Contratiempo 151 • Otoño 2021

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Apuntes sobre filosofía de la traducción

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efinir la traducción como el proceso por el cual trasladamos o pasamos un texto de su lengua original a otra es ingenuo y, además, del todo insuficiente para comprender que esa operación no es sola (¿cómo podría?) ni estrictamente lingüística. Traducir un poema, una obra literaria, es intentar traducirlo o traducirlo de esta o aquella manera, puesto que traducirlo, a secas, es un absoluto imposible. Traducimos un complejo entramado de elecciones conscientes e inconscientes de alguien que en ellas, por ellas y a pesar de ellas ha codificado, compuesto y fijado en su escritura un artefacto que para el traductor debe ser tan inmutable en origen como su cultura viva y receptora permita. Si el poema es un poliedro, puede que su traducción sea el intento de reflejar todas sus caras en una sola. Sin embargo, cualquier metáfora que escojamos para expresar esa tarea será fútil. Cada poema es una serie de planos superpuestos, de capas confundidas, de intersecciones potenciales. Para mí, traducir un poema debe ser intentar traducir su lengua original, la cultura (o culturas: otra hondura en que meterse en otro momento) de quien lo compuso, los contextos (por ejemplo, un poema estadounidense que use la jerga del béisbol) la temática y, en

fin, cualquier aspecto significativo (para que siga significando) no necesariamente explícito o descontado en las palabras originales del poema. ¿Cómo abordar una tarea tan colosal, siendo tan patente sus riesgos, tan alta su probabilidad de no atrapar o convencer a sus lectores? Hasta ahora, siempre me he aproximado a mi trabajo como traductor de poesía desde una perspectiva goethiana, y mi reciente traducción de Sonata Mulattica, de la prestigiosa poeta estadounidense Rita Dove, no ha faltado a la norma. Goethe, gran lector de literaturas no europeas y pionero (eurocéntrico, qué remedio por aquel entonces) de la visión en bruto de una “literatura mundial,’’ distingue tres estadios en que una obra literaria viaja o se traslada mejor de la lengua original a la lengua receptora, siempre considerando como fundamental la distancia entre la cultura del texto original y la del texto resultante. Más que tres estadios de una misma traducción, se trata de tres traducciones, cada una construyendo sobre un asentamiento cultural anterior. En mis conferencias sobre el oficio, suelo tomar como ejemplo las ilustraciones de portada de tres traducciones distintas de Don Quijote de la Mancha al japonés. En la primera, del siglo XIX, se ve a un jinete a caballo a punto de arrojar una lanza

(más al estilo hoplita que al manchego). La estética es ajena al contexto occidental, y el supuesto don Quijote a caballo se asemeja a un personaje típico y característico del folclore japonés, quizá parecido a un gnomo. No hay nada en la imagen que transporte al lector potencial a un contexto cultural ajeno a su archipiélago. La segunda traducción, de principios del siglo XX, lleva una ilustración de cubierta mucho más compleja: una especie de caballero a la jineta con su escudo y su lanza, acompañado de un personaje a pie con su burro, sobre un fondo de lo que claramente es una especie amenazadora de molinos de viento. Ya hemos salido de Japón, no hay duda, y lejos queda su iconografía tradicional, su apariencia local. Sin embargo, a pesar de habernos mudado más al oeste, aún no hemos llegado a La Mancha: el escudo de este don Quijote parece de inspiración subsahariana, no europea ni hispana; su yelmo es una vaga versión de un casco persa o helénico; y el pretendido Sancho viste un amplio conjunto oscuro que se asemeja bastante al típico changshan chino con sus zapatillas planas sin cordón. Esta segunda ilustración aún no nos enseña cómo verían a don Quijote sus coetáneos y coterráneos. La portada de la tercera traducción, de finales del último milenio, bien podría usarse para una

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COTRATIEMPO 151

Pedro Larrea


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