La gran imitadora. Todo lo que aprendí de la Enfermedad de Lyme

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La gran imitadora Todo lo que aprendí de la Enfermedad de Lyme

María Luisa Villarreal Sonora

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La gran imitadora Todo lo que aprendí de la Enfermedad de Lyme 1ª Edición ISBN en trámite ISBN versión para venta en Amazon.com Publicado de manera independiente

Todos los derechos reservados © 2022 María Luisa Villarreal Sonora maluvillarreals@gmail.com Diseño de portada e imágenes: María Luisa Villarreal Sonora

Este libro no puede ser reproducido parcial o totalmente por medios impresos o electrónicos Sin el consentimiento de su autora

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Para mis hijas, Cecilia y María Luisa, porque padecieron conmigo todos estos años de no saber qué me sucedía y estuvieron ahí, apoyándome y no dejándome caer.

La enfermedad de Lyme es una pandemia silenciosa, incomprendida, ocultada e incomprensiblemente negada, que ha dejado arruinada, a su paso, la vida de cientos de miles de personas. Así que los padecientes de Lyme debemos volvernos investigadores, activistas, promotores y sensibilizadores, tenemos que volvernos “alfabetizadores” para lograr para ayudarnos y ayudar a otros a entender cómo funciona esta enfermedad, que para muchos es solo hipocondría, estrés o cualquier otra cosa.

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CONTENIDO

Lyme, paso a paso .........................................................11 Garrapatas inofensivas ..................................................25 Mis enfermedades crónicas ...........................................35 Síntomas raros ...............................................................45 Lyme gestacional ...........................................................73 La lesión del cuello que no era ......................................87 La crisis ..........................................................................97 Alucinaciones ...............................................................111 No alfabetizados y laboratorios ...................................119 Mi vida después del Lyme............................................129 Referencias bibliográficas ............................................141

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La gran imitadora Todo lo que aprendí sobre la Enfermedad de Lyme

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Los padecientes de Enfermedad de Lyme debemos volvernos expertos en laboratorios, tratamientos y manifestaciones y síntomas de lo más diversos… para poder enfrentar esta enfermedad en una batalla que se siente muy solitaria. Estudié biología como carrera profesional, hace casi 30 años, tomé clases de genética, biología celular, bioquímica, biofísica y siempre me pregunté para que me iba a servir todo eso, si yo lo que quería era trabajar en las selvas y los bosques, trabajar con gente de comunidades y animales silvestres. Debo admitir que recordar eso me hace sonreír con algo de amargura, muchos años después. He aprendido más sobre esos temas en los últimos seis años de lo que nunca soñé aprender en la universidad o en mi vida…desde que por fin me diagnosticaron la Enfermedad de Lyme.

Mis pacientes, los que están muy mal, quieren morirse, realmente quieren morirse… Leído en un grupo de enfermos de Lyme, en internet.

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Lyme, paso a paso

La Borreliosis de Lyme, mejor conocida como Enfermedad de Lyme, es un padecimiento que afecta a varios sistemas del cuerpo y es ocasionado por una bacteria. Se adquiere por la mordedura de un bicho chupasangre, la garrapata, que inocula una bacteria llamada Borrelia burgdorferi sensu latu, la cual parecería haber diseñado el mismo diablo. La Borrelia es una bacteria “inteligente”, dicen los que la han estudiado, porque posee muchos mecanismos extraordinarios para pasar de un anfitrión a otro y, una vez dentro del cuerpo humano, puede cambiar de forma para escapar del sistema inmunológico, camuflarse, esconderse en lugares donde los antibióticos no llegan, lanzar señuelos para distraer a nuestras defensas, protegerse dentro de un biofilm y adaptarse para sobrevivir dentro de nosotros por muchos años. Suena como una película de ciencia ficción, de esas donde se va dando una invasión alienígena, poco a poco; dónde esta forma de vida extraña va apoderándose de la humanidad. Al principio, de unos cuantos seres humanos, luego cientos, después miles, sin que nadie se percate; de esas películas donde el, o la, protagonista, junto con un grupo de amigos, trata de convencer a todos de que la invasión está sucediendo y nadie les cree, para cuando se vienen a dar cuenta todo mundo está infectado…o muerto. Como si eso no fuera poco, cuando uno la contrae puede adquirir en un coctel con otras bacterias que causan enfermedades adicionales, llamadas coinfecciones (infecciones colaterales o adicionales), lo que mezcla y genera una cantidad de variaciones extraordinaria de síntomas y problemas, difícil de creer.

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Fuera de las películas ¿cómo poder creer que exista algo así? Pues existe, y ha venido sucediendo hace cientos de años, en todo el planeta. Parecería que con la reciente pandemia de COVID19 sería más sencillo sensibilizar a la población de que algo así está sucediendo, que hay esta otra pandemia, pero no es así. Como si realmente fuera una invasión extraterrestre, no es sencillo identificarla, diagnosticarla, y menos tratarla, es una enfermedad controversial, con muy pocos profesionales de la salud alfabetizados en ella y el sector de salud pública de muchos países que no solo la ignora, en algunos casos, ha declarado la guerra negando su existencia y reprimiendo a médicos que hablan de ella o intentan tratarla, y criminalizando o ignorando a pacientes y sus familias que exigen atención médica…y cómo una película de conspiración los gobiernos están siendo negligentes o desacreditando a padecientes y médicos que admitan públicamente que existe, que la padecen o que la traten. Mientras, los diagnósticos equivocados y negligencias que resultan, arruinan vidas humanas valiosas y, en un número creciente, propician muertes, que pudieron evitarse. Yo me contagié a mediados de 1999, y continué reinfectándome por años, cada vez que trabajaba en campo; es decir, cada vez que entraba a potreros, áreas de selva, humedales o pastizales; me quité cientos de garrapatas, recuerdo por lo menos tres ocasiones haber visto la “diana” en mi piel, en mis piernas o mi abdomen, ese círculo concéntrico rojo, que se genera en la piel cuando uno se infecta con esta bacteria. Yo no lo sabía, debieron haberme inundado de antibióticos específicos, pero nade me dijo que estaba infectada con una bacteria tan peligrosa; así que pasaron casi 17 años para que alguien pudiera saber qué me estaba pasando. Para entonces ya estaba yo en etapa tardía (crónica) no hubo mucho que pudieran hacer para evitar todo el daño que la bacteria y las coinfecciones le causaron a mi organismo.

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Me mal diagnosticaron decenas de médicos, esa es la historia típica que contamos la mayoría de los que padecemos esta enfermedad, hasta que una noche, en 2016, tuve una crisis, colapsé…y por poco no la cuento. Me tomó casi cinco años armarme de valor, educarme (leí e investigué muchísimo) y me hice el tiempo para escribir este libro, para contar mi historia y tratar de razonar lo que mis médicos debieron buscar para evitar sufriera tanto y que hoy sea crónica. Aquí cuento lo que me sucedió, todas esas ocasiones que me hicieron un diagnóstico equivocado, lo que aprendí, y continúo aprendiendo todos los días, de decenas de grupos en redes sociales con padecientes en toda Latinoamérica y el resto del mundo, todo tipo de profesionales, investigadores y activistas, información de libros publicados, blogs e investigaciones científicas, cientos de artículos, miles de datos. Este libro contiene de manera resumida, todo lo que viví y aprendí hasta aquí, porque realmente uno nunca deja de aprender, sobre Borreliosis de Lyme, para poder tomar las riendas de mi salud y tratar de recuperar mi vida. Mi historia es la típica historia de cualquier padeciente de Lyme, espero ayude a otros padecientes que tal vez no han sido diagnosticados, a profesionales de la salud a no cometer los errores que mis médicos cometieron conmigo, o con mis dos hijos que murieron por causa de la borreliosis gestacional, y a los familiares y parejas a identificar, ayudar al enfermo de Lyme, entender que puede parecer un caso de depresión, locura o histeria, pero es una bacteria. Espero les muestre la importancia de la medicina narrativa. Antes de proseguir me gustaría aclarar algo, a medida que vayan leyendo estoy segura de que van a preguntarse ¿Cómo puede acordarse de todos los diagnósticos de todos los médicos a lo largo de 17 años? Bueno, no, no me acuerdo de todos, los que están en este libro, aunque parecen ser muchísimos, sólo son de los que me acuerdo. No recuerdo, en la mayor parte de los casos, fechas 13


exactas, si aproximadas, un ejercicio que tuve que hacer cuando, en 2016 tuve mi crisis, tratando de hacer memoria para averiguar desde cuándo tenía los síntomas y dónde había estado deambulando todos esos años, dónde pude haberme infectado. Y todo me llevó a 1999. Así que lo que narro aquí es de lo que me acuerdo, tal vez una tercera parte de los diagnósticos, aunque a decir verdad a medida que fui integrando el libro, haciendo la investigación, haciéndome preguntas, fui enlazando las ocasiones que los médicos que me atendieron NO me hicieron esas preguntas y me maldiagnosticaron. Retomando las situaciones sucedidas a lo largo de casi dos décadas, antes de que fuera diagnosticada, analizo de manera resumida lo que aprendí sobre la enfermedad de Lyme, porque después lo investigué. Digo, resumo, porque colocar en un libro todo lo que aprendí sobre ella me llevaría 100 libros como este, y no acabaría de escribir nunca. Tuve que leer muchos artículos científicos, la mayoría no están en español, pero me sirvió bastante la formación profesional y en especial las clases de genética, bioquímica, microbiología y biogeografía, que realmente pensé no me iban a servir de mucho. Sorpresa. En cada apartado trataré de verter toda la información de tema muy específicos que investigué en mi proceso de alfabetización, sobre lo que pudieron haber hecho o debieron haber investigado mis médicos, y no lo hicieron, pero que después me han servido como herramientas para poder vivir con Lyme. Porque uno se siente muy solo, desesperado y muy enfermo, mientras todos nos dicen que deben ser nuestros nervios. Antes de comenzar a narrar mi camino como padeciente de Lyme, me gustaría dar una repasada rápida a lo que la ciencia ha descubierto de este padecimiento hasta ahora, lo mínimo que debería manejar cualquier médico. Porque podrían decir que es muy difícil detectar y diagnosticar la infección de Borrelia (y sus coinfecciones), pero hay tanta información y tanta investigación disponible desde hace por lo menos 40 años, que no es justificable. 14


Haciendo un poco de investigación al respecto me enteré que la denominación Sensu lato viene del latín que significa, en sentido amplio. Borrelia burgdorferi en sentido amplio. Esto debido a que, a medida que fue avanzando la ciencia, lo que alguna vez se había identificado como una especie de bacteria, fue obteniéndose información, derivada de estudios genéticos y se dieron cuenta de que se trataba de Borrelia, pero las especies eran distintas. Así que se les maneja bajo el término sensu lato. Las Borrelia burgdorferi sensu lato son un grupo de espiroquetas, de las que se había reconocido, hasta 2013, 19 genoespecies: B. burgdorferi sensu stricto (Bbss), B. garinii, B. afzelii, B. valaisiana, B. lusitaniae, B. spielmani, B. bissetti, B. bavariensis, B. japonica, B. andersonii, B. tanukii, B. turdi, B. sinica, B. californiensis, B. yangtze, B. carolinensis, B. americana, B. kurtenbachii y B. finlandensis. Las primeras ocho son consideradas por los investigadores como patógenas al hombre. Borrelia burgdorferi sensu lato tiene un ciclo de vida complejo, se transmite entre vectores que son artrópodos (garrapatas) y hospederos vertebrados (mamíferos, aves y el ser humano). Estas bacterias son capaces de adherirse y sobrevivir en el intestino de la garrapata, puede pasar del epitelio de esta parte del cuerpo de la garrapata a su hemolinfa y luego moverse a través de las glándulas salivales al flujo sanguíneo del hospedero (mamífero, ave y el ser humano), puede evitar la reacción inmune del organismo del hospedero y puede diseminarse a diferentes órganos. No obstante, para que la bacteria pueda sobrevivir necesita un reservorio. El reservorio biológico de Borrelia. identificado ampliamente, es el ratón de patas blancas (Peromyscus leucopus). Otros reservorios identificados fueron la ardilla gris (Sciurus griseus), en California, en Australia reptiles como el Equidna; en Europa el ratón de cuello amarillo (Apodemus flavicollis). Las etapas y forma en que evoluciona la enfermedad me las sé hasta yo, y solo tuve que leer algunas investigaciones. Muchos enfermos de Lyme tenemos que alfabetizarnos para alfabetizar a 15


nuestros médicos. Lo que más adelante retomaré es la poca receptividad y apertura que la mayor parte de los médicos poseen cuando uno saca el tema. Vayamos paso a paso. Esta enfermedad tiene muchas manifestaciones clínicas y evoluciones, por eso es tan complicado de entender. Las manifestaciones clínicas dependen del órgano afectado y se denominan "síndrome asociado". Puede afectar la piel, las articulaciones, el sistema nervioso central o el corazón. Hay tres etapas en la forma en la que evoluciona la enfermedad: — — — —

Etapa I, infecciones tempranas localizadas Etapa II, infecciones tempranas diseminadas Etapa III, infecciones tardías(crónica) Y también está el terrible síndrome post Lyme

La etapa I sucede inmediatamente después de que la garrapata ha inoculado (inyectado) la bacteria o el coctel de bacterias en nuestro torrente sanguíneo. Esta es una etapa complicada, muchas investigaciones dicen que en esta etapa el paciente puede permanecer asintomático. En este período la bacteria puede permanecer cerca de dónde fue inoculada y luego se disemina al resto del organismo. Aquí es cuando aparece el erythema migrans o eritema migratorio, la diana; pero esta reacción no sucede en todos los pacientes, en promedio el 50% de los pacientes la desarrolla. Así que solo hay un 50% de probabilidades de detectar la infección de manera temprana si utilizamos este indicio. En el lenguaje médico esta diana es una lesión maculopapular (es una lesión que se asemeja a una mancha) que surge y se expande, con un centro claro que da el aspecto de “diana” (tiro al blanco) o un “ojo de buey”. Con frecuencia se le puede ir del color rojo al color morado o púrpura, con un centro hipopigmentado. Pero también se han reportado casos donde varía la forma en la que luce esta lesión: puede ser una mancha irregular; puede ser una lesión muy pequeña (un mini eritema migratorio), o bien el centro de la 16


lesión puede ser azulado, puede también presentarse como tejido endurecido, o bien como una bombita de agua, como una ampolla, como una úlcera y en algunos casos puede verse como tejido muerto. Depende de la reacción inmunológica de cada uno de nosotros. Si bien puede aparecer en cualquier parte del cuerpo, la mayor parte de los casos los médicos la ubican en las piernas, como fue mi caso. Aunque también la tuve en la cadera. Después de que se inoculó la bacteria (o bacterias) tarda de 3 a 30 días en manifestarse los síntomas, pero depende de varios factores, algunos tienen reacciones severas y algunos pacientes permanecen asintomáticos por mucho tiempo. ¿De qué depende manifestar o no los síntomas? Algunos investigadores aducen que depende de la carga bacteriana, de la propia respuesta inmune del organismo, del estado de salud del individuo, de la genoespecie de Borrelia y de las coinfecciones inoculadas junto con la bacteria. Hay datos que indican variación de reacción de una zona geográfica a otra, donde las poblaciones de Europa y de América reaccionan de manera distinta o las genoespecies son distintas y hay más afectaciones a un sistema u otro. Por eso algunos otros investigadores dicen que puede tardar hasta 2 o 3 meses en manifestar síntomas. Otra manifestación de la infección, que también puede observarse en esta etapa, es en la piel, se denomina linfocitoma por Borrelia, o linfadenosis benigna. Parece como una ampolla, gruesa, que aparece en cualquier parte del cuerpo, sobre todo en el lóbulo de la oreja, el pezón o en el escroto (auch), y casi siempre en niños, pero también algunas ocasiones en adultos. ¿Se puede detectar la enfermedad de Lyme en esta etapa? Algunos estudios muestran que puede encontrarse indicios si se realiza un análisis de histopatología (muestra del tejido) del eritema migratorio buscando la presencia de una reacción inmunológica.

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En la etapa II, que se presenta semanas o meses después de la picadura de la garrapata, es cuando la infección comienza a diseminarse, esto sucede si no se ha recibido tratamiento en la etapa I, o aún no se ha diagnosticado la enfermedad (que es lo que generalmente sucede). En esta fase se observan lesiones alrededor o en la zona del eritema migratorio, habitualmente lesiones pequeñas e irregulares. Las espiroquetas se comienzan a dispersar por el cuerpo y generalmente llegan el sistema musculoesquelético, causando una sensación de dolor e inflamación tipo artritis en rodillas y otras zonas como codos, caderas, hombros y pequeñas articulaciones. Otra manifestación de la infección de Borrelia es el síndrome de Bannwarth (Garin-Boujadox-Bannwarth) o también llamada meningoradiculitís línfocitaria. que es una borreliosis que afecta el sistema neurológico o nervioso, también llamada por esto, neuroborreliosis y consiste en la aparición de dolor radicular. El término radicular proviene del latín “raíz”, quiere decir que es un dolor que se ocasiona por la afectación de un nervio (por su apariencia de raíz). Es un dolor que parece irradiar a lo largo de una raíz hacia una extremidad inferior (muslo, pantorrilla y ocasionalmente el pie) directamente a lo largo del curso de la raíz de un nervio espinal específico. Puede ir acompañado de calambres que varían de intensidad y que a veces parecieran moverse de lugar. También puede llegar a afectarse los nervios del rostro (pares craneales, faciales). En esta etapa comienzan la manifestarse los síntomas neurológicos. Se puede llegar a padecer mareos, náuseas, sodera, y en algunas ocasiones meningitis aséptica, un tipo de inflamación de las meninges (tejido que protege al cerebro y la médula espinal) sin que se muestre infección aparente. Los síntomas neurológicos se caracterizadas por dolores de cabeza, rigidez del cuello y sensibilidad a la luz.

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Muchas veces me pregunté ¿Cómo lesiona la Borrelia el sistema nervioso? La literatura menciona que hay dos vías por las que la bacteria lesiona el sistema nervioso; la primera es un efecto tóxico directo de las espiroquetas sobre las células. Es decir, porque la bacteria “daña” los cables que son las células nerviosas; la segunda es una consecuencia indirecta por la estimulación de citocinas y de procesos autoinmunitarios. Es decir, porque la bacteria vuelve loco al sistema inmunológico que se termina atacando a sí mismo, y lesionando las células propias por la generación desordenada de citocinas, esas pequeñas moléculas de proteína que son clave para controlar el crecimiento y la actividad de las células del sistema inmunológico y las células sanguíneas. Cuando se liberan, le envían una señal al sistema inmunitario para que cumpla con su función, este sistema se trastoca y puede generar un proceso auto inflamatorio crónico. Imaginen llegar con un médico cualquiera y decirle que tenemos todos estos síntomas, pero no hay una infección o una explicación aparente, estamos sanos. Varios de mis médicos me dijeron que solo era depresión o era emocional. En la etapa III, que es cuando la infección se vuelve crónica; surgen condiciones identificadas para cada variedad de Lyme. En esta etapa, a pesar de la respuesta inmunitaria Borrelia tiene ases bajo la manga pues pueden sobrevivir en algunos órganos y sistemas como corazón, sistema nervioso central y articulaciones, desencadenando manifestaciones de carácter crónico de difícil diagnóstico. Por ejemplo, en la piel, se encuentra una condición conocida como acrodermatitis crónica atrófica, también conocida como "enfermedad de Herxheimer" o "atrofia difusa primaria", una condición donde la piel se adelgaza, que le hace tener una apariencia seca y arrugada, similar a papel de arroz. Cuando la afectación es en las articulaciones se manifiesta como una artritis persistente o resistente al tratamiento, monoartritis u oligoartritis inflamatoria y, 19


en muchas ocasiones, se llega a confundir con fibromialgia y síndrome de fatiga crónica. Luego están las manifestaciones en el sistema nervioso central, que se muestran como encefalopatía (que en mi caso fueron diagnosticadas como cefalitis en racimos) o encefalomielitis extensa grave, también hay polirradiculoneuropatía crónica axonal (básicamente dolores neuropáticos crónicos), en mi caso dolores de espalda, que se sentía como tener un desgarre, con parestesias (entumecimientos) y dolor, hipersensibilidad auditiva, visual, gustativa, olfatoria y táctil. Muchas veces, la gran imitadora hace que los síntomas se mimeticen con otras enfermedades; por ejemplo, ocasiona leucoencefalitis aguda o crónica, cuyo cuadro se distingue por anormalidades leves o mielopatía grave (ataxia, espasticidad y alteraciones sensoriales). Si se realiza una resonancia magnética nuclear los médicos suelen confundirla con esclerosis múltiple con áreas hiperintensas en la sustancia blanca del cerebro o médula espinal. En esta etapa se puede afectar al sistema nervioso al grado de observar inflamación, fatiga, alteraciones de la memoria y trastornos cognitivos. Estos síntomas ceden al tratamiento con antibióticos adecuados. En neuroborreliosis existen algunos muy publicitados como el del cantante norteamericano Kris Kristofferson, quien durante casi una década fue diagnosticado con Altzheimer, y resultó ser enfermedad de Lyme. Los antibióticos hicieron la diferencia. Finalmente, también hay manifestaciones en el corazón, como la miocardiopatía dilatada, o en mi caso taquicardia paroxística autolimitada. Las molestias más comunes son síncope, disnea y palpitaciones, periodos alternantes de taquicardia y bradicardia. También puede haber cardiomegalia, disfunción ventricular izquierda o insuficiencia cardiaca congestiva. La mayoría de las disfunciones miocárdicas tienden a ser leves y autolimitadas (es 20


decir que un episodio pasa solo). Los casos graves incluyen taponamiento cardiaco y bloqueo cardiaco completo. Hablemos del síndrome conocido como post-Lyme. A la mayoría de las personas diagnosticadas con Lyme les va muy bien después medicarse y combatir la enfermedad. Sin embargo, los investigadores han reportado con mayor frecuencia en los últimos años que un subgrupo de los pacientes tratados y dados de alta, presentan síntomas similares, meses o años después de haber sido tratados ¿Qué síntomas son más frecuentes en los post-Lyme? Fatiga, confusión mental (neblina mental), entumecimiento del rostro o las extremidades, hormigueo, palpitaciones, mareos, dolores y molestias musculares tipo mialgias. Estos síntomas se pueden confundir con fibromialgia, incluso algunos investigadores han sugerido que Borrelia es uno de los agentes infecciosos causantes del síndrome de dolor crónico. Pero ¿y los sudores fríos y escalofríos?, esto se ha identificado en muchos estudios como ocasionado por infección de Babesia. De hecho, a esta coinfección se la atribuye el “empeoramiento” de los síntomas de Lyme y prolongar la duración de la enfermedad, dificultando el tratamiento. Las investigaciones han encontrado que 1 de cada 10 infectados con Borrelia, tienen coinfección con Babesia. Los pacientes coinfectados experimentan síntomas como fatiga, dolor de cabeza, sudores, escalofríos, anorexia, fragilidad emocional, náuseas, conjuntivitis, y esplenomegalia, con más frecuencia que aquellos con enfermedad de Lyme sola. No es de extrañar que los médicos no alfabetizados piensen que los enfermos de Lyme somos hipocondriacos. También transmiten Erliquia y Anaplasma. Estas bacterias causan síntomas parecidos a los de la gripe, como fiebre, dolores musculares y dolor de cabeza. Después de la picadura de garrapata, puedes tardar hasta 14 días en comenzar a mostrar signos y síntomas. También está la Bartonella, cuyas manifestaciones incluyen síntomas del sistema nervioso central, exacerbados. Mayor 21


irritabilidad del sistema nervioso central, acompañado de agitación, ansiedad, insomnio e incluso puede llegar a suceder convulsiones, y otras manifestaciones de encefalitis, neblina mental, déficits cognitivos y confusión. Pero ahí no paran los síntomas, también se ha reportado manifestaciones en otros órganos como gastritis, dolor en la parte inferior del abdomen y en las plantas de los pies, especialmente en la mañana, nódulos subcutáneos dolorosos a lo largo de las extremidades y erupciones rojas en forma de vetas rojas o estrías que no siguen los planos de la piel, arañas vasculares o erupciones papulares como ampollas. Los ganglios linfáticos pueden agrandarse y la garganta puede doler. Hay menciones de transmisión del flavivirus de la enfermedad de Powassan, que ocasionan un tipo de encefalitis grave y algunas veces mortal. Esta enfermedad puede dejar secuelas graves como hemiplejía, dolores de cabeza severos crónicos, atrofia muscular y problemas de memoria. La tasa de mortalidad es de 10%, y alrededor de 50% de aquéllos que desarrollan síntomas neurológicos terminan con secuelas a largo plazo. ¿Qué podían haberme recetado? Pues de acuerdo a los investigadores de Lyme, varía con la etapa. Por ejemplo, durante la etapa I, cuando se presenta la infección temprana, acompañada de fiebre. Salpullido y artralgia, por lo general recetan doxiciclina, amoxicilina de 500gr o cefuroxima de 500mg, y si uno es alérgico a esas, pues solo queda azitromicina y eritromicina. Las dosis son cosa de los médicos (no pongo las dosis para evitar que tengan la tentación de automedicarse). En la etapa 2, que generalmente es cuando la infección se extiende al resto del organismo, y hay síntomas de enfermedades neurológicas periféricas o artritis, recetan amoxicilina de 500mg, cefuroxima de 500mg; Para cuando la infección está en etapa 3 y ya hay manifestaciones cardiacas, artritis recurrente y enfermedades del sistema nervioso central, lo que se aplica y eso fue lo que a mí me aplicaron, fue ceftriaxona intravenosa. 22


En este último punto también vale la pena observar, me inyectaron muchísima ceftriaxona intravenosa, por un período muy prolongado. Este tipo de procedimientos, mucho antibiótico, aplicado por semanas, es un conflicto fuerte que tienen los médicos no alfabetizados en Lyme, que no pueden concebir la cantidad industrial de antibióticos que es necesario administrarle a un paciente por hasta 6 semanas o más. Los exámenes de laboratorio más comúnmente utilizados son tres: Westernblot, PCR y ELISA, buscando la presencia de antígenos, pero igual depende el momento o etapa de la enfermedad cuando se realicen, del laboratorio, pueden dar falsos negativos. Lo que definitivamente he visto que se utiliza para buscar la presencia de la espiroqueta es la microscopia de campo oscuro. Desafortunadamente muy pocos laboratorios la ofrecen. NO hay que olvidar que se le considera una bacteria “inteligente” porque puede incluso cambiar de forma. Esto sucede cuando las condiciones no son favorables para que sobreviva o se multiplique. Es decir, cuando en el organismo hay antibióticos, cuando hay deficiencia de nutrientes o cuando entran al líquido cefalorraquídeo, esta bacteria puede cambiar de forma. Cambia de su forma de espiroqueta (como un sacacorchos), a esferas o adquiere forma de L, incluso puede enquistarse y quedarse inmóvil (forma cística). Puede, incluso, generar una especie de baba, un biofilm, donde puede esconderse del sistema inmunológico o lanzar “señuelos” para escapar del mismo. Cuando las condiciones mejoran, para ella, puede volver a su forma de espiroqueta móvil. A ello se le atribuye la supervivencia por largos períodos en el sistema nervioso central y periférico, y en las articulaciones, así como la desaparición de los anticuerpos dependientes de pared celular. Una vez que las condiciones son normales, nuevamente ellas revierten a su forma espiroquetal. Un gran número de investigadores se admiten sorprendidos al revisar casos de distintas enfermedades donde han encontrado que un gran número de enfermos crónicos de las enfermedades arriba 23


listadas, padecían realmente la enfermedad de Lyme. Pacientes ubicados en áreas zoonóticamente "no endémicas". ¿Qué significa esto? Lo resumo en la cita del artículo de Harvey & Salvato (2003): “…Concluimos que 'Lyme actualmente solo reconocida como un riesgo zoonótico y es una conceptualización limitada de un estado infeccioso más persistente y no reconocido, que debe ser considerado una epidemia global…”

