LOS HUMILDES DE LA FIESTA Por: José Francisco Coello Ugalde
La mayoría de los textos destinados a darnos
una contemplación sobre la tauromaquia suelen ocuparse muy poco sobre ese segmento marginal que también participa, en una u otra forma para que la dinámica del espectáculo adquiera otros comportamientos, a veces incómodos, a veces novedosos. En efecto, se trata, por lo menos para el caso de México, de maletillas, espontáneos, choneros o diestros que, sin una identificación fija, salvo la que en el propio círculo que la conforma, permite saber quien o quienes van a los novenarios. En fin, todos ellos podrían ser lo que se conoce como torerillos de la legua. Así en diminutivo y así de peyorativo también puede ser la deliberada identificación de los mismos, quienes muchos ven como intrusos y los demás como héroes anónimos. Si las guerras, mal necesario de la humanidad han llegado al punto de rendirle culto al “soldado desconocido”, no le vendría mal a la fiesta, pero sin seguir el modelo de aquellas, para instaurar un monumento a la memoria del “torero desconocido”. Como ese hay todo un cúmulo de historias y leyendas que han sucedido lo mismo en plazas de categoría que en improvisados ruedos. Sin que nadie lo espere, surgen en forma intempestiva de los tendidos, dando un brinco cargado de ansiedad, y armado a veces de un raído capote o de un remedo de muleta. Eso sí, un corazón que se desborda esperándose encontrar sorpresivamente con la suerte, con la fortuna. Y después
Fotos: Fundación Manolo Barbosa de algún lance o pase, viene la persecución. ¡Todos a una…! como advirtiera Lope de Vega en Fuenteovejuna, para que cuadrillas y la policía den con aquel que acaba de alterar el ritual de la corrida, lo ha profanado, por lo cual su único merecido es la detención “ipso facto” pasando su atado de ilusiones y toda su humanidad, la de aquel villano, en la celda que le espera tras su desmedida incursión. Otras ocasiones, corriendo con mejor suerte los públicos celebran su inesperada visita cuando el intento llega a ser algo más que una intención, así que en cuanto es retirado, vox populi reclama su retorno al lugar de donde surgió, es decir el tendido. Algunos pocos lo logran. Y si la dimensión de aquel atrevimiento tuvo toque de fortuna, son a veces los propios toreros actuantes quienes solicitan al juez –nunca mejor aplicado el término de tal decisión-, para que se libere a aquel “espontáneo” mismo que retorna al tendido disfrutando breves momentos en olor de santidad. Aunque a veces la desgracia puede ser capaz de sorprender, de arrancarle no solo las esperanzas, embistiendo con furioso y ciego sino. También con la vida. Así de cruel puede estar marcado el destino para estos seres que, en ese decidirlo todo se lo juegan a cara y cruz. Por lo demás, todo es sufrir, esperar, incluso más allá de lo permitido pues son un conjunto de aspirantes que no contando ni con el dinero ni con el padrino más apropiados, tienen que
dejarse llevar por el destino, su mejor aliado. En los muchos años que llevo de ver toros, recuerdo infinidad de ocasiones en que la presencia del espontáneo en el ruedo ha causado sinfín de circunstancias, pero todas efímeras, salvo una. Me refiero a la tarde del 9 de octubre de 1977, tarde en que sucede la peculiar presencia de un “chalao”: pantalón de mezclilla, tenis blancos, camisa blanca ajustadísima con nudo o torniquete a la altura del ombligo y una característica gorra, con la que van tocados los torerillos, maletillas, pero también los grandes toreros, en ocasión de una tienta o para vestir informal o casualmente cuando suelen o pretenden ser centro de todas las miradas, andando por la calle. Pues bien, con tal presencia se arrojó aquella tarde Rodolfo Rodríguez que luego, ya identificado, se sabía llevaba el alias de “El Pana” –por aquello de que entre muchos de sus oficios estaba el de ser panadero-. Y “El Pana” se encaró con “Pelotero”, aquel novillo de San Martín, de los señores Chafic y Miaja, y aunque no obtuvo demasiado en su alarde, al menos sirvió para que el recuerdo de la faena le guiñara un ojo. José Antonio Ramírez “El Capitán” inmortalizó a aquel célebre novillo (que luego fue indultado) en una de las faenas más emblemáticas durante aquella temporada novilleril, la de 1977-1978 y que con el correr de los años no ha vuelto a superarse. Meses después, Rodolfo Rodríguez era programado para actuar –vestido de luces-, durante la siguiente temporada “chica” de la plaza de toros “México”, siendo su presentación, la tarde del 6 de agosto de 1978. El cartel: Rodolfo Rodríguez “El Pana”, Jesús Trigueros “El Tabaco”, Héctor de Alba “El Pinturero”, Longinos Mendoza, José Pablo Martínez y Gabriel de la Cruz con novillos de Santa María de Guadalupe. Así que la vocación del toreo en el mundo
SOÑADORES DE GLORIA 21