Correntes D’Escritas 52
Luis Sepúlveda a orillas del rio de la vida
Dossier
José Manuel Fajardo Conocí a Luis Sepúlveda hace veintisiete años, tres después de publicar yo mi primer libro y sólo unos pocos meses después de que su novela Un Viejo que Leía Novelas de Amor fuera publicada en Francia. Desde entonces, nuestra amistad creció en paralelo al desarrollo de nuestras literaturas, lo que me ha permitió ser testigo del fulgurante y extraordinario éxito que sus obras obtuvieron en el mundo entero. Un éxito rotundo, sin paliativos. A la antigua, es decir, fruto del entusiasmo espontáneo de los lectores, no de los planes de ningún departamento de marketing. Unos lectores que lo acompañaron fielmente hasta el último momento, hasta el día de su muerte, el 16 de abril de 2020, en plena pandemia del Covid-19. En esos veintisiete años, Luis Sepúlveda se convirtió en una referencia obligada de la literatura en lengua española de nuestro tiempo. Recibió distinciones, protagonizó debates y cosechó millones de lectores. Creó festivales literarios y colecciones literarias, escribió guiones de cine y dirigió películas. Fue reconocido por la crítica y por los lectores. Y en algunos países, particularmente en Italia, se convirtió en un autor famoso, con esa fama que trasciende el dominio de la lectura para entrar en el del conjunto de la sociedad. Un autor al que la gente paraba por la calle para saludarlo, como si fuera un actor de Hollywood. Algo que no es frecuente en el mundo de la literatura. Su figura era imponente, alto, fornido, con una negra mata de pelo indiferente al paso del tiempo, huella de la sangre mapuche que corría por sus venas, la voz grave, el gesto firme del hombre de ideas y la sonrisa explosiva del bon vivant; todo ello ofrecía del autor una imagen reconocible, que mezclaba convivialidad con un cierto retraimiento. Cuando se le veía por primera vez, uno tenía la sensación de que podría irse con él a tomar unas copas y a dar cuenta de un buen chuletón de buey a la brasa, pero también de que había una parte de su vida y de su carácter a la que difícilmente se tendría nunca acceso, de no mediar una amistad profunda. Y esa combinación de proximidad y distancia, de empatía y ensimismamiento, era la que hacía que la personalidad de Luis Sepúlveda fuera en cierto modo un misterio. Como un misterio fue el triunfo apoteósico de su obra. ¿Qué hace que un libro, más aún, una obra entera, despierte el entusiasmo de millones de personas? No hay respuesta clara para esa pregunta. Y los alquimistas del marketing, que se han hecho con el control mayoritario del mundo editorial, se esfuer-
zan en vano en encontrar la fórmula lanzando libros al mercado como si fueran productos cosméticos, sin lograr, cuando logran algo, más que éxitos fugaces, esplendores de ventas que duran un cierto tiempo y se desvanecen. Porque los verdaderos éxitos literarios, los que perduran y van más allá de un libro, siguen siendo hijos de los lectores, no de los directores de marketing. Por desgracia, el esfuerzo de éstos últimos por dar con la fórmula mágica está desertizando el panorama literario en su apuesta suicida por exigir a cada libro publicado la condición de best seller (¿hace falta explicarles que sin libros de venta normal no existiría el término de superventas, que un best seller sólo lo es en relación a la gran mayoría que no lo son?). Por fortuna, la obra de autores como Luis Sepúlveda, Javier Cercas, Rosa Montero o Mario Vargas Llosa mantiene viva esa otra manera de conseguir el éxito: mediante una sagrada alianza con los lectores que no pasa por el dinero, sino por la literatura. Sin embargo, yo sospecho que en el caso de Luis Sepúlveda la razón del éxito de su obra se encuentra en el propio misterio de la personalidad del autor. Porque en la literatura de Sepúlveda vida y obra están mezcladas de una manera indistinguible. No quiero decir con ello que la obra de Sepúlveda sea autobiográfica. Tampoco que practique la llamada auto-ficción. La suya es una tercera vía a la que, si hay que buscarle una referencia en el acervo de la historia de la literatura, podría vincularse con la obra y la figura de Ernest Hemingway. Un autor por el que Luis Sepúlveda sentía devoción y con el que compartía muchas cosas: la apuesta por una escritura desnudada de manierismos, la preocupación por los problemas sociales y políticos de su época, la defensa de un heroísmo cívico frente al poder establecido. En definitiva: una escritura impregnada de una pasión de vida. Los héroes de las novelas de Sepúlveda son héroes desgarrados. Ya sean detectives como el Juan Belmonte de Nombre de torero, delincuentes como el asesino de Historia de un killer sentimental o antiguos revolucionarios como los protagonistas de La sombra de lo que fuimos. Bordean la línea de la ley, a veces de un lado, a veces del otro, conscientes de que justicia y ley no sólo no van siempre de la mano sino que, en no pocas ocasiones, son términos antitéticos. Eso hace de la escritura de Sepúlveda una puesta en cuestión ética de la realidad, una literatura moral que, sin embargo, no resulta moralizante porque partía de la autocrítica de los propios errores cometidos por aquellos que