tuve hace unas horas. La única imagen clara que tengo es la de una mujer delgada y de piel lechosa. Traía puesto un elegante vestido negro con un corsé color vino y detalles bordados de rosas negras. Tenía el cabello largo y oscuro que bailaba con la brisa enredándose en sus labios encarnados, los pies descalzos y sucios lentamente se movían con el vaivén del viento. En su rostro, cargaba un aire de espanto, los ojos grises y grandes enteramente abiertos y cristalinos, tanto que podía ver mi reflejo en ellos. Sus rasgos finos se distinguían claramente bajo el terso brillo de la luna. Del clavo colgaba una pequeña cuerda vieja que terminaba en el cuello de aquella hermosa mujer y le apretaba con fuerza dejando una marca que contrastaba con su tez. El dolor salía de sus ojos como miles de espinas que laceraban mi piel. Aunque quería gritar, mis cuerdas vocales no me lo permitían. De pronto, se escuchó un chirrido desgarrador que salió de sus labios, esbozando un gesto de crueldad, frunciendo su ceño como si el demonio se apoderara de sus delicadas facciones y las transformara por completo. 83
Salí de aquel delirio con el corazón atascado en la garganta. En medio de la penumbra de mi cuarto, solo pude ver un solitario y pequeño metal incrustado sobre mi cabeza. Entonces el reloj marcaba las 3:00 am. Mis ojos volvieron a cerrarse y solo desperté cuando el sol cruzó por mi ventana. El despertador dejó de sonar hace un minuto. Es curioso como una pesadilla causa una sensación de miedo e impotencia en su punto máximo. Pero ahora que he vuelto a recordar, la encuentro muy lejana, casi como si nunca hubiera existido. Es una mañana fría, de esas en las que el sol trata de calentar por entre las nubes y en unas pocas horas las desaparece, dejando ver un inmenso cielo azul. Tomo un baño de agua fría, como me obligaba mi madre cada vez que tenía una pesadilla cuando niño. –Esto te ayudará a olvidar esos malos sueños –decía fingiendo seriedad–. Como si no me hubiera dado cuenta que la ducha eléctrica se descompuso de nuevo. Lo extraño era que siempre que tenía un mal sueño, un duchazo frío me esperaba. Ahora, lo hago para tener un recuerdo de mi madre. ‹‹Debo llegar temprano al trabajo››, pienso mientras preparo el desayuno. Estoy empapado por la llovizna que hace un instante acaba de parar, y el jefe no está. Parece un día más, como los anteriores. Una jornada normal. Algo de gente, la mayoría extranjeros extraños y, no podía faltar, la muchacha de ojos vidriosos que siempre mira la catedral por fuera, sin decidirse a entrar. Cada día, parece hundirse en la belleza de sus figuras de extremo a extremo, pero esta vez, tiene fija su mirada en la torre más alta. La mira con una sonrisa un tanto extraña, sin expresar un mínimo de alegría y con sus cristalizados ojos, que por un instante me devolvieron a la memoria aquella pesadilla. Su visita este día llamó mi atención, casi siempre son los martes y viernes, pero nunca un jueves. Está por entrar la noche. Las horas pasan lentamente, como de costumbre… todo vacío. De pronto, se escuchan unos pasos que se dirigen hacia mí. Es la muchacha de ojos vidriosos. Tiene en su semblante un aire lívido y algo de malicia en la mirada. Con voz firme y templada dijo: — Buenas noches amigo. ¿Podrías guiarme hasta la torre más alta? —Con
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Bitácora Escarlata - antología narrativa gusto, pero hay un viento muy fuerte esta noche—. Respondí. —No te preocupes, de eso me encargo yo—, dijo mirándome con una leve sonrisa. Nervioso y sin saber qué decir, la llevé hasta la entrada de las gradas para emprender el camino al último piso de la torre. En el profundo silencio, solo se escuchaban nuestros pasos al subir los escalones. Intenté romper el hielo y le pregunté su nombre, pero solo siguió su camino ignorando mi presencia. Llegamos a una sala donde venden recuerdos a todo aquel que pasa por