Un hogar en el mundo invisible
George Makari
N
o podía permitirle que me vacunara de nuevo. Mi padre estaba envejeciendo, era menos lúcido, y me preocupaba. También sabía que sería una declaración de principios: he perdido la fe en ti. Después de comer, me levanté de la mesa de la cocina, guardé algunas aceitunas y hummus en el refrigerador y vi sus jeringas acomodadas en el frasco de la mantequilla. Cuando más tarde me preparaba para volver a Manhattan, me esperaba con un algodón con alcohol y aguja. Murmuré, «No, gracias» y, sí, ese día de 1988 fue terrible, como si me hubiera salido de la iglesia una vez más. Inmunólogo, mi padre era tan ingenioso que una compañía farmacéutica le construyó su propio laboratorio. Durante tres décadas se dedicó a una prueba para el cáncer basada en antígenos, así como a posibles inmunoterapias, convencido de que la movilización de nuestros guerreros diminutos era hermosa, se apegaba a la naturaleza y era la forma correcta de proceder. En todo este asunto era un disidente y un romántico, cuestiones que el establishment del cáncer le cobraría caro. Ese mismo espíritu renegado lo llevó a considerar que la vacuna nacional contra la gripa era un desastre. Así que preparaba nuestras dosis cada verano. Era nuestro remedio casero familiar.
Mi padre murió hace algunos años en un día suave y soleado de mayo, y cada primavera desde entonces emergen recuerdos suyos no solicitados. Sin embargo, este año han aparecido por torrentes. En aislamiento por el coronavirus, adicto a la consulta de estadísticas epidemiológicas y complicadas preguntas relacionadas con anticuerpos, cargas virales, lípidos y mutaciones de arn, busco respuestas en vano, perplejo sobre cómo la ciudad que adoro podría recuperar su intimidad de hombro con hombro. Recuerdo las excentricidades de mi padre y la forma en que ahora quizá debamos adoptarlas todos.
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Él nació en la Tierra Sagrada, cerca del Monte Líbano. La antigüedad lo circundaba. Los iconos sangraban, las plegarias eran atendidas, y los grafitis en las cuevas de la costa fueron tallados por los primeros cristianos. Desde su temprana infancia se le pidió que entrara en ese reino, que vislumbrara aquello que no puede ser visto, que tuviera fe en los acontecimientos que desafiaban a las leyes de la causalidad. No, la Edad de los milagros no había concluido. El aire aún rebosaba de espíritus. Sus padres les contaban esto cuando su hijo, nacido en 1917, llegaba a un mundo en guerra y bajo una epidemia de influenza. Filomena había dejado que el cabello de su hijo creciera al largo de los hombros, le recortó los rizos, y un domingo los presentó como ofrenda. Oh, Dios, cuida de nuestro hijo. Durante mucho tiempo, los trastornos de la vida se mantuvieron lejanos. La pandemia desapareció. Las langostas —sí, esa plaga bíblica— desaparecieron. Después, en 1938, el padre del chico se marchó hacia Beirut en una noche lluviosa y jamás volvió. Para quienes dejó detrás, las llantas de su coche volcado giraron por siempre. Cuando fue enviado a la universidad a una edad muy temprana, en un parpadeo mi padre se encontraba solo. Perdió la fe en el orden de los ángeles. Ventilaba su rabia y su dolor con Mikhail Naimy, miembro del círculo de Khall Gibran. Sorprendentemente, el poeta le escribió de vuelta. Le pedía al joven que considerara nuestro desconocimiento de Dios y de sus planes. Seis décadas más tarde, mi padre era capaz de recitar frases de esas cartas líricas, como si las tuviera frente a sí. El desconocimiento, entonces, no formaba parte del plan de vida. En la Universidad Americana de Beirut, un profesor recomendó un libro que se convirtió en su obra de referencia. Escrito en 1926 por el científico americano que devendría escritor célebre, Paul de Kruif, Los cazadores de microbios se convirtió en un súperventas internacional. Estremecedoramente elogioso, hacía perfiles de gente como Anton Leeuwenhoek, Louis Pasteur y Robert Koch, profetas seculares