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Garrapatas inofensivas

Aunque muchas personas nunca han escuchado de esta enfermedad, de hecho, la mayoría de los médicos tampoco han escuchado de ella, la enfermedad se describió por primera vez como tal hace unos 50 años, y cada vez hay más evidencia de que nos acompaña desde hace miles de años. No fue sino hasta hace poco que se denominó cuando un grupo de científicos descubrió que Borrelia era la causante de una epidemia de artritis juvenil en niños pequeños en un pueblo del norte de los Estados Unidos, llamado Old Lyme. A pesar de que pasa desapercibida para la mayoría de la población, solo en Estado Unidos se diagnostican alrededor de 30 mil casos al año, aunque otros investigadores aseguran que el número puede ser 10 veces más alto, lo que según algunos autores estiman que ya se localiza en 80 países y está creciendo. Estudié biología y siempre quise trabajar en campo, nunca me vi trabajando en un salón de clases o en un laboratorio, quería correr aventuras en la selva, en el mar, amo las comunidades, las madrugadas brumosas en los pueblos, los largos recorridos en los senderos en lo profundo de alguna selva, en los pantanos y las playas. Sabía que había muchos riesgos, pero me jactaba de cuidarme mucho, siempre privilegié mi seguridad y la de mi familia, colegas y más adelante mis empleados, sobre cualquier cosa. A lo largo de los años leí mucho acerca de los riesgos del trabajo de campo, es especial las zoonosis, las enfermedades transmitidas por animales, y acerca de plantas y animales peligrosos. ¿Qué zoonosis puedes contraer como riesgo de trabajo en el sureste de México? Pues había que tener cuidado con la rabia, cuando uno manipulaba roedores, incluso murciélagos; estaba el riesgo de contraer paludismo, dengue, chikunguña o dengue hemorrágico, por 25


la picadura de algún mosquito; conocía un par de personas que murieron por problemas cardiacos debido a una infección no tratada de chagas, que debió haberles transmitido una chinche besucona; estaba el riesgo de contraer toxoplasmosis por exposición a las esporas de hongos en las cuevas, en el guano de murciélagos; se podía contraer psitacosis por estar en contacto con aves infectadas; contraer tifoidea por contacto con reptiles (y no lavarse las manos). Pero también había el riesgo de algunos parásitos como colmoyotes, filarias, ácaros o contraer leishmaniasis inoculado por un mosquito (aunque la gente le llama mosca chiclera), además de los riesgos de salir lastimado o muerto por un venado, tepezcuintle, jabalí, serpientes, abejas, avispas o un felino. Incluso había que considerar los riesgos que se corrían con algunas plantas, como la chaya cimarrona, tocar una de sus espinas era como ser golpeado por un rayo y luego prender fuego; el chechen negro, que podía causar una reacción severa de intoxicación, una mezcla entre envenenamiento y quemadura con agua caliente; el guano kun, un tipo de palma rastrera cuyas espinas eran como agujas delgadas de unos 10 cm de largo, sumamente quebradizas y difíciles de extraer. Los colegas de campo, con mucha más experiencia, me aseguraron que las garrapatas te podían dar fiebre, la picadura podía infectarse, pero realmente eran inofensivas. No estaban en la lista de riesgos mortales. Cuando años después cuestioné el haberme dado información equivocada descubrí que ellos no hicieron más que repetir lo que alguien más les había dicho: La rickettsiosis y la borreliosis eran enfermedades que sucedían en otras partes del país, otras partes del mundo. Las garrapatas del sureste de México eran, según mis colegas y los colegas antes de ellos, inofensivas. No solo estaba en la psique de todos los compañeros de trabajo, también en la gente de la comunidad y la literatura. Pienso en todas esas ocasiones que regresé del campo a mi casa, cubierta de garrapatas, coloradillas y otros bichos, lo único que me 26


preocupaba era quitarlas bien. Al principio no lo hacía tan bien, no solo se trata de arrancarlas, había que desprenderlas completamente, desenterrarlas de la piel, donde hundían su cabeza completa, separarlas sin que quedaran restos para que no se fuera a infectar la picadura. Con el tiempo perdí de vista el peligro. Al principio, me aseguraba de llevar calcetines largos y sellar mis pantalones dentro de las botas, colocarme repelente o insecticida, pero como aun así las garrapatas no se quedaban en las botas. Aún cuando esparciera repelente por todo mi cuerpo, no me salvaba de las picaduras. Comencé a resignarme a ser alimento de garrapatas y cambié todo el ritual de protección por una capa gruesa de mentol, que parecía era la única cosa que mantenía lejos a las garrapatas. Espacia todo el mentol en mis piernas, pantalones y botas, pensando que eso evitaba que las garrapatas escalaran desde el suelo. Me hubiera servido saber que las garrapatas permanecen casi todo el tiempo, inmóviles, que se colocan en la vegetación y esperan un hospedador. Rara vez esperan a nivel del suelo, por lo general se ubican en la vegetación a diferentes alturas, en función con el hospedero y la etapa de desarrollo en la que estén. Se posan en la vegetación y extienden sus patas delanteras, porque en cada una de ellas poseen los órganos de Haller, con los que detectan las diferencias en las presiones parciales de anhídrido carbónico y olores característicos emitidos por un hospedador que se acerca. Cuando perciben su presencia dirigen el primer par de patas en la dirección de donde procede el estímulo y se preparan para gancharse al cuerpo del hospedero que pasa. Luego solo escala hasta el lugar donde vaya a fijarse para comer. Yo si las tenía en el radar, pero no las ubicaba como peligro donde trabajaba y vivía, las tenía muy presentes en mi tierra natal al norte del país, a casi dos mil kilómetros de distancia. Allá las garrapatas de perro son cosa común y las enfermedades asociadas, sobre todo la rickettsiosis o fiebre manchada de las montañas 27


rocosas, es cosa común, sobre todo en temporada de calor fuerte. Así que al principio tenía mis reservas, en mi infancia y juventud, viviendo en el norte, aprendí a tener cuidado con las garrapatas, pero perdí de vista el riesgo cuando me fui a vivir al sureste, y cuando comencé a trabajar en ecosistemas silvestres, no cuestioné la información que me dieron. Como bióloga sabía que las garrapatas son parásitos externos, que solo se alimentan de sangre de animales y humano. Por 2 años, no comen otra cosa más que sangre. Puede ser de un ratón, un pájaro, un venado, una vaca, un conejo, o un ser humano, sin discriminar, así de versátiles. Afortunadamente no, al parecer solo las garrapatas de la familia Ixodidae, garrapatas duras, y entre ellas, dos géneros que funcionan como vectores de Lyme: Ixodes y Amblyomma, y en especial cuatro especies son las de todo el asunto: Ixodes scapularis, Ixodes pacificus, Ixodes ricinus e Ixodes persulcatus. El asunto es que estas cuatro especies están distribuidas en todo el mundo. Aunque también se han encontrado la bacteria en otros bichos. Andando en campo, cuando capturábamos aves, mamíferos de todos tamaños, reptiles y anfibios silvestres, para hacer estudios, muchas ocasiones estaban cubiertos de garrapatas. Con toda la humanidad e inocencia del mundo les retirábamos los parásitos, la mayor parte del tiempo no queríamos terminar manchados de sangre, así que no las aplastábamos, además eso nos quitaba tiempo, solo las lanzábamos lejos, hacia el monte. Cuando hacíamos intercambio o vendíamos un venado cola blanca, la secretaria de agricultura debía emitir un certificado de salud, pero debíamos garantizar que el animal no llevara, entre otras cosas, garrapatas. Cuando se les dormía para hacer la revisión, los estudios de laboratorio, aprovechábamos para cerciorarnos que no tuvieran garrapatas. Se les ponía algún medicamento, pero si había alguna solo la arrancábamos y la aplastábamos, quemábamos o solo la arrojábamos lejos. 28


Con los años aprendí que la única forma segura de matar a una garrapata es ahogarla, colocarla en un recipiente con agua por varios días ¿Por qué? Porque así nos aseguramos de que se eliminan incluso los huevecillos, y nos mantenemos lejos del interior infectado no solo con Borrelia, pero con al menos una decena de otros microorganismos peligrosos. Había muchas cosas que supuse y estaban equivocadas. Solía pensar que había garrapatas que comían y otras no, ya saben, están las garrapatas que parecen arañitas, los machos, y las garrapatas gordas que están llenas de sangre, las hembras. Pareciera que las primeras se alimentan de otra cosa, pero no de sangre o pareciera que no comen nada. Lo que sucede es que los machos pueden comer, pero no se hinchan, mientras que las hembras pueden incrementar su tamaño hasta casi 100 veces su tamaño inicial antes de que se atiborraran de sangre. Si esto no es suficiente, resulta que el volumen de sangre que ingieren es muy superior a lo que vemos en sus barrigas, porque al tiempo que se alimentan y comienzan a digerir, “regurgitan” los desechos a través de la saliva; así es, no solo comen sangre, sino que regresan los desechos de su digestión al mismo lugar donde se están alimentando, “vomitan donde comen”. Si hay dos o tres garrapatas alimentándose en el mismo sitio, pues, ya para que les explico. No crean que quiero hacerlos sentir náuseas, es que esto es clave para la infección de Borrelia. Son capaces de adquirir la bacteria de un bicho y mantenerla en su sistema digestivo durante sus mudas a lo largo de todo su ciclo de vida, que son dos años, y en el inter pasarlo a otro bicho, cuando se alimenta. Pero también puede pasarse de una garrapata a otra, mientras comen, ya saben comiendo y regurgitando en grupo, una garrapata infectada puede infectar a otras. Algunas ocasiones no puedo evitar sentir escalofríos y náuseas de pánico cuando veo a los animales callejeros cundidos de garrapatas, afortunadamente los buenos samaritanos están entendiendo la importancia de esterilizar y desparasitarlos. Pero no 29


sucede esto con las palomas urbanas, que también son transportadoras de garrapatas y de muchas enfermedades zoonóticas (transmisibles de animales al ser humano). La garrapata es más que una hipodérmica (jeringa) viva para la Borrelia, no solo le sirve para “inyectarse” dentro de un animal o una persona, los investigadores descubrieron que este artrópodo tiene una especie de relación simbiótica, que es clave en el ciclo biológico de la bacteria. Hay todo un proceso quimiotáxico, es decir, la bacteria necesita de algún químico en la garrapata que dirige y ayuda a la bacteria, que le permite a la bacteria el activar determinados genes cuando es transportada por garrapatas, pero no parece suceder con otros bichos (que alivio). Es decir, aunque hay estudios que han encontrado Borrelia en mosquitos, tábanos, moscas de la familia Stomoxydae, pulgas y piojos, parece que estos bichos se consideran solo como transportadores (carriers) y no pasan del bicho al ser humano. Esto es porque la bacteria necesita algo de la garrapata para poder pasar de ella a nuestro torrente sanguíneo e infectarnos exitosamente. Necesita su intestino medio y su saliva. Resulta que la Borrelia se reproduce en el intestino medio de la garrapata, desde donde se mueve a la boca cuando ésta comienza a alimentarse; además la garrapata como bicho chupasangre posee ciertas sustancias que inhiben la acción del sistema inmunológico cuando se alimentan de sangre, incluyendo el humano, por lo que esto facilita el ingreso de la bacteria y su diseminación en el organismo sin que el sistema inmunológico lo identifique y ataque en ese momento. Para ello, la garrapata debe estar adherida suficiente tiempo para permitir que la bacteria entre al torrente sanguíneo, algunos investigadores dicen que, hasta 48 horas, yo no recuerdo haber tenido una garrapata pegada tanto tiempo, pero si recuerdo la diana, ese círculo rojo que se forma alrededor del piquete de la garrapata que significa que hay una infección de esta

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bacteria. Los médicos e investigadores le llaman Erythema chronicum migrans (ECM). El EMC es una mancha en forma de una diana (un tiro al blanco, una serie de círculos concéntricos alrededor de la picadura). Su relación con la enfermedad de Lyme se describió hace más de 100 años, por ahí de 1921. Al principio se creía que era como una reacción alérgica a alguna sustancia o una toxina de la garrapata o de algún bicho trasmitido por la garrapata. Pero en alrededor de 1950 se confirmó que no era una reacción a una toxina porque se curaba efectivamente con antibióticos. Cuando los investigadores revisaron algunas muestras de tejidos bajo el microscopio, en la década de los 1950s, notaron rastros de elementos que se parecían a las espiroquetas y estas se convirtieron en las principales candidatas. Incluso Lennhoff, un investigador médico llegó a citar al final de su investigación que las espiroquetas podían ser las causantes de la enfermedad porque las lesiones respondían a los antibióticos y a los medicamentos anti espiroquetales, pero durante muchos años nadie siguió la sugerencia de este investigador de que la garrapata era vector de espiroquetas y las espiroquetas causantes del ECM. Fue hasta finales de la década de 1970 cuando Willy Burgdorfer y su equipo confirmaron que era una espiroqueta la causante de la Enfermedad de Lyme y del ECM. No tengo que decirles de dónde vino el nombre de Borrelia burgdorferi sensu latu, del bicho causante de la Enfermedad de Lyme. La descubres y le pones nombre. El sensu latu, quiere decir en el “sentido amplio”, porque se descubrieron un montón de genoespecies (variaciones). Las garrapatas están activas la mayor parte del año y viven dos años aproximadamente, pueden infectarse con la bacteria desde la etapa de larva, desde las primeras etapas. Durante la primavera del primer año, las larvas salen de los huevos, que incubaron aproximadamente un mes, y deambulan por la casa. Llegado el verano las larvas se alimentan de pequeños roedores u otros 31


mamíferos o aves, generalmente del ratón de patas blancas (Peromyscus leucopus). Y ahí es donde generalmente se infecta, en primer lugar. Porque la bacteria no se “guarda” en la garrapata, tiene un “reservorio” identificado en ese roedor. La garrapata lo pica, chupa su sangre y se infecta. En el otoño las larvas mudan a ninfas, quedando inactivas durante el invierno, pero en la primavera del segundo año, las ninfas se vuelven activas y se alimentan nuevamente. Una ninfa infectada al alimentarse, puede infectar al hospedero. Al llegar el otoño del segundo año, las ninfas se transforman en garrapatas adultas, en este período si están infectadas también pueden transmitir la enfermedad. En este período del segundo año (otoño e invierno) la garrapata adulta se alimenta y aparea principalmente sobre el ciervo de cola blanca (Odocoileus virginianus). En la primavera la garrapata cae al suelo para poner los huevos que se desarrollarán y el ciclo se repite. Andando todos esos años en los ecosistemas de selva y agropecuarios tenía potencial de infectarme en primavera y verano por las larvas o garrapatas adultas, en otoño por las ninfas y garrapatas adultas, era muy difícil no recibir picaduras de estos bichos, si uno considera que las larvas y ninfas son prácticamente microscópicas, y aún así están infectadas potencialmente, si no lo puedes ver ¿cómo se protege uno de eso? Como les contaba, recuerdo haber visto las dianas en mi piel, al menos unas tres ocasiones. Pero recuerdo una especialmente. Estaba en una comunidad en la zona limítrofe entre Quintana Roo y Campeche, había estado unos tres días entrando y saliendo de campo, haciendo monitoreos de fauna silvestre. Eso nos llevaba a caminar kilómetros, atravesando diferentes tipos de ecosistemas. Fue hace muchos años, pero recuerdo como se veía la picadura. Estaba en mi pierna izquierda era una serie de círculos rojos concéntricos, me dolía algo, pero era soportable, la textura de la piel sobre ella era rígida y muy caliente. Pero no tuve fiebre en el 32


resto del cuerpo, a lo mucho cansancio, pero lo atribuí a todo el trabajo agotador del transecto. La diana me duró algunos días, realmente pensé que algo me había picado y era una reacción alérgica a algún tipo de toxina. Tal vez me habré automedicado, tomado algún tipo de antihistamínico o tal vez habré colocado pomada para tratar de eliminar la sensación de piel tesada, rígida. Otro par de ocasiones vi la diana, en mi cadera, creo que hasta del mismo lado izquierdo. En alguna ocasión acudí a ver a un médico, vio la marca en mi piel, le dije que la zona se sentía como “dura y caliente”, que me causaba molestias, realmente no me daba dolor, pero si como si debajo de la piel los músculos se hubieran puesto rígidos. Se palpaba la temperatura al tocar la piel. Sentía como si me fuera a dar una gripa, pero nada más. El resto del cuerpo no había otro síntoma, ni fiebre generalizada, la mancha no se estaba expandiendo. En ambas ocasiones fue el mismo diagnóstico, una reacción alérgica a alguna toxina inoculada por la picadura de algún bicho, solo era una reacción alérgica, unos antihistamínicos, mucha agua y líquidos, tal vez una pomada para tratarla desde afuera, pero no había nada de qué preocuparse. En ese momento estaba en la etapa I de la enfermedad, la infección estaba aún localizada en una zona y era más fácilmente tratable. Nunca imaginé que era una infección bacteriana del peor tipo. Nunca pensé ni en mis mas locas ideas que mi vida nunca iba a ser la misma después de ver ese patrón de círculos rojos en mi pierna. —¿Será que estoy muerta y la muerte se siente así? — pensé. Aún estaba en shock, aferrada al volante de la camioneta que estaba sobre las cuatro ruedas, dentro de la selva, al final de una brecha angosta entre la maleza, que yo acababa de abrir con mi vehículo, cuando perdí el control. Me salí del camino y terminé monte adentro. Estaba a unos 30 metros fuera de la carretera, en 33


el medio de un manchón de árboles, a un costado de la autopista; el motor de la camioneta aún estaba encendido y yo estaba aferrada al volante; tenía los vidrios arriba, los seguros puestos, la música a todo volumen y el aire acondicionado a todo lo que daba. Había latas de atún y otros víveres dispersos sobre el tablero y los asientos, mi taza de café estaba derramada en el portavaso. Había dormitado unos segundos y eso había bastado para accidentarme.

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Mis enfermedades crónicas

Era noviembre 18 de 1999, un jueves. No me había sentido muy bien desde hacía unos meses, mi salud no era la misma y había sucedido después de que naciera mi segunda hija. De hecho, los malestares comenzaron un poco antes de su nacimiento, cuando tenía poco más de siete meses de embarazo. Era mi segundo embarazo, el embarazo de su hermana mayor había sido miel sobre hojuelas, incluso había podido manejar bicicleta hasta unos días antes del parto. Mi segundo embarazo había comenzado muy bien y no tuve problemas por casi 32 semanas, pero la última parte me dio muchos problemas. Traté de analizar qué estaba sucediendo, mientras entraba y salía de hospitales esas últimas semanas que se volvieron un calvario. Aún era muy joven, llevaba una vida relativamente activa y estaba saludable, pero nos había tomado casi siete años decidirnos encargar el segundo bebé y pensé que los malestares del embarazo se debían a estar algo “oxidada”, tal vez por eso tenía tantos achaques. Pero las molestias nunca me detuvieron, así que me esforcé por continuar funcionando, porque tenía mucha práctica en no permitir que el sentirme mal detuviera mi vida. En mi infancia y adolescencia temprana, padecí, neurodermatitis, también llamado liquen simple crónico; mi primera enfermedad crónica. Básicamente era una sensación de piel seca y comezón, mucha comezón; era casi doloroso contener las ganas de rascarme; la desarrollé desde que puedo recordar, desde muy pequeña. Era muy frustrante la sensación de comezón, la necesidad de rascarme hasta sangrar. Muchas ocasiones lo conseguí, rascarme hasta sangrar, y eso empeoraba las cosas. Era muy pequeña, 35


hiperactiva y ansiosa, y me rascaba lastimándome de manera inconsciente y repetitiva. Mis padres lo intentaron todo, hidratarme la piel, colocarme guantes, mantener mis uñas muy cortas (aún las uso así), pero nada funcionaba, me hacía mucho daño, incluso mientras dormía. Fue muy estresante tener cicatrices y heridas en piernas, brazos y el rostro, sobre todo en el rostro, justo sobre el labio superior, debajo de la nariz, y como podrán adivinar, eso contribuía a mi estrés, a mi angustia y creaba un círculo vicioso de estrés para mi neurodermatitis. Tuve llagas durante mucho tiempo y luego, así como llegó, desapareció de la mayor parte de mi cuerpo. Aún tengo algunas áreas sensibles, sobre todo en los pies, pero no toco el resto de mi cuerpo. Un médico les dijo a mis padres que con los años yo aprendería a controlarme y la neurodermatitis desaparecería, y sí, tuvo razón, pero me tomó unos diez años aprender. Desapareció alrededor de la época que superé mi bronquitis crónica (mi segunda enfermedad crónica). Mientras padecía neurodermatitis, también tuve que lidiar con otra crónica durante casi diez años, parte de mi niñez y mi adolescencia; podría decir que atravesé toda la década de los ochentas, del siglo pasado, con una salud muy frágil, y también puedo decir que eso no me detuvo. Nací en una ciudad industrial en la zona desértica del norte de México, ahí donde los veranos alcanzaban los 48°C con facilidad y los inviernos llegaron a - 16 °C, algunas veces. Bronquitis crónica, dictaminaron al menos media docena de médicos diferentes; no se iba a curar, solo había que aprender a sobrellevar las limitaciones. Por eso pasé muchos años en cama, leyendo libros, mirando televisión, tomando medicinas, aprendiendo a organizar mi vida con mis dificultades para respirar. Pero no permití que me detuviera y mi familia, con todo su amor y apoyo, no permitió que me tirara al suelo y me volviera una víctima. Con todo y mis reservas, mi falta de aliento y mis accesos espantosos de tos, viajé, me divertí, cargando con mi inhalador, 36


superando mis crisis respiratorias, con todo el apoyo los cuidados amorosos de mi familia y mis amigos, que no me dejaron darme por vencida y desaparecer en mi lecho. Mi familia me enseñó que la cama “tulle”, así que me recostaba a leer y a ver televisión, nunca a compadecerme por no poder respirar. Recuerdo una noche de invierno, mi pandilla de la preparatoria llegó a mi puerta, yo estaba en cama y los escuché convencer a mis padres de dejarme salir a pasear. Prometieron cuidarme bien y yo me puse feliz (estaba medio dopada para poder relajarme y conciliar el sueño). Me ayudaron a vestirme y me envolvieron en capas de ropa térmica hasta que al final parecía como una exploradora a punto de embarcarse al polo norte. Prácticamente solo podían verse mis ojos, forrada con varias capas de ropa, bufandas y guantes. Afuera estábamos a -5°C, pero dentro del vehículo hubo mucho calor humano de mis amigos. Fue un paseo maravilloso, una preciosa memoria de la que recuerdo el frío afuera de la Willy (la wagoner de mi amigo Vicente, una Willy viejita, color naranja quemado, que usaba mi pandilla para pasear) la cara angustiada de mi madre, rogando con mucho amor que me cuidaran mucho, pero dándome la libertad de salir a dar la vuelta con mis cuates, y todo el amor de mis amigos para no limitarme por mi “bronquitis crónica”. Viví casi 10 años así, resignada a dormir casi sentada y a no poder inhalar con fuerza (sin que me diera un ataque espantoso e incontrolable de tos). Me dijeron que era crónico, que nunca iba a curarme y que debía aprender a vivir con mi enfermedad. No fue del todo correcto, pero yo no lo sabía, para mí y mi familia era bronquitis crónica. Y cuando intenté ingresar a la escuela de medicina, alrededor de los 17 años, me enfrenté a un diagnóstico erróneo que pudo haberme dejado sin la oportunidad para estudiar. Mi padre me acompañó a presentar los exámenes de admisión, cuando quise ingresar a la facultad de medicina de una prestigiosa universidad pública en Monterrey; además del examen de 37


conocimientos había que presentar un examen de estado de salud. Nos medían, pesaban, sacaban radiografía del tórax, nos sacaban sangre, nos daban un pastelito azucarado y un refresco pequeño, de cola, y después de esperar un rato nos llamaban para liberarnos y pasar a otro punto de evaluación. El incidente no consistió en que casi me desangro en la evaluación médica, cuando la chica que me estaba extrayendo la muestra de sangre dejó el catéter puesto mientras corría a auxiliar a un chico gigantesco que se desmayó al intentar subirse a la báscula, después de sacarse sangre. Yo miraba sorprendida toda la escena, el chico había caído de espaldas, como tabla, cuan largo y pesado era. Todos intentaban ayudarlo y el médico a cargo lo estaba revisando mientras lo reanimaban. Ni la chica ni yo, nadie, nos percatamos que se me estaba saliendo la sangre del catéter aún colocado en la vena de mi brazo. Miré el piso y había sangre, seguí con la mirada el rastro, pensando que quizá el muchacho se había lastimado seriamente y entonces vi el chorrito de sangre saliendo del catéter, en mi brazo. Tenía el pantalón, la blusa y mis tenis entintados. Le hablé a uno de los practicantes que estaba ayudando al accidentado y le señalé la fuente de tibio líquido carmesí, en mi brazo. El chico ahogó un pequeño grito, corrió a quitarme el catéter y colocar algodón y alcohol en el hueco. Y luego me dio un paquete completo de algodón y un litro de alcohol para tratar de limpiar mi piel y mi ropa. También me dieron mi pastelito y mi refresco. Pero esa no es la anécdota. Resulta que, al terminar los exámenes médicos, comenzaron a llamar a todos los que estábamos ahí, uno a uno. Debíamos ser cientos. Pasaron los chicos que estaban en la fila conmigo, pero a mí no me llamaron. Nos preocupamos, mi padre y yo, de que hubieran extraviado mi expediente y me acerqué a preguntar si estaba todo bien. La mujer pidió mi nombre completo, revisó su listado y 38


después de hacer una mueca, que me dio mala espina, sacó un sobre con mi expediente y me indicó que fuera a un consultorio aparte, porque tenían que revisar mi caso de manera específica. Camino al consultorio indicado traté de tranquilizarme pensando que tal vez solo querían disculparse por casi desangrarme, aunque en el fondo sentía que debía ser algo muy grave, que habían encontrado algo anómalo, muy serio, en mis exámenes. Casi le atiné. La doctora en el consultorio tomó mi expediente, leyó algunos apuntes y tajantemente me dijo que no podían admitirme en la escuela de medicina, con mi condición. — ¿Cuál condición? — preguntó molesto mi padre. — Tuberculosis — contestó la doctora, sin siquiera mirar a vernos — un futuro médico no puede ser tuberculoso. — ¡Yo no tengo tuberculosis! — Las manchas en sus placas del tórax dicen que si — me dijo mostrándome las marcas oscuras en las radiografías de mis pulmones. — Tengo bronquitis crónica — le dije, tratando de tranquilizarme —tengo casi diez años con ella, pero no tengo tuberculosis. Mi padre le explicó toda la situación, pero no convenció a la doctora de admisiones. Ella ordenó pruebas de laboratorio; una prueba de tinción de esputo para micobacterias. De inmediato, y para salir de dudas, me remitieron al laboratorio del hospital universitario. No es agradable cuando las personas que les entregas la orden de laboratorio, sonríen, ven el documento, se les esfuma la sonrisa y luego se protegen como si tuvieras… pues, como si tuvieras tuberculosis. Eso sucedió, en ese orden, con el personal del laboratorio. No los culpo. Estuve casi una hora en el laboratorio y ahí no pudieron tomarme la muestra de esputo; ¿Por qué? ¡Porque no tenía 39


tuberculosis! No tenía ningún tipo de secreción, traté de desgarrar, incluso tuve un acceso espantoso de tos, pero era tos seca. Estábamos en primavera y mis accesos de tos con flemas eran principalmente en invierno. — Tengo bronquitis crónica — le repetía al encargado del laboratorio cada vez que escupía saliva entre ataques de tos, tratando de desgarrar. Incluso le mostré mi inhalador, el cual no podía utilizar por aquello de contaminar el dichoso esputo. De tanto esforzarme comencé a tener problemas para respirar y no lograba más que sacar saliva. — Regrese con la doctora y dígale que no podemos tomar la muestra — me dijo el laboratorista — Si no tiene secreciones ¿de dónde cree que las vamos a sacar? Como no hubo esputo, la doctora me remitió a otra área para realizarme una prueba cutánea de tuberculina. El técnico me inyectó debajo de la piel, en mi brazo izquierdo; colocó un círculo con tinta indeleble alrededor del piquete, me indicó no tocar la marca y regresar a los dos días. Seguí las instrucciones y mi prueba resultó negativa. Llevé el resultado a la doctora de evaluación médica de admisiones y ella me dio luz verde para proseguir el proceso. — Pensé que era tuberculosis — me explicó— porque se ven demasiadas zonas oscuras en los pulmones, y no podíamos arriesgarnos. — Tengo bronquitis crónica, — le repetí muy molesta, tomé mi oficio y salí de ahí. ¿Por qué creyó que las cicatrices de mis pulmones podían ser por tuberculosis y no me creyó cuando le dije que era bronquitis crónica? No pasé mucho tiempo en la escuela de medicina, mi salud no mejoraba, los problemas respiratorios me ponían muy mal y mis llagas en la piel no mejoraban. Después de una crisis existencial 40


donde descubrí que no tenía madera para doctora, abandoné la facultad de medicina y me tomé un descanso. En el inter surgió la oportunidad de tomar unas vacaciones al caribe mexicano, a unos 2300 kilómetros hacia el sureste, para visitar a unas tías. Mis padres se opusieron rotundamente; tenían razón, con mi estado de salud, estaba loca en arriesgarme a viajar de mi ciudad natal, donde había un 50% a un 70% de humedad relativa, a otro donde la humedad relativa no bajaba de 75% y podía llegar al 99%. Se suponía que alguien con un cuadro respiratorio obstructivo crónico como el que tenía yo, debía estar en sitios con un 30% a un 50% de humedad; temían que me pusiera realmente mal. Pero era una increíble oportunidad que no quise dejar pasar; tenía muchísimas ganas de ir, así que apliqué mis dotes de convencimiento, para asegurarle a mis padres de que todo iba a estar bien, que iba con mi abuela materna, que era una enfermera profesional retirada… y prometerles que no iba a despegarme de mi inhalador. Me mostré decidida, aunque por dentro estaba aterrada de que mi testarudez me enviara directo al hospital, una vez que estuviera en el caribe. Pero mis padres confiaron en mí, sabían que no iba a arriesgarme y que mi abuela sabría qué hacer si se presentaba una emergencia. Agradezco que tomaran esa decisión, porque cambió mi vida. Tres días en el caribe, después de diez años de sufrir sin poder respirar, y mi enfermedad incurable desapareció por completo. La humedad ambiental me lubricó las vías respiratorias, y pude, por primera vez en casi una década, dormir una noche sin tos o ataques de disnea, en posición completamente horizontal, sobre mi cama. Y mi neurodermatitis cedió, ni cuenta me di, de cómo, cuándo. Un día dejó de picarme la piel. Después de diez años de padeciente de bronquitis crónica, me vine a enterar que solo 41


necesitaba alejarme del ambiente seco, contaminado y extremo de mi ciudad natal y de toda la región industrial donde vivía. Mi bronquitis y mi neurodermatitis crónicas, parecían estar relacionadas con una especie de alergia al clima seco, contaminado y se empeoraba por condiciones de los inviernos en mi ciudad natal. Resultó que la humedad me ayudó a eliminar la inflamación, así como la dificultad para respirar, y la falta de aire nunca regresó. La comezón regresa aún de manera ocasional, muy ocasionalmente, pero no al grado de lastimarme, como antes, y sólo en el empeine del pie. ¿Por qué mis médicos no exploraron esa posibilidad? ¿Por qué se aferraron al diagnóstico de que era incurable, que no había nada que hacer y que lo único que me quedaba era aprender a vivir en ese estado? Había algo que los hizo cerrarse con el diagnóstico, pero fueron varios médicos, aislados, no relacionados con el mismo diagnóstico. ¿Cómo era eso posible? Tratando de hacer memoria caí en la cuenta que todos tuvieron algo en común. Me di cuenta de que hay algo en la interacción paciente médico, que complica el diagnóstico sobremanera y ocasiona errores garrafales en el diagnóstico y por supuesto en el tratamiento. Le denominé “el diagnóstico previo no verificado”. Haciendo memoria, en los diez años de padeciente de bronquitis crónica incurable –que resultó curada —, visité al menos media docena de médicos de todo tipo. Cuando comencé a tener los primeros síntomas: disnea (falta de aire), ataques de tos, infecciones frecuentes, alrededor de los seis u ocho años, algún médico que me atendió dictaminó bronquitis, y con el paso de los años, como no cedía, se diagnosticó como “crónica”. Cuando llegaba a consultar, acompañada de mis padres, y el personal médico preguntaba qué me pasaba, venía nuestra respuesta: — Le diagnosticaron bronquitis crónica hace…semanas, …meses, …años — Dependió del tiempo que había pasado. 42