el lugar. Atravesándola, a la izquierda, hay un amplio balcón desde donde se puede apreciar una vista fascinante de la cuidad. Sin embargo, ella solo miraba el puente de madera a la derecha del pasillo en el que estábamos. Al ver que la puerta hacia el puente estaba cerrada, me miró desilusionada. Esto me causó un poco de gracia, ya que yo sabía que la puerta estaría bajo llave. Era el momento que estaba esperando para hacer un comentario divertido y entablar una conversación, terminando al fin el silencio. No obstante, al ver que sacaba las llaves de mi abrigo, su rostro se tornó rígido, sin expresar emoción alguna, y continuó mirando el puente. Al abrir la puerta, recordé el rostro de la mujer en mi sueño y, mientras caminaba por las empolvadas maderas, comparé el extremo parecido entre las dos mujeres. Estaba ya muy lejos de mí. Subió sin cuidado por una escalera de metal que conducía al exterior de la torre. La seguí rápidamente pensando que podría pasarle algo, pero me esperaba parada y ansiosa, con un gesto de alegría en su rostro. Subí cada escalón queriendo huir del lugar. Me daba un poco de temor cada vez que la miraba. Al llegar a la parte alta, extendí mi mano para ayudarla y pude distinguir claramente, cómo sus labios se volvían intensamente rojos. Parecía que todo lo demás se tornaba blanco y negro. Con delicadeza remojó sus labios, fingiendo que no la veía. El viento soplaba fuerte, y yo estaba más asustado por ella. ‹‹La mujer de mi sueño, mi querida dama›› ¿Qué es lo que quiere hacer en la punta de la torre? ¿Qué está sintiendo tu alma? Si tan solo me dijeras una palabra, podría hacer algo para ayudarte.
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El miedo recorre mi sangre y la hace temblar. Ella sube las escaleras como si conociera el camino, no se detiene. En el último piso solo pregunté si podía ayudarla y le dije que contara conmigo para lo que deseara. Soltó una risa muy leve y dijo: —Eres muy amable. ¿Podrías esperarme aquí un momento? Me quedé paralizado al oírla. Ya nada nos rodeaba. En segundos, vino a mi mente la mujer colgando de un clavo con la soga en su cuello. Se veía un poco confundida, buscaba algo por todo el lugar. Se acercó demasiado a los ventanales de piedra que daban al vacío; sin dudarlo, me lancé sobre ella para evitar que se arrojara. Un ventarrón nos lanzó hacia el centro de la torre. Cayó en mis brazos cerrando sus ojos, tan fuerte como para que nada los lastimara. Cuando pasó aquel furioso viento, la torre aún se mecía. Se quitó el abrigo, y pude ver el corsé vino lleno de flores negras y sus hombros de terciopelo blanco, desnudos ante la brisa. Las nubes se abrieron y desaparecieron con rapidez, dejando ver una hermosa luna llena que brillaba como un faro para los dos. Sus ojos se cristalizaron y parándose frente a mí dijo: —No te preocupes más. No he venido con la intención de saltar a un abismo, pero ya encontré la razón de mi sueño. —¿Sueño? —, exclamé aturdido. Posó su índice en mi boca, se aproximó despacio y tomó suavemente mi rostro con sus manos frías y pálidas, y me besó. Sus labios estaban ardiendo, eran tan suaves que parecían romperse al contacto con los míos. Tenían un sabor peculiar, ligeramente amargo y metálico. Fue un beso largo que derramaba un líquido a cada segundo. Me agradaba cada vez más, estaba entrando en un trance total. Mis brazos comenzaron a envolverla apretándola con fuerza. Empecé a escuchar que su respiración se dificultaba, entonces la solté. Al mirarla, su rostro estaba cubierto de sangre. ‹‹¡La besé tan fuerte que tricé sus delicados labios!››, pensé. Saqué deprisa un pañuelo blanco que llevaba en el abrigo y comencé a limpiarla. No paraba de mirarme. Quise hablar para disculparme, pero apenas moví los labios, sentí un dolor intenso. Comprendí entonces que
