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COLUMNISTA INVITADO

Oscar Pérez @elkitar

Explosión de sabores AY SABORES QUE UNO JAMÁS OLVIDA. Algunos van unidos a momentos o personas especiales de nuestra infancia o están vinculados a recuerdos que nos hacen sonreír en cuanto asoman por nuestra mente. Otros sabores nos producen un malestar inmediato cuando entran en contacto con nuestras papilas gustativas. Tragos amargos de lo que hicimos, lo que dijimos, recuerdos dolorosos y sentimientos de fracaso: «Y Pedro se acordó de lo que Jesús había dicho (…) y saliendo fuera, lloró amargamente» (Mt. 26:75). Así es la vida y ministerio de cualquiera de nosotros, llena de dulces, salados, picantes, amargos: una explosión de sensaciones en nuestro paladar ministerial, en nuestra historia personal de redención. Gran parte de nuestro pobre entendimiento acerca del fracaso está estrechamente ligado al mal entendimiento del éxito que puebla nuestra mente colectiva. Evidentemente todos deseamos un feliz resultado para cualquier iniciativa o proyecto ministerial que emprendemos. Todos anhelamos éxito. Pero, ¿qué es éxito o fracaso en la mente de Dios y cuáles son los indicadores que miden un ministerio exitoso? Vemos el resultado exitoso de la predicación de Pedro en Hechos 2:37-42 y pasamos por alto que previamente Jesús le reprendió por tratar de evitar su camino hacia la cruz, tuvo que detener su enfoque violento cuando sacó su espada, tuvo que restaurarle de su traición al negarle; e incluso posteriormente Pablo tuvo que exhortarle por su hipocresía y su falta de liderazgo (Gá. 2:11 en adelante) Esta realidad polifacética, de altos y bajos en nuestro ministerio, nos lleva a algunas consideraciones que deberían ajustar nuestra idea del fracaso: Nuestro concepto de fracaso está directamente relacionado con nuestras expectativas de éxito. Si elegimos indicadores equivocados para medir el resultado de nuestra vida y/o ministerio, podemos considerar que estamos fracasando y vivir en un fracaso subjetivo y paralizante. Desde otro prisma, podría no ser un fracaso y tener la lectura más positiva. Los resultados pueden medirse en múltiples formas de tal manera que una misma intervención puede considerarse un fracaso en unas áreas pero

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un éxito en otras. El éxito y el fracaso están sujetos a una cierta relatividad cultural, emocional y conceptual que no deben esclavizarnos ni controlar los criterios que definen nuestra vida o ministerio. Como consecuencia de lo dicho anteriormente, podemos llegar a la conclusión de que una de las enfermedades que mayor distorsión provocan en nuestra visión del fracaso es la comparación. Constantemente olvidamos el llamado recibido por el Señor. Dejamos de enfocarnos en nuestra tarea y el desarrollo de los dones que Él nos ha encomendado para desperdiciar nuestro tiempo comparando nuestros resultados con los de algún vecino cuyos resultados anhelamos para nosotros. Perdemos de vista nuestro enfoque ( Jn. 21:20-22). Como el llamado y dones del vecino son distintos, nuestros resultados jamás podrán ser los mismos que los suyos así que nos sentimos fracasados. Debemos desterrar la comparación y agradecer a Dios por su multiforme gracia, su llamado genuino y su trato personal con cada uno de nosotros. El éxito o el fracaso no deben medirse precipitadamente. Por encima de una caída puntual, una decisión torpe, una mala actitud o un mal momento de vida o ministerio, nuestro proyecto es de largo enfoque. Padecemos miopía momentánea y olvidamos que nuestro propósito es ser como Jesús. En el camino habrá tropiezos, fracasos temporales, incomprensión, sabores amargos. Obviamente en muchos de ellos tendremos que tomar medidas correctivas. Son etapas que hemos vivido o viviremos en nuestro camino pero no son el todo del camino. El requerimiento a largo plazo para cada servidor es que «sea hallado fiel» (1 Co. 4:1-5) como también testifica Pablo al final de su propio camino (2 Ti. 4:7) ¡Que el árbol no nos impida ver el bosque! Los fracasos son una herramienta muy poderosa en manos de Dios. No hay material más valioso en la cons-


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