Correntes D’Escritas 66
Un tal... Lucho
Dossier
Lucas Chiappe A través de casi 5 décadas de eco-activismo a tiempo completo, tuve la suerte de conocer muchos seres humanos totalmente comprometidos con sus causas, personas llenas de energía y dispuestas a entregarla toda en aras de la conservación: biólogos reintroduciendo especies extintas en sus medios naturales, ecólogos restaurando el hábitat de bosques talados, colectivos de mujeres bloqueando rutas madereras, comisiones de pobladores rurales impidiendo la construcción de represas hidroeléctricas, organizaciones de base luchando cuerpo a cuerpo para detener el desmonte y la pérdida de biodiversidad, movimientos sociales espontáneos impidiendo la instalación de un basurero nuclear en la árida meseta Patagónica, Asambleas de vecinos de pie, torciéndole el brazo al saqueo de las corporaciones mineras... Idealistas, llenos de fe, buscando aterrizar los sueños desbordantes de los ‘60s , personas dedicadas a desparramar en los ‘70s la ahora tan normalizada “conciencia ambiental”, individuos alertando desde hace más de 40 años sobre el cambio climático y el agujero en la capa de ozono, hombres y mujeres dispuestas a combatir en cada rincón de Latinoamérica el pre-anunciado “fin de las ideologías” de los ‘80… Hasta que, a mitad de los años noventa a esta rica lista de compañeros de tantas luchas, tantos éxitos impredecibles y una que otra derrota dolorosa (que las hay, las hay), habría de sumarle dos individuos totalmente fuera de serie, que llegaron a golpear la puerta de la cabaña donde vivimos con mi familia, con distintos aspectos, profesiones y nacionalidades, pero con un mismo destino: transformarnos en amigos íntimos. Mi compañera Jillian y yo no mudamos al pequeño valle de Epuyen (Noroeste patagonico) en el fatídico año 1976 (inicio de la dictadura más sangrienta de Argentina), luego de varios años de viajes erráticos que nos llevaron a recorrer Latinoamérica, Europa, hasta el famoso Hippie-Trail de Londres a Kathmandu, en lo que sería un viaje iniciático en la búsqueda de “Nuestro lugar en el Mundo”. Un rincón en el Planeta Azul que nos permitiera descargar nuestras mochilas y dedicarnos a construir nuestro cobijo, cultivar nuestra comida y criar nuestros hijos en un entorno saludable, lo más cerca posible a la Pachamama y lo más lejos posible del mundanal ruido urbano. De hecho este rincón cordillerano con escasa población y en decrecimiento (unos 900 habitantes desparramados en 90.000 hectáreas), pero lleno de bosques templados y un lago de aguas cristalinas, nos cautivó desde el primer momento, justamente
por tener las características que buscábamos… incluyendo un viejo poblador que intentaba desprenderse de sus tierras, debido a las incómodas condiciones geográficas del sitio: “Del otro lado de un río caudaloso, que en invierno sólo podíamos cruzar a caballo, sin vecinos a la vista, un diminuto poblado con calles apenas marcadas, sin electricidad, ni señal de radio, el teléfono más cercano a 45 kms, la escuela primaria a 10 Kms y el hospital medianamente equipado de Esquel a 120 Kms . Vale a decir que durante mucho tiempo llegar a la chacra “El Nagual” no era una tarea fácil ni exenta de imponderables… Y fue por esa razón, que una mañana de Invierno de 1996 nos sobresaltamos al ver llegar, en medio de un temporal de agua y nieve, a tres personas arropadas con sendos ponchos de castilla, que indudablemente, venían a “visitarnos”: Al abrirles la puerta me tranquilizó reconocer al primero de ellos, Pedrito Cifuentes, un joven vecino nacido y criado en el Valle de Cholila, con quién habíamos entablado una relación muy fluida debido a sus habilidades como dibujante y al que le había encargado varios retratos de árboles nativos para ilustrar una serie de textos, folletos y cuadernillos de difusión que utilizaba en mis charlas de “educación ambiental no-convencional” en las escuelas, bibliotecas, y centros cívicos de la cordillera. La bienvenida en el umbral fue corta debido al frío pero una vez adentro se fueron presentando, primero un flaco alto, con aspecto tímido de intelectual y con una sonrisa amable, que se presentó con una la tonada porteña simplemente como Daniel, fotógrafo1… Y, atrás suyo intenté darle un torpe abrazo de bienvenida, a un yeti grandote, de rasgos indígenas, con una barba hirsuta, grandes anteojos de marco negro y una voz potente con la que anunció llamarse Luis, Luis Sepúlveda… Un apellido idéntico al del primer poblador chileno que ocupó a principios de Siglo XX el lugar donde nos encontrábamos… Anécdota graciosa que suscitó una primera risa colectiva… Las formalidades se diluyeron de inmediato a lado del fogón que calentaba nuestro rancho de piedra y madera… y, a continuación, como es costumbre por estos pagos sureños, calentamos agua en una pava, “ensillamos” un mate y dejamos que Pedrito nos contara la razón de su visita, aclarando que Don Luis y Daniel eran dos reporteros que vivían en Europa y estaban de gira en búsqueda de historias patagónicas para publicar en un eventual libro de viajes2. Al narrarles sobre como un pequeño grupo de pobladores sin dinero, sin respaldo y con todos los medios y
1 Daniel, era ni más ni menos que Daniel Mordzinski cuyos sugestivos retratos de poetas, escritores y otros artistas hoy engalanan unos cuantos museos y galerías del Hemisferio Norte.