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Bitácora Escarlata - antología narrativa la sangre que la bañaba era mía. De pronto, puso su boca en la comisura de la mía, por donde una gota se deslizaba lentamente, sacó su lengua y con algo de lujuria empezó a lamer poco a poco. Contuve mis ganas de besarla de nuevo y vi como la luna se pintaba rojiza. Unas nubes grises trataban de tapar su belleza, la lluvia caía con vergüenza sobre la torre y el viento la empujaba por los ventanales, mojándonos por completo. El asco que me producía la sangre en su piel, se transformó en deseo puro y el líquido rojo se desvaneció al mezclarse con las gotas de lluvia. Coloqué su rostro en mi pecho y la abracé. Sentí que no querría separarla de mí jamás y debía protegerla. Entonces recordé que sólo traía puesto un vestido, busqué alrededor, su abrigo yacía en el piso completamente mojado. En silencio, le puse el mío sobre sus hombros que ahora habían cambiado su color, estaban tenuemente morados por el frío. La miré directamente a los ojos, aún cristalizados, y pude ver mi reflejo, como en aquella pesadilla. Ya no tenía que temer más, estaba ahora conmigo y nada le pasaría. Tomé su abrigo y bajamos de la torre, ella iba delante, y entramos al puente viejo, donde la lluvia no podía tocarnos. Lo cruzamos tomados de la mano y en un impulso mío, la puse frente a mí y le di un beso en la mitad de su frente. Tomó un respiro profundo, y me llevó nuevamente al camino. Bajamos las gradas hasta llegar al Café-bar, me adelanté de un salto y la llevé dentro. Pedí que nos sirvieran dos copas de vino tinto. Las palabras se han fugado de mi pensamiento, solo mirarla me complace, junto a esta copa que me recuerda el beso en la torre. Le hablé un poco de mí y de cuanto quería conocerla, y sin querer, no la dejé contarme su historia. Se detuvo para sacar un papel de mi abrigo y rebuscó en mis bolsillos algo con que escribir, pero no halló nada. Saqué de mi camisa una pluma, y antes de que pudiera pronunciar palabra, le extendí mi mano para que la tomara y empezó a escribir en el pequeño lienzo. Al terminar dobló el papel y lo guardó en el bolsillo interno, tomó su copa y bebió el vino sin prisa, disfrutando del placer que sentía su paladar.
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Dijo algo que por un instante detuvo mi corazón, con un filo hiriente de principio a fin, pero que yo sabía estaba ya en sus pensamientos. —Es muy tarde, tengo que partir ¿Me acompañarías hasta la puerta de entrada? —Lo mencionó suavemente para que nadie la escuchara—.Claro, respondí. Mientras cancelaba la cuenta en la barra, pude ver como una mesera se le acercaba disimuladamente por la espalda y le susurraba algo al oído. La expresión de mi compañera se tornó vil y fría; y en un salto, la mesera había salido de la habitación. Fui de inmediato a su lado y le pregunté si ocurría algo, pero simplemente me tomó del brazo y salimos para continuar nuestro camino. Me detuve frente al enorme portón de madera que daba a la salida, sin querer seguir. A unos cuantos pasos, ella se detuvo, me miró, e hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera. La lluvia había cesado, y frente a la iglesia pasó un antiguo auto negro, de colección, muy bien cuidado. Antes de que suba al auto, cambiamos de abrigos. Quise decir adiós, porque sabía que nunca la volvería a ver, pero puso su dedo en mi boca, como ya había hecho antes, y se marchó. Mientras miraba como se perdía en la distancia, el pequeño papel cayó del abrigo, lo que me devolvió una leve esperanza de volverla a ver. Al recogerlo, leí: “Mi primer sacrificio de sangre”
Cerré mis ojos y traté de respirar, pero algo me apretaba con fuerza la garganta. Sentí de nuevo ese amargo sabor metálico inundando mi boca. El chirrido desgarrador abrió mis ojos de golpe. El terror se apoderó de mí cuando descubrí que estaba atado del cuello en la torre de la catedral. Ella se encontraba frente a mí, flotando. Nunca fue ella. Quien colgaba de la cuerda siempre fui yo.