Lo mismo sucedió con mi problema de comezón. Después de esa respuesta, prácticamente ninguno de mis médicos cuestionó o verificó el diagnóstico previo que mis padres o yo mencionamos, no mandaban pruebas de algún tipo ni trataron de indagar a profundidad, me daban medicinas para sobrellevar los síntomas y ya. “No tiene cura”, “Sólo hay que aprender a vivir con eso” – era la respuesta más común. Fue hasta el ingreso de la facultad de medicina, con la sospecha de tuberculosis con una radiografía, que entendí que los médicos se equivocaban, que podían emitir diagnósticos equivocados. Que había padecimientos cuyos síntomas eran muy similares, que había condiciones raras y que los médicos podían equivocarse. Y cuando, un tiempo después, descubrí que nunca tuve bronquitis, ni neurodermatitis crónicas, lo entendí mucho más claro. Me hice una promesa, que si alguna volvía a caer enferma de algo que los médicos explicaran como “crónico” (incurable) iba a buscar información, alternativas, opiniones, hasta entender perfectamente qué sucedía y ver la forma de recuperar mi salud para no perder otros diez años por diagnósticos miopes, restringidos, equivocados. Mis médicos nunca aplicaron la medicina narrativa. Aprendí con todos los errores de diagnóstico que tuvieron mis médicos, que no bastaba ser competente en sus campos, una medicina científicamente competente por sí sola es insuficiente para ayudar. En casos como la Enfermedad de Lyme, la medicina narrativa nos permitiría encontrarle significado a todo el sufrimiento y, sobre todo, permitirle al médico contar con suficiente información para crear una relación médico-paciente suficientemente compasiva y empática. Mis médicos rara vez profundizaron en mi historia, y ese fue un grave error que les hizo perder tiempo valioso que podía haberme evitado años de sufrimiento. Para el caso de la Enfermedad de Lyme, que es una gran imitadora, la medicina narrativa, que se enfoca en la historia del paciente, es clave. Permite enfocar el interés en el paciente (y no en 43


las enfermedades), porque reconoce que cada paciente tenemos nuestras propias historias con información sobre nuestra vivencia de la enfermedad. Todos mis médicos, sin excepción, se enfocaron en mi enfermedad, en el síntoma puntual o síntomas que estaba padeciendo en ese momento, vieron mi problema por el ojo de una cerradura. Cuando un paciente llega con el médico diciendo que tiene años padeciendo síntomas extraños, o una gama rara de síntomas o padecimientos inexplicables, el neurólogo, neumólogo, ginecólogo o medico de cualquier especialidad debería volverse un médico narrativo o turnar al paciente a un médico narrativo, un médico que se enfoque en documentar toda la historia del paciente, de su entorno, de su padecimiento o padecimientos, centrándose en las personas. Muchos años después, en 2016, mientras yo me moría en una cama de hospital, un médico dejó de preguntar sobre mis enfermedades y me preguntó sobre mi vida. Eso me salvó la vida.

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Síntomas raros

Regresando a 1999, acabo de tener un accidente. Me quedé dormida al volante. Hasta unos meses antes de ese momento había estado bien, y con bien quiero decir, en excelentes condiciones de salud. Tan así que no tuve problemas para asistir, por ahí de junio, a un congreso, un tipo de reunión anual de una organización ambientalista internacional, en los Estados Unidos. Iba a realizarse en algún sitio cercano a Nueva York, y yo quería ir. Tomé un vuelo desde Cancún a Nueva York, con una escala en Miami. Me encantaba volar, aprovechaba para tomar fotografías o admirar el paisaje y buscar inspiración en las alturas. Tenía poco más de 30 semanas de embarazo; algunas aerolíneas permiten viajar hasta con 36 semanas de embarazo, pero en la que yo iba a viajar, no fue el caso. Tuve que pedirle a mi doctora una constancia por 26 semanas, ya que la aerolínea no me hubiese permitido viajar con más de 28 semanas de gestación (y yo quería ir a ese viaje). Además, mi embarazo no había tenido más complicaciones que las náuseas matutinas y con los antecedentes del embarazo súper tranquilo de mi primera hija, no creí que hubiera algún problema. Mi ginecóloga me indicó exámenes, revisó mi estado físico y me dijo que no veía ningún problema para que yo viajara a Nueva York. No hubo mayores contratiempos en el viaje, a excepción de que tuve que pasar por una inspección de seguridad aeroportuaria…para terrorismo. Si, leyeron bien. Son de esas revisiones donde te hacen pasarte un pañuelo con solvente por las manos y la ropa en busca de residuos de explosivos, supongo que para descartar que lo yo traía en mi maleta era ropa, y en mi panza era un bebé, y no una bomba. Si, a mí también me pareció ridículo, 45


pero no hubo ningún problema, solo quedó como anécdota. Con todo y mi avanzado estado de embarazo, el cateo y que fueron ocho horas de viaje desde Cancún, me sentí bien al llegar a mi destino. Ya en tierra nos llevaron a una Universidad ubicada en el este del estado de Nueva York, en los Hamptons y ya ahí nos hospedaron en dormitorios. El evento consistía en un programa de actividades de una semana; conferencias, reuniones sociales y muchas actividades al aire libre. Además de las conferencias y las visitas a diversas instalaciones, habíamos tenido varios eventos sociales que incluyeron un clam bake (una especie de asado de mariscos) en la playa, junto a una floresta, en una reserva de cacería privada, un paseo en la casa barco de un cantante muy famoso y una gala de beneficencia, con gente famosa y escandalosamente rica, en una carpa gigantesca en medio de un viñedo rodeado de hermosos bosques. Siempre me gustaron las áreas naturales, las selvas, los bosques, caminar descalza sobre la hojarasca, con los pies en el lodo, o la arena, respirar el aire húmedo y frío de la bruma de las madrugadas; pero no me dejaron hacer nada de eso. Me pareció gracioso porque, aparte de ser curtidos por mosquitos y otros bichos, no había pumas o serpientes de las cuales preocuparse. Admito que me sentí agotada, pero estaba feliz. Los compañeros del evento me cuidaron bastante; de hecho, no tomaron riesgos. Ya saben cómo son los americanos de exagerados y tal vez pensaron que si algo me pasaba los iba a demandar. Fue un poco molesto el tener que comer pollo mientras los demás se atiborraban de mariscos deliciosos, porque no me dejaron comer nada de eso, por mi embarazo. Y me mandaban al dormitorio temprano, por la misma razón. No creí que todo eso fuera necesario, siendo yo una chica ruda y de estómago mexicano, no solo comía garnachas en la calle, además, compartía bebida y comida con los trabajadores en medio de la selva ¡Por Dios! Pero les di la razón, no fuera yo a enfermarme con su comida tan higiénica. 46


Esa semana fue intensa, terminé rendida, pero extasiada. Y como si fuera poco, aproveché para visitar a una amiga en la ciudad de Providence en el estado vecino de Rhode Island. Tomé un vuelo corto en un avión pequeño de Nueva York a esa ciudad. Ella tenía una casa maravillosa, hecha completamente de madera, una cabaña de lujo, construida en medio de un bosque fabuloso y con vista a un pequeño lago. Estando ahí comencé a sentirme muy mal, como si fuera a darme fiebre y lo atribuí a las agotadoras jornadas de trabajo en los días previos. Comencé a sentir dificultades para respirar y dolor generalizado en todo el cuerpo, pensé que iba a darme gripa porque incluso tuve un poco de irritación, no fiebre. El malestar no se iba y con mi embarazo comencé a preocuparme que el agotamiento fuera a darme problemas, pero no hubo mucho que pudiera hacer para solucionarlo. El viaje en el pequeño bimotor que me iba a llevar de regreso de Providence a Nueva York fue terrorífico. Comencé a sentir algo que parecía pánico, sudaba, tenía taquicardia, náuseas y calentura interna. Nunca me había pasado antes, fue aterrador. Era un vuelo corto, pero yo sentí que me moría. Todo el viaje traté de respirar, mentalizarme, no desmoronarme. Después de todo si no me controlaba no iban a dejarme subir al vuelo de regreso a México. Así que me dediqué a convencerme de respirar y no quebrarme, de no acumular estrés y no lastimar a mi bebé. Cuando llegué al aeropuerto internacional John F. Kennedy, en Nueva York, comencé a sentir un dolor de espalda espantoso, temí una amenaza de aborto, me dolía la cabeza y temí que mi presión fuera a ocasionarme una crisis de preclamsia. Desayuné y traté de mantenerme calmada, me hidraté y me puse cómoda. Aún faltaban unas cinco horas para abordar el vuelo a México y nada de lo que hacía para quitarme el malestar parecía funcionar, así que pedí orientación y acudí a la enfermería. Comenzaba a sentir escalofríos y supuse que tal vez solo estaba por darme una gripa terrible. Me dieron algo de medicamento, tomaron mi presión y casi me obligan a quedarme en tierra para evitar un riesgo durante el vuelo, pero 47


yo quería regresar a México y logré tranquilizarme lo suficiente para estar en condiciones de abordar el avión. El vuelo hacía conexión en Miami, rumbo a Cancún, y por poco no me dejan abordar. Mi presión estaba elevada y aunque trataba de controlarme, lucía pálida y sudaba frío. Tuve que negociar con personal de la aerolínea, la verdad no quería quedarme atrapada en los Estados Unidos, y mucho menos dar a luz en Miami. Le juré al piloto que me aguantaba el vuelo a Cancún. Afortunadamente era paisano (de México) en una aerolínea mexicana, y accedió. Les aseguré que estaba bien (por fuera, gracias a mis tres años del taller de teatro de la secundaria) para que me dejaran seguir el viaje, y me lo permitieron. Ya había avisado al padre de mis hijas, que venía muy enferma, y él ya estaba esperándome en el aeropuerto de Cancún. Bajé casi corriendo y dando traspiés, pensé que iba a desmayarme, que las fuerzas no me iban a alcanzar para hacer la fila del punto de revisión de aduana y de chequeo de migración, y entonces me di cuenta de que iba tener que hacer de tripas corazón. Fue como aquellas películas de acción, donde la protagonista respira aliviada porque ya va a llegar a su meta, da la vuelta a la esquina y hay una invasión extraterrestre y un caos de bombas y disparos en las últimas calles antes de llegar a su destino. El área estaba atiborrada de turistas cargando maletas, niños corriendo, personas ruidosas de todos sabores y colores. Sentí que la cabeza me iba a estallar, todo era caótico, ruidoso y desorganizado, se me fue el alma a los pies, sentí que iba a desmayarme y escuchaba los latidos de mi corazón en los oídos. Comencé a sentir la ansiedad crecer, mi barriga se puso dura, sentí que me iba a dar un infarto si no salía de ahí pronto. Como si estuviera en medio de la jungla arrastré mi maleta de rueditas y comencé a abrirme paso entre maletas y codos. Me llevé una buena dosis de insultos y rechiflas, pero estaba demasiado mareada y el ruido en mi cabeza no me permitió prestar a tención al alboroto.

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El hombre de migración medio levantó apenas la mirada y, volviendo a sus cosas, me ordenó regresara a la fila. — Tengo siete meses de embarazo – le dije tratando de no vomitarle encima – soy mexicana, estoy regresando de Estados Unidos, vengo enferma, voy a vomitar, desmayarme y a dar a luz aquí, si no me deja pasar. El hombre me miró horrorizado, supongo que la imagen que puse en su cabeza no fue agradable. Puse mi pasaporte sobre el mostrador, lo selló a toda prisa y me apuró a seguir adelante. Cuando vi al padre de mis hijas en la sala de arribos lo abracé con fuerza para no desplomarme, le dije que me sentía muy mal, que quería regresar a casa y ver a nuestro médico. En menos de quince minutos ya estaba recostada en el asiento del copiloto de nuestra camioneta, camino a casa. Dormí todo el camino, vivía en Chetumal, una ciudad al sur del estado, a unas cinco horas de Cancún. Cuando llegamos mi médico me revisó, aún estaba muy mal, tenía náuseas y dolor de espalda, no tenía temperatura, pero sentía escalofríos, me dolía mucho la cabeza y sentía dura mi barriga embarazada. Me dijo que probablemente era cansancio debido a lo largo y agotador del viaje, mi presión apenas estaba alta – no era preclamsia- y tal vez había sido demasiado ajetreo para mi estado avanzado de gravidez. Aun así, me mandó algunos exámenes de sangre para descartar alguna anomalía en mi química sanguínea. Me dio algo de medicamento para el malestar y me mandó reposo. Fui a ver a mi ginecóloga un par de días después, los exámenes salieron negativos, pero seguía sintiéndome mal. Pensé que era agotamiento, pero me preocupé porque tenía dolor en la espalda alta, mi barriga se ponía dura y me sentía tan agotada que solo quería dormir. Mi doctora tampoco encontró nada fuera de lo común, un poco elevada mi presión sanguínea, pero se lo atribuyó también a mi estilo de vida agitada y a mi aventura de diez días en los Estados Unidos. No era eso, hoy, más de 20 años después se que era la Borrelia haciendo 49


estragos en mi cuerpo. Retomemos lo que, de haber estados alfabetizados en Lyme hubieran checado mis doctores. ¿A qué se debían mis síntomas? Primero debo dejar claro una cosa, cuando la garrapata regurgita en nuestro torrente sanguíneo no sólo puede infectarnos con Borrelia, hay otras bacterias, virus y parásitos que pueden ir en ese coctel, y por eso los síntomas pueden ser tan distintos. Dependiendo con qué te infectó. Entonces en los diagnósticos de Enfermedad de Lyme se complica porque también varían los síntomas porque hay genoespecies (diferentes tipos de Borrelia burgdorferi con ligeras diferencias a nivel genético), y luego están las coinfecciones, una lista muy interesante de otros bichos con los que pudimos habernos infectado y cada uno de ellos afecta algún sistema en particular y su infección genera síntomas distintos. Si a todo eso agregamos que la Borrelia posee mecanismos para no dejar rastros en el cuerpo, como cualquier otra bacteria “normal” lo haría, ya se imaginarán lo complicado que es determinar la infección, si no hay rastros. Yo recuerdo decenas de ocasiones que me hice exámenes de todo tipo para buscar alguna infección, todo era negativo, yo estaba “sana”, incluso mientras agonizaba, muchos años después, mi médico me dijo que me estaba muriendo, pero estaba “sana”. Lo primero que debieron preguntarme mis médicos era mi estilo de vida ¿A qué me dedicaba? Eso ayuda mucho a determinar los riesgos potenciales, a mi tampoco se me ocurrió explicarle que era bióloga, que me la pasaba trabajando en campo, que tenía contrato con cantidad de bichos, que amaba pasar el tiempo al aire libre, en selvas, que trabajaba en criaderos no solo en México, pero en otros países. En esa ocasión, cuando regresaba del noreste de Estados Unidos, mi doctora debió preguntarme si me expuse a sitios silvestres, si algo me había picado. ¿Cómo podía ser que unas 50


semanas antes me fui sana y regresé de mi viaje con tantos problemas de salud? Si tomamos en consideración que muchos de los padecientes de Lyme nunca se percataron de que algo les había picado, que muchas veces no se forma el erythema migrans (la diana), y que los exámenes de sangre aún tienen un margen muy amplio de error, sé que suena injusto y tal vez alucino pensando que eso podría suceder, pero ahora que escribo este libro espero que quien se sienta tan mal, de forma tan inexplicable, siga mi consejo y bombardee a sus médicos. Después de eso, tuve muchos problemas con el embarazo. Dolor de espalda alta y baja, náuseas, rigidez en mi cuello, era como estar siempre a punto de enfermarme de gripa, pero no me terminaba de enfermar. No había estornudos, solo un tremendo malestar generalizado y una mañana, tres semanas antes de mi fecha de parto me desperté sudando, sin poder respirar, con taquicardia y mi abdomen muy rígido. Mi bebé estaba muy quieta; llamé a mi doctora y me ordenó fuera a verla de inmediato. En su consultorio me revisó y decidió que estaba mejor si me quedaba hospitalizada. ¿Qué me estaba sucediendo? No tuvo una explicación para lo que me pasaba, era joven, no tenía antecedentes de hipertensión, de diabetes y mi embarazo había sido normal hasta hacía poco, mi único malestar había sido las náuseas matutinas los primeros tres meses. Me dijo que era mi exceso de trabajo, mis responsabilidades, la casa, la familia, los viajes, tenía que ser estrés. Me internaron y me prepararon para dar a luz. Obviamente tuvieron que aplicarme suero con oxitocina para activar la labor de parto, y unas tres horas después ya había nacido María Luisa, mi segunda hija. Solo hubo un problema que quedó pendiente. Debido a la premura de mi ingreso no fue posible programar la aplicación de la vacuna Rhogam, la famosa vacuna del Rh Negativo (mi tipo de sangre) para evitar que yo desarrollara la Incompatibilidad Rh, dado 51


que el padre de mis hijas tenía un tipo sanguíneo Rh positivo. No era una vacuna sencilla de conseguir, y solo hay una ventana limitada de tiempo para aplicarla…dado que se me adelantó el parto, iniciando el fin de semana, no pude conseguir y aplicar la vacuna a tiempo. Traté de tranquilizarme poniéndome de acuerdo con el padre de mis hijas para ya no tener más bebés (esa fue la intención). Además de eso, afortunadamente todo salió bien, tenía una hermosa bebé saludable, y muy despierta; pero mis síntomas y el malestar no se fueron. Yo continuaba funcionando. Casa, bebé, hija mayor, oficina, pero estaba siempre cansada, adolorida, tenía problemas para respirar, parecía como si siempre fuera a darme un resfriado y el resfriado nunca llegaba, la mayor parte del tiempo sentía como si estuviera muy deprimida, pero sin tener razón para estarlo; me atacaba esa sensación de no poder respirar, de no poder pensar claramente, de dolor en todo el cuerpo. Tenía una hija mayor adorable y una hermosa bebé en mis brazos, pero me sentía tan agotada y deprimida… algunas veces me era muy complicado concentrarme o mantenerme despierta. Así que tenía mucho cuidado de acomodarme bien en un sofá o la cama cuando le daba pecho a mi bebé; temía quedarme dormida y dejarla caer. Me sentía tan mal, pero no estaba anémica y temí que fuera depresión posparto. Fui con mi ginecóloga y me revisó un par de ocasiones, ni siquiera estaba anémica, pero había ocasiones que el dolor de cuerpo era tan insoportable que me hacía bolita en mi cama hasta que me dormía. Los síntomas comenzaron a empeorar con entumecimiento de mis hombros, lo que debilitaba mis brazos, era espantoso y me asusté mucho, pero mis exámenes regresaban normales, estaba sana. El día del accidente en 1999, había tratado de mantenerme despierta, todo el camino. Pero tenía esta neblina en mi cabeza, como cuando no has dormido por días y estás demasiado cansado para pensar, las ideas están ahí, pero todo pasa como en cámara 52


lenta. Lo intenté todo, tomé café, comí picante, mastiqué goma de mascar, me detuve y dormité unos quince minutos, me bajé y caminé alrededor de la camioneta, subí el aire acondicionado a todo lo que daba, puse la música en el radio a todo volumen y canté a todo pulmón. Tenía claro que tenía que llegar a casa, y tenía claro el camino, pero sentía que iba en modo automático. Y justo antes de llegar a una de las pocas curvas en el camino, dormité unos segundos. Solo unos segundos, y me desperté de inmediato, cuando perdí el control del volante. Mi mano derecha que venía sosteniéndolo no pudo controlarlo y entonces traté de sostener el volante con mi otra mano, la izquierda (que venía reposando sobre el descanso de la puerta), y no le atiné. Mi mano entró limpiamente en uno de los pequeños huecos del volante (¿Por qué pondrían un volante con huecos pequeños?) y escuché mis huesos de la muñeca tronar mientras el volante se movía como chaca – chaca; apliqué el freno mientras volaban proyectiles de latas de atún y de frijol desde la parte de atrás, al tablero. La camioneta se detuvo entre la hierba. Algunas de las personas que venían manejando en ambos sentidos de la carretera y vieron cómo me salí del camino, se detuvieron a ayudar. Benditos sean. Mientras, yo continuaba aferrada al volante, con mi cinturón puesto y pensando qué iba a hacer el padre de mis hijas solo, si yo acaso estaba en el limbo de la muerte tras tener el accidente. Varias personas intentaban sacarme del vehículo, pero las puertas tenían los seguros puestos. Yo miraba al frente, sin mirar, escuchaba los ecos lejanos del barullo que las personas afuera hacían, pero no entendía qué sucedía. Era como estar en medio de la niebla con una fiesta sucediendo en alguna parte, a unos cincuenta metros. En el fondo de mi mente sabía que tenía que hacer algo, pero no sabía que era lo que tenía que hacer. En retrospectiva, muchas veces pensé que había sido el shock del accidente, pero la niebla me continuó acompañando mucho después, surgiendo inesperadamente. 53


Miraba mis manos y el frente, todo pasó tan rápido. Salí a las cuatro de la mañana de Cancún, tenía una reunión en Chetumal a las nueve de la mañana y no me gustaba ir muy rápido. Así que siempre optaba por salir con suficiente tiempo. Llevaba mi camioneta, un vehículo suburbano cerrado de 1989, con víveres para mi casa y materiales de oficina, cargada hasta el tope. Un hombre trepó el cofre y golpeó el vidrio del panorámico frente a mí, con toquecitos suaves para llamar mi atención, lo miré como autómata. Me mostró su dedo índice como pidiendo la palabra en clase, y cuando tuvo mi atención señaló detrás de mi e hizo la mímica de sacar el seguro de la puerta. Lo repitió varias veces para asegurarse de que yo entendiera, mi cerebro pensaba “quitar el seguro de la puerta”, pero era como si se lo estuviera diciendo a alguien más. Para el tercer intento del hombre vino un nuevo pensamiento ¿es a mí? Así parecía, y mi cerebro y mi cuerpo se coordinaron para entender que la instrucción era para mí. Miré sobre mi hombro izquierdo y retiré el seguro de la puerta. Alguien me quitó el cinturón y me llevó a la orilla de la carretera. Sentada sobre la orilla del pavimento, con una botella de agua en la mano, que no sé cómo fue a parar ahí, sentí que la neblina comenzó a disiparse. Salí prácticamente ilesa con algunos golpes, una muñeca quebrada y una supuesta lesión de cuello y espalda que me dio mucha lata, mucho tiempo. Más tarde, ese día, me vio un traumatólogo, me enyesaron la muñeca izquierda y revisaron algunos de mis golpes. Pero no había nada más que resultara de esa lesión. Los siguientes tres años fueron un infierno, con muchos síntomas raros; salía y entraba de consultas médicas. Decenas de análisis de sangre, orina, rayos X, pequeñas crisis aisladas y aparentemente sin relación. Cansancio, depresión, dolor de articulaciones, dificultad para respirar, cambios de ánimo, taquicardias ocasionales, dolor hasta del cuero cabelludo. Nada de infecciones, según los médicos 54


era psicosomático, incluso el dolor espantoso de cuello y espalda que no me dejaba ni a sol ni a sombra. Un tiempo después, alrededor del año 2001, tuve mi primer gran colapso, del que tengo memoria. Se dio durante unas vacaciones. Regresábamos a casa después de estar un fin de semana en la ciudad de Mérida, a 6 horas al norte de mi casa; estábamos a punto de perder el autobús de regreso. Coloqué a mi bebé, que tendría unos 18 meses, en mis hombros y su padre cargó a su hermana mayor. Corrimos a la estación de autobuses y traté de contener las ganas de vomitar. El dolor era insoportable, era como tener vidrios en la espalda alta y los brazos. Me hice bolita en el asiento del autobús y tuve que correr al baño del camión para vomitar. Traté de dormir de regreso a casa. Me tomó varios días calmar los dolores (con dosis gigantescas de desinflamatorios y medicamentos para el dolor). Una tarde, un tiempo después, fui a comprar unas cosas a la tienda de la esquina. Llevé a mi pequeña hija conmigo y cuando regresábamos ella tropezó y se lastimó las rodillas. Yo traía las bolsas de compras en una mano, así que decidí ponerla sobre mis hombros y caminar la cuadra y media que aún faltaba para llegar a casa; fue terrible. Para cuando llegué a casa no podía respirar, el dolor de espalda era insoportable y me tumbé en cama el resto de ese día. Por la mañana las cosas se pusieron más complicadas, tenía entumidos los brazos, desde los hombros hasta la punta de los dedos, y no podía pensar. Lloré desconsolada sin saber qué me estaba sucediendo. El padre de mis hijas me dejó en casa de mis padres, para que me echaran un ojo y me cuidaran, mientras él iba a la oficina a arreglar unos asuntos. Estaba entumida y traté de dormir un par de horas en el sofá de mis padres. Cuando desperté estaba inmovilizada de la cintura hacia arriba, llamé a mi madre a gritos y lloré como niña pequeña. Mi madre, que es una experta en enfermedades de todo tipo (además trabajó treinta años como administrativa en el sector salud), guardó la calma 55


y tras consolarme y asegurarme que todo iba a estar bien, me interrogó sobre mis dolencias y los exámenes que me habían practicado los últimos años. Ella me hizo más preguntas que cualquiera de los médicos que me había visto esos años. Descubrimos que nadie me había sacado una placa del cuello, después del accidente, así que lo siguiente fue sacar una cita con un traumatólogo. Después de contarle al médico todos mis achaques de los últimos tres años me ordenó sacar unas placas del cuello y después de revisarlas me dijo que indicaban que el latigazo del cuello que tuve por el accidente me había dejado una lesión muy severa, casi me había desnucado, la primera y segunda vértebra cervical y los discos estaban destrozados, de milagro estaba viva. Se me fue el alma al suelo. No quise decirle que él había sido el traumatólogo que me había revisado después del accidente, estaba demasiado angustiada con mi entumecimiento y no había acudido para pelearme con el médico que tenía que repararme. Insistió que necesitaba una operación urgente para reemplazar mis vértebras y los discos, porque habían “cicatrizado” mal, porque no recibí tratamiento y era necesario repararlos. La otra opción era vivir con dolor el resto de mi vida y padecer una serie de molestias por las lesiones (brazos entumidos, dolor de espalda, taquicardias, problemas para respirar), eso y la obligatoriedad de usar collarines por siempre, debido al sitio donde estaba la lesión. Como las probabilidades de que saliera viva de la operación eran de 50/50 y que además debía repetirse aproximadamente cada cinco años, no tuve mucho problema para tomar una decisión casi de inmediato. No me iba a operar, el riesgo era demasiado alto, me hice a la idea de comprar mi colección de collarines y de surtirme de una buena cantidad de medicamentos para el dolor. El resto de mi vida.

