MARÍA LLENA ERES DE TOROS Por: Rocío Sierra
Aún recuerdo el frío que recorrió mi espina
dorsal de pies a cabeza, tan rápido y fugaz como un rayo en plena tormenta, el primer día que me miró a los ojos aquel novillo; de por medio únicamente un burladero, y el espeso silencio que se rompía con cada latido que salía de mi pecho -aunque no se de cierto si alguien más podía escucharlo-, y con el sonido que emitían las bruces del burel. Estábamos ahí, en los corrales de la Plaza del pueblo, el taurus, sus carnes, mi alma y yo. Aquellos ojos, grandes y negros, me miraban tan fijo, y tan profundo como quien mira a su enamorado después del beso más sincero, después del vaivén del amor. Nunca tuve tanta decisión en la vida. En ese momento supe qué era lo que siempre buscaba en el ritmo del ocio interminable de quien no sabe para qué nació. ¨Yo nací para esto. Para mirarme en aquellos ojos negros e imponentes. Nací para ser torero¨. Esas palabras rondaron mi cabeza durante días enteros; noté que la gente me veía diferente, tal vez, porque yo me sentía así, por fin mis pasos eran firmes, seguros, con dirección. A hurtadillas de mis padres, fui a inscribirme en la escuela municipal taurina; necesitaba prepararme, tal como el campesino hace con la tierra antes de sembrar una semilla. Aprender de historia, arte, incluso de estética.... todo el paquete podía encontrarlo ahí.
No sabía nada de nada, entendía lo básico, pero saber, lo que se dice saber, sólo lo obtienes en la práctica. Ese rayo que me recorrió tenía que ser encausado. Al entrar a la diminuta oficina del Director de la escuela municipal taurina, un hombre de traje luctuoso y pulcro, me miró directamente a los ojos, igual que días antes lo había hecho aquel novillo, aunque con la diferencia de que estos ojos tenían un brillo con “guasa”... ¿Así que quieres ser torero? Me dijo después de darle una calada honda al Montecristo de imitación. -Sí señor.- respondí lo más firme que me permitió la garganta a punto de toser con el humo de aquel puro, esperando que rompiera a reír aquel hombre de carnes sueltas. Lentamente se levantó de su silla, caminó tranquilo y pausado hacia el otro lado del escritorio donde estaba yo de pie, me tomó el hombro mientras con la otra mano me hizo la seña de “levántate” y me dirigió a paso lento hacia el túnel que desemboca al redondel. -Hoy puede ser tu día de suerte, siempre y cuando me demuestres que tienes los cojones para ser alguien. Aquí no hay medias tintas. Tal vez te arrepientas; o me calles la boca y quedas dentro-. No pronuncié ni una sola palabra. Solo asentía con la cabeza procurando ir al compás de sus pasos, ni adelantarme, ni quedarme detrás. Tuve que entrecerrar los ojos para evitar la
ceguera que provoca el sol tras salir al callejón de la plaza a la que tantas veces había asistido; y vaya que estaba de suerte aunque en ese momento, he de aceptar que no lo pensé así; había una clase práctica del alumnado. Ensordecí de miedo, pues pasó por mi mente que el director de la escuela iba a pedirme que hiciera algo que únicamente había visto. Y mi miedo no fué en vano. Volví a la tierra cuando me dio una palmada en la espalda, un capote y gritó: ¡Jose, dale las tres, a ver si tiene valor o va a correr a jugar a las muñecas! El miedo se convirtió en orgullo al escuchar que todos aquellos figurines sin graduar se reían de mí. Tomé el capote firmemente, como supuse que se hacía y caminé con decisión hasta donde creí que era la distancia prudente y de mi garganta salió un desafinado “ajá toro” (salió de mi boca el mito de los films del “ajá”, cuando se utiliza generalmente el “eh”). No creo haber estado lo suficientemente cerca para que aquel animal de retienta me embistiera, pero si volteó. Una vez más el rayo frío por mi espina. Volví a verme en esos ojos, aunque menores, igual de profundos, imponentes. Un movimiento brusco en los brazos, agitando el capote y lo vi venir... No recuerdo más después del segundo o tercer trapazo, si no fuera porque al momento de volver a mi después de la inconsciencia que produjo un golpe -tal vez de un tren que me pasó por encima, o de aquel animal, que al fin sentiría lo mismo-, los figurines me decían frases como “qué valor”, “te quedaste como estatua”, risotadas que callaron al presentarse el director al lado de quien parecía ser un la vocación del toreo en el mundo
SOÑADORES DE GLORIA 81