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William Alvarez Loja - 1995 Tras el fugaz telón de una noche furtiva, la vida y la muerte hablaban con sombrías voces, como el respiro de su inocencia dividida en siglos, la sombra y el deseo flotaron. La sombra en la noche, el deseo en la dama siniestra que pronto se llamó vida. He aquí el resultado del beso entre la bendición y el hacha, del roce de la caricia sombría y de la nevada invernal. La atracción por el delicado silencio de una existencia bajo los cielos tormentosos y las manos frías, que se desprende de un título y una visión demasiado evidente, como en las olvidadas historias de antaño.
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Sueños junto a la ventana abierta Fue una noche de frenéticas sensaciones. Caminé en silencio atravesando un callejón abandonado, inmerso en mis pensamientos y presentimientos de familiar naturaleza. De repente, los demenciales gritos sumados a sonidos metálicos, llamaron mi atención hacia una vivienda colonial. Vi sombras en una de las ventanas abiertas. En otras circunstancias, me habría detenido a pensar, pero aquella noche solo derribé la entrada y subí las escaleras hasta la segunda planta. Me encontré bajo una lámpara antigua encendida en una espaciosa sala con sillones de terciopelo rojo y cuadros de extrañas criaturas del folklore local. Estaba desierta, sin indicios de presencias vivientes a excepción de las sangrientas marcas de la pared que goteaban hasta el piso, donde habían enterrado tres gruesos clavos en forma triangular. Llegué a imaginar una crucifixión y un posterior retiro del cuerpo. Vi huellas de sangre dirigirse hacia una vieja puerta que se abrió lentamente mientras me acercaba. De ella surgió una vieja alta, vestida con ropas de dormir. Su rostro reflejaba la locura de una desesperada mujer enfrentada ya a la muerte y a la culpa. Vi heridas abiertas en sus manos y pies, además de las magulladuras en su cuello. Me pidió que ayudara a su hija antes de saltar por la ventana, dejando atrás un tenue resplandor azulado.
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En efecto, alguien lloraba y pedía clemencia tras la puerta. Cuando traté de entrar, la fuerza de un hombre me detuvo con sus largos brazos. Su extraño olor se quedó impregnado en mi existencia. Fruto de la desesperación, lo maté. No estoy seguro de qué métodos usé. Si existieron, ya han desaparecido de mi mente. Lo único que recuerdo es haber salido a la calle, desde donde pude escuchar los últimos quejidos ahogados de la mujer, seguidos de raudos golpes y un grito exagerado. Hui inmediatamente. Aquella noche no pude dormir. Me dolían la cabeza y el cuerpo, como si hubiera recibido una paliza. A la mañana siguiente, según la noticia publicada en el diario local, habían asesinado a una joven y a su madre. A esta última la habían crucificado rompiéndole las piernas; su cuerpo se encontró en la habitación contigua a la sala, junto a los restos de una joven ultrajada y destrozada. De acuerdo a los testigos, un hombre entró a la casa cerca de medianoche y minutos después salió en una alocada carrera. Entre crueles ataques nerviosos, comprendí que la descripción del hombre coincidía conmigo: era sospechoso del asesinato. “Un fanático religioso y un demente”, sobresalía en uno de los párrafos. Yo había matado solo a un hombre. No sé las razones, quizás fue el miedo a la condena lo que me llevó lentamente a perder la cordura, para sumergirme en indicios de una demencia impensada. Me escondí por algunas semanas intentando huir de la culpa y deseando encontrar una explicación lógica a los hechos. La vieja había saltado, la caída debió matarla. Y aquel hombre, estaba seguro de haberlo asesinado. Pero seguramente no estuvo solo. Otro debió extirpar la vida de la joven mujer. Tal vez él se llevó también el cadáver de su compañero. Mi inquietud creció día a día y la soledad turbó aún más mi enfermiza memoria. Si la cordura tenía algunos principios irrefutables, poco a poco se tornaban más míseros y menos lógicos. Tolerar aquellas cosas me condujeron lentamente hacia circunstancias de naturaleza inconcebible. Me invadió la fiebre, fruto de mis preocupaciones, la demencia y el hambre, lo que provocó que mi mente se tornara oscura y confusa.