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Recuerdo estar sentada en mi cama, en casa, después del diagnóstico, tratando de calcular y planear todo lo que iba a tener que cambiar radicalmente en mi vida. Desde que había recuperado mi salud, después de la “bronquitis / neurodermatitis crónicas”, supuestamente incurables, de las que me había curado, unos nueve años antes, no había dejado que nada me detuviera. Me gustaba aventurarme, viajar, ir donde me decían que no podía ir, hacer lo que me decían que no iba a poder hacer. Había pasado toda mi infancia y juventud temprana en cama, llenándome la cabeza de aventuras en los libros y yo quería vivirlas, ser como Indiana Jones® explorar selvas y lugares exóticos, tenía muchos sueños de aventuras, aún con mi cuerpo atado a un inhalador y a la cama, con la ropa pegándoseme por las llagas autoinflingidas. Cuando recuperé mi salud amaba muchísimo sentir la libertad de poder ir hasta donde mis piernas lo permitieran, trepar un cerro y sentarme a observar a las personas pasar por las carreteras, muchos metros a lo lejos; estar de pie junto al mar, en el desierto, en los bosques. Aún con el dolor y los achaques de los tres años anteriores, había sido irresponsable varias veces, pero no me detuve. Cuando mis vacaciones en el Caribe se volvieron permanentes, e hice mi vida ahí, cuando recuperé mi salud del episodio de “bronquitis mal diagnosticada” y mis vacaciones se volvieron permanentes, decidí estudiar biología –básicamente porque no había escuela de medicina en la ciudad, lo que yo había comenzado a estudiar en el norte de México, y biología era lo más parecido. Me inscribí en una pequeña escuela de la ciudad y, ya libre de problemas respiratorios y dermatológicos, durante el primer viaje de prácticas, en mi primer semestre de biología, justo a los diez segundos de poner mis pies en la arena blanca, luciendo un short y una blusa sin mangas, frente al mar turquesa del Caribe plagado de colores de los arrecifes vivos en el pequeño pueblecito de 57


pescadores, en Mahahual, me di cuenta de que esa sensación de maravilla la quería de manera permanente; quería una vida emocionante de descubrimiento y prodigio. Y así fue. No me detuve para visitar ejidos, selvas, pantanos, potreros, lugares alejados y extraordinarios, sitios espectaculares y sitios arqueológicos, lagunas hermosas, cenotes, ríos y me propuse tener un trabajo que me llevara hasta el corazón de la selva maya y las costas del caribe. Durante muchos años trabajé en muchas comunidades, algunas muy lejos de caminos pavimentados, algunas a las que sólo se llegaba caminando varias horas. Viajé en todo tipo de transportes, fui adonde quise, durmiendo bajo la selva, despertando con la bruma de la mañana en pueblitos perdidos, perfumada por el olor del humo de la leña de los fogones, caminando descalza sobre la hojarasca (con mucho cuidado por si las serpientes), metiendo los pies en el agua fría de lagunas, aguadas y cenotes —con más cuidado por si los cocodrilos—, en las tardes calurosas allá en lugares perdidos, trepando cerritos que resultaban ser sitios arqueológicos tragados por la selva, ver el amanecer en la playa junto al mar y el atardecer en la bahía, lejos de todo el mundo. Mi pasión por conocer me llevó a recorrer muchos lugares de mi país, desde el desierto de Sonora hasta las montañas de Chiapas, en México, y sitios hermosos y silvestres en otros países como Estados Unidos, Canadá, Guatemala, Belice, Papua Nueva Guinea, Australia; nunca dos experiencias iguales, y amaba eso. Amaba de manera apasionada mi vida… y no quería resignarme a perder mi libertad por un cuello cuasi roto. Lloré mucho hasta que me dormí. ¿Por qué nadie relacionó mis síntomas? Aquí vuelvo a insistir en la necesidad de que los médicos se tomen el tiempo de preguntar, pero, sobre todo, se timen el tiempo de entender cómo evoluciona esta enfermedad devastadora. Por la mañana estaba yo ahí, sentada en mi cama, después del diagnóstico de mi cuello muy dañado, con mi collarín puesto. Tenía una bebé de tres años y una hija de diez años, considerando cosas 58


que nunca había tenido que considerar, como los caminos tan malos que tenía que recorrer en mi trabajo y las distancias para llegar a las comunidades, el oleaje del mar, el bamboleo y golpeteo del oleaje, las lanchas, caminar grandes distancias, cargar mochilas con víveres, cargar a mi bebé y mi vida sexual activa. Pasamos semanas hablando, el padre de mis hijas y yo, sobre los cambios, sobre cómo iba a cuidarme. Era sumamente independiente y fue un suplicio tener que hacerme a la idea de pedir ayuda con el garrafón de agua, las compras de la tienda, las cajas en la oficina y todo lo que tuviera más de un kilogramo de peso, incluyendo mi bebé pequeña. Tenía 27 años y me sentía muy frustrada. Todo el personal en la oficina estaba alertado y yo con mi negación a “sentirme mal” les paraba los pelos de punta cada vez que trataba de bajar una caja de archivo o cargar un mueble sin que se dieran cuenta, pero se daban cuenta. Entraban en pánico y corrían a ayudarme. No era necedad mía, era ese sentimiento de no dar crédito a tener una discapacidad, después de haber sido tan independiente. Siempre me llevaba una regañada de mis empleados, lo hacían porque se preocupaban, del padre de mis hijas, de mis colegas y toda mi familia. Muchas veces me sentí tan desolada, principalmente cuando amanecía con esa sensación desagradable de entumecimiento de extremidades y falta de fuerza en los hombros y los brazos, en las rodillas y las piernas, cuando me faltaba el aire y me daba taquicardia, tan horrible que sentía que el corazón se me iba a salir del pecho. Los médicos lo atribuían a la lesión tan arriba en las vértebras cervicales; después de todo se trataba del Atlas (C1), el Axis (C2) y la C3. Decían que estaba afectado mi sistema nervioso autónomo (SNA). Eso era muy grave. Había también un par de síntomas raros, que no podían estar relacionados con la lesión y que los doctores sólo se encogían de hombros cuando les comentaba. Casi todas las mañanas, al levantarme de la cama, sentía las plantas de mis pies como rellenas 59


de vidrio molido; era muy doloroso. Me despertaba bien, pero el dolor llegaba al momento de colocar mis pies en el piso. Apenas podía ponerme de pie, caminaba un rato con los costados de mis pies, porque colocar la planta completa sobre el piso o la alfombra, era dolorosísimo. Con el paso de los minutos se calmaba un poco y con el pasar de las horas tendía a desaparecer, pero todos los días era igual. Tuve varios diagnósticos, mi pie plano, mi exceso de peso, porque después de la lesión comencé a subir uno o dos kilos de peso al año, sin importar lo que hiciera por ponerme a dieta, supuse que era porque mis opciones de ejercicio eran muy limitadas, por mi lesión. Pero los doctores estaban de acuerdo que era poco probable que mi aumento de peso se relacionara con mi cuello, solo que no tenían explicación. Mis pies se veían bien, por fuera y los rayos X no mostraban nada. Pero no dejaban de dolerme, sobre todo en las mañanas. El traumatólogo me había explicado que mis problemas de fatiga, falta de aire, taquicardia, dolor y entumecimiento se debían a lo “alto de la lesión”, a que los nervios que salían de esa región eran precisamente los que controlaban el sistema nervioso autónomo; los que controlan de manera automática la respiración, la digestión, el latido del corazón y por eso era tan importante que no me arriesgara y me cuidara en extremo (ya que no había querido operarme); que una nueva lesión o un movimiento brusco podían dejarme cuadripléjica, en estado vegetativo o causarme la muerte. Los achaques tipo artritis eran cosa aparte, me dijo, eran una desafortunada coincidencia con un legado de artritis en mi familia que tal vez me estaba provocando artritis juvenil. Con una bebé pequeñita y otra hija en primaria, esas eran noticias terribles. La lesión no solo me causaba un dolor insoportable de espalda, también la mayoría de los días sentía una rigidez espantosa del cuello y los hombros, como si estuvieran hechos de cemento.

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Y estaban los pánicos. Después del accidente de 1999, comencé a volverme “miedosa”, a tener terrores a cosas sin sentido. No me refiero a fantasmas, sombras, al monte, las fieras o cosas así. Comencé a tener pequeños ataques de pánico por diversas situaciones, como cuando intentaba ponerme al volante en carretera sentía a los coches que venían del lado contrario del camino a punto de embestirme y me aferraba al volante, en pánico. Así que dejé de manejar un rato (además todo el tiempo estaba fatigada y temía volver a dormirme), en este caso supuse que fue por el trauma del evento. Pero también comencé a tener pánicos por cosas que nunca antes me los habían provocado. Me atacaba de repente, era como sentir mucho miedo, un miedo incontrolable, de repente. Me atacaba la idea de que no había dejado bien cerrada alguna puerta, una ventana, las llaves del gas, y no podía dormir sintiendo mucha angustia, trataba de controlarme y dormir, pero a media madrugada me tenía que levantar a recorrer la casa revisando todo. No era una sensación como de olvido, era un terror real de pensar en un lugar sin seguridad, por donde gente extraña podía colarse, o un peligro no previsto que podía hacerle daño a mi familia. Era una idea tan intensa que el terror me hacía transpirar y no me dejaba dormir. Algunas noches, incluso después de cerciorarme de que todo estaba bien cerrado, quedaba insomne tratando de adivinar si algún ruido nocturno no habitual podía ser la alarma de mi pesadilla hecha realidad. Trataba de racionalizar mi miedo y comencé a hacer cosas con antelación, rutinas, para convencer a mi cerebro de que todo estaba bien. Cerraba las llaves del gas, verificaba todos los cerrojos, el cuarto de las niñas, enchufes y aparatos conectados. Trataba de no llamar la atención de mi familia, sabía que no era algo racional, pero era la única forma de poder conciliar el sueño. Y luego desarrollé pánico a volar.

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Casi a la par de mi accidente, desarrollé terror a volar. En ese entonces mis padres vivían a medio país de distancia, viajar en avión no era un problema, y cuando la pequeña Malú (mi hija pequeña) tenía unos siete meses de edad y Cecilia poco menos de ocho años, decidí llevarlas de visita. Había que tomar el vuelo de Chetumal a la Ciudad de México y de ahí a Monterrey. Siempre amé viajar, y viajar en avión era fantástico. Subí al avión, y acomodé a Cecilia a mi lado y a la pequeña Malú, en mis piernas. Cecilia ya había viajado sola, incluso a una edad muy temprana, para la pequeña Malú era el primero. Se veían hermosas, como pequeñas adultas sentaditas y bien comportadas. Llevaba un biberón para que la bebé succionara y tragara la leche para mantener sus oídos destapados con la presión dentro del avión. Todo iba bien hasta que comenzaron los preparativos para despegue. Cuando comenzó la danza de instrucciones de seguridad con las azafatas haciendo sus aeróbicos de señalar las salidas de emergencia, sentí un nudo grueso en la garganta, una creciente y alarmante sensación de necesitar romper en llanto, sentí bajar mi presión, comencé a sudar frío. Miré a mis hijas y traté de controlarme. Cecilia sonreía, emocionada por el viaje y la bebé se enfocaba en devorar su mamila. Mi corazón latía fuerte, sentí ganas de tomar a mis hijas y saltar del avión en ese momento. Estábamos en la etapa de presurización, y a medida que avanzaba sentí mi corazón en mis oídos y se apoderó de mí una sensación idéntica al miedo. No era un miedo normal, era como un ataque de pánico, como una certidumbre de que algo horroroso iba a suceder. El cómo sucedió ese ataque me alarmó más, no estaba pensando en nada, no es que hubiera subido con temor o nerviosa. Solo estaba sucediendo. Traté de calmarme, de analizar la situación, el ruido de los motores del avión no me estaba ayudando a tranquilizarme. Comencé a tener ideas angustiantes, aterradoras ¿Y si era un aviso? ¿Y si necesitaba sacar a mis hijas de ahí? No podía ser posible, no podía estar sucediendo nada malo, miré a mis hijas y traté de 62


sonreír, Cecilia se recargó en su lugar y el avión despegó. Tomé su manita y abracé a su hermana y mi lado racional batalló debajo de todo el pánico inexplicable para convencerme de solo respirar y cerrar los ojos…todo iba a estar bien. Y todo estuvo bien, pero no pude sacudirme el sentimiento de terror, con una sensación de entumecimiento de la nuca y la parte superior de la espalda. en la Ciudad de México. El viaje a Monterrey fue una experiencia similar, pensé que era cansancio, que era el estrés de llevar a mis hijas conmigo. En el aeropuerto de Monterrey bajé con las rodillas temblando, agotada de sentir tenso el cuello, el nudo en la garganta, la falta de aire y el sentimiento de adrenalina y terror de todo el trayecto. Tenía ganas de llorar…Y aún había que regresar y volar de nuevo, al terminar las vacaciones. De regreso a Chetumal, un par de semanas después, a medio camino hacia la Ciudad de México, desde Monterrey, nos topamos con una zona de turbulencia. Si sumamos a mi estado de pánico que se había presentado del mismo modo que el camino de ida, a ver correr a las azafatas a sus asientos y colocarse los cinturones de seguridad mientras el avión saltaba arriba y abajo en huecos invisibles de cientos de metros, y luego trataba de ganar altura…no me ayudó mucho. Abracé a mis hijas muy fuerte, casi lastimándolas. Lloré y rogué en silencio, recé, hice pacto con Dios, con el Diablo con quien fuera, para que nos dejara vivir. Uno que otro pasajero y pasajera gritaba en el zangoloteo, muchos murmullos con frases de angustia como música de fondo y unos minutos después todo volvió a la normalidad…excepto yo. Nunca volví a subirme a un avión sin que me diera un ataque de pánico. Viajaba acompañada y me aferraba a mi acompañante, a su mano, más específicamente con mis garras. Con el tiempo, habiendo consultado a varios médicos me recetaron una combinación de medicamentos; porque necesitaba poder subirme a un avión sin entrar en pánico y arriesgarme a ser expulsada y vetada de alguna 63


aerolínea, por lo mal que me ponía. No es que gritara y armara una escena tipo “Destino final©” pero casi, casi. Me recetaron ansiolíticos y medicamento para el mareo, una hora antes del vuelo. Pero era complicado poder llevar conmigo los medicamentos y un día se me olvidaron las medicinas en el hotel. Me encontré a un amigo en el aeropuerto y me dio un consejo. “Emborráchate antes de subir” …y lo hice. El alcohol me relajaba, tomaba lo suficiente para relajarme y aunque sentía el pánico, el dolor y la asfixia, supongo que el alcohol me ayudaba a bloquear una parte. Y dormirme. Necesitaba encontrar una solución para fortalecer mi salud, para quitarme el dolor, sobre todo porque tenía dos hijas que criar, y nada parecía cambiar a pesar de que visité a un sinnúmero de médicos durante casi dos décadas. Me comencé a hacer a la idea de que iba a tener que aprender a convivir con el dolor. Pero no me resigné, soy muy combativa, me resistía fuertemente y me forzaba a hacer más, a no detenerme. Realmente aprendí a trabajar mi mente para no pensar en el dolor, y solo me detenía cuando llegaban los dolores insoportables de cuello y cabeza. Traté de mantenerme ocupada, de enfocarme en mis obligaciones, en la felicidad que me daba mi familia. Pero era muy difícil mantenerme cuerda. Supuse que era el dolor, el vivir siempre, adolorida, lo que me ocasionaba a veces tener estallidos de rabia. Trataba de ser una buena mamá, una buena compañera de vida y colega, pero era muy difícil cuando me despertaba con el dolor de espalda, de cuerpo, con problemas para respirar y los pánicos. Con el cansancio permanente y los períodos de neblina mental, después del accidente de 1999, ya nunca volvieron a dejarme manejar grandes distancias por mi cuenta, sin supervisión / acompañamiento. Estaba el asunto del collarín, usé collarín por años. Tenía una linda colección de collarines para distintas ocasiones. Uno más o menos rígido para cuando tenía que viajar a campo en carreteras malas, un par para dormir (eran angostos), otros tantos 64


para usar diariamente. Me hice dependiente del diclofenaco con vitamina B, en grandes dosis, para paliar el dolor o reducirlo. La rigidez de cuello venía acompañada de dolor de cabeza. Parecía surgir de la base de mi cuello, se sentía como si tuviera un tendón estirado que me producía pequeños calambres en la región bajo la oreja y, con el tiempo, comprendí que si no detenía el dolor en ese momento, cuando comenzaba a sentir la rigidez del cuello y la sensación de tener un músculo, tendón o algo contrayéndose dentro, lo que yo le denominaba “mis calambres cerebrales”, el dolor evolucionaba rápida y violentamente hasta volverse insoportable y dejarme incapacitada en cama, por días. Al inicio del dolor, los primeros momentos, descubrí que, si tomaba dos pastillas de diclofenaco con vitamina B, y me provocaba estornudo (porque también sentía congestionada la nariz), para luego acostarme a dormir, con las cortinas cerradas, sin ruido, y apagaba todo mi sistema nervioso, me dormía, era la única forma de detener el ataque de dolor. Pero algunas veces, no lograba detenerlo a tiempo. Hubo una ocasión en que asistí a un taller de capacitación en la universidad local. Teníamos que hacer algunos ejercicios de fortalecimiento de comunicación y de activación. Ya saben, de esos donde uno salta, brinca y se toma de las manos con los otros participantes. Ese día el padre de mis hijas se quedó en casa con las niñas, yo había amanecido con el cuello muy rígido, pero era un compromiso que debía cumplir. Me presenté en el evento y traté de mantenerme enfocada y participar, salimos a hacer algunos ejercicios participativos de acercamiento, ya saben, de esos donde compites y haces equipos para romper el hielo y ganar la confianza de tus compañeros. Hicimos algunas dinámicas y entonces nos dieron instrucciones para hacer un ejercicio con un aro, cuando vi la dinámica – había que doblar el cuello para permitir pasar el aro, entré en un poco de pánico –no suficiente. 65


Tuve la intención de excusarme, pero traté de convencerme de que no iba a pasar algo grave, nunca había tenido una crisis de dolor de cabeza en público y por alguna estúpida razón (tal vez porque no podía pensar claro por el dolor de cabeza y cuello), creí que no estaba a punto de uno de esas crisis. Comenzó el ejercicio y parecía bastante simple, traté de calmarme, pero ya sentía náuseas. Había que pasarlo de persona en persona sin soltar la mano del otro y eso implicaba pasarlo por todo el cuerpo sin soltarse de las manos de los compañeros a los lados…y doblar el cuello y la cabeza para poder pasarla al otro lado. El chico a mi lado era muy alto y la chica del otro lado era muy bajita y en algún momento, no sé cómo, me atoré en el bendito aro, me quedé atorada con el cuello y mi brazo en una posición incómoda con el chico más alto jalándome el brazo, comencé a sentir crecer el dolor de cuello, rápidamente y el “calambre” en mi cabeza. Sabía que tenía que llegar a casa lo antes posible, ya estaba sintiendo náuseas y me excusé. Llamé a casa para avisar que estaba yendo y estaba a mitad de una de mis crisis de dolor de cabeza, y manejé lo más rápido y seguro que mi dolor de cabeza y mi neblina me permitían, pero no alcancé a llegar. Unas cuatro calles antes de llegar a casa tuve que detenerme en una esquina, medio estacionarme y vomitar en la calle; caminé a la acera y vomité, el dolor era tan intenso que abrí la puerta del copiloto y me senté en posición fetal, me hice “bolita” en el asiento para tratar de tranquilizarme. Mi único pensamiento era “llegar a casa, llegar a casa”, pero mi cuerpo no respondía. No podía pensar en lo que tenía que hacer. El dolor era insoportable, como un picahielos ardiendo, entrando por la base de la cabeza, en alguna área entre la oreja y la nuca derecha y estallando en mi cerebro de todo ese lado. Un dolor fuertísimo y punzante. Arqueé, porque ya no tenía más que vomitar; me apeé y rodeé el coche. Me senté en el asiento del conductor pensando 66


“llegar a casa, llegar a casa”, pero me sentía confundida, con el cerebro en un calambre espantoso de dolor. Estaba aterrada porque en algún momento sentí que no entendía el tráfico que no iba a poder reaccionar al semáforo y a otros vehículos en movimiento, que no iba a poder calcular la distancia de los otros vehículos, las personas cruzando, la luz, el ruido. Era horrible. Traté de tranquilizarme, regresé al volante con ese dolor tan intenso que creí que iba a darme un derrame, con esa sensación quemante y punzante, muy intensa. Encendí el coche y conduje muy despacio, casi pegada a la parte derecha de la calle. No sé cómo llegué a casa. Recuerdo que estacioné y me bajé del coche, llorando. Mis hijas y su papá ya me esperaban y me llevaron a mi recámara, pero era muy tarde, el dolor ya estaba bien instalado y no iba poder dormir, tomé un par de pastillas y volví a vomitar. No tenía fuerza en brazos y piernas y me coloqué en posición fetal en mi cama. La oscuridad no ayudó, ni el silencio. Yo no podía dejar de llorar. Estuve, así como una hora y temí que me diera un derrame cerebral así que mi familia terminó llamando a una ambulancia y llevándome de emergencia al hospital. Los estudios no arrojaron absolutamente nada, no había tumor ni daño de ninguna clase, pero estaba retorciéndome literalmente por el dolor. Mi familia le dijo al médico lo que me pasaba, que sucedía cada cuando, un par de veces al año, pero casi siempre era controlable. Yo los escuchaba, pero el dolor no me dejaba hablar, ni pensar. Después de aplicarme un desinflamatorio y un medicamento para dolor, directo a la vena, comencé a sentir alivio. Después de examinarme y hacerme algunas pruebas, el médico terminó dictaminando una condición denominada “cefalea en racimos”. Sentí algo de alivio al tener por fin el nombre de alguna de las condiciones que me atormentaban, pero casi de inmediato se me quitó el alivio y lo cambié por desesperanza, cuando el médico me explicó que era de esos dolores de cabeza que surgían por sí 67


mismos, denominados primarios, y no dependían de alguna enfermedad que los causara. No tenía cura, podía ser crónico, pero no sabían que lo causaba. Otra crónica inexplicable. Investigué sobra la cefalea en racimos, no estaba dispuesta a tener otra enfermedad crónica e incurable en mi lista. No fue muy alentador lo que encontré, pero traté de ser muy objetiva. Aprendí que se le denominaba así a este padecimiento porque se trataba de dolores de cabeza (cefalea) que surgían en forma de brotes (en racimos); es decir, que se sucedían de forma cíclica o por grupos. Estos episodios se podían generar de manera frecuente, y durar semanas o meses, con períodos sin dolor. Los períodos sin dolor podían ser de meses o años. Todo coincidía, generalmente me daban de modo esporádico cada mes, pero iba a dar al hospital solo un par de ocasiones al año, cuando no podía detener el dolor a tiempo…como esa ocasión. De nuevo, cuando por alguna circunstancia algún médico me atendía esos dolores de cabeza, después de preguntar — ¿Qué le sucede? Y yo responder — Tengo estos dolores de cabeza, me diagnosticaron hace …meses, …años Después de que les contaba los episodios de dolor, se limitaban a prescribirme algo para el dolor. No parecía haber alguna causa subyacente, no había infección, temperatura, glucosa o presión elevada, no había hormonas alteradas o algún otro indicio en química sanguínea o biometría hemática que indicara algún problema. No había tumores, parásitos o lesiones. Y me quedé con el diagnóstico de cefalea en racimos, varios años. Otra crónica. Fueron muchos años de ir a médicos, cuando tenía dolores espantosos de articulaciones y entorpecimiento de las manos y pies. Los médicos que me vieron cada ocasión me dieron distintos diagnósticos; dijeron era dengue (sin fiebre), principios de artritis 68


juvenil, de artritis reumatoide o de fibromialgia y no faltó quien me dijera que era mal de ojo; los problemas para respirar que me diagnosticaron como principios de gripas con la sensación de cuerpo cortado, sin las flemas – ni la gripa realmente -, neumonías sin fiebre o flemas, solo la dificultad para respirar; había períodos que no podía respirar, solo no podía respirar, de ahí siempre traía un sweater atado a la cintura, porque uno de mis médicos me había dicho que los cambios de temperatura me afectaban enormemente y me enviaban jadeando, con muchísimo dolor de articulaciones y cansancio, a la cama. Esto sucedía un par de días al mes, al menor descuido. Hasta que me diagnosticaron pleuritis crónica (otra crónica). No me realizaron exámenes, fue más como un proceso de descartar. Les contaba mis síntomas, como las dificultades respiratorias, la tos seca, que casi nunca tenía fiebre, que tenía mucho dolor en el tórax, dolor en todo el cuerpo, calambres, entumecimiento, sensación de “vidrios” en los pies. Las radiografías nunca mostraban manchas o líquido, pero me decían que tal vez era neumonía, pero no era neumonía, tampoco se veían inflamados los pulmones. El par de neumólogos que me habían visto y hecho pruebas en mis temporadas de no poder respirar, habían descartado todo y habían dicho que era estrés, porque no había una enfermedad que conjuntara todos esos síntomas, eran asuntos aislados, o yo era hipocondriaca, pero lo más probable era que solo se trataba de estrés. Incluso llegaron a decirme que era porque estaba subiendo de peso, que debía tener muy mala alimentación. Gorda, no era precisamente saludable. Déjenme repasar esto del peso. Con mi lesión del cuello y muy pocas opciones de ejercicio que podía hacer sin arriesgarme a que se me cayera la cabeza y el estrés de tener siempre dolor, supuse que había comenzado a subir de peso por comer de manera nerviosa. Era extraño, me había mantenido en un peso más o menos 69


estable alrededor de 10 años y luego, después del accidente comencé a subir varios kilos al año, sin importar lo que hiciera. No solo estaba lo de mis síntomas y molestias, también tuve que empezar a batallar con los comentarios dolorosos y el acoso “bien intencionado”. — ¿Estas subiendo de peso? — Eso no es bueno para tu cuello, — ¿Sabes que la gente gorda tiene más probabilidades de morirse más joven? — Tus achaques ¿no serán porque estas subiendo de peso? Amigos que me mandaban dietas para bajar de peso, mi familia monitoreando de cuando en cuando lo que comía, presionando cariñosamente para que fuera al gimnasio. Pero no estaba “de humor”, me sentía cansada, adolorida y sofocada. Era complicado, yo sabía que eran bien intencionados, pero no dejaba de ser doloroso y eso, no contribuía a que me sintiera relajada, era como un círculo vicioso. No solo tenía que soportar el estrés de estar subiendo de peso, del dolor físico, estaba consciente que el peso extra por supuesto que aplicaba presión extra a mi espalda, a mis piernas y pies. Pero no pude controlar ganar kilos. Casi desde el principio, después del accidente comencé a sentir ocasionales hormigueos en las extremidades o piquetitos como toques eléctricos en el rostro (que me decían era por la lesión del cuello). Noté que mi párpado derecho se me estaba “cayendo”, a veces tenía como rígida la mandíbula, me dolían los dientes y tenía un poco de problemas para masticar; también comencé a sentir mucho dolor detrás de los ojos, sentía congestión de senos paranasales sin tener congestión, la sensación de fiebre dentro de mi cabeza, justo detrás de mis senos paranasales y detrás de mis ojos, sin fiebre externa, que los médicos atribuyeron a mi condición de mujer (hormonal) y con los años a estar aproximándome a la menopausia. 70


Con todo esto llegué a tener un botiquín gigantesco en casa; una batería gigantesca de todo tipo de medicamentos, tenía que tomar enormes dosis de pastillas para dolor, para alergias, para infección y también recurrí a masajes, quiroprácticos, hasta busqué tratamientos esotéricos (ya saben por si el mal de ojo, la brujería o lo que fuera que mis médicos no podían explicar). Siempre estaba adolorida, aun usando el collarín, por eso dejé de ir a campo, porque cargar la mochila y caminar varios kilómetros se volvió casi imposible, terminaba adolorida, sin poder respirar y con una sensación espantosa de calor dentro de mi cabeza. Todos esos años no pude cargar a mi bebé, porque me dijeron que cargar cualquier peso me podía dejar paralizada definitivamente; cientos de ocasiones tuve que ingeniármelas para cargar a mi hija pequeña, que pedía brazos. Me recostaba o me sentaba en un sillón para poder abrazarla. Ella creció con la indicación de que “Mami no podía cargarla, porque se le caía la cabeza”, esa es tal vez una de las cosas que más resiento de mi mal diagnóstico. Y la neblina mental. Mi trabajo es mental y tenía esos períodos desesperantes donde no podía concentrarme, no podía pensar, mi mente solo se quedaba en blanco. Miraba la computadora por horas, tratando de atrapar una idea, sabía que lo que debía hacer o pensar estaba ahí, pero no sabía cómo hacerlo. En 2006, un neurólogo me dijo que no había nada malo con mi cerebro, probablemente era estrés y me recetó ansiolíticos. Pero tomarlos me dejaban más perdida en la niebla que de costumbre. Dejé los ansiolíticos y comencé a hacer listas de tareas para organizarme, aún lo hago, para los días de niebla. Mis cuadernos de notas se volvieron mis instructivos para guiarme mentalmente. Mi médico familiar era afecto a recetar hidrocortisona para combatir cualquier cosa y terminé volviéndome alérgica a esa sustancia. Me hinchaba como un globo cuando me inyectaban corticoides y tardaba mucho en recuperarme. Fuera de eso, los antibióticos parecían no hacerme efecto, cuando me enfermaba era 71


muy complicado recuperarme. Temí haberme vuelto resistente por la gran cantidad que me suministraron a través de los años. La lista de incidentes y accidentes continúa a medida que voy recordando cosas, una larga lista de médicos y un expediente médico grueso que dice que siempre fui propensa a un sinnúmero de achaques y a enfermedades poco tradicionales que terminaron siendo diagnosticados de muchísimas formas. Pero hubo cosas peores que eso.

