EL VIAJE QUE ME CAMBIÓ Por: Lily Colombet, Estudiante del programa de español para extranjeros de la Universidad Externado de Colombia. lily.colombet@sciencespo.fr Francia
E
s poco decir que el viaje cambió mi manera de hablar y mi relación con el español. Aprendí a hablar a través de los lugares que visité, de las personas que conocí. Cada experiencia, cada encuentro alimentó la infinita progresión del aprendizaje. Lo puedo afirmar con muchísima certeza cuando, exactamente dos años después de haber llegado a Bogotá por primera vez para estudiar un año, un colombiano que conocí en París, después de cinco minutos me dijo “usted habla como rola”. No sabía que ese había sido el cumplido más lindo que me pudieran hacer… En L’usage du monde (Nicolas Bouvier 1963), un relato fascinante del viaje iniciático de dos jóvenes a través de Europa y Asia, encontré esta frase “Uno cree que uno va a hacer un viaje, pero pronto es el viaje que lo hace a uno y el que lo deshace a uno”. Me parece que aplica bastante al hecho de aprender un idioma, como si el viaje también deshiciera lo que ya habíamos aprendido y definiera lo que aprenderemos. Durante el tiempo que estuve en Colombia, tuve la oportunidad de vivir en Bogotá, participar en torneos de rugby, trabajar con fundaciones locales de educación popular, conocer muchos lugares. Por ejemplo, una comunidad indígena en Silvia, Cauca, y viajar incluso a países cercanos, y así fue como descubrí tantas formas de hablar, como no había podido imaginarlo. Más allá del proceso de aprendizaje académico que constituye una base fundamental, el viaje nos lleva a otra dimensión, la de los detalles, la de la comprensión de la infinita diversidad de formas de hablar un mismo idioma. Los territorios que se recorren al viajar impactan directamente nuestra manera de hablar, también a través de las experiencias y encuentros humanos que tenemos en esos territorios donde cualquier persona se convierte en un docente para el viajero. En ese sentido, se hacen pequeñas sutilezas relevantes, las cuales nos permiten comunicarnos en uno o varios contextos
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de la diversidad del lenguaje directo e indirecto, pasando por todos los contextos del doble sentido, muy usual en la tierra colombiana. Entonces de aquí en adelante, quiero destacar algunas palabras o expresiones emblemáticas de mi aventura colombiana. Primero, durante mi estadía en Colombia tuve la oportunidad de pertenecer a un equipo de chicas que jugaban rugby. Más allá de no entender el lenguaje joven y más que todo el sentido del humor, me tocó analizarlo y luego reproducirlo para integrarme y comunicarme, y vivir momentos emocionantes como un partido donde no hay tiempo para pensar, solamente la espontaneidad y la necesidad de expresar y comunicar la ola violenta de emociones que lo invade a uno en esos momentos. Ahí, se aprende una nueva forma de hablar, muy lejana de la academia que solamente se puede conocer gracias al viaje. Así aprendí, tres días después de llegar a Bogotá que hasta “sí” se puede decir de otras maneras, muy coloquial, y se me empezó a pegar el “sisas”. Además, escuchando hablar, uno empieza a usar formas de hablar como el prefijo “re” que acentúa la palabra que precede o palabras típicas como el famoso “paila” de manera poca consciente, por puro mimetismo lingüístico que sirve la transmisión de un lenguaje oral. Me impresionaba también y quedaba completamente admirada por las muchas maneras con las que se dirigen las personas entre sí. Primero, me gustó cómo se podía llamar a un amigo “mi perro” o “mi pez” pero también “mi sardina” o “mi sardino”. Pero, sobre todo, las palabras que se usan para dirigirse a alguien desconocido; “su merced”, “mi reina”, “el chino” o también “mona” o “mono” (así se designa a veces el sol) fueron palabras que aprendí caminando en la calle, haciendo vueltas, comprando jugo de lulo. Eso me pareció algo muy especial de Colombia, una calidez sorprendente