pero que también señala su carácter de reliquia. Estos compact discs, con su ingenua tecnología analógica, son hoy objetos preciados del consumo vintage, como también la moto que corona una pasarela nacarada. En su uso desmedido del poliuretano, ese derivado del petróleo que permite superficies lisas y brillantes sobre las que resbala cualquier historia, un compuesto con el que se hacen desde tarjetas de crédito hasta juguetes para bebés, computadoras y platos, la exposición señala ciertas formas ineludibles del mundo del consumo. La moto y los discos, exhibidos como fetiches, subrayan tanto el carácter ritual de la exposición como la preeminencia de esos objetos como talismanes de fascinación.
La escala de las piezas, que empequeñecen a quien las mire, su cercanía con la visualidad del render y el desarrollo de universos ficcionales cercanos a los videojuegos o a la sensación que se tiene después de largas horas frente a la pantalla vinculan la exposición con estados de abandono del cuerpo, en los que, en palabras del músico y escritor David Toop, “la parte no corporal del ser humano empieza a cuestionar sus propios límites y a desafiar la creencia convencional de que la conciencia está alojada en algún lugar de la cabeza”.7 El acéfalo, la figura del descabezado, vuelve a la muestra encarnada en quien la recorra. Por eso no llama la atención que Aráoz se haya detenido largo tiempo en los materiales que reúne la rockola. Allí logró construir un pequeño museo sonoro que rastrea los derroteros de la música electrónica en la década de los noventa, entre “el mundo electrónico high tech y el universo de lo étnico”,8 según señala Agustina Vizcarra, productora de la exposición y asesora en la selección del catálogo de discos. En ese aparato, Aráoz comparte los sonidos que dieron forma a la rave, entendida como la mitología colectiva de aquella época que permitió a una generación entrar en sótanos y discotecas por la noche, bailar hasta desplomarse y salir a la mañana para describir la experiencia como “trascendental”, “comunión”, “ritual”, “trance”, “altar”. Estos indicios de pasado reciente, con sus inscripciones míticas, lisérgicas y comunitarias, son elaborados en la exposición bajo la forma de un pequeño museo. Si años antes, también en el Museo Moderno, Aráoz había convocado a una exposición que fue una fiesta, un ritual expiatorio para cualquiera que la recuerde, en esta devuelve la música convertida en escucha, propone estos sonidos como capa ambiental y alucinatoria que se suma a la exposición y la contiene,
En una entrevista reciente, la psicoanalista y crítica cultural Suely Rolnik describe las formas con que el capital financiero, en tanto no produce mercancías como el capital industrial, da forma a mundos, imágenes para que nos identifiquemos con ellas y las deseemos. Solo cuando esas mercancías sean deseadas serán producidas. Para Rolnik, el capital es una fábrica de mundos, portadora del mensaje de que existirían paraísos: “En su versión terrestre, el capital sustituyó a Dios en la función de garante de la promesa, y la virtud que nos hace merecerlo pasó a ser el consumo: éste constituye el mito fundamental del capitalismo avanzado. Ante esto, es de mínima equivocado considerar que carecemos de mitos en la contemporaneidad: es precisamente a través de nuestra creencia en el mito religioso del neoliberalismo que los mundos-imagen que este régimen produce se vuelven realidad concreta en nuestras propias existencias”.9 Si en varias de sus muestras anteriores Araoz había trabajado sobre pulsiones reprimidas –el crimen, la sexualidad, la tortura–, aquí parece preguntarse por
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