SINAPSIS 7 INVIERNO 2020 / SYNAPSE 7 WINTER 2020

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Desde Cuba

LA ESTAMPIDA Kat herine Bisque t

Este sábado 10 de octubre algo se fracturó en mí. Me di cuenta tarde. No cuando varios policías me empujaban a la fuerza hacia una patrulla en mi primera detención del día, ni cuando más de diez mujeres, inexplicablemente enardecidas, a las que no conozco y en apariencia tampoco me conocen, me gritaban «gusana», ni cuando me dejaron casi tres horas dentro de esa misma patrulla cerrada, casi sin aire, con reguetón a todo volumen. Me di cuenta del dolor, de la fractura, pasadas muchas horas, y fue como un desvanecimiento. Casi a las 11 de la noche me metía en un P-12 en la Avenida Boyeros para regresar a mi casa, cuando empecé a llorar desconsoladamente. Una mujer me dio el asiento. Lloraba sin parar pero casi sin fuerzas, y entre tantas cosas pensaba en lo fuerte que me había creído un rato antes. ¿Qué era esto ahora, yo llorando en una guagua delante de todos? Yo nunca lloro en las guaguas… Por mi cabeza pasaban muchas imágenes, apenas alcanzaba a balbucear unos mensajes de audio a mis amigos preocupados. Me habían dejado en un callejón oscuro de Nuevo Vedado, luego iba en una guagua hasta el Capitolio. Hay momentos en la vida en que uno no entiende nada y hay otros en que uno cree que lo entiende casi todo. Esto puede sonar fútil, pero en ese instante en el P-12, o cuando pasaba frente al Capitolio, o cuando bajaba por Prado, yo no entendía absolutamente nada. Lloraba por eso, por mi incomprensión de lo que estaba pasando. Sentía un dolor enorme y un odio enormes. Me venían a la cabeza los rostros de mis amigos cuando me reprimían. La voz de Osvaldo, la cara sollozante de Anamely, los gritos desesperados de Osvaldo, las manos temblorosas de Anamely, las lágrimas de súplica de mi tío dentro de la patrulla para que me fuera con él, los mensajes aislados de mi madre y mi hermano. Entendí entonces que siento miedo, siento miedo por el miedo de ellos. Qué más quisiera yo que mi madre me volviese a hablar algún día, o que mis amigos nunca más sientan miedo por mí. Quisiera hablar aquí de lo que sentí, pero no estoy apta para hacer un recuento cronológico de los hechos. Los hechos son como fichas revueltas de un rompecabezas en una caja que alguien no se cansa de agitar. Quisiera 13 dejar aquí un texto honesto, sin justificaciones ni apologías, y dedicárselo a cada persona que ha sido reprimida en Cuba. Porque, más que nunca, estuve cerca de esas personas; pude entender y hasta imaginarme los gritos de esos cubanos. No voy a hablar de las similitudes ni las diferencias que una acción así guarda con tantas otras de cientos de activistas e intelectuales. Quiero hablar de lo que se siente cuando te atan las manos y te dejan en un lodazal frente a una estampida de bestias. Tuve la sensación, tan profunda como dolorosa, de que este país es una estampida de bestias asustadas dándose cabezazos por un camino bien estrecho. La gente que observé durante mis dos detenciones, las que me reprimieron y las que observaron pasivamente, eran esas bestias, asustadas, básicas, sin poder racional, bestias mansas de silencio animalesco. Pero también nosotros, los que nos rebelamos, somos parte de la manada. Resoplamos demasiado a menudo, demasiado alto, negándonos a caer por el despeñadero que es este país desde hace ya tanto tiempo. Las mujeres policías que me detuvieron en la tarde no sobrepasaban los 20 años. Una de ella me dijo: «Para que veas que en esta patrulla no te tratamos mal, te voy a poner música». Subió el volumen lo suficientemente como para que el resto de los policías ya en la calle pudieran escuchar. Mientras las jóvenes oficiales movían el culo, reían y hacían cuentos afuera, yo permanecía en la patrulla, ahogándome de calor con las ventanas cerradas. Era su momento de descanso, pensé. Tenerme encerrada allí mientras esperaban órdenes. Yo solo rumiaba una delgada brisa de aire que entraba cuando alguna de ellas abría la puerta para coger algo o cambiar el tema de la casetera del carro. Trataba de recordar esa brisa, de retenerla en la mente, pensaba en un verso. Le pedí algo con qué escribir a una de las oficiales para apuntar aquellas palabras que se mezclaban con el sudor que me chorreaba por las piernas. El bolígrafo que hay no tiene tinta. Coño, pensé, hoy al menos no podrán poner multas. Hasta


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