Cama Nell Leyshon
L
a habitación huele a comida, cigarros y vino: a la vida adulta que ha subido por las escaleras y se ha colado bajo mi puerta. Sé que están abajo, escucho las voces y la música. Esto es lo que sucede. Tengo que quedarme en la cama porque mi oso está en mis brazos y necesito cuidarlo. Oso tiene una dura nariz negra y dos ojos dorados que me miran fijamente, incluso en la oscuridad de la noche que es más oscura que cualquier otra oscuridad. Le falta el peluche en la zona de la panza donde lo acaricio. Si se escuchan sonidos en la habitación, si la puerta cruje cuando es abierta, si comienzan a crepitar por todo el techo, si siento cómo lamen los dedos de mis pies, si cualquiera de esas cosas pasa, le acaricio la panza. Me gusta acariciarle la panza. A él también le agrada. La luz está apagada pero los sonidos reptan bajo mi puerta. La luz está apagada pero hay una línea amarilla entre las cortinas, donde no alcanzan a juntarse, y es ahí donde todo puede suceder. Al tiempo que la veo, la línea de luz se hace más grande y más pequeña. Pulsa. Oso me necesita. Si no lo sujeto tendrá miedo. Y si tiene miedo tendré que meterlo dentro de la funda de la almohada, ocultarlo del mundo. Sé lo que es el mundo, es redondo pero también tiene bordes filosos, y no importa cuánta gente vive en el mundo, no pueden alisar dichos bordes. Cierro los ojos para no ver la línea amarilla de luz que crece y se encoge. Pero al interior de mi cabeza existe otra línea amarilla. Pulsa. Abro los ojos y ahí está la línea. Cierro los ojos de nuevo. Mis párpados, estas tapas hechas de piel, deberían alejar al mundo, pero el mundo también está dentro de mi cabeza. Soy una niña, esto no debería pasarme. Acaricio la panza del oso. Tiene miedo, odia la línea de luz amarilla, odia el olor a cigarros, lo que se estrella ahí abajo, lo que se rompe ahí abajo, las esquirlas de los sonidos ahí abajo. —Todo va a estar bien, Oso, todo va a estar bien. Le gusta cuando le hablo, lo calma, ahuyenta los sonidos y hace que el mundo desaparezca. —Cierra los ojos, Oso, vacía tu mente, ya vendrá el sueño. Y llega. El sueño es tan pesado y vacío como la gruesa colcha blanca de mi cama. Se apodera de los dos, pero no dura. Me despierta algo que se pega a mi piel. Algo puntiagudo. Abro los ojos y veo la línea de luz amarilla entre las dos cortinas, pero hay otra línea, una nueva línea, debajo de la puerta cerrada. Es una luz pálida, interior, contenida por los muros de la casa. Ahí está de nuevo lo puntiagudo. En mi pecho. Doy un grito y me muevo hacia atrás. Lo siento como una aguja contra mi piel. Me estiro en la oscuridad y busco el cordón que conduce al interruptor de luz. Se enciende. Mis ojos parpadean, adoloridos. La línea entre las cortinas se ha ido. La línea bajo la puerta se ha esfumado. Oso sigue en mis brazos. —Tranquilo, Oso. Tranquilo.
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