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Bitácora Escarlata - antología narrativa Comencé a experimentar anómalas vivencias. Viajaba entre bosques y llanuras imitando a extraños seres que veía. Me arañaba con cualquier cosa que consideraba peligrosa y cada noche, antes de dormir, me convencía del efecto diabólico de aquella casa y los sucesos de los que había formado parte. Llegué a un extremo estado de languidez y lejanía. No lograba comprender los límites del mundo que había visto antes y el que veía ahora. Pasados tres meses, ya consumido entre la ausencia de la cordura y la visión humana deliberada, decidí regresar. A mis ojos febriles todo parecía haber cambiado: la ciudad era un conjunto de callejones y paredes mohosas, de luces temblorosas y sombras humanoides. Intenté no llamar la atención hasta llegar a aquella casa. La ventana aún seguía abierta, pero sin ninguna luz. La puerta había sido restaurada y asegurada con gruesas placas de hierro. Me sorprendió que intentaran proteger así la entrada, dejando la ventana abierta. Aunque seguramente no era más que otro resultado de mi ausencia de claridad. Esperé a la media noche y entré en la habitación. Estaba sola y oscura. Vi los clavos y las manchas en la pared, los sillones reacomodados y la entrada a la habitación contigua, que también había sido asegurada con hierro. Entre sardónicas expresiones, caí dormido en un sillón junto a la ventana. No experimenté sensación de sueño, sino una proyección distorsionada del mundo. Me rodeaba un aire noctámbulo, con los pies apoyados en una superficie incorpórea. Era un vacío sin forma, con sonidos flotantes de hipersensible efecto. Escuchaba risas histéricas, expresiones burlonas, los gritos desesperados de una mujer mientras golpeaban el hierro, las ahogadas súplicas que eran interrumpidas por carcajadas guturales y chillidos aberrantes, el castañeteo de algún ser que se movía con rapidez. Escuché una puerta abrirse lentamente, un palpitante cuerpo siendo arrastrado, los forzados gimoteos, un golpe seco en el suelo y pasos apremiantes hacia la puerta que no veía. Un fuerte impacto se escuchó en algún lugar seguido de rápidas pisadas subiendo las escaleras. Entonces abrí los ojos. La habitación se materializó, el suelo, los sillones, los cuadros de la pared aparecieron lentamente como una fotografía manchada a la que se retira sus impurezas. La ventana estaba abierta y pude ver en la lejanía los arreboles y fugaces destellos iridiscentes de un horizonte, que
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en un instante mutó a un cielo tormentoso. Ahora, las huellas en la pared eran recientes, adornadas por clavos que desprendían un negruzco vapor nauseabundo. Al principio no comprendí lo que sucedía, hasta que el extraño olor de un hombre comenzó a sentirse en el ambiente. Escuché ruidos familiares tras la puerta. La primera vez habían tenido un efecto cáustico y maldito. Ahora, mi existencia estaba apiñada a presencias diabólicas. Las podía sentir con los ojos fijos sobre mí, diciéndome que siempre me habían estado observando. Desde la puerta, se manifestó un ser antropomorfo. Tenía la carne pálida, moteada de manchas negruzcas y poros ardientes. Sus extremidades desproporcionadas se arrastraban con toscos movimientos. Sus brazos alcanzaban las paredes y el techo, arañándolos con retorcidas garras metálicas. De sus tobillos surgían dos brazos más, retorcidos y