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Lyme gestacional

Para las que lo hemos vivido es una de las experiencias más devastadoras. Es la capacidad de Borrelia para atravesar la barrera placentaria, afectar al feto, y en caso de que sobreviva, afectar al bebé por el resto de su vida. En 2001, después de un chequeo anual ginecológico, me detectaron células precancerosas en el cuello del cérvix. Recuerdo estar sentada en el consultorio de mi doctora, cuando los resultados llegaron. Me dijo que era apenas una alteración precancerígenas, era muy curable y había que hacer el tratamiento de inmediato. Yo estaba sentada ahí en la silla, no presté atención a lo que me decía; después de escuchar “cáncer”, pensé en mis hijas, en todo lo que había por hacer, por segunda ocasión desde que tuve el accidente un par de años antes, pensé ¿Qué iba a hacer el padre de mis hijas si yo moría? Respiré hondo y volví a poner atención justo cuando me decía que iba a comenzar la ronda de tratamientos para resolver el problema. Me trataron mediante crioterapia, la cual consistía básicamente en congelarme el cuello del cérvix hasta eliminar el tejido digamos, enfermo. Tres rondas de crioterapia, medicamentos y reposo y ya estaba de nuevo en acción, libre del problema. Entre las observaciones y recomendaciones que me hizo mi doctora antes de darme de alta estaba la noticia de que no iba a poder embarazarme nunca más, después del tratamiento a mi cuello del cervix. Siempre había tenido el sueño de tener muchos hijos, unos cuatro, mínimo, pero me resigné porque no poder tener hijos había sido un costo bajo con tal de recuperar mi salud. En ese tenor, supuse que lo que mi doctora había querido decir es que el 73


tratamiento me había dejado estéril así que cuando “milagrosamente” quedé embarazada en 2003, me informó que no era que no podía, era que no debía tener hijos porque el tratamiento podía haber dañado la maquinaria interna de hacer bebés. ¿Qué iba a hacer? Traté de no entrar en pánico. Me dijo que debía tener mucho cuidado con el embarazo, porque podía tornarse complicado, que esperaba que no corriera riesgo. Yo no iba a arriesgarme a mí ni al bebé y me dediqué a cuidarme en extremo. Tomé todas las vitaminas y suplementos que me indicaron, no hacía esfuerzos y muchas semanas trabajé acostada, en cama. Cada mes asistía a mi chequeo y me realizaba ultrasonidos. El quinto mes nos dijeron que esperábamos un niño. Estaba feliz, ya tenía dos niñas y por fin íbamos a tener el varón. El bebé estaba sano, le llamamos Jr., su padre estaba feliz. Cada mes, previo al chequeo con mi ginecóloga asistía al gabinete de ultrasonido para obtener una imagen que mi doctora pudiera ayudar al diagnóstico mensual. Además, me sentía aliviada al escuchar el latido fuerte y luego observar a mi bebé creciendo sano. Yo seguí con mis achaques de rutina y me coordiné con mi ginecóloga para poder utilizar medicamentos para el dolor, que no fueran a afectar mi embarazo. Además de las náuseas no sucedió nada extraordinario. Cuando asistimos a mi chequeo del sexto mes pasé a realizarme el ultrasonido. El médico era un viejo conocido, me había realizado estudios de mis dos embarazos previos, me conocía desde hacía casi 12 años. Me recosté y como cada vez, el doctor colocó el aparato en mi vientre y comenzó a moverlo. Conversábamos y bromeábamos, y pensé que aún no había conectado el aparato porque no escuché el latido. Me invadió el pánico cuando vi su expresión de angustia mientras movía el sensor sobre mi barriga. — ¿Qué sucede? — le pregunté

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— ¿Te caíste? — preguntó angustiado sin dejar de mirar el monitor y mover el sensor — ¿Has tenido sangrados? — No – Temí lo peor — ¿Qué sucede? Hubo un largo silencio mientras el doctor movía el sensor de arriba abajo, miraba mi barriga y miraba la pantalla. Se recargó en su silla, vencido… y me miró. — El bebé falleció. Entré en crisis y comencé a llorar. El padre de mis hijas lloró conmigo y apretó con fuerza mi mano. — ¿Qué pasó? – le preguntó. — No estoy seguro – nos dijo mientras revisaba mi barriga de nuevo — pero creo que deben ir de inmediato a ver a su ginecóloga. ¿Tienes fiebre? Negué sin poder dejar de llorar. — ¿Náuseas? ¿Dolor? – insistió. — No – me extrañó su insistencia – nada de eso ¿Por qué? — Porque el bebé falleció hace bastante tiempo – me dijo muy angustiado – deberías estar con peritonitis. Es mejor que vayas a ver a tu doctora, de inmediato. El doctor no podía explicárselo, ni explicármelo. Llegué llorando a mi consulta, le explicamos a mi doctora lo que había sucedido y ella ordenó me hospitalizara de inmediato. Familiares, amigos acudieron al hospital en cuanto se enteraron. Médicos, enfermeras, mi gente, todos me preguntaban lo mismo. — ¿Te caíste? — ¿No te sentiste mal? — ¿Tienes fiebre? Yo solo negaba, estaba cansada de intentar entender qué había sucedido. Mi bebé había muerto en el vientre, aparentemente sin causa alguna. Mi doctora y el médico de ultrasonido asumieron que 75


debió de enredarse en el cordón umbilical y debió quedarse sin oxígeno, porque no había causa aparente. Los exámenes de infección salieron negativos y no había tenido alguna situación que indicara que eso podía suceder. — ¿Por qué pasó esto, doctor? — le pregunté al anestesiólogo, tomando su mano en el quirófano, bañada en lágrimas, antes de que me durmieran para hacerme la extracción de lo que quedaba de Jr. y hacer el legrado. — Nada madre — me respondió — son cosas que pasan. Cuenta hacia atrás de 10 a 1. Podía ver el reflejo de los médicos trabajando, en la lámpara del quirófano, que era brillante como un espejo. — 10, 9...— cerré mis ojos y los abrí de nuevo — 8...— y estaba en la cama de mi habitación del hospital, solo con esa respuesta difusa en mi cabeza. No nos entregaron el cuerpo del bebé, estaba en un estado muy avanzado de descomposición, así que lo incineraron. Los doctores aún se preguntaban cómo era que yo no había desarrollado peritonitis. — Tal vez se enredó en su cordón y se asfixió — insistió la doctora, al no encontrar otra explicación— no hay señales de infección, lesiones, nada. Lo lamento. Tomamos la decisión para que no pasara de nuevo, comencé a cuidarme mucho. Los anticonceptivos hormonales no me resultaron, no solo soy muy olvidadiza — aún antes de mi niebla mental— pero, además de que se me olvidaba tomarlos, cuando regularizaba la toma, me caían muy mal, me hinchaba y se acentuaban mis dolores de cuerpo. La doctora nos recomendó usar preservativos y tratamos de cuidarnos. Cuatro años después, en 2007, nos embrazamos de nuevo, esta vez era una niña. De nuevo hicimos el ritual de checarnos cada mes, ir al ultrasonido y verificar que todo estuviera bien. Cada mes era 76


contener la respiración mientras el médico me colocaba la sonda de ultrasonido y yo volvía a respirar cuando escuchaba el latido del corazón de mi hija. Decidí cuidarme muchísimo, me hice el propósito de que no volviera a pasar lo que con Junior. Guardé cama lo más que pude por casi ocho meses, estaba atenta a cualquier movimiento, o no movimiento de mi bebé, al grado de la paranoia. Era muy complicado, porque siempre tenía el dolor, reumas, la falta de aire, lo entumido y yo se lo atribuía a mi lesión del cuello y la cantidad de hormonas que debían estar circulando en mi cuerpo, hormonas del embarazo. De nuevo, no tuve sangrados, todo bastante normal, además de mis achaques de siempre y una hinchazón que se había instalado en mis extremidades inferiores. Poco después de la revisión del séptimo mes de embarazo, el 7 de agosto de 2007, a un mes de que cumpliera las 40 semanas, estando acostada, mientras veía la televisión, tosí y eso bastó para provocarme una hemorragia. Me trasladaron de inmediato al hospital, pero mi doctora no pudo atenderme, porque en el hospital donde atendía no se contaba con equipo de terapia intensiva para recién nacido. El médico en el gabinete de ultrasonido me revisó, dijo que la niña estaba bien, tenía buen tamaño y su latido del corazón era fuerte. Pero tenía que apurarme, yo estaba perdiendo sangre. Deambulé por casi todos los hospitales de la ciudad y finalmente, alrededor de las 11 de la noche, unas 7 horas de después de que comencé a sangrar, fui a dar al Hospital General de la ciudad. En el banco de sangre de la ciudad no había suficientes unidades de sangre de mi tipo (soy O Rh negativo) y la necesitaba urgentemente. Los médicos de emergencias decidieron hacer una cesárea de emergencia para detener la hemorragia, para que yo no me muriera. Ya había perdido mucha sangre y debían apurarse. — Estás muy débil – me dijo el médico en la sala de emergencias — No te vayas a dormir, porque no despiertas. 77


Efectivamente estaba muy débil. — Vamos a tener que sacar a la bebé – Escuché al doctor decirle al papá de mis hijas, al otro lado de la cortina. — Está bien – respondió. — En caso de que las cosas se compliquen – continuó el doctor - ¿A quién salvamos? No podía creer que el médico estuviera preguntándole eso. — ¡A las dos! – respondió el padre de mis hijas — ¡Salve a las dos! Después me contó que le hicieron firmar documentos para eliminar responsabilidad en el peor de los casos. Es decir, por si me moría; firmó porque era un requisito para pasarme a quirófano. Ya era casi medianoche. Había muchas personas en el quirófano, médicos, enfermeras, yo me sentí confundida y extrañamente relajada. Me sentaron en la camilla del quirófano y la anestesista me dijo que iban a colocarme la anestesia epidural (raquea). Introdujo una enorme aguja entre mis vértebras lumbares para anestesiarme de la cintura para abajo…y tuvo que picarme tres veces hasta hacerlo bien. El dolor era insoportable, no solo cuando metió esa aguja enorme, una vez que comenzó a correr el líquido dentro de mi columna vertebral, sucedió algo extraño y alarmante. Sentí el líquido corriendo dentro de mi cuerpo hacia mi riñón izquierdo, era dolorosísimo. — ¡El líquido! – grité apretando los dientes — ¡Se está yendo a mi riñón! — Es su imaginación — me dijo la anestesióloga sin dejar de inyectar la anestesia — No puede ser posible y no puede estar ya sintiendo nada. Respiré hondo y apreté mis dientes con más fuerza, imaginé a mi riñón izquierdo llenándose de líquido. Traté de gritar, pero era muy doloroso, sentí que, si dejaba de apretar los dientes, iba a vomitar. Todo terminó unos segundos después y me recostaron en la camilla 78


del quirófano. Hacía mucho frío en esa sala, colocaron una barrera de tela para evitar que pudiera ver lo que los cirujanos estaban haciendo en mi abdomen. Pero yo podía ver lo que estaban haciendo, en el reflejo de la lámpara del quirófano. Era como ver un documental, no sentía absolutamente nada de mi parte del cuerpo que estaba detrás de la cortinilla, excepto mis rodillas, el dolor era insoportable en mis rodillas. — Me duelen las rodillas — le dije al médico más cercano a mí. — No puede ser, señora — me dijo sin dejar de hacer lo que hacía — está usted anestesiada. Era un dolor extraño, como si estuvieran muy inflamadas, era como si mis rótulas no cupieran dentro de la piel y las articulaciones fueran a desgancharse. Era agónico. — ¿Pueden por favor acomodar mis rodillas? — les rogué — me duelen mucho. — No puede usted estar sintiendo nada, señora — repitió el cirujano — Está usted anestesiada. ¿Cómo creían ellos que podían saber lo que estaba o no estaba sintiendo? Miré el reflejo en la lámpara del quirófano, era como un espejo. Los médicos ya cortaban mi barriga para sacar a la bebé, no podía concentrarme. — Sólo ¿pueden colocar algo debajo de ellas? — insistí conteniendo la molestia como de inflamación, como de rodillas a punto de explotar — Porque creo que están mal acomodadas. — Tranquilícese, señora — repitió molesto el cirujano — está usted anestesiada, no está sintiendo nada. En ese momento nació Mónica, mi cuarta hija. Era hermosa y pequeñita, estaba cubierta de grasita y sangre, lloró un poco (sentí alivio de escucharla llorar) y el cirujano me la colocó en mi pecho para conocerla, solo unos segundos, le di un beso rápido y el médico se la llevó. Atrás de ellos estaba el pediatra con un equipo de terapia 79


intensiva para recién nacido. Mónica no podía respirar, estaba poniéndose azul. Se la llevaron y yo me quedé en la mesa del quirófano sin saber que era de mi hija. — Vamos a hacerle la salpingo, de una vez, madre — me anunció el cirujano. Asentí. Los médicos me hicieron de una vez la salpingoplastia para evitar volver a embarazarme y evitar poner mi vida en riesgo, después de todo ya tenía 35 años y con la edad los riesgos fatales por embarazos, iban a incrementarse. Así que me cortaron, para no volver a embarazarme. Estaba recostada en una camilla, mirando en el espejo de la lámpara de quirófano, al personal de salud trabajando en mi cuerpo. El cirujano extrajo mi placenta, lo escuché decir que estaba muy mal, herniada. Yo no podía concentrarme en entender lo que estaban haciendo, estaba tratando de enfocarme en que mis rodillas no me estallaran. Fueron dos horas, yo miraba el reloj en la sala de operaciones, enfocándome en el tiempo que pasaba y no en el dolor de mis piernas. Otras tres veces les pedí acomodaran mis piernas y tres veces tuve la respuesta: Usted no puede estar sintiendo nada. Pero si lo sentía. Mónica, mi hija menor, pasó muchos días en la sala de terapia intensiva neonatal. Yo pasé muchos días junto a ella, tomando su mano, cantando canciones de cuna, hablándole. Ella se veía tan diminuta, tan frágil conectada a todos esos aparatos, tubos y el respirador. Me parecía increíblemente pequeña para tener prácticamente ocho meses de gestación. Lo peor era que ella no podía respirar por sí misma. Miraba su pechito hundirse, tratando de meter oxígeno. Yo sabía cómo se sentía eso, había tenido problemas para respirar por 10 años, en los ochentas. Los médicos no sabían lo que le pasaba, sólo tenía mucho estrés respiratorio. Pensé que tal vez era consecuencia de no haberme aplicado la vacuna Rhogan, lo de mi factor Rh negativo, perolos médicos me dijeron que no era eso, que uno de los síntomas era la ictericia 80


(color amarillo de la piel) por las células sanguíneas que se están destruyendo. Pero mi hija lucía rosadita. Solo no podía respirar, y tenía algún tipo de infección. Recuerdo un día que un cardiólogo fue a revisarla. Me sacaron de la Unidad de Terapia Intensiva y me indicaron que esperara a que el cardiólogo terminara el chequeo. Esperé unos 15 minutos, espiando a los médicos detrás de la ventanita de vidrio. El cardiólogo salió sin mirarme y yo lo seguí, no iba a quedarme ahí sin saber. Me paré frente a él. — ¿Cómo está el corazón de mi hija? — le pregunté a quemarropa. Me miró y lo pensó unos segundos. — Del corazón no va a morir — respondió cortante y siguió su camino. Su respuesta pareció más una justificación de no culpabilidad que una buena noticia. Pero quise tomarla como una buena noticia. Mónica luchó mucho, pero nació muy débil, agonizó por días y finalmente murió de un paro respiratorio, un sábado a las 2 de la madrugada. No entendí cómo, con casi ocho meses de gestación podía haber nacido con tantos problemas de salud. Los doctores no pudieron explicarme por qué de la hemorragia, por qué Mónica no se desarrolló como esperaban, por qué nunca pudo respirar y por qué al final falleció. Su certificado de defunción establecía como causa de muerte: sepsis. A mi hija le hicimos un funeral, la incineramos y esparcimos sus cenizas en el río. Sentí que iba a morir, el dolor de cuerpo y de mi pecho era tan terrible que pensé que iba a tener un ataque cardiaco. Pasé algunas semanas en tanatoterapia, no había nada malo con mi salud, era probablemente el estrés por la agonía y muerte de mi hija.

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Este fue definitivamente el capítulo más difícil de escribir. En resumen, Jr. tuvo muerte fetal intrauterina, en 2003 y Mónica murió en 2007 por una insuficiencia respiratoria, cardiaca y sepsis generalizada de origen no determinado. Después de 15 años, puedo hacer un bosquejo de lo que pudo haber sucedido, porque los médicos no pudieron explicármelo. Siempre traté de no pensar que fue lo que hice mal, qué estaba mal en mi cuerpo que mató a mis hijos. Los médicos me dijeron que no había nada mal conmigo. Lo que los ginecólogos deberían saber cuando llega una paciente embarazada con “achaques” como fatiga crónica, artritis juvenil, taquicardias o problemas de salud de manera crónica e inexplicables, es aplicar medicina narrativa. A pesar de las vacunas, los nuevos antimicrobianos y todos los avances, de que los médicos tienen en el radar aquellos agentes que son la causa importante de muerte fetal y enfermedades neurológicas a largo plazo entre los bebés lactantes de todo el mundo como Toxoplasma gondii, citomegalovirus, Treponema pallidum, el virus del herpes simple tipos 1 y 2 y el virus de la rubéola. No muchos están conscientes de que otros agentes pueden infectar potencialmente al feto y causar enfermedades, malformaciones o la muerte, tal es el caso del virus de la varicela zóster, el parvovirus humano B19 y por supuesto, la Borrelia burgdorferi, La transmisión madre-feto de esta bacteria continúa teniendo muchas opiniones profesionales encontradas, lo que sí está claro, y que muchos ginecólogos deberían considerar de manera tajante, es que la espiroqueta de la Enfermedad de Lyme, como sucede con la sífilis, atraviesa la barrera placentaria que protege al feto de otras enfermedades. El asunto no es sencillo, el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de los Estados Unidos, que básicamente es de las instituciones que dice que es y que no es una enfermedad, afirma en su sitio web que, si la mujer embarazada es 82


Lyme positiva, solo necesita recibir tratamiento y el niño nacerá sano. El CDC recomienda amoxicilina o cefuroxima, porque la doxiciclina, que es el antibiótico de elección, puede causar daño al feto en desarrollo. El primer “pero” es, ¿cómo sabe una mujer embarazada que es Lyme positivo? Como fue mi caso, yo ya tenía varios años padeciendo los síntomas, pero ninguno de mis médicos me diagnosticó o se le ocurrió diagnosticar para determinar si yo era Lyme positiva. Así que la mayoría de las mujeres Lyme positivas no sabemos que lo somos, y cuando nos enteramos que somos efectivamente Lyme positivo, la mayoría eliminamos la idea de embarazarnos definitivamente. Ya desde 1983, hace casi 40 año, se ha escrito sobre casos de Borrelia en el embarazo, casos donde los bebés sobrevivieron y donde no sobrevivieron. Por lo general depende de la etapa de embarazo donde la madre se infecta, de su sistema inmunológico, porque la barrera placentaria, que generalmente funciona para proteger al bebé, no puede contener a esta bacteria. Las autopsias de los bebés que murieron revelaron en varios estudios la presencia de la espiroqueta en el bazo, los riñones y la médula ósea. Otros estudios realizados en Estados Unidos, Canadá, Hungría, Alemania, Italia, Suiza, África, Turquía, República Checa, Polonia y Belgrado ex Yugoslavia, y otros efectos secundarios en el feto incluyen hidrocefalia, anomalías cardiovasculares, dificultad respiratoria neonatal, hiperbilirrubinemia, retraso del crecimiento intrauterino, ceguera cortical, síndrome de muerte súbita del lactante y toxemia materna del embarazo, y plantean incluso la similitud de estas con la sífilis neonatal. En la investigación de Goldenberg (2005) se analizaron los datos de 88 artículos de revistas de la base de datos PUBMED, que resumió de la siguiente forma: Transmisión materno-fetal de la enfermedad de Lyme (Resultados): 83


• • •

Madres con enfermedad de Lyme activa, tratadas: 14,6% de los embarazos resultaron en secuela. Madres con enfermedad de Lyme activa no tratadas: 66,7% de los embarazos resultaron en secuela. Madres Lyme positivas, se desconoce el tratamiento: 30,3% resultó en secuela.

Los resultados adversos específicos en el desarrollo del feto listados por O’Brien y Martens (2014), incluyeron: • • • • • •

Cardíaco 22,7%, Neurológico 15,2%, Ortopédico 12,1%, Oftalmológica 4,5%, Genitourinario 10,6%, Anomalías misceláneas 12,1%

Pero ¿y los niños que nacieron y lograron sobrevivir con Lyme congénito? ¿Qué sucede con ellos? Eso se denomina Lyme congénito. A continuación, haremos un resumen de las manifestaciones clínicas más frecuentes descritas en un estudio de más de 100 niños nacidos de madres con enfermedad LYME positiva, realizado en el año 2005 por Goldenberg y otros investigadores: Signos y síntomas comunes en niños Lyme positivos: Fiebre baja: 59% -60%; Fatiga y falta de resistencia: 72%; Sudoración nocturna: 23%; Ojeras pálidas y oscuras debajo de los ojos: 42%; Dolor abdominal: 20-29%; Diarrea o estreñimiento: 32%; Náuseas: 23%; Anomalías cardiacas: 23%: palpitaciones/PVC, soplo cardiaco, prolapso de válvula mitral; Trastornos ortopédicos: sensibilidad (55%); dolor (69%) espasmos y dolor muscular generalizado (69%); rigidez y/o movimiento retardado (23%); Infecciones respiratorias del tracto superior y otitis: 40%; Trastornos artríticos y articulaciones dolorosas: 6% -50-%; Trastornos neurológicos: Dolores de cabeza: 50%, Irritabilidad: 54%, Mala memoria: 39%; 84


Retraso en el desarrollo: 18%; Trastorno convulsivo: 11%; Vértigo: 30%; Trastornos de tics: 14%; Movimientos atetoideos involuntarios: 9%; Trastornos de aprendizaje y cambios de humor: 80 %: Habla cognitiva: 27 %, Retraso en el habla: 21 %, Problemas de lectura y escritura: 19 %, Problemas de articulación vocal: 17 %, Problemas de procesamiento auditivo/visual: 13 %, Problemas de selección de palabras: 12%, Dislexia: 8%; Pensamientos suicidas: 7%; Ansiedad: 21%; Ira o rabia: 23%; agresión o; violencia: 13%; Irritabilidad: 54% - 80%; Trastornos emocionales: 13%; Depresión: 13%; Hiperactividad: 36%; Fotofobia: 40-43%; Reflujo gastroesofágico con vómitos y tos: 40%; Erupciones secundarias: 23%; otras erupciones: 45%; Hemangioma cavernoso: 30%; Problemas oculares: cataratas posteriores, miopía, estigmatismo, eritema conjuntivo (ojos de Lyme), atrofia del nervio óptico y/o uveítis: 30%; Sensibilidad de la piel y ruido (hiperagudeza): 36 - 40%; Autismo: (9%). En la página del centro de recursos de Lyme 1, hablando del Lyme congénito describe: “…La transmisión congénita de la enfermedad de Lyme fue reconocida por primera vez por los Centros para el Control de Enfermedades de EE. UU. en una comunicación de 1985 en la que afirmaron que "se ha documentado la transmisión transplacentaria de B. burgdorferi en una mujer embarazada con la enfermedad de Lyme que no recibió terapia antimicrobiana": En enero de 2020, los CDC modificaron su guía para indicar que podría haber transmisión vertical con consecuencias negativas para el feto, afirmando que "la enfermedad de Lyme adquirida durante el embarazo puede provocar una infección de la placenta y una posible muerte fetal. Por lo tanto, el diagnóstico y tratamiento tempranos de Lyme enfermedad es importante durante el embarazo. Sin embargo, no se han encontrado efectos negativos en el feto cuando la madre recibe el tratamiento antibiótico adecuado…"

1

https://www.lymeresourcecentre.com/prof/congenital

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El meollo del asunto es que, en la mayor parte de los países ni los ginecólogos, ni los infectólogos, ni los pediatras están conscientes de que esta enfermedad es un riesgo real, o no saben que hacer si el caso se les presenta.

