Ernesto Tancovich El traslado - Ruta Provincial 6, 4.00 a.m. Es noche todavía, transparente. Lejos, a la izquierda, en trazo nítido ligeramente sesgado, las luces en hilera de Alto Cardales acotan el mundo. Una curva repentina las arroja tras la parda arboleda. En el fondo de la ruta, amontonadas en desorden, arden otras luces naranjas, amarillas, rojas, fundiéndose unas en otras, temblorosas. Entre un sueño y otro sueño fogatas se me figuran de algún arcaico rito pueblerino. Autopista del sol – 4.15 a.m. Ahora, en el confín de los campos embozados en negrura tan estricta que apenas cabe recordarlos, rasgando la noche, de norte a sur, impecable, la recta luminosa de ruta ocho describe un falso horizonte. El chofer insiste en su compilado de cumbias. La voz se arrastra, lastimosa dame cinco minutos cinco minutos y nada más cinco minutos para decir cinco minutos 22
tan sólo cinco minutos… En el asiento trasero la otra paciente ha desactivado los signos de vida. Amodorrada, se hace olvidar. Tiro líneas de fuga que me distancien del machacar cumbiero, la calefacción excesiva y los apremios del mundo.
Otamendi, San Jacinto, Río Luján han quedado atrás. Pasando Loma verde, a izquierda y derecha, asediando las lindes de la noche se precipitan fábricas festoneadas de focos, talleres mecánicos, almacenes una Shell fulgente de rojos y amarillos, invernáculos fantasmales. Y allá vamos, emprendiendo el último tramo, cortando el arroyo Escobar, a ciento treinta, por el tercer carril, a ciento cuarenta. Pasamos la estación de peaje, la torre de Unicenter, el empalme de autovías, el gasómetro. Pasamos bajo un puente bajo y angosto y ante las mil y una luces que puntillean la fachada catedralicia del fabuloso Bingo San Martín. Vamos llegando. La cumbia arrastra unos metros más su letanía, infatigable, fatigosa.