arrugados, que terminaban en largos dedos que liberaban restos polvorientos, óseos y malolientes. Su mirada informe reflejó un profundo y carcomido sentimiento de culpa y, como si se tratara de un hermoso rostro que lloraba, me pidió que ayudara a su hija y saltó por la ventana. Flotó en el aire y entre movimientos espirales desapareció en el infinito. Caminé hacia la ventana. No estaba abierta para mí, así que me acerqué a la puerta. Al intentar entrar, otro ser me detuvo. Era un ser igual al anterior. Su pecho y estómago, de longitud exagerada, abarcaban una gran abertura desde su boca hasta sus genitales, que se mantenía cerrada gracias a las decenas de salientes peludas que crecían a cada lado y se unían entre sí con rústicos nudos. Su rostro era una especie de concha marina con rayas horizontales y bordes filosos como dientes, que se sujetaba a su parte trasera con elásticos músculos blanquecinos nudosos y desgastados. Con sus largos brazos, equipados con aletas de pez, me envolvió con rápidos movimientos hasta que quedé suspendido en el aire. Sentí su piel porosa sobre mi pecho. Su calor creciente tornó su cuerpo rígido y áspero. No dejó que me moviera, pero mi lucha evitó que me arrastrara de regreso a la sala. Desde el marco, observé el horror que se ocultaba en la habitación. Una mujer yacía en el suelo con las manos y los pies agujerados, el cuello contuso y su expresión guardaba una grotesca similitud con el monstruo 94
Bitácora Escarlata - antología narrativa que acababa de salir. Cerca de ella, junto a la pared, una joven yacía con las ropas desgarradas. Sobre ella se hallaba una criatura deforme con apariencia de castor. Su espalda gibosa de agujeros sangrantes y alas vampíricas temblaba con cada movimiento. Copulaba con ella y cuando detectó mi presencia se apartó y se detuvo desafiante. La mujer intentó cubrirse con lo que quedaba de sus ropas, sin embargo, el dolor y el terror no desaparecieron de su rostro. La criatura no intentó atacarme, solo mostró sus dientes y, como si soltara una carcajada silenciosa, hizo una señal al ser que me sujetaba. Luego, se abalanzó sobre la joven enterrando sus colmillos en todo su cuerpo, con tal rapidez que mis ojos apenas pudieron seguir sus movimientos. Terminó lo que había estado haciendo antes de mi llegada. Pocos instantes después, la joven yacía muerta en un charco de sangre con una expresión de terror infinito. La criatura satisfecha añadió rabiosos mordiscos a las piernas de la mujer crucificada, aleteó y gritó al aire, inundando la sala de sonidos escalofriantes. Antes de ser arrastrado lejos, miré por última vez a la joven mujer. De su cadáver se levantó una hermosa sombra de mirada melancólica y palidez moribunda. La criatura soltó frías maldiciones, antes de arrojarme hacia la pared. Mis huesos crujieron al recibir al impacto. Caí al suelo y rodé escalera abajo, terminando frente a una puerta por la que salí y hui, rengueando. Desperté entre frenéticos espasmos y plegarias deshechas. Desde ese día siento una imperiosa atracción hacia la noche, hacia la casa. Duermo en ella cada noche y, al soñar, las placas de hierro desaparecen. No puedo decir nada más. He perdido mi lenguaje y, poco a poco, olvido las palabras. Siento extrañas transformaciones. Pero, la ventana de la casa siempre está abierta.
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Este libro se terminรณ de imprimir en Quito - Ecuador Febrero - 2017