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La lesión del cuello que no era

Muchos años después de todo lo que venía sucediendo, y yo aún alertada de la fragilidad de mis cervicales destrozadas por el latigazo del accidente de 1999, por ahí de 2012 sucedió mi segunda “lesión” en el cuello. Recuerdo la cantidad de estudios, exámenes, pruebas, radiografías, tomografías, electrocardiogramas, revisiones y encefalogramas, las explicaciones y el enorme botiquín de analgésicos, ansiolíticos, antibióticos, desinflamatorios de todo tipo que atiborraban un cajón, en casa. Casi todos terminaron atribuyéndolo a mi lesión del cuello y a mi vida estresada…o que tal vez solo era hipocondriaca, que estaba loca (eso me lo dijo un neurólogo). Mis resultados regresaban negativos, no había infecciones, ni parásitos o algo que indicara mis achaques. Nunca me habitué a los “no sabemos, señora” a los “no tiene usted nada”, a los “está usted sana, son sus nervios” de médicos y especialistas. A la falta de explicaciones de las cosas que me sucedieron y que les sucedieron a mis hijos. Mis especialistas sólo vieron lo que su especialidad les permitió ver y mis médicos generales, creo que ellos pensaron que yo sólo era hipocondriaca. Era muy frustrante. Luego todo se puso más extraño. Continué teniendo todos mis achaques otros 5 años después de la muerte de mi hija pequeña en 2007, el dolor, las descargas eléctricas instantáneas de un par de segundos (insoportables) y los intensísimos dolores de cabeza, continuaron. Según la colección de datos de mi expediente, la mayoría de mis achaques estaba relacionado con mi lesión de cervicales, del accidente de noviembre de 1999; pero en noviembre 87


de 2012, poco antes de cumplir los 13 años de mi famoso accidente incapacitante, tuve un accidente donde me lesioné el cuello y la espalda. Fue un accidente leve, pero el dolor se volvió insoportable, mi cuello estaba hiperrígido y en mi espalda alta sentía como una estaca caliente atravesándome los omóplatos. No podía ni pensar, me inyectaban diclofenaco en la vena para poder contener el dolor lo suficiente como para funcionar, pero apenas pasaba el efecto, a las 8 horas, y el dolor insoportable volvía. Con el paso de los días mis venas dejaron de ser permeables y las inyecciones se volvieron dolorosas, como si me estuvieran inyectando fuego. Con el antecedente pensé que estaba en muy serios problemas, tal vez mi médula espinal pendía de una hebra, así que me enviaron inmediatamente a realizar una resonancia magnética en uno de los mejores hospitales de Mérida, en el vecino estado de Yucatán; el viaje fue un suplicio porque el dolor era insoportable y el entumecimiento igual. Casi seis horas viajando en la camioneta, no puedo recordar bien ese viaje, creo que me recosté en el asiento trasero, fue todo un reto porque no iba a poder inyectarme el diclofenaco. Le expliqué a la doctora del laboratorio de resonancia mi problema de la lesión del cuello y mis temores de haberme empeorado el daño. En cuanto estuve frente a la máquina de resonancia sentí que iba a tener un ataque de ansiedad, era como un tubo gigante de pasta de dientes, donde yo entraba acostada, boca arriba en un espacio tubular donde todo estaba a 10 centímetros de mi cuerpo. Pensé que iba a tener un ataque de claustrofobia. — ¿Cuánto tiempo toma el estudio, doctora? — pregunté para tranquilizar a mi cerebro que estaba comenzando una revolución en mi cuerpo. — Unos cuarenta y cinco minutos – respondió mientras me ayudaba a recostarme en la plataforma donde iban a introducirme en la máquina – a lo mucho una hora. 88


—¡¡¡¡¿¿¿???!!! Apreté los ojos y sentí que me faltaba el aire. Iba a tener un ataque de pánico. Me recosté y me enfoqué en ordenar mis pensamientos, en pensar en la ventaja de tener una respuesta al daño extendido de mi cuello. Dentro del túnel la máquina sonaba como un zumbido largo, permanente, con algunos chasquidos y sonidos como de golpeteo metálico. Traté de mantener la calma, me enfoqué en mi respiración. Honestamente usé la estrategia del avión, me recosté en la camilla del aparato y me enfoqué en pensar en cosas positivas y tratar de dormir. Después de casi una hora en la máquina, donde creo haber dormitado la mitad del tiempo, y casi otra hora esperando, salió la especialista a cargo y me invitó a revisar con ella mis imágenes. — ¿Quién le dijo que tenía usted casi una fractura de vértebras? – me preguntó con mucha seriedad. Le expliqué que ese había sido el diagnóstico, muchos años atrás, de un traumatólogo que me vio después de mi accidente. Me cuestionó si no había pedido otras opiniones, si alguien me había mandado a hacer otros estudios, otras imágenes. Me extrañó su insistencia, y temí que algo muy malo estaba pasando. Traté de hacer memoria, recordé otros médicos que me habían tratado por el dolor de cuello, cabeza, espalda, cuando este se me alteraba. Pero haciendo memoria todos se habían ido con el “diagnóstico previo no verificado”. Yo les había dicho que mi traumatólogo me había diagnosticado una lesión severa en mis vértebras, y que x o y médico me habían dicho que mis síntomas eran causados por esa lesión, de ahí en adelante todos los médicos habían ido hilando sus diagnósticos en torno a esa lesión. — ¿Por qué lo pregunta? – le dije, y contuve la respiración. — Pues, porque no encuentro ninguna lesión – me dijo mientras me mostraba las imágenes – no hay ni siquiera rastros de una 89


lesión cicatrizada del nivel que usted me dice. No hay nada, puede ser una contractura, pero sus vértebras están intactas – y me mostró mis vértebras en la imagen de resonancia. Las miré con detenimiento, le pregunté incluso si no se había equivocado de paciente. Me aseguró que era mi cuello y mi médula espinal. No tenía yo que ser una especialista, ahí estaban mis huesos de la columna vertebral y mis discos, enteros. No había lesiones físicas en la médula o base del cerebro. — ¿Y todos estos años con síntomas extraños? No tuvo explicación, solo me aseguró que no era causado por daño en mi columna vertebral o algún otro sitio por ahí cerca. — Pero ¿Y el dolor? – le pregunté angustiada – No lo soporto! ¿Y los dolores de cabeza ¿La taquicardia? ¿Las náuseas? ¿La falta de aire? — Probablemente sea otra cosa, pero su cuello está intacto. ¡Estaba sana! Pero, el dolor era insoportable. Tal vez era la contractura, pero ¿Una contractura? ¿Qué era todo lo que me había estado sucediendo esos trece años? ¿Era mi imaginación? ¿Cómo una contractura en la espalda me ocasionaba calambres en las piernas, náuseas y mareos? ¿Y la taquicardia? Todo el camino de regreso a casa me sentí muy frustrada, confundida, adolorida, realmente encabronada, pensando qué el traumatólogo me había propuesto reemplazar mis vértebras y mis discos porque según él estaban destrozados, una operación que implicaba el 50% de probabilidades de fallecer, y realmente no tenía nada. ¿Y todos esos síntomas? llegué a creer que realmente era hipocondriaca o estaba loca. Realmente no tenía muchos ánimos de pensar, supuse que la nueva contractura era lo que me estaba volviendo loca de dolor y era un dolor realmente insoportable. Para poder pasar el día aún 90


me tenían que inyectar diclofenaco en la vena, cada ocho horas, solo para hacer mi día soportable. Pasaba el día, recostada en cama tratando de concentrarme un poco para avanzar mis pendientes de la oficina, con la computadora portátil en el regazo. Pero el dolor y la neblina mental me estaban volviendo loca. Tuve que dejar descansar mis venas unos días y ese par de días estuve dando vueltas en mi cama, retorciéndome de dolor. Comencé a buscar ayuda en redes sociales, posteando en mi muro una solicitud de sugerencias para acabar con esa agonía, con algo que no fueran inyecciones, y entonces una amiga me sugirió intentara la electroacupuntura. A ella le había ayudado mucho con una lesión, le había quitado el dolor completamente. Yo no tenía nada que perder Había un médico chino en la ciudad y fui a verlo. El consultorio hubiera hecho huir a más de uno, era una casona en pleno centro de la ciudad, el recibidor era la sala del doctor y unas tres habitaciones al fondo del pasillo eran lo consultorios donde uno podía recibir tratamiento. Sus los juguetes de sus hijos estaban por todas partes y los niños entraban y salían del pasillo. A mí eso no me espantaba, había estado yendo a decenas de hospitales y consultorios de lujo y ahí estaba sin el cuello lesionado y con un dolor insoportable de columna y mis hombros. No perdía nada con intentar. Una sábana vieja separaba el “recibidor” de los consultorios. El médico no hablaba mucho español, pero hablaba inglés entrecortado, y pudimos comunicarnos bastante bien. Le dije que tenía una contractura espantosa y me preparó para el tratamiento. Salió y me pidió me quitara la ropa de la cintura hacia arriba y que me enrollara en una toalla. Luego regresó y me mostró todas las agujas que me iba a clavar en el hombro y la parte superior de la espalda. Fue realmente muy cuidadoso, el dolor de cada ajuga era raro, era como un dolor seco, realmente se sentía como si lo estuviera conectando a algo. Cuando terminó de colocar casi dos docenas de agujas llegó su esposa, que era su asistente, sacó un 91


aparatito. Si puedo permitirme la comparación diría que parecía un aparato de “toques”. Tenía un montón de pequeñas pinzas como para pasar corriente eléctrica, y conectó una a cada aguja. — Duele, duele – me trató de explicar la asistente — ¿Duele? – alcancé a decir Y entonces encendió la maquinita, fue como si me hubiera quedada pegada a un cable eléctrico, fue muy doloroso, ella me observaba con detenimiento mientras giraba una perilla. Yo trataba de no retorcerme demasiado en la silla. — ¿Duele? ¿mucho duele? – me preguntó — No – le respondí – no mucho — Ok – dijo, y le subió al bendito aparato. Me dolió el doble y apreté los dientes. — ¿Duele mucho? – me volvió a preguntar Asentí, no fuera a querer subirle a la maquinita otra vez. Me explicó como pudo que iba a pasar a ver otro cliente y que iba a dejarme conectada una media hora, ella regresaba. Regresó a la media hora, el dolor había pasado y sentía verdadero alivio. — ¿Dolor? – preguntó — Ya no – alcancé a responder Y le subió otra vez al aparatito, yo me retorcí de nuevo en mi silla. Me volvió a decir que regresaba. Cuando por fin me desconectaron y me sacaron las agujas puedo sin lugar a dudas decir que se fue un 80% del dolor. Después de 4 sesiones el dolor se fue completamente. Y estuve feliz, con pequeñas molestias, el cansancio, la repentina falta de aire, algunas taquicardias momentáneas y un poco de dolor, durante algunos meses. No es que migrara el dolor a mis piernas, era que el dolor de la columna y el cuello eran tan intensos que no ponía atención a mis otros dolores. 92


Algunos años después, mientras investigaba sobre las alternativas para tratar el dolor provocado por la neuroborreliosis me puse a buscar, no hay muchos estudios sobre eso, pero hay muchos sobre tratamiento de fibromialgia con electrocupuntura. Es que genera un efecto de entumecimiento, anestésico. Así que ese tratamiento me salvó de padecer muchos años de dolor crónico, creo que me hubiera vuelto loca. Con los años aprendí a abrirme a tratamientos alternativos, recomendados o atestiguados por otros padecientes de Lyme. Uno aprende que muy a menudo la medicina alópata occidental no funciona para ayudar a aliviar síntomas que parecen salir de ninguna parte. En mi caso, los especialistas en medicina alópata me administraron grandes dosis de antibióticos, para todo tipo de enfermedades, con o sin pruebas de existencia. Siempre enfocados en la enfermedad no en mí. También me administraron grandes cantidades de analgésicos, lo que incluso puede conducir a problemas relacionados con la adicción e incluso promover la candidiasis. Ni hablar de las drogas anti ansiolíticas o, por el contrario, antidepresivos, que era la opción favorita de mis neurólogos (vi al menos cuatro). Resultaron francamente adictivos y me dejaban en una neblina mental mucho peor. Decidí que no iba a recurrir a ese tipo de medicación, me volvía aún más ineficiente y estupidizada. Continué buscando ayuda para mis dolores de manos y piernas y un ligero entumecimiento de mi rostro que comenzó a desarrollarse alrededor de 2013, a las que se agregó un dolor punzante debajo de mi axila izquierda. Tenía sintiéndolo algunos años, pero, como todo lo que me pasaba, iba y venía. Cada año me hacía una mamografía, después del asunto de las células precancerosas en el cervix, no iba a arriesgarme, me hice la costumbre de checarme de manera rutinaria. El médico que me checó me dijo que eran ganglios inflamados. ¿Por qué estaban inflamados mis ganglios? El médico me dijo que 93


probablemente era alguna infección. Me hice pruebas y todo salió negativo, como de costumbre. El médico me dijo que tal vez era algún tipo de infección rara, pero si no salía nada con las pruebas de infección, no debía ser tan grave. Si no había fiebre o algún otro malestar no era nada de qué preocuparse. Me preocupé de que fuera cáncer y me hice una mamografía, todo estaba en orden. Con el tiempo me habitué a sentir ese dolorcito debajo de mi axila izquierda y a un costado de mi seno. El dolor de espalda, columna y hombro se habían detenido, pero el de piernas, manos y ocasionalmente de cabeza, continuaba, me armé de un botiquín impresionante de medicamentos para el dolor, porque todos mis médicos decían que estaba sana. En las mañanas, me acostumbré a desayunar algo rápido y luego atiborrarme de pastillas para el dolor, nunca perdí de vista lo malas que eran para mi hígado y mi estómago, pero sin ellas no podía funcionar. Ya las había venid tomando desde 1999, después de mi supuesto accidente. Trataba de cambiarlas, algunas temporadas traté de soportar lo más que pude, pero no funcionaba sin analgésicos y desinflamatorios. Seguí viendo a muchos médicos, pero los médicos en México, al menos todos los que yo vi, no tenían tiempo o interés en la historia de vida del paciente, mi cotidianidad, aún los médicos privados no parecían interesados en escucharme. Escucharme como paciente, como una fuente de referencia o listado de posibles fuentes de mis problemas. Nadie me preguntó nada, más allá de qué me pasaba, mi historia familiar y de cómo me sentía. Ninguno le dio importancia a mi historia pasada, a preguntarme a qué me dedicaba, desde cuando me sentía así, qué otros síntomas o enfermedades había tenido, desde cuándo; ellos perdieron, todos perdimos, la oportunidad de tratarme a tiempo.

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Cuando regresé a mi ciudad fui a ver a un par de médicos, y a mi ginecóloga, necesitaba explicaciones. ¿Cómo era posible que ahora resultara que todo lo que me había estado sucediendo, atribuido a la lesión de mi cuello no hubiera sido cierto? Porque tal lesión no había existido. Ese fenómeno del diagnóstico previo no verificado se volvió a presentar muchas veces, aún después de diagnosticada y tratada la neuroborreliosis. Algunos años después, a finales de mayo y principios de junio de 2016, justo cuando cumplí 44 años, tuve tiempo de estar acostada, recordando cada ocasión que tuve algún síntoma inexplicable y traté de recordar con qué lo confundieron, recordar qué médico me lo diagnosticó y qué medicamentos estuve tomando. En retrospectiva, desde mi cama del hospital, donde estuve seis semanas internada, donde un equipo de médicos y enfermeras me salvaron la vida al detener el corto circuito con el que mi cuerpo colapsó un martes, me pregunté cómo fue que ninguno de mis decenas de médicos anteriores, todos aquellos que me vieron en todos esos años, pudo darse cuenta de que por más de dos décadas casi todas esas condiciones, molestias y enfermedades “raras” habían sido una sola: “la gran imitadora”, la Enfermedad de Lyme. Me pregunté cómo todos esos especialistas se habían equivocado tan catastróficamente conmigo, para ese punto ya habían pasado casi dos décadas desde que comencé a sentirme mal, de manera continua. Para este punto ya tenía yo la Enfermedad de Lyme en etapa III, crónica.

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La crisis

¿Alguna vez le ha picado una garrapata? La respuesta a esa pregunta fue el inicio de mi búsqueda por respuestas a un misterio de casi 17 años.

Un miércoles, a finales de mayo de 2016, me desperté sintiendo muchísimo calor, era un calor extraño que venía de dentro de mi cabeza, detrás de mis ojos y de mis senos paranasales, sentía que estaba hirviendo; era tan fuerte la temperatura que me sentí adormilada buena parte de la mañana, atontada por el horno en el que se había convertido mi cabeza; ya lo había sentido antes, pero esta vez era peor. Había estado por casi tres meses en el norte del país, una zona desértica, en mi ciudad natal; el clima, la comida y el estrés de la vida ahí no me estaba sentando para nada. El calor ambiental era insoportable con temperaturas de más de 45 grados centígrados, y aún con aire acondicionado para dormir y ventiladores funcionando todo el día, era insoportable el bochorno. Aunque mi piel se sentía fresca, yo me estaba asando por dentro. Bromeé de sentir el calor ambiental como un microondas, como si uno se cocinara desde adentro hacia afuera. Me di un par de duchazos largos con agua muy fría, pero seguía sintiéndome con calentura interna. Así que hice lo que cualquier persona sensata haría para reducir la calentura (interna o externa) me tomé un par de antipiréticos y el malestar se redujo, pero no desapareció. Al siguiente día me invitaron a jugar béisbol, creí que me sentiría un poco mejor, siguiendo el dicho familiar de: “la cama tulle”, decidí que si me sentía un poco mal lo peor que podía hacer era quedarme en cama. Para sentirme un poco mejor, no sentir el cansancio, el dolor o el malestar y tratar de olvidar que me sentía aún con 97


calentura interna, me enfoqué en “bolear” un rato. Desde que en 2012 descubrí accidentalmente que la famosa lesión del cuello nunca fue tal, estaba volviendo a practicar más ejercicio físico y hacer todo lo que creí que no podía hacer alguien con una lesión grave de cervicales, como lanzar pelotas de béisbol, batear y correr. Debo admitir que me divertí muchísimo y terminé muy adolorida, más acalorada, pero lo atribuí a mi falta de condición física por tantos años de inactividad física fuerte. Esa noche, al acostarme me sentí algo adolorida de la espalda. Pensé que tal vez me había contracturado de nuevo y no le di mayor importancia. De todos modos, me recriminé por no haberme cuidado, ahora tendría que buscar un acupunturista en la ciudad, que fue como me deshice del dolor de espalda la ocasión anterior. Esa noche, volví a tomar analgésicos, diclofenaco y vitamina B para tratar de calmar el creciente dolor de espalda y el cuello rígido. Me acomodé lo mejor que pude y traté de dormir. Esa fue mi primera madrugada de pesadilla, en algún momento me desperté con un dolor fuertísimo en el área de la columna vertebral. Era como si alguien tratara de arrancarme la columna desde la base de la nuca hasta las nalgas. Esa noche lloré de dolor. La mañana no trajo alivio y trajo algo más preocupante, desperté con los pies entumidos, el dolor de espalda más intenso y algo aún más extraño, de pronto, de la nada se me comenzaban a hinchar los ojos, en cuestión de segundos, como si los párpados y la zona debajo, donde están las bolsas de las ojeras, se llenaran de líquido, en cuestión de segundos mis ojos quedaban como si me hubiera dado un par de rounds con un boxeador profesional. ¿Cómo las eliminaba? Las presionaba y volvían a desinflarse. Era aterrador. Fui a consultar a un médico particular -el primero- después de contarle un poco sobre los antecedentes y mi sospecha de contractura y de que me mandara a hacer exámenes sanguíneos (todo normal) me dijo que, efectivamente parecía ser la contractura, mi vieja lesión, y que con analgésicos y desinflamatorios me iba a 98


poner bien, y si no, debía luego consultar a un neurólogo. No tuvo explicación para la hinchazón y deshinchazón repentina en mis ojos. El tratamiento no funcionó, el dolor no cedía y el entumecimiento acompañado de hormigueo fue avanzando desde la punta de los dedos de mis manos y de mis pies, cuerpo arriba, por mis piernas y brazos. No era parálisis –aún- solo era un molesto hormigueo y una sensación de rigidez al mover las articulaciones. Pasé dos noches tomando desinflamatorios y antipiréticos para la fiebre interna, aunque me decían que no se sentía fiebre externa cuando me checaban, con mis ojos como si tuvieran agujas clavadas, y toda el área alrededor inflándose como globos de agua. Les juro que llegué a considerar que me estaban embrujando. Fueron noches espantosas y noté algo peculiar, el malestar (dolor insoportable, sensación de fiebre dentro de la cabeza, temblor de manos, hormigueo, dolor de ojos, hinchazón) era cíclico, comenzaba alrededor de las seis de la tarde y se reducía –no se iba- alrededor de las diez u once de la mañana del día siguiente. El sábado por la mañana el dolor de espalda se volvió insoportable, necesitaba encontrar un acupunturista. Para el sábado por la tarde, cuando encontré al acupunturista, ya tenía dificultades para respirar y taquicardia (escuchaba mi corazón en mis oídos), así que el médico me dio medicina homeopática para mis bronquios, me dijo que la taquicardia era por la bronquitis –aunque no tuviera flemas — y para aliviar mi malestar corporal, me colocó seis agujas en la espalda y me dio una hora de terapia con electro acupuntura. Eso me alivió un poco el dolor de la espalda… por exactamente dos horas. Esa noche dormí un poco, pero el dolor volvió en la madrugada y la cara no dejaba de sentirse aguijoneada. Por la mañana tenía paralizada la mitad derecha del rostro y la lengua entumida. Lloré sintiendo el descontrol total de mi cuerpo. Esa noche traté de ir al baño, arrastré las piernas entumidas hasta el inodoro, bajar mi ropa interior fue un martirio, mis manos y piernas se sentían como si 99


estuvieran envueltas en plástico, completamente insensibilizadas y noté un ligero temblor; me dejé caer prácticamente en la taza, de un sentón, porque las piernas no pudieron soportar mi peso para hacerlo con delicadeza. Incluso mi vulva estaba entumida. Al terminar traté de ponerme de pie y no pude, medio me vestí y pedí ayuda para lograr levantarme y salir del baño. El siguiente médico que me revisó fue en la sala de urgencias del hospital civil de la ciudad, el domingo, cuando el dolor no cedía con nada y comencé a sentir calambres en las extremidades, pequeños pinchazos en mi cara —como pellizcos— y un ligero temblor en las manos. Estaba aterrada, ya sentía hormigueo hasta las rodillas y hasta los hombros, no podía sujetar cosas con las manos porque me empezaron a temblar y tenía problemas para ponerme de pie. Además de un creciente dolor de articulaciones como si fuera a darme gripa, la hinchazón de los ojos, y el intenso dolor de la espalda, que parecía como si alguien quisiera arrancarme la columna. El médico de urgencias era un hombre mal encarado, de edad, me dio la impresión que era de esos médicos cuya prioridad era hacer cumplir una cuota diaria de consultas en el menos tiempo posible. Traté de explicarle mis síntomas mientras me miraba con cara de fastidio. Comenzó a anotar algo en una hoja en su escritorio. — Es gripa – dijo de manera monótona, mientras hacía una receta – tome esto y se sentirá mejor en unos días. Ni siquiera me examinó. Yo lo miraba sin dar crédito a lo que estaba diciendo. — ¿Gripa? Pero estoy entumida y tengo muchísimo dolor de espalda, y mis ojos…– juro que contuve las ganas de llorar – no aguanto el dolor de ojos, tengo entumida la cara y no puedo respirar bien… — ¿Sabe usted más que yo? – me levantó la voz - ¿quiere usted dar la consulta?... Es gripa, señora.

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Me sentía muy débil para pelear. Supuse que el doctor sabía lo que estaba haciendo, tal vez si era una reacción grave a un virus gripal. Pero no podía creerlo, nunca había tenido una gripa así de espantosa. Traté de justificar y tranquilizarme, relacioné mis problemas para respirar y el dolor intenso de articulaciones con síntomas de algún virus raro en mi ciudad natal, al que mi cuerpo estaba hiperreaccionando. Tal vez por eso, me tranquilicé, tenía todos esos otros síntomas extraños, como mis ojos estallando e inflamados con líquido alrededor, la taquicardia…Me conformé con la situación, me compré un antigripal y unas pastillas para el dolor y me fui a casa. Para la noche del lunes ya no podía mover mi quijada bien, era problemático hablar o tragar saliva, tenía la lengua entumida, me asusté mucho, tenía ahora un dolor de cabeza espantoso y no podía ni siquiera ir al baño sin asistencia. El martes mis piernas no me respondían, mis manos me temblaban y el entumecimiento ya lo tenía al nivel de la cintura, un par de veces al día se me hinchaban los ojos. Esa tarde se agregó un nuevo síntoma: Visión doble. Mi ojo derecho se estaba paralizando y no enfocaba bien, por lo que comencé a ver doble. Quise salir a caminar para despejarme, no quería quedarme acostada y terminar de tullirme. Quise ponerme de pie para salir a la calle y mis piernas no me sostuvieron, tropecé con todo y me sostuve como pude, así que la decisión fue regresar a urgencias y tratar de convencer al médico a cargo que necesitaba internarme. Tuvieron que cargarme prácticamente a urgencias. Ingresé en silla de ruedas, con dificultad para respirar, la cara semiparalizada, dolor de cabeza, con mi boca torcida, mi ojo derecho paralizado, con mucha dificultad para armar palabras, con un dolor insoportable de espalda, de cabeza y temblor incontrolable en las manos. Había un médico joven en urgencias, di gracias a Dios que no estaba el desagradable médico de edad que me había regresado de urgencias el domingo anterior. No tuve que esperar en fila en la sala de 101


ingresos, estaba tan mal que me pasaron de inmediato, el doctor me escuchó describir mi travesía, tan claro como podía explicarle con mi boca chueca y la mitad de mi rostro entumido, sospechó que era algo muy serio, me dijo que parecía Síndrome de Guillain-Barré y decidió dejarme en observación para confirmar o desconfirmar su diagnóstico, ver cómo o con qué quitarme el dolor y determinar qué estaba pasando. Me pasaron de la silla de ruedas a una camilla en la sala de urgencias. Acostarme en la cama era un suplicio, estaba aliviada de poder estar internada, por fin, y a la vez estaba aterrada de lo que me estaba pasando, así que solté todo y comencé a llorar. Esa noche, en la cama en la sala de urgencias, me vio otro médico. El médico en turno ordenó me inyectaran un coctel de analgésicos para quitarme el dolor generalizado, pero no tuvo mucho éxito para controlarlo; la parálisis, la dificultad para respirar, el temblor, pero sobre todo el dolor de espalda y de cabeza, no cedieron en absoluto. Toda la madrugada me dieron analgésicos de todo tipo, inyectados intramuscular y en la vena, pero el dolor no cedió. Yo lloraba impotente, con todo y mi limitada movilidad, me revolcaba en mi sitio, sentía que me estaban sacando los huesos del cuerpo a través de la piel, tenía más fuerte la taquicardia y los problemas para respirar cada vez más acentuados; en ese punto ya necesitaba ayuda para poder moverme de posición en mi camilla de urgencias. Rogaba me movieran de posición cada media hora, cada hora, porque estar en una posición, la que fuera, traía alivio momentáneo y luego se desataba el dolor insoportable en el cuerpo. A las ocho en punto de la mañana del miércoles, una semana después de los primeros síntomas, apareció en la ronda de chequeo mi sexto médico, el doctor Murillo. Me hizo muchísimas preguntas y junto con sus residentes comenzaron a buscar respuestas y probar medicamentos. Revisó mi expediente al pie de la cama. 102


—¿Aún tiene dolor? – me cuestionó mirando mi lastimosa situación, extrañado de que yo siguiera mostrado dolor visiblemente, aún con el coctel de medicinas para el dolor que me habían estado suministrando toda la noche, para intentar calmarlo. Asentí. — No soporto la espalda y articulaciones, doctor – le dije casi llorando, en posición fetal – no soporto el dolor de cabeza. — ¿Dolor de cabeza? – me preguntó, preocupado. Asentí. Miró de nuevo el expediente. — ¿No le han tomado la presión y el nivel de glucosa en la sangre a la paciente? – cuestionó al personal alrededor. Miré la cara de angustia de todos. Todos se miraron entre ellos, y una enfermera me colocó inmediatamente el esfigmomanómetro, mientras otra me punzaba el dedo para medir mi nivel de azúcar. Antes de averiguar qué me sucedía, el Dr. Murillo tuvo que atender un par de retos no previstos, como el hecho de que mi presión sanguínea y mi glucosa estaban elevadísimos 190/110 y 160 de azúcar (nunca fui diabética ni hipertensa), así que tuvieron que darme de esos medicamentos sublinguales (molidos para que se disolviera más rápido) y un monitoreo permanente cada dos horas para evaluar que mi glucosa en sangre y mi presión descendieran a niveles normales. — ¿Estaban esperando que le diera un infarto o un derrame a la señora? – reprendió al personal de emergencias. Esa mañana me hicieron placas de rayos x para descartar una lesión que estuviera ocasionando un posible derrame cerebral, algún parásito, tumor, o evaluar el grado de la lesión que le conté había tenido. Me pasaron a ultrasonido y me tomaron muestras de sangre

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para determinar una posible infección porque no había fiebre, nada que indicara qué estaba sucediéndome. No hubo rastros de derrame, daño, de infección o alguna alteración de la química sanguínea que dijera qué estaba sucediendo. — No sabemos aún que le sucede – me dijo un par de horas después, el doctor Murillo – pero vamos a colocarle desinflamatorios, para ver si con eso cede el dolor. — Soy alérgica a la cortisona – le dije – me hincho. El doctor prometió no darme cortisona. Esa tarde me trasladaron de la sala de urgencias, al hospital. — ¿No siente las piernas? – me preguntó el doctor al pie de mi cama, anotando algo en un papel. — No… Y como si no me creyera, sin dejarme terminar la frase, tomó su bolígrafo y trazó una raya a toda velocidad y con fuerza desde mi talón a la punta de mi dedo medio del pie derecho y luego el izquierdo. ¡Shiiiuuuuuusss!!! Casi pude escuchar el sonido del bolígrafo sobre mi piel. Yo lo miraba atónita, sin sentir nada. — ¿Nada? – insistió. — No…. Rayó rápido y con fuerza otras áreas de mis pies y mis piernas, preguntando lo mismo. En algunas zonas podía sentir la presión, casi en ninguna, dolor. A la altura de las rodillas se regularizaba bastante la sensibilidad (ahí si salté cuando rayó con su bolígrafo), el doctor anotó, muy serio y concentrado, algo en la hoja de expediente. Yo miraba mis piernas rayadas como afilador de uñas de gato de caricaturas, y me dio mucha risa. — ¿Qué pasa? – me preguntó mi médico. 104


— Nada – traté de explicarle – es que mis piernas se ven muy graciosas. — Conserve el sentido del humor – me recomendó. La rutina de la rayada sin avisar se volvió, creo, una especie de práctica deportiva, porque varios médicos, además del doctor Murillo, llegaban y clavaban su bolígrafo en mis pies y piernas y las rayoneaban, sin decir ¡Agua va! Tomaban notas, ponían cara seria y se retiraban. Cada tarde tenían que limpiar mis pies y piernas o lavarlas en la regadera, sentada en mi sillita de plástico. Pasar el jabón y la esponja por mi piel entumida, borrando decenas de rayas en mis pies y piernas, y ocasionalmente en las palmas de mis manos y brazos, no sentía nada, fue angustiante. Era una prueba de lo mal que estaba. El bombardeo de medicamentos intravenosos, tal vez los desinflamatorios, comenzó a hacer efecto y el dolor comenzó a ceder poco a poco. Para cuando me trasladaron a piso el dolor se había reducido un poco, al menos podía respirar y acomodarme un poco en la cama, aún me quedaba la parálisis facial, la visión doble, el entumecimiento generalizado de extremidades, nalgas y vulva, dificultad para respirar, hinchazón de párpados, visión doble y borrosa, el temblor de manos. — No sabemos qué es – me dijo el doctor Murillo, visiblemente preocupado, de pie junto a mi cama –es como si su sistema nervioso estuviera en corto circuito. Como si se estuviera apagando. Pero no sabemos que lo provoca. En ese momento decidí que tenía que decirle a mi familia. Mi familia cercana, mis hijas, mi padre, mi madre, mis hermanos y sus familias, se había mudado a Chetumal, donde yo viví casi 26 años, porque era una ciudad más benévola con el clima. Yo me había mudado primero allá, a principios de los noventas. Ahí hice mi vida, estudié biología, me casé, tuve dos hijas, perdí otros dos hijos, me divorcié y después de encontrarme casi dos años sin pareja 105


comencé una relación que me llevó de nuevo, de regreso a mi ciudad natal: Monclova, en el estado de Coahuila. Llevaba yo unos tres meses viviendo ahí y querer regresar era poco para lo que yo sentía. Había olvidado que la razón por la que me fui a los 18 años hacia el sureste era que el clima en el norte del país y la contaminación, me sentaban fatal. La ciudad me estresaba por distintas razones y ahí estaba en pleno mes de junio, hospitalizada. Mis familiares se mudaron a donde yo vivía porque… bueno básicamente porque era el Caribe. Y ahí estaba yo de regreso, queriendo irme a casa, pero hospitalizada con algo que los médicos no sabían que era. No sabía que tanto tiempo iba a estar bien, estable, así que esa noche avisé a mis hijas sin querer alarmarlas y después llamé a mi madre. Estaban en Chetumal, a más de dos mil kilómetros de distancia. Traté de no alarmarlos, pero saben cómo son intuitivas las madres, traté de decirle que estaba bien, pero decirle que estaba internada y los médicos estaban buscando qué era lo que me sucedía, no daba mucha tranquilidad a mis padres y me dijeron que iban a tomar el primer avión para verme. Esa tarde me evaluó el séptimo médico desde que me puse mal, me hicieron una tomografía axial computarizada. Buscaban un derrame, algo que indicara qué me estaba sucediendo, excepto una especie de quiste en la base de mi cuello. — Parece que usted tuvo cisticercosis – me dijo — pero está enquistado. No puede ser eso. Todos los estudios regresaron negativos, eso no desmoralizó al doctor Murillo, que convocó al octavo médico, el neurocirujano, ambos evaluaron mi expediente y desecharon muchísimas hipótesis sobre las causas. Siempre digo que se nota cuando algún profesional tiene vocación, y mi médico la tenía, regresaba de cuando en cuando al pie de mi cama, acompañado de otro especialista, enfermera o 106


algún residente para preguntarme datos de alguna teoría nueva para dar con las causas de mis síntomas, me preguntaba y escuchaba atento, eso es algo que muchos médicos no hacen. Los médicos llegaban al pie de mi cama y revisaban mi expediente. A veces sólo lo leían y se retiraban, algunas ocasiones me hacían preguntas. Creo que se había vuelto una especie de reto interno ver quien le acertaba. Al segundo día de estar hospitalizada se acercó a mi cama un médico practicante, un jovencito de no más de veinticinco años, miró mi expediente y me hizo una pregunta fantástica, la pregunta que cambió mi vida. —¿Le ha picado alguna garrapata? – me preguntó. No pude más que sonreír con mi sonrisa chueca, asentí. Traté de explicarle con mi habla limitada que por mi trabajo y desde 1990 en las selvas del sureste de México, Centroamérica y algunos países exóticos de Asia y el Pacífico, debieron haberme picado cientos de garrapatas en ese período; se marchó de inmediato y regresó con el doctor Murillo. — ¿Ha salido de la ciudad en los últimos tres meses? – me preguntó muy serio, mi doctor. — Acabo de regresar después de 26 años doctor – respondí lo mejor que pude, con mi boca chueca –apenas hace unos tres meses. — ¿Trabajó en donde hubiera garrapatas? — En Quintana Roo, en Yucatán, en la mitad del país, también estuve en Estados Unidos, Japón, Papua Nueva Guinea, Australia, Belice y Guatemala. En el monte, trabajando en cosas forestales o de fauna silvestre. — ¿Y le picaron garrapatas?

