Ñambí quedó sola y lloró, lloró. Lloró y sus convulsiones parecían haber hecho llover de nuevo, pero esta vez con rabia… De tanta tristeza y de tanto no entender a Dios –desconfió que él lo puso adrede a Francisco en su camino en sus últimos minutos- ni a la vida.
Lloró y no paró de llorar mientras para colmo se cortó otra vez la luz en esa barriada alejada del centro, a kilómetros de los hospitales, de los colectivos. Demasiado distante de la solidaridad y la felicidad. Demasiado lejos de la calle Bolívar, de la impasible civilización. Demasiado cerca de su visceral soledad y demasiado lejos de todo…
Al otro día, mal dormida y con los ojos profundos y huidizos, Ñambí no quiso hablar de nada. Menos aún de tumbas y entierros. A ella solo se le permitía pensar, acorralada por el mundo, en sus hijos y en una exigua esperanza para vivir mejor.
Ese lunes, Ñambí se dirigió a la misma hora de siempre a la Plaza 9 de Julio, la de la Gobernación de Misiones, cargando más yuyos y fuerzas que de costumbre…