Feria de San Ginés 2018
Alberdi
–la torpeza es la torpeza- a modelar, pero sí a conseguir algunas piezas de diseño exclusivo que no requirieran de torno, y así fue cómo vi salir del horno, bien trabajadas y pintadas según indicaciones del maestro Alberdi, piezas que fui regalando: ventanas, hojas como pisapapeles…
Podría resumirlo todo en tres versos que admitiéramos como letra de una soleá escrita para él: “Se le pasaban las horas / con el barro entre las manos / y la soleá en la boca”. Podría servir, pero Alfonso Alberdi Carvajal era mucho más, muchísimo más, sin dejar de ser ese resumen que decimos. Un día, de pronto, su taller se instaló frente a nuestra casa, en la calle del Buey, y la calle tuvo desde ese día una puerta que sólo se cerraba al mediodía, cuando el maestro iba a almorzar, y por la noche, cuando cerraba hasta el día siguiente. Mientras tanto, aquel taller fue una vida abierta de par en par que hervía a cada instante, un fuego amigo que no dejaba de calentar, una brisa familiar que lo refrescaba todo. Alfonso Alberdi era mucho Alfonso y cuando no era una sonrisa gachona con un saludo educado y amable, era una soleá que se le iba haciendo en la boca con la precisión con la que entre las manos iban apareciéndoles las formas del barro que giraba en el torno como un reloj que fuera marcando las horas de la mejor artesanía. Y también, a veces, un vino, un vino siempre compartido, unas lecciones sobre Triana y el flamenco o una narración de corrales de vecinos, hambre, riadas y bautizos en el vecindario de nacencia, en el arrabal. Sin que la calle desapareciera, el taller de Alberdi y mi casa se juntaron, porque el cariño que había entre los Alberdi y mi familia –sobre todo entre Alfonso y mi padre- unía mucho, y el taller fue lo que fue: una prolongación de mi casa, y mi casa, la casa de ellos. Allí nunca pude aprender
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Allí conoció la calle, con la llegada de la democracia, la fiebre por la artesanía andaluza, cuando se vendía todo lo que llevara la verde, blanca y verde y el nombre de Andalucía. Miles de tarros de especias, jarrones decorados con el mejor trazo –que si del genial Antonio López, que si de Torralbo-, cántaros, fuentes como centros de mesa, búcaros, platos… El taller de Alberdi fue entonces un paritorio de productos andaluces que tuvieran una naturaleza de barro. “El alfarero cantaba / mientras hacía cacharros, / y en los labios modelaba, / como otra pieza de barro, / la soléa de Triana”, le dejé escrito. Junto a Alberdi, la canaria Aurora, su mujer –“yo soy de “La Isla Bonita”, de La Palma”, decía- y todos los niños, que parecían cien, de ruidosos y vivarachos. Murió Aurora y además dejamos de ser vecinos. La distancia resquebrajó el barro de la frecuencia de vecinos, aunque no rompiera el tuétano de la amistad y el cariño. Alfonso se nos fue en marzo pasado, primavera que se ponía en el ojal la flor cantora de su vida de artesano y amante del flamenco. El amigo queda en la memoria, sentado ante el torno, sosteniendo entre las manos un amorfo y húmedo bloque de barro para, poco a poco, dios menor de una creación efímera, ir consiguiendo formas artísticas que le daban al espacio del taller una gracia única de mujer y de copla. Inolvidable, Alfonso Alberdi. ANTONIO GARCÍA BARBEITO