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— Garrapatas, coloradillas, mosquitos, tábanos, y una lista enorme de otros bichos – respondí como pude con mi boca chueca y semiparalizada. Le conté como me fui a vivir al sureste de México cuando tenía poco más de dieciocho años, a principios de la década de los noventas, del siglo pasado. Le dije que cuando cursaba el segundo año de la escuela de biología comencé a trabajar en comunidades del sureste de México por ahí de 1992, me desempeñé como técnico para estudios de población y manejo de fauna silvestre. Así que una de las labores principales, y debo decir que una de mis tareas favoritas, era caminar al aire libre (fueran selvas, humedales o áreas agropecuarias) como parte de mi trabajo. Esos años trabajé en las selvas del sur de Quintana Roo, Yucatán, Campeche y Chiapas, siempre cuidándome de las serpientes, las abejas africanas, los secuestros o los accidentes en carretera. Las garrapatas no estaban en el radar de cosas cuasi mortales de las que había que cuidarse ¿o sí? Ambos médicos escucharon atentos, incluso les comenté que había escrito un libro de mi trabajo en campo, que ahí podía leer todo, no hablaba de las garrapatas, pero hablaba de los colmoyotes, la leishmaniasis (la enfermedad del chiclero), la filarias, las tenyas, las infecciones extrañas, mosquitos, chinches besuconas (transmisora de chagas) – pero me había checado por chagas y mi corazón estaba muy bien; le comenté que estuve en contacto con venados y otros animales silvestres y entonces, sin pensarla dos veces me turnó una noveno médico, una epidemióloga, tal vez se trataba de alguna enfermedad tropical que había estado latente mucho tiempo, y que en el centro y el norte del país era desconocida; ahora había que mandar las pruebas a un laboratorio especializado y esperar para averiguar qué estaba pasando con mi cuerpo en corto circuito. Mandaron traer a los del laboratorio para sacarme sangre y enviar las muestras a análisis, pero esos exámenes tardaban dos semanas. 108


— Mientras averiguamos que le sucede – me dijo el doctor Murillo, cuando regresó con una enfermera – vamos a descartar que sea Enfermedad de Lyme. Le voy a aplicar los antibióticos, en lo que regresan los resultados. No podían esperar 15 días. La encargada del laboratorio llegó y me sacó un par de muestras. Me pareció gracioso, que fuera acompañada de otros laboratoristas que me miraban asombrados mientras explicaba el motivo de la extracción: sospecha de Borreliosis. Era yo una celebridad. Ya había escuchado de la enfermedad de Lyme, pero nunca estuvo en mi radar como una posibilidad de que yo la tuviera. Esa tarde me colocaron mi primera dosis de antibióticos para Lyme. Me inyectaron ceftriaxona y una batería enorme de medicamentos de todo tipo, estaba acostumbrada a recibir medicamentos y aun así me asombró la cantidad de cosas que me pusieron. Comencé a sentirme mejor casi de inmediato. Mientras mis médicos trataban de descartar Enfermedad de Lyme o averiguar que causaba mi entumecimiento del cuerpo, debilidad para caminar, la parálisis en la parte derecha de mi rostro y un dolor de cuerpo que era tan insoportable que no funcionó el que me inyectaran en urgencias dos dosis de Ketorolaco, una de diclofenaco, en la vena, y darme pastillas de naproxeno sódico y paracetamol para dejarme dormir apenas (ya era yo un caso de estudio), mientras mis enfermeras checaban mi presión y me mantenían dopada para calmar el dolor que mandaba mi presión y el azúcar de mi sangre por las nubes, fue necesario colocar un parche en mi ojo derecho porque el párpado inmóvil se negaba a cerrarse y me ocasionaba visión doble y borrosa.

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Alucinaciones

Para el segundo día tuve otro problema, por la noche regresó la sensación de calentura interna detrás de los ojos y comencé a tener un fuerte dolor de cabeza, como si estuviera constipada, en mis sienes, un dolor muy intenso del lado derecho – el que estaba chueco y paralizado-, un poco menos del lado izquierdo -mi lado bueno-, y comencé a ver unas gargantillas de cuentas flotando transparentes ante mi ojo bueno – el izquierdo-, que luego crecían, engordaban y de un momento a otro se desprendían en cuentitas dejando un hilillo central con algunas cuentas de las que crecían más collarcitos, un ciclo que se repetía casi diario y el desprendimiento venía con los dolores de cabeza nocturnos. Los médicos me revisaron los ojos y no encontraron nada flotando por ahí, así que supuse que estaba alucinando. Recostada en mi cama de hospital me dediqué a mirar el techo con mi ojo sano, con mi parche en el ojo, pensando en mis manos entumidas y temblorosas de ilustradora y escritora, en mis piernas débiles, temblorosas y dormidas, en el dolor insoportable en mi cuerpo en corto circuito, en mi sonrisa torcida, y en mi parche. Pensando en todo y en las oportunidades, sueños y todas las cosas que aun soñaba hacer, y entonces en mi párpado cerrado, debajo de mi parche apareció una imagen en movimiento, era como un cuadro abstracto, tuve que enfocar bien para ver de qué se trataba, era una escena de fondo gris plomo, con un trazo complicado en blanco, como una selva en contraste negativo, cientos de enramadas blancas, con hojas ondulando al viento, con movimiento, me hizo recordar los años caminando las madrugadas en la selva, a la luz de la luna llena, me sentí feliz. 111


— ¿Qué piensas? Me preguntaron, mientras me miraban mirando algo en el techo, abstraída, con el ojo izquierdo. Observé las hojas moverse, acompasadas como aquellas noches ventosas en la selva, cuando todo era oscuridad luminiscente, el fondo negro plomizo, con las plantas y los ojos de cientos de bichos destellando luz reflejo de la luna llena. — ¡Tengo un parche mágico! – le dije emocionada - Estoy viendo un cuadro que voy a pintar, un cuadro de la selva, enramadas, en blanco sobre fondo negro. Más bien una ilustración, un gif, porque tiene movimiento. Me dieron unas ganas inmensas de tener mis instrumentos de dibujo y mi computadora, así que hablaron con el subdirector del hospital y le pidieron permiso para que me dejaran traer mi computadora al hospital, le explicaron que sería fantástico como terapia para mantener activo mi sistema psicomotor, dibujar, leer, escribir, distraer mi mente en actividades que amo hacer. Resultó que descubrí que mi parche me permitía enfocar mejor mi ojo no paralizado y usando mis lentes de aumento ¡podía leer! Además, colocando la computadora a tamaño letra 200% podía leer y teclear despacito. Pero no podía controlar el temblor en mis manos, así que tecleaba despacio, midiendo una a una las teclas. Ese día me enfoqué en los paisajes surrealistas debajo de mi parche mágico; estos paisajes cambiaban cada dos o tres horas. Hasta ese punto, me había mostrado un estanque de fondo ondulante e intrincado, con cientos de renacuajos nadando por doquier, como cuando vi los primeros estanques naturales en medio de la selva, a kilómetros de la nada, hacía muchísimos años; me mostró una milpa con los tallos secos de las plantas de maíz, con cientos de pájaros volando en todas direcciones apresuradamente como los que vi cientos de veces al regresar por las tardes de algún trabajo en la selva; me mostró el viento danzando en las ramas de los pinos, en tonalidades de colores ocre como los vi alguna vez en un bosque del norte de Estados Unidos, cuando viajé a Rhode Island. 112


Mi parche mágico pareció ser una entrada a mi memoria abstracta, me presentó los recuerdos sorprendentes de las cosas que me maravillaban de una forma simple y asombrosa, y que deseaba que otros pudieran ver también, que el mundo viera en los gifs que me presentaba. Mirar esos segundos de vida y movimiento hermosos, me conmovían y me traían de nuevo ese sentido de maravilla que me motivaba a dibujar y a escribir, a luchar todos los días y a no darme por vencida. Aún quería recuperar mi visión, enderezar mi sonrisa, volver a caminar y a sentir la textura y temperatura de una caricia en el rostro de los que amaba, superar el dolor y mi parche mágico me ayudaba a mirar dentro de mí, retomar el sentido de maravilla y a querer pintar y escribir mi aventura por recuperarme y volver a volar. La madrugada del cuarto día en el hospital tuve un incidente, era de madrugada y sentí humedad a mi costado izquierdo, abrí los ojos y vi una enorme mancha de sangre fresca, mi suero se había medio zafado y mi sangre brotaba a borbotones de mi catéter medio insertado, pedí ayuda y el médico de guardia corrió a auxiliarme. Era el doctor que me había ingresado a emergencias. Mientras me colocaba el catéter y el suero le di las gracias. Se disculpó por no haber atinado al diagnóstico inicial, creyendo que era Gillian – Barré, pero le dije que estaba agradecida de que me hubiese internado, porque probablemente estaría muerta para ese momento, si él no hubiera tenido el instinto y la vocación. Tras ese incidente no podía conciliar el sueño, temí que el suero fuera a desprenderse otra vez si yo me dormía, y no pude dormir. En el silencio del cuarto, con la luz encendida me dispuse a entretenerme con mi parche mágico. Me concentré y vi una imagen distinta, como dos jaguares retozando entre la maleza, que se movía serpenteante con el viento. En general era una imagen abstracta como las otras, compuesta de hojas de todos tamaños, hondeando al viento en todas direcciones. Entonces me invadió mi yo científico 113


¿Por qué son como hojas? ¿Por qué en el ojo paralizado? ¿Por qué estoy viendo cosas? ¿Son alucinaciones? ¿Están en mis ojos? ¿Estará en mis párpados? ¿Estará en mi nervio óptico? ¿En mi cerebro? Mi ojo de párpado paralizado se abrió un poco, debajo del parche. Traté de acomodarlo presionando el parche para que se redujera la cantidad de luz que entraba filtrada entre la tela, mi párpado y el ojo, y entonces la imagen cambió, era como un venado corriendo, hecho de hojas moviéndose al viento en todas direcciones. ¿Por qué cambió? Así que presioné un poco más, supuse que mi cerebro trataba de encontrar formas familiares al caos de hojas moviéndose ante mi ojo y pensé que estaba teniendo alucinaciones. Necesitaba ver que eran esas figuras que formaban el cuadro, que había debajo de las imágenes. Presioné un poco más mi parche, traté de abrir mi ojo y enfocar una pequeña porción de la imagen, de ver detenida y de manera cercana un grupo de hojas moviéndose, justo entre las patas del venado y entonces apareció una imagen, no puedo decir aterradora, fue más bien fascinante (soy bióloga, después de todo). Apreté la gasa y enfoqué y apareció un nido de pequeñas criaturas, con forma de hojas con colita, pero eran como hojas pachoncitas, bolitas en forma de hojas de varios tamaños, apiñadas unas sobre otras, apreté un poco más y las formas comenzaron a moverse en todas direcciones, sin ir muy lejos, quería verlas más de cerca y apreté un poco más. Me pregunté ¿Estarán en mi ojo? ¿En mi párpado? ¿En mi cerebro? ¿Estoy alucinando? Entonces, bajo la presión de mis dedos las formas comenzaron a hacerse puré, presioné un poco más y comencé a apachurrarlas como puré de papa con movimiento. Las formas se volvieron una masa informe, pero aún podía ver movimiento bajo ella, así que esperé a ver si algunas otras hojas coludas salían debajo de las apachurradas, y sucedió algo más alucinante aún: comencé a ver destellos violáceos eléctricos y 114


algunas formas pequeñas y enteras comenzaron a dividirse ¿mitosis? Volví a apachurrar el vendaje sobre el ojo derecho semiabierto y las hice puré. Estuve atenta a ver movimiento y me percaté que mis paisajes de hojas al viento habían desaparecido, ya no vi mis imágenes mágicas creadas por las hojas en movimiento. No pude conciliar el sueño, por la mañana sucedió algo aún más extraño: el dolor del ojo y la sien derecha se redujeron, así como el dolor de quijada de ese lado, también se redujo un poco la parálisis. Del lado izquierdo, mi lado bueno, aún tenía un poco de dolor, aún veía las gargantillas de cuentas flotando transparentes, aún se repetía el desprendimiento que venía con los dolores de cabeza nocturnos. Aún veía borroso con todo y lentes, pero el párpado de hecho temblaba y lagrimeaba, así que volví a ponerle el parche, pero lo retiré un rato para examinarlo pensando si tal vez había muestras de los bichos que formaban las hojas, en la gasa. Pero no encontré nada. Esa noche casi no tuve dolor de cabeza, aunque mi presión por la mañana fue de todos modos de 150/90. Y los paisajes de hojas moviéndose en todas direcciones no regresaron a mi parche mágico esa noche. Continué acumulando situaciones: sangré un poco de la fosa izquierda la tarde anterior, y comencé a sentir líquido escurrir de mis senos paranasales a mi garganta, me dolía un poco el paladar superior (velo) que también sangraba puntitos cuando desgarraba, además muy temprano en la mañana había limpiado mis oídos que sentí con mucha molestia y había extraído un poco de sangre de mi oído izquierdo, pero no sentí dolor, es decir no sangré porque me hubiera lastimado, igual había extraído un gran trozo de cerilla (como jamás me la había sacado). Además de entumido, mi párpado derecho estaba caído, sentía movimiento en mi quijada y los sentía temblar sin que fuera aparente o visible. Tal vez estaba alucinando, pero apostaba que eran los parásitos que nadaban en mi ojo paralizado. Pensé que tal vez debía pedirles me limpiaran mis senos paranasales, revisaran bien mis oídos y mi 115


garganta, tal vez ahí estaban metidos los desgraciados. Tal vez debía doparme con un desparasitante, porque a las ocho de la mañana del día siguiente habían regresado los pájaros sobre las enramadas a mi parche. Los médicos me examinaron, pero no encontraron nada, definitivamente estaba alucinado. El eterno conflicto entre mi yo artista y mi yo científica, siempre buscándole un lado artístico a la ciencia, siempre buscándole una explicación científica a la magia. Para el cuarto día internada, recibiendo los antibióticos de Lyme y una batería impresionante de medicamentos, el dolor había cedido un 80%, la presión y el azúcar subían y bajaban, pero se teorizaba que era parte de mi condición. Mientras se cercioraban que no les diera una sorpresa recayendo, por aquello que no fuera Lyme, no me permitieron comer casi nada – por si había que operarme. Así que no me di cuenta que había dejado de, no hay otro modo más delicado de decirlo, defecar. Cuando por fin me permitieron comer, alrededor de cuatro días después de estar internada, me di cuenta de que no lo había hecho, que no tenía ganas. Le hice la observación a mi médico, quien se alarmó y agregó lavados intestinales a mi tratamiento, eso fue espantoso, pero necesario. Así decidí no pensar en el hambre que tenía, los desagradables lavados intestinales y masaje en el abdomen, manteniendo mi mente ocupada. Sentí mucha curiosidad por investigar qué podría ser lo que me estaba pasando. Aprovechando todas esas horas sin nada más que hacer que mirar el techo, observar y escuchar las conversaciones de otros pacientes y que me hubieran dejado conservar mi computadora, me hicieron buscar entre las imágenes de bacterias y parásitos. Aun cuando las hojitas con cola de mis alucinaciones no se parecían mucho a la Borrelia burgdorferi, la espiroqueta (bacteria en forma de sacacorchos) que causaba la Enfermedad de Lyme, me dispuse a averiguar todo lo que podía sobre ella, tratar de entender 116


que, si ese era mi caso, que yo hubiese contraído la enfermedad hacía años, cómo era posible que todos esos profesionales de la salud no la hubieran detectado o siquiera sospechado que podía ser una posibilidad. Esa fue otra ocasión que una enfermedad mal diagnosticada me había tenido secuestrada. Aunque, dado que habían tardado tanto en diagnosticarla, que el corto circuito había sido tan extenso, necesitaba aprender todo lo que pudiera. Aprovechando que tenía mi computadora en el hospital, me uní a otros enfermos en redes sociales y a grupos. Padecientes, expertos y familiares de enfermos de Borreliosis. Me registré en notificaciones automáticas, y me di cuenta que la información era muchas veces confusa, porque los síntomas variaban muchísimo, si me alejaba un poquito para ver el panorama completo con la mirada de un no enfermo de Lyme, parecíamos un grupo de neuróticos hipocondriacos. Realmente los síntomas eran amplísimos ¿Por qué? ¿Cómo? Y había polarización entre los expertos de salud, muchos argumentando que el Lyme era una enfermedad imaginaria, y muchos más investigando a la Borrelia con lupa, en todo el mundo una enorme cantidad de investigadores desmenuzando este asunto desde sus trincheras y luchando por el reconocimiento de este padecimiento multisistémico.

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No alfabetizados y laboratorios

A pesar de la maravillosa y casi milagrosa mejoría que estaba teniendo, estaba internada en un hospital público. El viernes por la tarde el doctor Murillo fue a verme y me comentó que él se retiraba el fin de semana, pero pronto estaría de regreso el lunes a las 8 am. Me dijo que no me preocupara, que todo mi tratamiento estaba anotado en mi expediente y me indicó que las enfermeras estaban informadas. Que no podía dejar el tratamiento por lo menos otras 5 o 6 semanas, pues la Borrelia era una bacteria muy difícil de combatir. Yo ya me estaba sintiendo mejor, el avance ascendente de mi parálisis se había detenido (aun no podía mover mis piernas, pero no había seguido avanzando), el temblor de mis manos se había reducido muchísimo, el dolor era mucho más tolerable y mis niveles de azúcar y de presión sanguínea habían regresado a la normalidad. Solo debía seguir recibiendo mis dosis de ceftriaxona, y otros antibióticos, desinflamatorios no esteroideos, potasio, seguir vigilancia. El sábado por la mañana llegó la doctora a cargo de seguimiento de los pacientes, era una mujer joven, no muy amable y mucho menos dispuesta a hablar con el paciente. Miró mi expediente y frunció el ceño, lo revisó un par de ocasiones y dirigiéndose a la enfermera le dijo con un tono de enojo que la cantidad de medicamentos que me estaban administrando era exagerada, la enfermera trató de explicarle que el internista (el doctor Murillo) me la había indicado, y había dejado la orden de seguir el tratamiento al pie de la letra.

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— Yo estoy a cargo – refunfuñó de mala gana la mujer – tachoneó algunas cosas en mi expediente y dio un par de órdenes – quítenle el potasio, y no es necesario tanto antibiótico, es demasiado antibiótico, ya es suficiente con lo que le han aplicado toda la semana, la ceftriaxona es muy fuerte. Retírenla. Yo entré en pánico, intenté explicarle que era un caso de enfermedad de Lyme, que necesitaba toda esa cantidad de antibióticos, que mi médico había ordenado la aplicación permanente y necesitaba ser un tratamiento largo, que iba a ponerme muy mal. —

No hay infección señora – me contestó de mala gana – sus exámenes son negativos, no tiene ninguna infección. No entiendo por qué le están poniendo tanto antibiótico. Es que mandaron a hacer los exámenes – casi lloro – y no han regresado hasta la otra semana. Sospechan enfermedad de Lyme.

Me miró como si estuviera insultándola. —

Pues que la próxima semana le pongan todo ese antibiótico – respondió, se dio la vuelta y salió de la habitación.

La enfermera no dijo absolutamente nada, le recordé que el doctor Murillo había dado órdenes de no mover nada de mi tratamiento. Ella sólo se encogió de hombros y me dijo que ella no podía darles órdenes a los médicos. Le pedí el teléfono del doctor Murillo, me dijo que no se podía molestar a los médicos los fines de semana. El sábado por la tarde comenzó a incrementar el dolor y los síntomas se reactivaron. Cada vez que la enfermera iba a revisarme le rogaba que llamara al doctor Murillo, yo había cometido la estupidez de no pedirle su número. Cada vez era la misma respuesta, eran órdenes de la doctora a cargo y no podía darme el 120


teléfono del doctor. Para el domingo en la tarde había vuelto el dolor y la parálisis había empeorado. Las enfermeras estaban muy angustiadas, pero no había nada que hacer, eran órdenes. La doctora de guardia no regresó a revisarme todo el fin de semana, solo había dado las órdenes de retirarme el medicamento y no regresó a ver qué carajo resultado estaba teniendo sobre mi estado de salud. El temblor en las manos regresó y la parálisis fácil se acentuó, pero el dolor era lo peor, era insoportable, también me había retirado los antiinflamatorios. Lloré todo el fin de semana, rogando poder aguantar hasta el lunes. El lunes en la mañana regresó el doctor Murillo, se acercó a mi cama y por su mirada supuse que no le habían informado de mi estado ni de los cambios que la doctora del fin de semana había hecho. — La doctora del fin de semana me quitó la medicación – le dije con lágrimas en los ojos – traté de explicarle, pero no me hizo caso. — ¡¿Y las enfermeras?! – gritó. Yo negué con la cabeza. MI médico estaba furioso. Revisó mi expediente. Mientras hacía eso le conté lo que había pasado el fin de semana, llamó al personal a cargo, a las enfermeras, porque la autora del desastre ya se había retirado a su casa sin notificarle nada de mi caso. Las enfermeras se llevaron la regañada de su vida, anotó al inicio del expediente la orden de que no se me cambiara el medicamento o las dosis sin su autorización. Me trasladaron a un área aislada, un cuarto donde estaba yo sola; generalmente era donde llevaban a los casos muy contagiosos o a los quemados o sobre los que había que tener un control muy estricto (ese era mi caso). Otra vez el asunto de la falta de una cultura de Lyme en los médicos. Cuando le dije a la doctora que había sospecha de Enfermedad de Lyme, si tan solo hubiera tenido idea de a qué me 121


refería, si hubiera tenido un poquito de compromiso con su profesión habría tratado de averiguar sobre la borreliosis. Apuesto que se sintió amenazada porque no tenía idea de lo que yo estaba diciendo. Un protocolo de sospecha de Enfermedad de Lyme debería ser como el protocolo de sospecha de Rickettsiosis, otra enfermedad transmitida por garrapatas; el protocolo dice: Si hay sospecha, inicie el tratamiento, no espere los resultados del laboratorio (o se le muere el paciente). Los exámenes para determinar la presencia de Borrelia son complicados y aún poseen un margen muy alto de error. Luego, esa segunda semana ya con casi seis días conectada a antibióticos, regresó la encargada del laboratorio con muy malas noticias: mis muestras de sangre se habían extraviado. ¿Cómo extravías muestras de sangre que van con etiqueta epidemiológica? — Vamos a necesitar otras muestras de sangre – me dijo como si nada. — ¿Cómo se les perdió mi sangre – la miré asombrada Me explicó que alguien en el laboratorio las había confundido con muestras ya analizadas y las había tirado a la basura. Solo extendí mi brazo y contuve la risa. No podía creerlo, como escritora me comencé a hacer historia en mi cabeza, que la Borrelia se estaba defendiendo al punto de hacer rodar mis tubos de sangre al bote de basura, me acordé de la película “la cosa”, donde le aplicaban electricidad a la sangre y la sangre extraterrestre saltaba, atacando y matando a las personas. Eso me hizo sonreír, por o ridículo de la escena, mientras me sacaban otra ronda de tubos de sangre. — ¿Les va a servir mi muestra de sangre ahora que ya estoy inundada de antibióticos? – le pregunté a la laboratorista. Me comentó que buscaban ciertas sustancias, que no creía hubiera problemas para localizar, aunque fueran trazas de la bacteria. 122


El resto de las cinco semanas adicionales que estuve conectada a los antibióticos transcurrió más o menos de manera monótona. Estuve encerrada en el cuarto de aislamiento, enchufada a suero, y el reto de los médicos era encontrar sitios donde colocar el catéter para inyectar los antibióticos o el medicamento en turno, ya ni recuerdo donde me colocaron sitios para inyectar. Me dejaron tener conmigo mi computadora y eso me ayudó a comenzar a investigar sobre Borreliosis, ahí fue donde comencé a escribir este libro. Aprovechaba los momentos del baño para intentar hacer que mis piernas s movieran, aún seguía sin sentir mis manos ni mis piernas, de la rodilla para abajo. Mi ojo también seguía tapado con una gasa para mantenerlo cerrado, aún seguía paralizado. Alrededor de la semana cuatro mis exámenes regresaron, encontraron trazas de la bacteria y me dejaron un total de seis semanas conectada al suero y los antibióticos. Mi formación científica, y mi propia naturaleza inquisitiva, no le bastaban las opiniones, necesitaba entender la Enfermedad de Lyme desde la ciencia. Así que me puse a buscar investigaciones en mi país, no había mucha; decidí extenderme a Latinoamérica, teniendo la idea de encontrar ciencia “latina” o algo así, más próxima a mi cultura e idiosincrasia. Sé que es extraño, pero pensé que así podría entender más fácilmente este asunto. Tampoco tuve mucho éxito, no había mucha información en otras regiones de Latinoamérica y entonces comencé a investigar en Estados Unidos y ahí encontré muchísima información acerca de una gran cantidad de tópicos. Una vez más me dije que iba a remitirme al continente americano y terminé cediendo a buscar en todo el mundo. Resulta que los temas de interés en torno a la Borreliosis de Lyme son muy variados y las investigaciones varían por regiones y por países. Así, los norteamericanos tienen mucha información sobre aspectos neurológicos y psiquiátricos, los canadienses sobre patrones de distribución y dispersión de la enfermedad, los ingleses 123


sobre odontología, en Europa del este se investiga mucho la enfermedad como riesgo de trabajo, y así por el estilo. Pero a pesar de toda la información tenemos una enorme deficiencia de personas alfabetizadas. Uno de los primeros términos que aprendí como padeciente de Lyme fue “alfabetización en Lyme”. La alfabetización consiste en aprender y entender cómo funciona la enfermedad. Pronto me di cuenta que el asunto no era solo un asunto técnico científico, era también político. En algunos países se trataba de un asunto de controversia nacional, con padecientes protestando en las calles para obtener el reconocimiento oficial y poder recibir atención, profesionales agredidos o silenciados; mientras en otros países se les reconocía, se creaban instancias oficiales y se impulsaba el conocimiento y las iniciativas de prevención. Aunque puede que no estén de acuerdo sobre la causa, muchos miembros de grupos médicos que no se ponen de acuerdo si la enfermedad existe o no, muchos grupos de médicos están comenzando a reconocer que estos pacientes, independientemente de lo que estén etiquetados, están sufriendo algún tipo de enfermedad crónica. A los padecientes de Lyme nos dicen que lo que nos sucede son síndromes que básicamente son un conjunto de padecimientos que están caracterizados por presentar síntomas múltiples, sufrimiento significativo e incluso llevar a discapacidad, pero que no muestran una fisiopatología consistente con alguna enfermedad conocida y demostrada. Los médicos convencionales sostienen que el diagnóstico suele ser sencillo. Un médico alfabetizado de Lyme sabe que las pruebas de laboratorio para Lyme son, con mucha frecuencia, inexactas y que la enfermedad de Lyme crónica es un problema muy grave y difícil de resolver. Un médico no alfabetizado diría que los problemas crónicos de un paciente determinado se deben a una enfermedad médicamente inexplicable, un síndrome o un problema de tipo psicosomático; un 124


médico alfabetizado de Lyme mantendría que los síntomas crónicos pueden deberse a que el paciente aún tiene una infección activa y que debe ser sometido a una ronda o rondas adicionales de antibióticos. Los médicos no alfabetizados consideran la enfermedad de Lyme como otro diagnóstico controvertido, algo difícil de probar, por ello cuestionable de existir, como el síndrome de fatiga crónica y los trastornos de somatización. Este tipo de médicos, que fueron la mayoría de los que me atendieron, se enfocan en el síntoma o síntomas de momento, algo palpable, como la presencia de una erupción cutánea con eritema migratorio, parálisis del séptimo nervio, bloqueo cardíaco, parálisis facial, artritis de Lyme. Los médicos alfabetizados buscan síntomas asociados, hay listas diseñadas por grupos de trabajo, estos síntomas son un espectro muy amplio. Cuando leí en un artículo la lista, fue para mi como un checklist de todo lo que había padecido por casi dos décadas: fatiga, fiebre baja, sofocos o escalofríos, sudores nocturnos, dolor de garganta, diarrea, trastornos del sueño, inflamación de las glándulas, rigidez en el cuello, rigidez en las articulaciones, rigidez en otras partes del cuerpo, artritis franca, mialgia, dolor de pecho y palpitaciones, dolor abdominal, falta de concentración náuseas, pérdida de memoria, irritabilidad, cambios abruptos de humor, depresión, neblina mental y dolor de espalda. ¿Y en México? En México las autoridades decían que esta enfermedad no existía en el territorio nacional, los investigadores dedicados a ella eran muy escasos, no eran apoyados como necesitaban y si levantaban la voz (armaban escándalo) se arriesgaban a ser agredidos, o retirados sus escasos apoyos; aun así, había algunos investigadores muy determinados. ¿Y el sector salud en mi país? Oficialmente no reconocía la enfermedad, pero, afortunadamente, tampoco la negaba o negaba la opción de ser atendido o diagnosticado. El problema era encontrar médicos que tuvieran la información o visión o valor para diagnosticarla y, otro 125


tanto más, para tratarla. Además de todos los retos de la enfermedad, hay una enorme escasez de médicos alfabetizados en Lyme. Ahora hablemos de los exámenes de laboratorio. Esos que se supone permiten comprobar si uno tiene algún tipo de infección. Esos que me tuvieron que mandar a hacer a la ciudad de México, por los que, de no ser por la visón y experiencia del médico que me atendió, hubieran regresado para mi autopsia y análisis postmortem. Las pruebas de laboratorio clínico comúnmente usadas no revelan información útil para el diagnóstico de la Enfermedad de Lyme, es muy frustrante. Esto se debe a que los resultados de hemoglobina, hematocrito, creatinina y de orina regresan usualmente normales y el conteo de leucocitos puede ser indistintamente normal o algo elevado. Puede acompañarse de otras pruebas, si el médico sabe qué buscar. Por ejemplo, en un paciente con manifestaciones neurológicas, buscar ciertos indicios en las muestras de líquido cefalorraquídeo. Otros aislados de borrelias a partir de tejidos y fluidos corporales se han logrado de biopsias de las lesiones en piel, y sangre completa (suero y plasma). También se han recuperado, aunque con menor frecuencia, de líquido sinovial, tejido cardíaco y muestras del iris. Uno de los métodos más efectivos, ya lo mencioné anteriormente, es la detección microscópica directa de Borrelia, en campo oscuro. Pero solo en ciertas etapas, ya que requieren de cierta cantidad de microorganismos por campo para mejorar la efectividad del método. Entre los métodos moleculares se destacan los basados en la reacción en cadena de la polimerasa (PCR) para los cuales se han desarrollado varios protocolos. Las muestras de biopsias de piel de pacientes con eritemas migratorios o acrodermatitis crónica atrofiante son las que más se utilizan para buscar el ADN de la bacteria, aunque también se aplica a otros tejidos. La sensibilidad de la PCR es muy variable (10-83%) porque depende del tipo de 126


muestra clínica y del gen diana seleccionado para la amplificación, es por esto que no se recomienda su uso en los laboratorios de diagnóstico. Entre los métodos más utilizados para la detección de anticuerpos se encuentran la inmunofluorescencia indirecta (IFI), los ensayos ELISA y los Western blots. Cerca de un centenar de estos han sido aprobados para su comercialización. La IFI emplea como antígeno células enteras de las borrelias y permite la detección de IgM e IgG. Las principales limitaciones para su uso son la necesidad de empleo de un microscopio de fluorescencia, personal bien entrenado, la subjetividad en la lectura e interpretación y la baja especificidad; mientras que los ELISA constituyen el formato más empleado para detectar los anticuerpos. Entre las limitaciones de los ELISA se encuentra la falta de estandarización, fundamentalmente por las variaciones antigénicas que se pueden presentar entre diferentes estuches comerciales e incluso entre lotes de un mismo estuche. Las preparaciones de antígenos a partir de células completas disminuyen la especificidad por la ocurrencia de reacciones cruzadas. En caso que las muestras que resultan positivas, dudosas o equívocas con otros medios, se someten a análisis con Western blot. En resumen, se requiere de una batería de exámenes. Emplear una prueba de pesquisa (IFI o ELISA) con alta sensibilidad, seguida de un examen Western blot que posee alta especificidad, y preferentemente la realización de ambas al mismo tiempo. Es importante resaltar que en la literatura se define que los pacientes con manifestaciones tempranas de neuroborreliosis (etapa I o II) poseen una respuesta inmune restringida a unas pocas proteínas, mientras que los que manifiestan enfermedad tardía (etapa III y Post Lyme), tienen anticuerpos IgG contra un amplio espectro de antígenos.

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Dado que los hallazgos serológicos varían de manera considerable y los anticuerpos pueden persistir en individuos tratados con éxito, el seguimiento serológico no es útil para el control de la terapia. Entonces, tenemos una enfermedad con una multiplicidad de síntomas propios y la mayor parte de las ocasiones un conjunto de síntomas y manifestaciones derivadas de coinfecciones que se presentan de manera paralela, traslapada e incluso potencializando los efectos negativos y duración de la infección. Con pocos médicos alfabetizados y exámenes de laboratorio que funcionan en el momento justo y solo en ciertos casos. Y eso sin tomar en cuenta de que existe un potencial muy grande de que posterior a la identificación y tratamiento se continúe teniendo problemas de salud.

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Mi vida después del Lyme

Cuando salí del hospital apenas podía caminar, no sentía las piernas. Podía moverlas, si me concentraba en hacerlo, pero era como si estuvieran hechas de concreto, las manos estaban un poco más sensibles, pero no lo suficiente para volver a dibujar en la fineza con la que había dibujado toda mi vida. Volver a caminar fue un reto; no solo era la debilidad, me fatigaba mucho caminar, intentaba caminar un par de manzanas y era como correr una maratón de 5 kilómetros, quedaba exhausta y débil, con dificultades para respirar. Pensé que una vez terminado el tratamiento y habiendo salido del hospital el asunto estaba terminado. Que por fin se había resuelto el problema de la bacteria. Mis médicos se habían enfocado con todas sus energías y dedicación a salvarme la vida y llenarme de antibióticos, pero no me dijeron que el problema, aun cuando hubiese librado la crisis, no iba a desaparecer. Supongo que ellos tampoco lo sabían. Entendí varias cosas, a partir de ese momento, la Enfermedad de Lyme tenía un rango amplísimo de sintomatologías, afectaba a muchos sistemas, los médicos especialistas no alcanzaban a ver eso, los médicos generales tampoco, la mayoría decía que esa enfermedad no existía. Y luego averigüé de las coinfecciones y de lo que significaba la etapa “crónica”. Así que decidí que iba a investigar todo lo que pudiera sobre mi padecimiento, en redes sociales, en la ciencia, en donde encontrara información. Desde 2016, mi viaje consistió en tratar de entender qué era la Enfermedad de Lyme, estar atenta a síntomas, y aprender como sobrellevar los síntomas. Darme cuenta de que mi asunto con la

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Borrelia no iba a terminar tan fácilmente, tuve que aprender a vivir como padeciente de Lyme, post-Lyme. Escribí una larga lista de mis achaques, enfermedades misteriosas y padecimientos y comencé a investigar si algo de eso se relacionaba con la Borreliosis (Enfermedad de Lyme). No solo necesitaba esclarecer desde cuando estaba padeciéndola, entender qué señales hubiesen alertado a mis médicos para que hubieran tenido oportunidad de detectarla antes de la crisis de 2016 (dentro de sus respectivas especialidades), necesitaba aprender qué esperar, desde ese momento en adelante, como padeciente, para llevar una vida normal, lo más normal posible. Y me puse atenta a cualquier síntoma raro o a la aparición de alguna crónica. Uno de los primeros términos que aprendí como padeciente de Lyme fue: El Herx. ¿Recuerda en esa frase popular que dice que la calma siempre llega antes de la tormenta? Bueno con la enfermedad de Lyme es, la mayor parte de las ocasiones, al revés. A veces cuando tomamos los antibióticos sucede que nos sentimos peor, algunas veces la reacción es tan violenta que parece que vamos a morirnos. Cuando empecé a interactuar en los grupos de pacientes de Lyme en internet, algunos padecientes que ya tenían muchos años interactuando, me di cuenta que cuando alguien mencionaba que estaba en tratamiento de algún tipo para la enfermedad surgían comentarios, solicitudes de orientación o solo desahogos sobre sentirse peor con el tratamiento de lo que se sentían antes de tomarlo. Las publicaciones iban desde mencionarlo de manera anecdótica hasta realmente volverse quejas y frases llenas de frustración y dolor, de pacientes que decían que preferían sufrir la enfermedad que soportar el tratamiento. Hablaban de reacciones terribles como fiebre, escalofríos, presión baja, escalofríos, dolores más intensos en cabeza y otras partes del cuerpo, extremidades frías, entumecimiento, flujo nasal o en garganta, mucosidad, visión borrosa, insomnio o cansancio, 130


cambios de humor desde ira hasta depresión. Muchas veces las respuestas se limitaban a decir “es el Herx”. La primera vez que lo leí, pensé — ¡Ay Dios mío! ¿Herx? ¿Otro bicho? ¿No es suficiente con la Borrelia? ¿es otra coinfección? Pero el Herx no es un bicho. Como si padecer la infección por Borrelia y las coinfecciones no fuera suficiente, como si soportar los síntomas y síndromes que se desarrollan después del tratamiento, también resultó que el tratamiento podía ser insufrible, debido a algo se denomina la reacción de Jarisch-Herxheimer, también conocida como reacción de Herxheimer o simplemente “el Herx”. Otros nombres que he leído en los grupos de Lyme son “la crisis por limpieza” o “La carga del cuerpo tóxico”. Es un efecto secundario de la destrucción de las espiroquetas. Porque al destruir las bacterias se liberan lipoproteínas, citoquinas y complejos inmunes, durante y después del tratamiento; es decir, lo que causa la reacción. Es decir, la espiroqueta enloquece, una analogía sería, no se va tranquilamente, desata una guerra mientras es combatida, una guerra con las armas de nuestro propio sistema inmunológico. Cuando el cuerpo empieza a destruir a la bacteria generalmente ésta ya estuvo mucho tiempo dentro del organismo ocultándose y haciendo lo suyo, así que cuando el sistema inmunológico del cuerpo empieza a reconocer los rastros de la bacteria, muchas veces se da inicio a una reacción descontrolada del sistema inmunológico, y “se vuelve loco”. Es como si de repente se percatara que estaba rodeado de enemigos, que no habías reconocido y cuando el sistema inmunológico se da cuenta de qué está rodeado por estas bacterias cuando por fin logra identificarlos, porque los antibióticos comienzan a debilitar lo suficiente a la Borrelia para que se “muestre”, cuando empieza a manifestarse, el contraataque del mismo cuerpo puede ser peor que la propia infección. 131


Si hiciéramos una analogía con una guerra es como si el cuerpo al darse y aprender a reconocer al enemigo empieza a sembrar granadas por todo el cuerpo, para que pueda detectar y destruir a estas células enemigas, que antes no había podido reconocer. El problema es que para cuando eso sucede el bicho está tan distribuido por todo el cuerpo que prácticamente está uno sembrado de pies a cabeza de granadas que estallan; estas granadas se les llaman citoquinas y a este efecto de reacción exagerada se le llama tormenta de citoquinas. Es como si se desarrollara una batalla campal en el cuerpo de un minuto a otro ocasionado por que al tomar el antibiótico y empezar a matar a las bacterias, éstas empiezan a dejar rastros visibles, que antes no había porque se escondían bastante bien, y el sistema inmunológico al momento que descubre cómo rastrear y busca esta bacteria, que ya está dispersa por todo el cuerpo y que tiene que matar, no mide los efectos secundarios o colaterales, causando una reacción inflamatoria exagerada que causa también daño a células sanas. Por eso muchas veces sobre todo con el Lyme crónico, cuando se aplique el antibiótico la reacción siguiente del organismo es tan severa que puede sentirse insoportable. Así que lo que los médicos tienden a tratar de paliar o reducir los efectos del Herx administrando antiinflamatorios, adicionales al antibiótico, medicamentos para la temperatura esperando que el organismo pueda deshacerse de la bacteria y tratar de reducir “El Herx”. Cuando uno padece Lyme aprende que el sistema inmunológico, el propio sistema inmunológico no vuelve a ser el mismo, y uno va desarrollando alergias para cosas que antes no tenía, va uno padeciendo procesos inflamatorios o reacciones extrañas a lo largo de resto de la vida, por qué enfermedad no termina después del tratamiento. Esta situación se presenta en diversas enfermedades como sífilis, la fiebre reincidente y leptospirosis. En algunos países administran Prednisona durante el tratamiento para reducir la agresividad del Herx; yo no tolero los corticoides, así que ya se imaginan cómo me 132


va. Los padeciente de Lyme y los médicos alfabetizados en esta enfermedad decimos que el efecto del Herx, después de usar antibióticos, es como “La tormenta antes de la calma”, como “Ponerse muy muy mal, antes de mejorar”. Justo después de salir del hospital tuve que desintoxicarme. Traté de recuperar el control de mi vida y comencé a documentarme. Estaban los artículos científicos, pero yo quería aprender de otros pacientes, de médicos, de quienes mediante su experiencia podían ayudarme a entender, a reducir el universo de explicaciones, cuando me di cuenta de la gigantesca cantidad de información disponible en revistas científicas. Los grupos y páginas de Lyme en redes sociales reúnen a padecientes, a sus familiares, a personas interesadas o curiosas, pero también reúnen a algunos profesionales e investigadores comprometidos. Encontré que en los grupos se hacían preguntas y se encontraban, la mayor parte del tiempo, respuestas. Uno puede preguntar cualquier cosa, sin temor a ser juzgado, cuestionado o tildado de loco. Cualquier pregunta generaba un tsunami de respuestas con vivencias específicas, de otros padeciente, eso me hizo sentir segura, no se siente uno tan solo, tan loco. Comencé integrándome a tantos grupos como me fue posible, pero a los pocos meses de tener la rutina de buscar, incorporarme al grupo o dar “me gusta”, leyendo la información, las preguntas y los enlaces, me sentí abrumada. Y comencé a ser más selectiva. Hay todo tipo de información en los grupos de redes sociales, narraciones extensísimas del padecimiento, los síntomas, los tratamientos, las pruebas de laboratorio, los costos, las recomendaciones o des recomendaciones de este o el otro profesional, cuáles son los médicos y los laboratorios sensibilizado o tratante de la enfermedad (que son poquísimos en México, en Latinoamérica y en la mayor parte del mundo), cómo funcionan éstos o aquellos estudios. También, para mi tristeza, me di cuenta 133


que aún entre investigadores y médicos tratantes había un universo de egos y guerras discretas por atención, fondos, pacientes y demostrar quién tenía la razón. Aunque en general lo importante es que estos cientos de grupos de personas en todo el mundo reunidas alrededor del padecimiento. No es difícil imaginar por que los padecientes (porque la padecemos), tendemos a buscar ayuda unos con otro y con algunos profesionales de la salud que estén sensibilizados (que son muy contados). La información es mucha, los temas son incontables, las personas que no la padecen no están sensibilizadas (la mayoría no están ni enteradas), por lo que hay mucha discriminación y agresión de todo tipo, hacia los enfermos de Lyme. Comencé buscando grupos de Lyme en el sureste, en México, en español, hay muchísimos. Pero la mayor parte de la información que comparten, además de las interacciones que son valiosísimas, los artículos están escritos, la mayoría, en inglés. A medida que fui adentrándome en la investigación me di cuenta que iba a necesitar extenderme más allá de mi país. A la fecha terminé enlazada o integrada a más de 15 grupos de Lyme en español en México y Centro y Sudamérica, a una docena de páginas y grupos de Lyme de Estados Unidos y otra media docena de grupos de Lyme en España, Francia, Italia y en Europa Oriental. Están los grupos creados por padecientes, como el mío Vivir con Lyme, que son más del tipo vivencial y de compartir información, hay otros donde las personas hacen preguntas, la mayoría de los grupos son para compartir información, sin ánimo de lucrar, la mayoría. También ha grupos y páginas de Lyme que ofertan servicios médicos y tratamientos para nacionales y para extranjeros A diferencia de otros países, en México existen menos restricciones en cuanto a medicamentos y tratamientos, y supongo que los costos, con la paridad peso – dólar – euro es ventajosa. Tal vez pueda ser un segmento de mercado turístico médico no explotado: 134


Turismo Médico de Lyme. Después de todo, hay cientos de miles de padecientes contagiados cada año, en todo el mundo. Los primeros meses después de que salí del hospital, viví en casa de una amiga, ella es nutrióloga y durante 3 meses me hizo entender la importancia de la alimentación para ayudar a desinflamarme. El entumecimiento en las piernas no pasaba, pero ya no había dolor. Mi ojo derecho quedó afectado, tenía el párpado caído y se sentía “arenoso”. Pero ya no tenía dolor, y eso era increíble, después de haber vivido tantos años con dolor en todo el cuerpo. Sentí un alivio temporal, pero con el paso del tiempo algunos síntomas regresaron, ya saben el post-Lyme, el dolor de articulaciones, las taquicardias repentinas, la hinchazón, la confusión mental, el dolor de pies al tratar de levantarme de la cama, por las mañanas. Tuve que ponerme a investigar por mi cuenta. Ahora lo que hacía era preguntar en redes sociales, buscar artículos científicos, además de acudir al médico. Como aquella vez, un año después de que salí del hospital, estaba trabajando en verificar cuestiones de prevención de contaminación ambiental y accidentalmente me contaminé con bacterias, inspeccionando unos biodigestores, y me enfermé del estómago. Acudí al médico, tomé antibióticos, pero no mejoré, estuve 5 meses con diarrea crónica. A pesar de que los exámenes y las pruebas de laboratorio que indicaban que la infección gastrointestinal ya no estaba presente, yo seguía con diarrea crónica, explosiva. Visité a varios gastroenterólogos y no pudieron dar con la causa. Me dijeron que era síndrome de colon irritable, tal vez por la infección y los antibióticos que había estado tomando por años, pero no me convencían. Yo nunca había padecido una infección estomacal tan grave, y nada parecía funcionar. Les expliqué que un año antes había salido de un prolongado tratamiento para Borreliosis, que antes de eso pasé 17 años enferma, y se había vuelto crónica. Ninguno entendió o vio relación alguna.

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Decidí consultarlo en redes sociales y encontré la respuesta. Roberto Tamez González, un investigador de la Universidad de Nuevo León administraba varios grupos sobre la Enfermedad de Lyme y conocía mucho sobre la enfermedad y la situación en México, tenía más de veinte años estudiándola y su asesoría se volvió invaluable. En los grupos orientaba a todos y se volvió mi fuente de referencia permanente. Mi médico de cabecera para la Enfermedad de Lyme, es un médico veterinario (con un doctorado). Pero los médicos humanos no estaban alfabetizados en la enfermedad y en repetidas ocasiones Roberto no solo me orientó, también acudió a ayudar enfermos en la zona donde vivía para platicar con médicos y ayudarlos a entender los casos de algunos pacientes de Lyme y otras zoonosis (enfermedades transmitidas al hombre, por animales –vectores). Pues bien, publiqué mi situación de diarrea crónica, en un post de red social para saber si alguien podía tener algún síntoma similar. Realmente no relacionaba el Lyme con problemas gastrointestinales, pero no perdía nada con preguntar. Roberto comentó en mi publicación que los enfermos de Lyme tendían a desarrollar celiaquía, alergia al gluten. Me aconsejó que retirara el gluten de mi dieta y viera si mejoraba. No podía creer que hubiera podido desarrollar una alergia por una picadura de una garrapata, pero decidí intentarlo, retiré el gluten de mi dieta y después de una semana mi condición mejoró mucho, con el tiempo la diarrea cedió completamente. Le expliqué a mi gastroenterólogo la situación y por supuesto no me creyó, era muy raro –me dijo – que un adulto desarrollara celiaquía, y menos debido a una infección de una bacteria que había sido tratada y eliminada un año antes. Eso no era posible y él era el especialista. Me puse a investigar, mientras mejoraba, habiendo retirado el gluten de mi dieta, descubrí que el gastroenterólogo estaba equivocado. No volví a médico, continué mi dieta libre de gluten y mis problemas intestinales se fueron. Con el tiempo pude volver a comer gluten, pero con moderación. 136


Hubo otra cosa que me sucedía, que descubrí estaba relacionado con el Lyme. Tenía años hinchándome ciertos días al mes, sobre todo en mis días de ovulación, alrededor de mi período menstrual. Despertaba hinchadísima, supuse que era cosa hormonal, pero también comencé a hincharme sin razón aparente. Me despertaba en las mañanas con el rostro hinchado, sobre todo alrededor de los ojos; con una sensación como de estar cruda, como si hubiera bebido mucho alcohol toda la noche. Deshidratadísima. Era como una intoxicación, pero ¿qué la causaba? Me hice análisis de función renal, mis riñones estaban bien, me hice revisar el hígado y las vías biliares, todo en orden, no había una causa aparente de mi trastorno. Los médicos me dijeron que era la edad, las hormonas, tal vez el inicio de mi menopausia. Comencé a poner atención en mi situación, tenía años con ella, pero me había pasado desapercibida. Me di cuenta de que sucedía cuando cenaba muy tarde o muy pesado, sobre todo cuando cenaba embutidos o carnes rojas, pero los médicos que consulté me dijeron que no podía estar relacionado. No existía la alergia a las carnes rojas, tal vez si debía dejar de consumir embutidos, pero no había datos de alergias a las carnes rojas. Había estado años padeciendo la hinchazón, más de diez años, calculé, pero los demás síntomas me hicieron no ponerle atención. Así que traté de no cenar pesado, pero la hinchazón aparecía de todas maneras, y yo no podía encontrar un factor en común. Podía cenar pizza, una quesadilla o cereal con leche, e igual amanecía inflamada; los riñones estaban bien, era un misterio. En 2017, en los grupos de redes sociales, Roberto posteó un artículo científico, la picadura de la garrapata, esa hipodérmica que inyecta la Borrelia y su coctel de coinfecciones, podía desencadenar una alergia a las carnes rojas. Me sentí abrumada, pero dejé de comer carnes rojas o embutidos para la cena, la hinchazón de las mañanas se redujo notablemente, aunque no desapareció. Entonces comencé a probar con diferentes dietas hasta que ubiqué que, si comía muchas 137


verduras verdes crudas y mucha agua, la hinchazón prácticamente desaparecía. Realmente no comprendí el por qué funcionaba, pero funcionaba, y eso me bastaba. Las redes sociales son, por mucho, el mejor vehículo que nos ha permitido a los padecientes de Lyme el encontrar sistemas de apoyo unos para con otros, no solo en términos de apoyo moral, también de apoyo vivencial, de diagnósticos y de tratamientos de todo tipo. Es que hay que padecer esta enfermada para entenderla y ser sensible. Mientras que afuera la mayor parte de los médicos de todo tipo (y de muchas personas cercanas a los padecientes) piensan que uno está sufriendo algún tipo de hipocondría, de estrés o estado psicótico (porque los resultados de las pruebas de laboratorio y la mayor parte de los estudios comunes, regresan diciendo que estamos sanos, que no hay nada malo con nosotros) porque no pueden entender cómo el dolor puede estar focalizado, un día en una región del cuerpo y la siguiente semana en otro, que afecte tantos sistemas distintos, que se asimile a muchas enfermedades distintas y que no se cure con un tratamiento único. Sigo batallando de cuando en cuando con mi neblina mental, pero también ya se que la dieta es importante. Tomar mis vitaminas, magnesio, vitamina B, ácido fólico y otros suplementos. Para el dolor me ha resultado excepcional el aceite de CBD (cannabinoide). Tomar, de cuando en cuando, desinflamatorios naturales como los licuados verdes o té de jengibre. Dejar las harinas y no consumir carne roja por las noches. No soy muy disciplinada, pero mi post Lyme me regresa con violencia al buen camino cuando me hincho, me dan calambres diarrea, cuando comienzan a darme calambres o toques eléctricos, cuando comienzo a entumirme o me comienza el dolor. Yo pasé por esto, les conté anteriormente. Varios médicos me diagnosticaron depresión, alucinaciones y si hubo alguno que, en broma y no, me dijo que necesitaba una limpia de un curandero o 138


una bruja. Es complicado entender la Enfermedad de Lyme, desde quien no la padece, muy difícil para quien no está dispuesto a verla de manera holística, de manera panorámica. Me he vuelto una promotora de la alfabetización en Lyme con todos mis conocidos, mis amigos, y mis médicos. No solo los infectólogos, neurólogos, internistas o alergólogos. Me tomo charlar cinco minutos con mis médicos generales, gastroenterólogos, dentistas, ginecóloga, pero también con los laboratoristas y los farmacistas. Lo común es que no hayan escuchado de la enfermedad antes, yo trato de explicárselas en 5 minutos. Incluso los dentistas y anestesiólogos deberían saber que, por ejemplo, el bloqueo neuroaxial central puede estar contraindicado en pacientes con infección sistémica porque esto puede introducir agentes infecciosos en el sistema nervioso central. Cuando leí esto me dio un soponcio, recordé cuando me practicaron aquella cesárea de emergencia cuando nació mi hija pequeña, cuando me aplicaron la anestesia epidural. También los investigadores han expresado preocupación de que la anestesia general puede suprimir el sistema inmunológico. También algunos estudios mostraron que sustancias como la ketamina y el tiopental reducen la eficacia de células asesinas. Cuando los pacientes que han iniciado tratamiento antibiótico por terapia para la enfermedad de Lyme someterse a una cirugía prolongada implica averiguar si no hay compromiso del sistema cardiaco o respiratorio o neurológico por Borrelia. Esto me hubiera servido mucho cuando un par de años después del hospital, cuando me hice un arreglo extenso de dentadura y el dentista me anestesió casi toda la mandíbula superior, reparó todo y me dijo que tomaría un poco de tiempo que pasara la anestesia…tardó un par de meses en pasar, mientras tuve la boca entumida, llegué a pensar que iba a quedarme entumida por siempre. Mi ojo derecho, el de la parálisis facial, amanece seco, necesito lubricarlo temprano y le toma una media hora funcionar (enfocar bien). 139


Hace poco conseguí que mi cardiólogo me diagnosticara con taquicardia autolimitante y retención de líquidos por enfermedad de Lyme. Eso me dio esperanza para seguir luchando y aprendiendo un día más.

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